Como cada año a primeros de enero, he hecho entrega a mis compañeros de oficina del marrón que yo me he estado comiendo en navidades durante su ausencia y me he venido a Valladolid con la intención de pasar unos días en familia, atiborrarme de cruasanes con nocilla y resolver diariamente el sudoku que aparece en la sección de pasatiempos de El Norte de Castilla y que mi padre tiene a bien traer a casa antes de la hora de la comida. Otra actividad que suelo llevar a cabo durante mi estancia es la de sacar fotos de calidad mediocre® si el tiempo y la climatología me lo permiten. Para poder llevar a cabo esta última tarea, tuve que preparar antes de venirme, además de la maleta facturada que pienso llenar de compangos del Mercadona y la maleta de mano, una bolsa con todo el material fotográfico: cámara, objetivo ojo de pez, objetivo gran angular, objetivo de 24mm, objetivo de 50mm, teleobjetivo, filtros de densidad neutra, linterna y set de limpieza.
Revisad la lista anterior. ¿He incluido en la misma el artículo "batería de repuesto"? No, ¿verdad? Pues aquí va la primera imbecilidad que os quería confesar hoy.
A los dos días de llegar a la capital del Pisuerga, saqué la cámara de la bolsa para echarle unas cuantas fotos al portal de Belén y al árbol que mi madre, con todo esmero, coloca año tras año a mediados de diciembre y recoge semanas después mientras se queja de que cada vez le da más pereza completar semejante proceso. ¿Que si le ayudé a recogerlo? No, porque me fui a hacer fotos, pero no adelantemos acontecimientos. Pues eso, que estaba yo en plan "encuadra el árbol", "cuidado, que no te entra la estrella en la foto", "enfoca a la lavandera", "idiota, que has tirado un rey mago con la correa de la cámara" y tal, y me fijé en que la batería del aparato andaba a medio gas. Efectivamente, las siete neuronas que me quedan estaban demasiado ocupadas ignorándose las unas a las otras mientras cargaba la bolsa y aquello afectó a la alimentación de mi Canon, maldita sea.
Al día siguiente, aprovechando que el cielo despejado prometía un atardecer DE LA HOSTIA, salí de casa cargado con bolsa y trípode esquivando cajas a medio llenar de figuritas y espumillones y caminé una media hora hasta alcanzar las afueras de Valladolid, donde esperaba dar buena cuenta de la puesta de sol a nivel fotográfico. Llegado a una huerta con casa abandonada y colinas al fondo, planté el trípode entre unas uralitas rotas porque no le tengo miedo al amianto y me dispuse a retratar un cielo con unos colores que quitaban el aliento. Peeero... Al poco de empezar la sesión, la única batería de cámara Canon existente en kilómetros a la redonda dijo "para, que yo me bajo" y yo agradecí el encontrarme solo en el páramo, pues mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente.
Volví sobre mis pasos ligeramente cabizbajo y con una preocupación notable, ya que me iba a tocar mantener una interacción que yo quería evitar a toda costa, habida cuenta de mi horrible ansiedad social. Me explico: al no contar con batería extra y estar la propia descargada, tendría que, o bien comprar una batería o bien comprar un cargador. En todo caso, quería gastar la menor cantidad de dinero posible, e intuía que el cargador sería lo más caro. Por ello, in my mind me haría con una batería, preguntaría a quien me atendiese que si la misma estaba cargada, recibiría un "no" como respuesta y tendría que (y aquí viene la parte en la que me enfrento a mis demonios) pedir que me hiciesen el favor de cargármela en el establecimiento. La reacción del dependiente o dependienta de turno se antojaba terrorífica en mi cabeza: todas las posibilidades que yo podía imaginar culminaban en una negativa por su parte ("aquí no podemos hacer eso", "pero tú, ¿dónde te has creído que estás?", "mira, jeta, si quieres cargar la batería te compras un cargador y te la cargas en tu casa", etc.) y mi abandono del local con las manos vacías. Tan vacías, como la puta batería que se alojaba en mi cámara mientras mis siete neuronas le daban vueltas a todo esto porque, al parecer, no tenían nada mejor que hacer.
Sí, así funciona mi cerebro. No me juzguéis.
Cuando llegué a casa de mis padres, además de observar el buen trabajo recogedor de belenes que se había hecho en mi ausencia, anuncié que volvería a desaparecer para hacerme con el material que mis descuidadas circunstancias hacían necesario, y me encaminé al Corte Inglés.
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"Ah, shit. Here we go again" |
Una vez hube entrado en el edificio, llegado a la sección de electrónica, localizado las baterías y los cargadores y mientras sostenía uno de éstos en mi mano (no antes, ojo), tuvo lugar mi segunda imbecilidad en esta historia.
Al contemplar las clavijas en las que van enganchados los bornes de la batería, me imaginé lo placentero que resultaría apretarlas repetidamente (que no me juzguéis, coño), y mis siete neuronas formaron una especie de powermegazord para desenterrar esa acción de entre mis recuerdos y hacerme saber que, durante otra visita a Valladolid años atrás, me pasó EXACTAMENTE LO MISMO y acabé comprando un cargador de baterías de cámara.
Si queréis, le podéis preguntar al segurata de El Corte Inglés que en aquel momento estaba haciendo la ronda por la segunda planta y que "casualmente" llevaba varios minutos pendiente de mí (por cierto, voy a aprovechar para saludarle afectuosamente si da la casualidad de que está leyendo esto: hola, guapetón), pues mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente. De todas formas, en el fondo me alegré ante el ahorro que aquello iba a suponerme, devolví el cargador al estante y aproveché el viaje para echar un ojo a la sección de abrigos, ya que ese mismo día por la mañana había visto uno PRECIOSO en un outlet pero (historia de mi vida) no tenían mi talla. Bueno, pues allí directamente no tenían ni ese modelo.
Voy a hacer un pequeño inciso para decir que, de entre las marcas de ropa El ganso y Spagnolo, no sé cuál de las dos es más putohortera. Fin del inciso.
Abandoné el horroroso edificio (si alguien sabe de un Corte Inglés bonito que me lo diga, que yo lo vea) y volví a casa, sabedor de que en algún lugar de mi destartalada habitación se encontraba el cargador de marras. Pero no fui capaz de dar con él. Al final, tras varias horas de limpieza espectacular (de la que va a salir por lo menos una entrada en este blog, eso seguro) y dejar el lugar como el chalet de José Luis Moreno cuando pasó aquello que todos recordamos, mis siete neuronas volvieron a reunirse, como queriendo rendir tributo a lo que un día fueron y ya no son, y me hicieron recordar, nuevamente tarde, que en casa de mis padres todo lo relacionado con pilas y similares se guarda en un cajón a la entrada del piso, así que tercera y última imbecilidad por hoy, venga. Tras nadar en un mar de bolsas de basura llenas de efectos personales, a la entrada que fui, y en la entrada que estaba el puto cargador.
Mis padres, que me vieron salir corriendo de la habitación y pararme en seco ante el cajón de las pilas, me preguntaron que si me pasaba algo, pues (efectivamente) mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente. Pero bueno, les hice un resumen del día parecido al que acabo de hacer y, por enésima vez en los últimos treinta y tres años, comprendieron lo que tenían ante sí, se encogieron de hombros y no me juzgaron (ya podríais aprender de ellos, que sois unos miserables).
Al final la historia tuvo final feliz: recargué la batería y puedo seguir sacando fotos de calidad mediocre® hasta que me toque volverme a Austria.
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Soy consciente de que la foto está movida. Y de entre las opciones "repetirla" o "pasar de todo porque ya tengo una edad para andar preocupándome por chorradas", adivinad cuál he elegido |
Y si dentro de un par de años este blog sigue en pie y escribo una entrada hablando de baterías descargadas y cargadores de los que no me acordaba, NO ME JUZGUÉIS y echadle la culpa a mis siete neuronas, que una vez más me habrán ayudado a lograr el más difícil todavía.

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