lunes, 6 de noviembre de 2017

Siete hombres sin piedad

La sala de reuniones se encuentra en la última planta de un edificio que, visto a nivel de calle, parece perderse en el cielo. A pesar de que los dos enormes ventanales situados en una de sus cuatro paredes otorgan a dicha sala de más que suficiente luz, todos los fluorescentes del techo se encuentran encendidos (bueno, todos menos los de una fila, porque hay uno que parpadea y da por culo desde hace meses sin que nadie haya pasado por allí para arreglarlo). Este gasto absurdo que incrementa considerablemente el importe de la factura eléctrica es sólo una pequeña muestra de los innumerables despropósitos que afectan a la empresa.

La reunión que está teniendo lugar en el interior es importante, pues el director general preside la descomunal mesa en torno a la que se sientan otros seis encorbatados mandamases que podrían pasar por miembros de un prestigioso club financiero si no fuese porque en el fondo son mindundis que se creen alguien por vivir en chalets a las afueras de Madrid. Instantes antes de que dé comienzo esta junta, todos los asistentes comparten los dos mismos pensamientos: el primero, preguntarse quién ha sido el gilipollas que ha tenido la idea de programar la reunión un viernes a las cuatro de la tarde; el segundo, cagarse en el aire acondicionado que derrama frío sobre sus cogotes y convierte el lugar en una pequeña Antártida.

El director general, queriendo dejar claro que es el líder de aquella manada de yupis, da por iniciada la sesión y cede la palabra a Ortega, el jefe de marketing. Ortega es un niño pijo que ha llegado hasta allí a base de echarle morro: tras comprar en una universidad privada una de esas carreras que se sacan con la chorra, ha ido añadiendo a su currículum toda clase de títulos y másters con nombres e iniciales que ni él sabe lo que significan. Su inutilidad, no obstante, no le impide caer bien dentro de la empresa, pues aquí se premia una actitud como la suya y, las cosas como son, no es la primera vez que alguna de sus ideas absurdas han salvado a la compañía del desastre.

De hecho, todo apunta a que hoy va a ser uno de esos días. Una vez más, la producción va por detrás de lo planificado y no hay ideas frescas. Se podría decir que hace falta poco menos que un milagro para evitar que todo se vaya a la mierda. Ortega conecta el cable del proyector a su portátil y la gran superficie blanca frente al director muestra el powerpoint en el que el de marketing lleva tres días trabajando (y que, las cosas como son, podría haber hecho un niño de siete años en 10 minutos). Entre clic de ratón y clic de ratón, Ortega describe su propuesta con el entusiasmo de quien trata de vender su producto a un duro comprador, aunque es un poco garrulo y eso se nota al oírle hablar:

—Señores, estamos en noviembre y se acaba el año dos mil diecisiete. En pocas semanas habremos perdido la oportunidad de aprovechar el veinte aniversario de este acontecimiento. Por ello, propongo que nuestro próximo lanzamiento gire en torno a este evento tan rompedor. Estoy convencido de que va a ser un éxito porque los noventa están de moda otra vez y la gente va a sentir nostalgia cuando vea esto.

Ortega continúa su discurso usando varias veces más la palabra "rompedor". Finalmente, el proyector muestra la última diapositiva, que sólo incluye la palabra "FIN" en tipografía Times New Roman de 72 puntos. El único en percatarse de tal despropósito es Romagosa, de Finanzas: un cuarentón de los que creen llevar la razón en todo y gusta de mandar callar a los demás cuando le contradicen. Romagosa, que hizo un cursillo de Microsoft Office de veinte horas hace quince años en una de esas academias de entreplanta que sobreviven gracias a Comisiones Obreras, no pondría "FIN" en la última diapositiva como si esto fuese un cuento escrito por un estudiante de colegio. Él pondría un muñequito de ésos que se preguntan algo, para dar a entender que los asistentes pueden plantear sus dudas.

fuente: microsoft
Romagosa, jefe de Finanzas y genio creativo desaprovechado

Pero, para variar, nadie le ha preguntado al pobre Romagosa acerca de algo que él sabe hacer mejor que el resto. Los demás, que acaban de presenciar la presentación de Ortega con ese entrecerrar los ojos de quien finge entender lo que le están diciendo (pues en esa mesa hay garrulismo para dar y tomar) asienten convencidos. Una vez más, las ocurrencias de última hora de Ortega les han salvado el culo. Parece que la admiración por el plan del de marketing es general en aquella fría sala, pero justo cuando el director general está a punto de darle el visto bueno, una vocecilla se alza sobre el murmullo de aprobación:

—No sé yo.

Todos se giran con odio hacia Velasco. El hijoputa de Velasco. Un hombre gris que nunca va a la cena de Navidad porque no hay dios que le soporte y que, por enésima vez, tiene que llevar la contraria al grupo. Montero, el jefe de producción, masculla un "ya está Velasco tocando los cojones otra vez", procurando que todos oigan su improperio. En parte, es lógico que Montero esté enfadado: éste es el fin de semana que él va a tener a los críos y ya estaba despegando el culo de la silla para salir corriendo y llevárselos a la Warner cuando Velasco ha tenido que joder la marrana. No obstante, el director general siente curiosidad ante esta opinión a contracorriente, por lo que ordena que se guarde silencio y da la palabra a Velasco, que explica su postura:

—Cómo se nota que vosotros no lleváis prensa. Si salimos al mercado con esto, teniendo en cuenta cómo están las cosas hoy en día, todos los colectivos se me van a comer vivo.

Márquez y Torres, jefes de recursos humanos y ventas respectivamente, intercambian una divertida mirada al escuchar esta última hipérbole de boca de Velasco, pues ellos también forman parte del numeroso grupo de aquéllos que no pueden verle ni en pintura y no les parecería mala idea que el presagio del de prensa se hiciese realidad.

El director general guarda silencio durante unos instantes, y todos saben que eso es mala señal. Una vez más, todo apunta a que Velasco, usando el comodín de la corrección política, va a dar al traste con una campaña sencilla que no les iba a suponer mucho trabajo. Y lo peor es que a Velasco la corrección política se la trae floja. Lo que pasa es que no quiere mancharse las manos, como de costumbre.

—Creo que Velasco tiene razón. Es demasiado arriesgado que salgamos con algo así y se nos puede venir el mundo encima. Habrá que dedicar los próximos días a pensar en otra cosa. El lunes les quiero aquí con algo fresco que nos sirva. Eso es todo por hoy.

El líder de la manada ha hablado, y aunque nadie se atreve a levantar la voz contra su decisión, todos los miembros de aquella junta vespertina rezuman odio y mala hostia en sus expresiones faciales (todos, menos Velasco, claro). Se avecina un fin de semana de horas extras, mucho trabajo y cancelaciones de planes (algo que fastidia especialmente a Márquez y Torres, pues el primero tiene entradas para el partido del Madrid de mañana y el segundo pensaba pasarse la noche del viernes metido en el Vive). La reunión termina en un clima tenso (Ortega, con los ojos inyectados en sangre, está a punto de lanzarse al cuello de Velasco), y mientras los encorbatados jefazos abandonan sus asientos con la idea de encerrarse en sus despachos y pasar el fin de semana entre órdenes, papeles y llamadas de teléfono, la cámara se aleja y abandona la sala por uno de los dos ventanales (lo de las cámaras atravesando ventanas siempre me deja con el culo torcido) y se descubre que la última planta no es sino una cabeza humana (la mía, concretamente) y que lo que he intentado hacer pasar por una reunión de ejecutivos sólo ha sido el rato que he estado en el baño pensando si debería o no hacer una entrada relativa a una burrada de la que me acordé el otro día.

Sí, acabo de plagiar la peli Del revés sin que se me caiga la cara de vergüenza. A pesar de ello, mantengo la decisión y no voy a contar en este blog el chiste de las dos muertes más notables del año 97.

Le podéis dar las gracias a Velasco.


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