lunes, 20 de febrero de 2017

Filosófame ésta

A mi profesora de Filosofía de bachillerato le gustaba guiarse por el libro de texto. Le gustaba DEMASIADO. Cierto es que dichos libros le costaban un dinero a mis padres cada septiembre y el transportarlos de casa al colegio/instituto y del colegio/instituto a casa me suponía un esfuerzo físico remarcable, por lo que era de agradecer que el maestro de turno nos los hiciese abrir de vez en cuando. Sin embargo, la obsesión de esta mujer era enfermiza. Pretendía seguir al pie de la letra todos y cada uno de los textos, por lo que sus alumnos nos veíamos obligados a memorizar hasta los pies de foto para no obtener mala nota en los exámenes.

Os podéis imaginar sus clases. Básicamente consistían en un ejercicio de lectura en el que bien ella, bien algún alumno designado, recitaba en voz alta la página correspondiente a la lección del día, sin apenas dar pie al debate o la participación. En parte, esta profesora me recordaba a cierta hormiga de la película Bichos.

Y no sé a vosotros, pero eso a mí me parece un coñazo. Por ello, a los diez minutos de comenzar cada una de sus tres clases semanales (que para más inri solían tener lugar a primera hora de la mañana), yo ya estaba mirando por la ventana, dibujando pollas en mi cuaderno (porque todos hemos pasado por ello en algún momento de nuestra etapa adolescente) o haciendo el imbécil con el compañero que tuviese más a mano en ese momento. He de reconocer que mi comportamiento no era el más adecuado, y cuando una de mis impertinencias acabó finalmente con la paciencia de la profesora, ésta procedió a castigarme de forma ejemplar. Con toda la razón por parte de la sufrida funcionaria, la verdad sea dicha.

En lugar de mandarme al pasillo (algo que, por otra parte, el resto de mis profesores hacía con relativa frecuencia), me obligó a que explicase a mis compañeros, durante las dos siguientes clases, el tema 2 del libro: Platón (el tema 1 correspondía a Sócrates, aunque seguro que los frikis de la Filosofía ya sabíais esto). Así, la profesora (a quien, por cierto, llamábamos Piglet porque no pasaba del metro cincuenta y el color de su piel era muy rosáceo para un ser humano) contaba con que yo memorizase dicho tema durante la tarde de aquel puñetero lunes y las dos siguientes y fuese capaz de repetir todo, sin saltarme una coma, el jueves y el viernes. Y como está bastante claro que yo no soy uno de esos niños de la India capaces de repetir chorrocientasmil cifras del número pi sin equivocarse, mi maestra podría humillarme delante del resto de alumnos a la primera metedura de pata que cometiese mi cerebro escaso de capacidad mnemotécnica.

Pero yo no me tomé aquello como un castigo, sino como un desafío y una oportunidad. Tenía en mis manos la posibilidad de cambiar la forma en la que estudiábamos aquella materia (al menos durante un par de horas. Algo es algo), pudiendo darle un giro excepcional y convirtiendo los pesados sermones a los que nos tenía acostumbrados en un interesante debate participativo en el que todos aprendiésemos algo útil. "Y, ¿no será que eso precisamente es lo que buscaba la profesora?" estaréis pensando algunos. "Qué coño iba a ser eso", os respondo yo.

Y me puse a la tarea. Tras echar un ojo a lo que el libro de Filosofía decía acerca del simpático bujarrita ateniense, procedí a preparar dos clases que dejarían a mi profesora con el culo torcido. Me pasé las tres tardes encerrado en la biblioteca municipal más cercana a mi casa (porque por aquel entonces Internet no era lo que es), ampliando toda la información relativa al filósofo, elaborando guiones, dibujando esquemas que pudiese reproducir en la pizarra y buscando la forma de hacer más comprensible el mundo platónico. Cuando revisé lo que había hecho la tarde del martes, supe que todos mis compañeros, sin importar su nivel de estupidez, acabarían comprendiendo y aprendiendo lo que ponía en el tema 2.

Pero lo mejor vino la tarde del miércoles, mientras buscaba la forma de hablar sobre el Mito de la caverna (Alegoría de la caverna para los más tocapelotas) a mi público adolescente: puesto que el libro explicaba este apartado de forma engorrosa y aburrida, decidí que lo mejor sería utilizar un símil más actual. Al fin y al cabo, Platón no hizo otra cosa que crear una historia ficticia con los medios de la época para explicar un concepto, y si el concepto estaba claro en todo momento, no habría nada de malo en valerse de los medios disponibles en el siglo XXI para poder elaborar el relato, ¿no?

Y entonces tuve clarísimo que las hermanas Wachowski (si a alguien le molesta que me dirija a ellas con el género que se identifican en lugar de con el sexo que han nacido, puede venir a comerme los wachowskis) iban a servirme de ayuda con el colofón de una clase de filosofía que, in my mind, se antojaba poco menos que épica. Efectiviwonder, además de toda clase de debates y formas de participación, mi clase incluiría la visualización de un fragmento de la película Matrix, con Morfeo dándole la brasa y las pirulas a Neo, y éste sufriendo un mal viaje de ácido hasta terminar como uno de los aliens de Toy Story.

fuente: Warner Bros
El gaaaanchooo

Reconocedlo, la analogía que hay entre la película y el mito de Platón es más que evidente, Matrix por sí sola mola un huevo, y encender una tele en clase siempre ayuda a despertar a los alumnos más empanados. Además, todo aquello que huela ligeramente a ciberpunk me la pone gorda, y yo quería dar un toque de mi propio gusto a la exposición que comenzaría el día siguiente.

Y entonces llegó el jueves.

Y yo me dirigí al instituto, con mi taco de apuntes y mi cinta VHS de Matrix en la mochila.

Y la profesora de filosofía entró por la puerta del aula.

Y me preguntó que si estaba listo para dar la clase en su lugar.

Y le dije que por supuesto, pero que iba a necesitar traer el mueble con la televisión y el vídeo del cuarto de audiovisuales.

Y le enseñé la cinta.

Y ella me hizo morir un poco por dentro:

—¿Por qué quieres poner la cinta de Mátrips (Os juro que lo pronunciaba así. Me acuerdo perfectamente)?

—Porque me parecería interesante analizar el Mito de la caverna usando material actual. Y hay una escena de esta película que lo representa muy bien. Pero no se trata sólo de ver la escena. También he preparado una serie de preguntas y puntos que quiero que analicemos en grupo después de verla para que los conceptos queden bien claros a todos.

—Bueno, pues si tus amigos y tú queréis ver Mátrips, quedáis este sábado en tu casa y veis Mátrips tranquilamente. Pero aquí no tienes por qué poner Mátrips.

—A ver, que no se trata de ver una película como si esto fuese un cine, que lo hago para poder enfocarlo desde...

—Que no vamos a ver Mátrips. Y ahora abre el libro y empieza a explicar el tema.

En ese momento eché un vistazo a la carátula y me pareció ver que, aprovechando que se cubría tras un negraco tan imponente como Laurence Fishburne, Joe Pantoliano se estaba descojonando en mi puta cara.

fuente: Warner Bros
Vete a ver Mátrips a tu casa, pringao

Y así fue como mi intención por darle un poco de vida a aquella asignatura que profesores como la que me había tocado hacían tan aburrida, junto con tres tardes de trabajo y un taco importante de apuntes y esquemas se fueron a la basura. La cinta no la tiré, no jodáis, que me costó una pasta. De hecho, creo que aún se conserva en algún rincón de casa de mis padres. Totalmente desilusionado, comencé a hablar de Platón ajustándome al temario y con una voz tan triste que haría quedar a Calimero como la alegría de la huerta, importándome una mierda si lo que estaba diciendo era correcto o no. De todas formas, las interrupciones y aclaraciones de la profesora se hicieron tan frecuentes, que lo que hice aquellos dos días fue, básicamente, dejar que ella diese la clase sentada en mi sitio. Qué bajona, ¿no?

El epílogo de esta historia tuvo lugar un par de meses después, cuando tuve que hacer el examen parcial de la asignatura, pues cayó Platón. Y yo, en cuanto tuve la hoja del ejercicio en mis manos, miré fijamente a mi profesora entrecerrando los ojos en plan peli del Oeste, hice crujir mis dedos entre sí, agarré el boli, escribí mi nombre en lo alto del examen (porque eso es lo primero que hay que hacer siempre, niños) y describí, punto por punto, el tema tal y como yo lo habría querido explicar durante aquellas dos clases que pudieron ser y no fueron. Mientras mis compañeros trataban de reproducir con la mayor fidelidad posible el texto del libro, yo buscaba la forma de hacer justo lo contrario, poniendo especial cuidado en que ninguna frase de mi ejercicio tuviera nada que ver con el estilo de aquel tocho infumable. Cité fuentes externas, resalté puntos clave reforzando los mismos con la ayuda de todo el material de apoyo que la biblioteca pública Rosa Chacel había puesto a mi disposición durante aquellas tres tardes de otoño y, cómo no, llevé a cabo una fabulosa comparación entre el Mito de la caverna y la cinta wachowskiana que habría hecho que Carlos Pumares, Antonio Gasset y Carlos Boyero se peleasen por conseguir mi examen para poder tocarse al leerlo. En las dos horas que tuve para terminar, no levanté la cabeza del papel ni dejé de escribir y, cuando fue el momento de hacer entrega de la prueba, lo hice con el orgullo de quien sabe que ha hecho lo que tenía que hacer, por muy grande que fuese la hostia calificativa que iba a llevarme después.

Nueve y medio. La Piglet me cascó un puto nueve y medio. He de reconocer que después me arrepentiría de no haberme fijado en la cara que puso al hacerme entrega del examen corregido, pero en aquel momento estaba demasiado ocupado convenciéndome a mí mismo de que aquel 9,5 junto a mi nombre no era un espejismo. Una vez recuperado de mi estupor, me dediqué a buscar alguna corrección que explicase por qué mi profesora juzgaba que yo no merecía marcarme un Nadia Comaneci a nivel estudiantil. Y entones lo encontré: en aquel texto impoluto al que no había nada que añadir ni que quitar que era mi ejercicio, una marca dibujada con el trazo enervado de una profesora que sabe que ha perdido la batalla contra uno de sus alumnos más hijoputas rodeaba varias veces en color rojo fuego la palabra mátrips.

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