lunes, 22 de agosto de 2016

Niños, niños. Futuro, futuro

Hay dos tipos de personas: quienes son capaces de reconocer su propia maldad, y aquellos que se engañan a sí mismos creyendo ser buena gente. Yo soy de los primeros. De hecho, hay ocasiones en las que he llegado a vanagloriarme de mi propia miseria (básicamente, cuando el ser un hijoputa me ha dado buenos resultados, todo sea dicho).

La niñez es esa época de nuestra vida en la que quienes se preocupan por nosotros intentan hacernos ver que todo es de color de rosa, al tiempo que la realidad se encarga de demostrarnos lo contrario. Y es precisamente esta simpática situación la que hace florecer nuestro "yo" miserable. Ahí tenemos a Punky Brewster, que tras contemplar en directo un espectáculo de fuegos artificiales que nadie se esperaba (quién sabe, igual el karma quiso hacerle pagar a los guionistas de la serie el poner en boca de la protagonista que Sally Ride fue la primera mujer en el espacio, ignorando a Valentina Tereshkova y Svetlana Savitskaja. Ay, la Guerra Fría...) se volvió medio macarra, o a Anakin Skywalker, quien prometía ser el mejor Jedi de toda la galaxia y acabó como acabó debido a la frustración que le produjo el ser tan pésimo actor durante su adolescencia.

fuente: Lucasfilm
"Amidala, ¿te apetezco?" 

Y cómo olvidarnos de Magneto y de aquellas vacaciones familiares que le dejaron, digamos, bastante descontento. No hay más que ver la crítica que publicó en Tripadvisor:
"Hotel a evitar. El personal es muy borde."
Intuyo que, de haber pasado por Marina d'Or, el personaje de Marvel habría acabado igual o peor. Pero yo he creado este blog para hablar DE MÍ, y si os cuento esto es porque hoy quiero relatar en qué momento de mi vida me convertí en el cerdo maléfico que soy.

Remontémonos a 1990. Yo era un mocoso de 4 años que cursaba Primero de Preescolar y mi color favorito era (y sigue siendo) el naranja. Este último detalle, que puede parecer irrelevante, tuvo mucho que ver con lo que ocurrió una tarde de primavera del susodicho año.

Me encontraba realizando manualidades junto con varios de mis compañeros en torno a una mesa circular. Algunos jugaban con plastilina, otros picaban agujeros en un folio con un punzón, había quienes pintaban y quienes se comían sus propios mocos. Yo recortaba papel. Mientras me dedicaba a tal tarea contemplé las tijeras que sostenía en mi mano derecha y, llevado por algún tipo de posesión demoníaca, o quizás por pura imbecilidad infantil, le metí un tajo a la manga izquierda de mi camiseta NARANJA. Al instante, recobré el sentido, contemplé lo que acababa de hacerle a mi prenda de vestir predilecta, y rompí a llorar.

Mi llanto histérico sobresaltó a la profesora, pues dicho llanto no había sido prececido por el sonido de una hostia y era bastante más exagerado de lo habitual en un niño de preescolar, así que se me acercó y me preguntó qué era lo que había ocurrido para que yo berrease como un gorrino a medio degollar.

―Que Diego me ha cortado la camiseta― fue mi respuesta.

"Diego" era el niño que se encontraba a mi izquierda y quien, debido a la estupefacción que le produjo oir su nombre y mi acusación en una misma frase, no fue capaz de elaborar una defensa adecuada:

―Yo... Yo no he hecho nada, señorita.

Supongo que la fuerza de mi berrinche pudo más que los titubeos de mi compañero, pues la maestra se acercó a este último y, entre zarandeos y reproches, le puso de cara a la pared durante el resto de la tarde. Acto seguido, se acercó a mi sitio para asegurase de que yo dejaba de llorar y recuperaba la calma. Una vez las aguas volvieron a su cauce, la sufrida funcionaria volvió a su mesa, con la satisfacción de haber resuelto la crisis e impartido justicia al mismo tiempo, y yo eché un vistazo rápido al sitio vacío de mi compañero Diego y al dibujo que había dejado a medio colorear. Después, confirmé que yo era el único de todos los que nos sentábamos a aquella mesa que estaba utilizando unas tijeras (las cuales, por cierto, no solté en ningún momento) y agarré un nuevo trozo de papel para proseguir mi tarea recortadora.

Puesto que en aquella época yo tenía bastante descuidada mi salud bucodental, la sonrisa que exhibieron mis dientes de leche tuvo un color ligeramente amarillento. Más o menos el mismo color que el gotelé que mi compañero Diego contemplaba a la fuerza en uno de los rincones de la clase.

Sólo me faltó silbar alguna melodía inquietante, pero por aquel entonces aún no sabía silbar.

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