Sin embargo, que quede esto claro, en Austria se habla alemán, por lo que no nos queda otra que aprenderlo. En ello estamos, y mientras nos peleamos con multitud de cursos, apps, libros y demás parafernalia, rara es la semana en la que no me lleve una hostia lingüística debido a esta barrera.
Y como sé que lo estáis deseando porque sois una panda de miserables, os voy a hablar de ello en este blog con relativa frecuencia. Empezando la serie con la primera que me llevé, allá por el pasado julio, cuando me tiré en el país una semana haciendo de avanzadilla para confirmar que lo de cambiar Irlanda por Austria se podía realmente llevar a cabo y no constituía una idea especialmente estúpida.
Aunque, si soy sincero, todo comenzó (como suele ser habitual en mi vida) por envidia. No recuerdo exactamente qué viernes del mes de junio, o si directamente fue viernes u otro día de la semana, la empresa en la que mi novia y yo trabajamos celebró su "Fiesta de verano". Que lo pongo entre comillas porque, recordemos, yo antes vivía en Irlanda, y allí fiesta toda la que tu quieras, pero lo de verano es algo que está por ver. Y sí, tuvimos una fiesta de quitarse el sombrero, que hasta levantaron una carpa de circo, trajeron una banda de música y a un DJ y pusieron chorrocientos puestos de comida. Pero el tiempo fue una bazofia, como de costumbre. Y no puedes pretender que estás celebrando una barbacoa veraniega si tienes que encasquetarte un abrigo y abrochártelo hasta las cejas mientras miras al nublado permanente con desconfianza, como fue el caso.
Total, que días después de aquella barbacoa polar, mientras mi equipo de Dublín participaba en una videoconferencia con compañeros de la oficina austriaca, a uno de éstos se le coló en la pantalla del pc que estaba compartiendo en aquel momento una notificación relativa a la Fiesta de verano que estaban a punto de celebrar. Y lo pongo sin comillas porque aunque en Austria tienen inviernos de los de cagarse en todo mientras intentas no resbalarte al pisar el hielo que cubre la acera, los veranos tienen la decencia suficiente como para permitirte salir a la calle en manga corta sin acabar con la piel de gallina. Por ello, fue ver la notificación y dejarle caer un "jo, yo quiero" a una de las compañeras. En lugar de un "pues quiérelo mucho" (que, por otra parte, es lo que yo habría respondido porque soy como soy), ella tuvo a bien el investigar si sería posible colarme allí para tal evento, pero no hubo tu tía, pues el aforo era limitadísimo. Eso sí, sugirió como alternativa que, ya que me había entrado el gusanillo, pasase una semana entera currando desde su oficina para así conocer a todos en persona, ver el lugar y etcétera, etcétera, etcétera.
Pues bien, no había terminado el primer "etcétera" y yo ya tenía la maleta hecha. Que esto no lo he dicho antes por no quedar mal, pero en los siete años que mi novia y yo hemos pasado en Irlanda, si hay un sitio en toda la isla que podamos calificar como nuestro favorito, ése siempre ha sido la terminal de salidas del Aeropuerto de Dublín. Así que si me estaban ofreciendo una oportunidad para dejar atrás la isla por unos días, Dios sabía que la iba a aprovechar.
Total, que un mes después me encontraba viajando a la patria de Schwarzenegger en un vuelo con escala que comenzó con una cancelación del segundo trayecto gracias a la cual llegué a mi destino diez horas más tarde de lo planificado, compartiendo furgoneta con siete desconocidos como si estuviésemos protagonizando La diligencia, y con Lufthansa y su mierda de política haciendo el papel de bandoleros. A pesar de este divertidísimo revés inicial, mi estancia allí fue la hostia, y me volví a Dublín convencido de que las uvas de dos mil diecinueve me las iba a comer en Austria. Por mis huevos.
No os voy a dar muchos detalles relativos a aquella semana porque si en mi blog me pusiese a contar cosas bonitas, dejaría de ser mi blog. Además, ya he dicho hace unos párrafos que hoy tocaba empezar a hablar de mis desavenencias con el idioma alemán, por lo que os invito a viajar mentalmente a la terraza de un restaurante sita en la azotea de uno de los céntricos edificios que pueblan la que ahora es, ironías de la vida, la ciudad en la que vivo.
Nos encontrábamos en dicha terraza mi novia (que vino algo después para, entre otras cosas, confirmar que sí, que habría mudanza de país. Por su coño), la compañera que he citado más arriba y yo (más tarde se nos apuntaría otra pareja a la que mi compañera y yo asustamos al mantener una intensa conversación de veinte minutos describiendo las diferentes portadas de todos los discos que ha sacado Bon Jovi hasta la fecha, pero eso es otra historia), con la intención de cascarnos una cenaca de padre y muy señor mío porque habíamos dedicado varias horas a patear la ciudad como peregrinos y el síndrome de Stendhal, las cosas como son, da hambre.
El sitio, al igual que tantos otros en la zona, contaba con menús personalizables. Me explico: en cada mesa había varios tacos de folios relativos a las diferentes comidas: pizzas, hamburguesas, sopas, ensaladas... Y cada folio, a su vez, contenía una especie de quiniela que permitía marcar aquellos ingredientes y componentes deseados de cara a la elaboración del plato.
Y yo, aquella pseudocalurosa tarde de julio, en aquella terraza, quería carne. Mucha carne.
Por ello, elegí la hoja con lo más parecido a pura fritanga de todo el restaurante, y me aseguré de marcar en la misma todos los productos cárnicos existentes: que si ternera, salchichas de vete tú a saber qué, bacon, jamón... A cada X que añadía al papel mi estómago respondía con un rugido de aprobación. Y entonces, cual demasiado ambicioso (y un poquito palurdo) Ícaro, quise volar muy cerca del Sol.
Entre los ingredientes seleccionables se encontraba el Pfefferoni. Que si como yo os habéis criado en un ambiente de lenguas romances aquello os sonará a pepperoni, o sea a salami. Y oye, "salami sobre fritanga" suena casi mejor que "miel sobre hojuelas". Pero como ya soy mayor y no me gusta correr riesgos, quise confirmar que estaba en lo cierto. ¿Buscando la traducción en Internet? Nein. Preguntándole a mi compañera.
Y ella, austriaca de nacimiento, y teniendo el alemán como lengua materna, me miró a los ojos a través de sus ray ban de cristales azules (porque hacía un sol estupendo) y me confirmó que, efectivamente, Pfefferoni, como su nombre "casi" indica, no era ni más ni menos que el salchichón ése rojo que le echan a la pizza en algunos sitios. Así que me marqué un movimiento de lo más carlossoberesco, me dije mentalmente "la marcamos" y al siguiente paso de la camarera junto a nuestra mesa le hice entrega de mi quiniela, con el Pfefferoni subrayado y todo.
Minutos después, la misma camarera apareció con la pitanza y yo, que estaba oliendo aquello desde que salió de la cocina, frotándome las manos como el enano de Twin Peaks. Pero poco tardé en parar el frote, al tiempo que ponía la misma cara de gilipollas que se le debió de quedar a Ícaro cuando el mejunje art attack de las alas empezó a decirle "mira, tronco, yo no aguanto este calorazo". En mi plato había carne a punta pala, sí, pero se encontraba oculta bajo un bosque de pimientos que yo no recordaba haber pedido. En ese momento, mi compi echó un vistazo a mi comida y dejó escapar un "ups" con acento alemán de Austria para, acto seguido, hacer fe de errores y aclararme demasiado tarde qué significa realmente la palabra Pfefferoni.
Entiendo que la historia os haya resultado tan sosa y amarga como la guarnición de mi plato, pero eso es porque no sabéis que pocas cosas me resultan más detestables a nivel gastronómico que los putos pimientos. De todas formas, para no acabar en bajón, voy a meter un pequeño epílogo aquí debajo.
Semanas después, superado el disgusto pimientil, mi compañera nos hizo una visita tras haber viajado a no recuerdo dónde, y tuvo el detalle de comprarnos algo a mi novia y a mí. A ella unos caramelos:
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"Toma, te lo he comprado porque sé que te encanta lo dulce", le dijo |
Y a mí me compró ESTO:
No. Aún no sé decir en alemán "la madre que te parió".

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