lunes, 30 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIII

En el que los protagonistas de la historia despiertan en Kioto por primera vez, viajan en tren y autobús para visitar algunos lugares interesantes y descubren cómo es el sistema sanitario japonés.


Voy a comenzar esta entrada ganándome el odio de la gente. Imaginad un entramado de callejuelas estrechas en las que no se distingue la acera de la calzada, por las que apenas circulan coches y en las que se pueden encontrar casi exclusivamente casitas de como mucho dos plantas de altura, ya que apenas hay negocios y restaurantes en la zona.

Tras haber descrito lo anterior, ¿qué pensáis de Kioto? Suena bonito, ¿verdad? Pues acabo de describir el barrio de Valladolid en el que crecí. Porque sí, el centro de Kioto y aquella barriada vallisoletana son practicamente iguales, así que menos fliparse.

Ahora en serio, Kioto es una ciudad preciosa que merece la pena visitar más de una vez en la vida. Y como nosotros nos encontrábamos en ella en el día que ocupa este post, os voy a dar un poco la turra al respecto.

La jornada comenzó con un desayuno típico japota en el ryokan en el que llevábamos albergados desde el día anterior. Tal desayuno contaba con sopa, arroz, algas y salmón. Y diría que constituía lo más parecido a una comida de hospital que me he metido entre pecho y espalda, pero no lo voy a hacer, que ya he cumplido el cupo diario de odio hacia mi persona.

Mientras dabamos cuenta de aquello, bajaron al comedor dos huéspedes vistiendo las tradicionales yukatas (amén de las zapatillas destinadas a utilizarse EXCLUSIVAMENTE dentro de la habitación para no joder el tatami) y sintiéndose avergonzadísimos por ser los únicos en el lugar con semejantes fachas. ¿Especifico aquí que eran españoles y abro debate sobre si somos especialistas en dar la nota allá donde vamos? Mejor no, que tengo bastantes cosas de las que hablar y no quiero alargar mucho esto.

Tras el desayuno, caminamos en dirección a la estación central, y por el camino dimos con un templo DE LA HOSTIA que apenas aparecía mencionado en los mapas. No tengo muchas fotos del mismo debido a ciertas dificultades que me impedían manejar bien la cámara de fotos: una era la lluvia, que me obligaba a sujetar mi paraguas transparente e inutilizaba una de mis manos, y la otra era el escozor que comenzaba a apoderarse de mi mano (vuelvo a remitirme al prólogo a modo previously en este blog). Por ello, si alguien quiere más información acerca del susodicho templo, que tire por aquí.

Desde la estación tomamos el tren (pues habiamos adquirido semanas atrás el rail pass que nos permitía viajar de balde en los trenes de la línea JR y en el tren bala que nos trajo aquí, que no lo había dicho hasta ahora) con destino a Saga-Arashiyama. Al bajar del mismo me invadió una sed sobrenatural, por lo que una vez más jugué a la lotería de las máquinas expendedoras:

El misterio

En esta ocasión saqué una botella de café con leche frío. Y me supo mal. ¿Qué le vamos a hacer? Las máquinas expendedoras de Japón constituyen un juego de azar en el que a veces se gana y a veces se pierde, ¿no? Eso sí, apuré el brebaje hasta la última gota, que costó un dinero.

Al lado de aquella máquina también había un par de carteles relativos a los gatos de la zona, y como no sé japonés, ignoro si el contenido de los mismos hacía referencia a algo positivo para los animalillos o si tengo que cagarme en Kioto porque a estas alturas de la vida yo sería capaz de matar por un gato.

Seguro que todos sabéis japonés y entendéis lo que pone. PUES ENHORABUENA

Una vez apuré el café (y es que aquí está mal visto lo de ir comiendo o bebiendo por la calle, ojo, así que toca meterse entre pecho y espalda todo a la puerta de la tienda o al pie de la expendedora) nos dirigimos al bosque de bambú de Arashiyama. Que si buscáis fotos del mismo en Google os vais a quedar con la boca abierta, pero cuando fuimos estaba a reventar de turistas, lo que provocó que las imágenes que recogió mi cámara no estén a la altura.

Así que no hay fotos.

Que, por cierto, el camino de dicho bosque llega a un punto en el que se debe atravesar la vía del tren (una vía del tren con un tráfico ferroviario bastante intenso, todo sea dicho), por lo que es habitual encontrarse con aglomeraciones de visitantes aguardando bajo la barrera bajada. El rato de espera podría dedicarse a leer los muchos carteles y pictogramas que prohíben expresamente el detenerse sobre las vías a hacerse fotitos mientras se cruzan las mismas. Bueno, pues parece ser que lo de fijarse en esto no constituía un pasatiempo lo suficientemente entretenido para la gente, pues perdí la cuenta del número de imbéciles que ignoraron las instrucciones y no pudieron evitar sacarse putos selfies sobre los raíles. Eso sí, me congratuló descubrir que la estupidez humana no conoce de nacionalidades, razas ni creencias religiosas.

Tras un rato caminando entre bambús (¿bambúes? ¿Bambuses?) volvimos al tren y la molestia en la palma de mi mano alcanzó un punto preocupante. Debido a ello, eché mano de la pomada que me vendió la farmacéutica de Akihabara y que estaba usando en la pequeña herida de mi dedo, pensé "que sea lo que Buda quiera" y me embadurné el dolorido ampollón. Mira, si antes hablo de estupidez humana...

Nos bajamos del tren en la estación de Emmachi, cuyo hilo musical atronaba una especie de música del país que me hizo comparar a los intérpretes de aquel estruendo con los Puagh japoneses (no habíais oido hablar nunca de Puagh, ¿verdad? No me extraña), y aprovechamos la existencia de un restaurante cercano para meternos un plato de ramen antes de subir al bus que nos llevaría a Kinkaku-ji. Y fue en este vehículo donde descubrí el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 6: se paga al salir. Tal cual. La salida del vehículo se lleva a cabo por la parte delantera, y tras el conductor se encuentra el lector de bonobuses y la máquina para introducir las monedas en caso de querer pagar un billete individual.

—Pero... ¿La máquina da cambio?

—No. Hay que meter el importe justo.

—Y... ¿Si no lo tienes?

—No pasa nada, porque al lado de esa máquina hay otra para cambiar billetes y monedas.

—Joder, tú.

Lo que yo os decía. Con el culo torcido.

Del Kinkaku-ji, o templo dorado, sí que os puedo enseñar una foto medio decente, ya que llegamos allí a pocos minutos del cierre y la afluencia de visitantes no era tan grande:

Me he propuesto visitar la mayor cantidad de lugares catalogados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad antes de que algún gilipollas apriete un botón rojo y lo mande todo a la mierda

Eso sí, para poder sacar esta foto tuve que esperar a que un grupo de franceses saliese del plano, pues los muy [inserte insulto aquí, que yo ya me he quedado sin palabras disponibles para meterse con Francia] decidieron que CADA UNO DE ELLOS quería una foto individual ante el templo.

A la salida del recinto volví a probar suerte en una máquina de bebidas, optando esta vez por el dulce:

Elegir una bebida sin conocer su sabor de antemano y sentir la mano del fantasma de Joaquín Prat sobre tu hombro

Y aquello sabía a calimocho sin alcohol. Bueno, no estaba mal. Podríamos decir que esta vez sí que gané. Pero la alegría no pudo durarme mucho, ya que en el bus de vuelta descubrí en mi ampollón una pequeña grieta por la que se escapaba (aprensibles abstenerse de seguir leyendo) un líquido demasiado denso como para considerarse líquido y demasiado amarillento como para que no cundiese el pánico, lo que provocó que, usando la mano sana, buscase un hospital de urgencias en el que pudiese relatar cómo preparo yo los churros. La web que consulté me recomendó uno de la Cruz Roja, y allá que fuimos.

El recepcionista no sabía ni una palabra de inglés, por lo que plantó un iPad sobre el mostrador en el que pude hablar a través de videoconferencia con una chica que chapurreaba la lengua de Shakespeare. No obstante, mi conversación con ella no fue todo lo fluida que me hubiese gustado, ya que la mitad de mis neuronas se encontraban en alerta roja ante la incipiente infección y la otra mitad se hallaban preocupadas tras descubrir en la previsualización de la camara del iPad que, en ese plano en el que se me forzaba a mirar hacia abajo, se me veía una papada que te cagas. La chica nos indicó que debíamos esperar a que un profesional del centro nos llamase, y nosotros ocupamos dos sillas del pasillo, aguardando entre japoneses aquejados de las más diversas dolencias.

Fui atendido minutos después por dos jóvenes que tenían pinta de haber llegado allí aquella misma tarde. Mientras que uno de ellos me decía entre titubeos que "era probable que existiese una posibilidad en la que a lo mejor mi ampolla quizá estuviese infectada", el otro se dedicaba a buscar por todas partes material con el que tratarme. Finalmente, me aplicaron una capa del milagroso mejunje "azunol" (no habíais oido hablar nunca del azunol, ¿verdad? No me extraña), me vendaron la mano, me recetaron antibióticos para cinco días y me hicieron pasar por ventanilla para sacar a pasear la cartera. Me tocó pagar una cantidad parecida a la que me cobran en Irlanda cada vez que voy al médico, por lo que quiero aprovechar el final de este párrafo para dirigirme a quienes tienen quejas de la Seguridad Social española: Me cago en vuestras madres, en serio.

No recuerdo donde cenamos aquella noche. Mi cabeza estaba demasiado ocupada y preocupada con el tema de la mano y el follón que se iba a haber al respecto, por lo que no guardo un recuerdo demasiado nítido de los minutos que transcurrieron entre la salida del hospital y la entrada en el futón.

Sí, la cosa fue a peor. En la siguiente entrada os cuento.

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lunes, 23 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio IIIII

En el que los protagonistas de la historia cambian de ciudad, ingieren sake y duermen más cerca del suelo que nunca.


Empecemos la entrada de hoy destacando un detalle del desayuno al que llevaba echando un ojo desde el primer día: cada mesa, sin excepción, contaba con una serie de barquillos rectangulares envasados individualmente que tenían muy buena pinta. Y ya que era nuestra última mañana en Tokio, no quería desaprovechar la oportunidad de probarlos y disfrutar como si fuese un crío que va de paseo al vallisoletano Campo Grande un domingo por la tarde. Así que me hice con uno:

Apetitoso

Bueno, pues resultó que aquello no era un barquillo, joder. Era una servilleta perfumada destinada a limpiar las manos del comensal de turno antes de atacar el desayuno. Y mira que nos habían puesto trapos, toallas y servilletas de todo tipo y de características similares allá donde habíamos comido hasta entonces, pero mi cerebro no fue capaz de dar con la relación y quedé como un gilipollas en aquel momento delante de mi novia. Y ahora delante de todos vosotros.

Tras finalizar el desayuno sin barquillos y subir a la habitación, encendí la tele para contar con acompañamiento audiovisual mientras terminábamos de hacer las maletas, y no es que quiera caer en el tópico de "seguro que estaban emitiendo Ultraman, porque allí emiten Ultraman a todas horas desde hace cincuenta años", pero es que estaban emitiendo Ultraman:

Y yo aquí tendría que meter alguna frase clásica de la serie, pero no me acuerdo de ninguna, que yo era muy pequeño cuando veía esto en la tele

Una vez finalizamos el empaquetado de ropa y artículos que habíamos adquirido en Ikebukuro, Akihabara, Shibuya y demás, aproveché que las maletas estaban fuera de la habitación, dejando libre el 25% de espacio disponible, y saqué fotos a los detalles de Japón que me dejaron con el culo torcido números 2, 3 y 4:

El panel para controlar la luz que había junto al cabecero de la cama incluía una LINTERNA para poder ir a mear de noche sin andar encendiendo luces

El cartel de "no molestar" era un imán que se adhería a la puerta

Un Grifo para gobernarlos a todos. Un Grifo para encontrarlos, un Grifo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas. Un Grifo que lo mismo te vale para la ducha, que te apunta al lavabo, que te sirve para llenar la bañera. Un Grifo Japota muy apañao

Dijimos sayonara a la minúscula habitación y nos dirigimos por última vez a la próxima estación ferroviaria de Ueno, desde donde partiríamos a nuestro segundo destino de este viaje: Kioto. Peeero, resulta que la atenta empleada que nos había vendido los billetes del tren bala que une ambas ciudades no había sido lo suficientemente específica. Y es que el trayecto Tokio-Kioto es literal, y parte de la estación de tren llamada Tokio que se encuentra en Tokio. Por ello, dije "joder" en voz baja al descubrir este detalle y mi novia y yo corrimos por el laberinto de escaleras mecánicas y sótanos de Ueno hasta dar con el tren que nos llevaría de Ueno a Tokio-Tokio para poder, ahora sí, montar en el famoso tren bala.

Y yo me esperaba que esto de viajar en el Shinkansen fuese algo así como el despegue de un cohete, pues en la peli de Lobezno da la sensación de que estos trenes van a toda hostia, pero pasa lo mismo con el TGV en Misión Imposible, y al final esto es como ir en un Alvia, para qué nos vamos a engañar. De hecho, hice unas cuantas fotos desde la ventanilla esperando que el resultado fuese algo así como vertiginoso y casi psicodélico, pero sólo aparecen un poco movidas. Aún así, las meto a continuación para que veáis que yo no miento y porque tengo que rellenar entrada. Sin pies de foto ni nada, qué cunda el bajón:





Y ya.

Llegamos a la estación de Kioto y allí coincidimos con unos dos o tres millones de escolares que, portando impecables uniformes a lo Shinji en Evangelion, transitaban por el lugar en filas interminables, por lo que salir de allí fue como intentar pasarse una pantalla del Frogger. No obstante, logramos echarnos a la calle y el solazo se encargó de acompañarnos durante todo el largo paseo (pues aún no controlábamos la línea de metro kiotense) que nos dimos hasta llegar al ryokan en el que pasaríamos las tres siguientes noches.

"¿Ryoqué?" Os preguntaréis algunos, al igual que me lo pregunté yo la primera vez que oí esa palabra de labios de mi novia cuando comenzamos a planear esto. Un ryokan es una vivienda tradicional japonesa en la que todo se hace muy cerca del suelo (recubierto de tatami), hay que descalzarse, las paredes son correderas y apenas hay muebles. Y el que quiera más detalles, que se ponga un capítulo de Digimon o de Shin Chan y se fije.

A nuestra llegada nos recibió un francés que llevaba viviendo en la ciudad seis meses y que tenía la misma cara que Athelstan, el de Vikings. El muchacho se encargó de darnos las instrucciones acerca de cómo ponernos las yukatas que descansaban en uno de los armarios de la espaciosa habitación (nos ha jodido que era espaciosa, como que allí sólo había una mesita y dos sillas sin patas) y de cómo sacar del otro armario existente los dos futones y así hacer la cama. También nos sugirió apuntarnos a una degustación de sake que iba a tener lugar en el comedor del edificio, y nosotros le dijimos que vale, pero que antes nos íbamos a ir a comer porque estábamos muertos de hambre.

Y comimos en un restaurante situado en la calle Shijo (la cual terminamos recorriéndonos una y otra vez varias veces porque tenía DE TODO), de ésos con un menú que no se acaba nunca y fotos acompañando a los baratos platos que en el mismo se ofertan, provocando que te entren ganas de pedir un montón de comida y acabar gastándote una pasta. Bueno, pues eso fue exactamente lo que hicimos, a quién quiero engañar.

Minutos después nos encontrábamos de nuevo en el ryokan, junto con otras dos huéspedes de Malasia o de Filipinas o de por ahí, pues no recuerdo muy bien de dónde dijeron que eran, dispuestos todos a aprender un poco acerca del famoso licor japonés de la mano de un señor de... Minnesota. Manda huevos. De todas formas, el hombre llevaba veinte años viviendo en Kioto, por lo que iba a dar por genuino todo lo que me contase (al fin y al cabo, yo me he dedicado desde este mismo blog a dármelas de enterado tras sólo cinco años en Irlanda). De hecho, el minesotano demostró que sabía un rato de sake, pero no voy a daros detalles porque no me acuerdo de lo que habló. Lo que sí que recuerdo es que, mientras nos preguntaba a los asistentes que de dónde procedíamos y mi novia yo le dijimos que de España, nos hizo la segunda pregunta que yo siempre temo:

—¿De qué parte de España?

Que mi novia lo tiene a huevo, porque como es madrileña, suelta que ha salido de Madrid y todo el mundo sabe lo que dice, pero como yo no soy ni de Madrid, ni de Barcelona, ni de las Islas Canarias ni de Torremolinos, me toca dar un sinfín de indicaciones para que la gente se ubique cuando digo "Valladolid". Por ello, y como no quería mentir como otras veces diciendo que yo también era madrileño, alejé el zoom de Google Maps en mi respuesta y solté un vago: "del norte de España", ante lo que el experto en sake, dando un chiquitodelacalzadesco paso atrás y poniendo cara de estar manejando plutonio me dijo con una mezcla de delicadeza y miedo:

—Entonces... Igual no te parece bien que diga que eres español.

Y yo en ese momento me di cuenta de que, en la otra punta del mundo, un señor que llegó allí desde muy muy lejos, era plenamente consciente de que los españoles no somos capaces de dejarnos la gilipollez en casa y tenemos que dar la nota con nuestras mierdas territoriales allá donde vamos, ignorando que, de Pirineos para allá, a la gente LE IMPORTA UNA MIERDA todo esto. También imaginé que lo decía porque en previas sesiones le habría tocado lidiar con algún que otro iluminado que cuando va a Japón a degustar sake necesita dejar bien clarito que no está contento con lo que pone en su pasaporte, y sentí lástima por él, al tiempo que le respondía que me daba exactamente igual, y que fuese abriendo botellas porque ése era el objetivo de aquella reunión vespertina.

Tras un par de horas analizando etiquetas y colores de la bebida japota, volvimos a salir a la calle para dar un paseo nocturno por el pintoresco barrio de Gion, aprovechando que la lluvia se había tomado un descanso. Cuando vimos que se iba haciendo tarde, nos dirigimos por segunda vez a la calle Shijo (os lo dije), y aprovechamos un restaurante especializado en okonomiyaki para disfrutar de nuestra recién adquirida adicción a este plato. Antes de sentarnos, la camarera me presentó el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 5:

El asiento, que se levanta para que puedas dejar el bolso dentro mientras cenas, tú

Riquísimo el okonomiyaki, como de costumbre.

Salimos de allí satisfechos y con un paipái de regalo y volvimos por última vez aquel día al ryokan, donde nos esperaban los futones para abandonarnos al sueño. Antes de enfutonarnos, y viendo que la ampolla de mi mano no terminaba de secarse, decidí seguir la sabiduría popular y dejar aquello "al aire", convencido de que la ausencia de vendaje y el clima japonés acelerarían la cicatrización de mi herida.

¡Ay! Cuán errado de hallaba... Ya os contaré.


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lunes, 16 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio IIII

En el que los protagonistas de la historia llevan POR FIN a cabo una actividad medianamente cultural y la mano de uno de ellos comienza a dar guerra.


No quiero convertir esto en un blog de Historia, así que no daré muchos detalles al respecto. Solo diré que, debido a un quítame allá esas pajas que se salió de madre allá por los años cuarenta del siglo pasado, los estadounidenses no es que caigan muy bien en Japón. Pues bien, atención a la camiseta con la que me paseé durante todo el día anterior por Akihabara y bajé a desayunar el que nos ocupa:

El día en el que el amable personal del restaurante me retiró el saludo

Pero bueno, aprendí de mi error y mis siguientes atuendos pudieron considerarse libres de parafernalia yanki evidente (pero no dejé de dar el cante, pues aquí no son de camisetas frikis como yo y el más atrevido de todos lleva como mucho un polo de rayas).

Debido a que mi organismo comenzaba a adecuarse a este ritmo de caminatas por las calles de Tokio, el sueño de la última noche no fue tan profundo como lo había sido durante las anteriores, y mi cuello se dio cuenta de que lo que había sobre el colchón ni era almohada ni era na. Vamos, que me desperté cuarenta veces y bajé al desayuno con unas ojeras como rodajas de sandía dispuesto a pasarme la máquina de café.

Tras aquel desayuno con extra de cafeína marchamos a la estación de Ueno, desde donde cogimos el tren con destino a Shinjuku. Por el camino, y mientras el tren depositaba cientos de pasajeros en una de las estaciones del trayecto para acto seguido recoger otros pocos cientos (la hora punta japonesa, una bonita partida de Lemmings), mi novia dejó a un pokémon en el único hueco disponible del gimnasio que allí había, prometiéndome pagarme un café poco más tarde para compensar. Y si meto aquí detalles acerca de Pokémon GO es para meter un poco de paja, porque se me ha vuelto a echar el tiempo encima con la puñetera entrada y tengo que rellenar con lo que sea. En fin, sigo con la historia...

Llegamos a la parada de Shinjuku, y aunque no pudimos comprobar de primera mano que nos encontrábamos en la estación más concurrida del mundo (en ese momento había multitud, vale, pero más gente he visto haciendo cola en Valladolid cada vez que regalan algo), sí que puedo garantizaros que salir de la misma por la puerta deseada es tarea imposible. Tras acabar a centenares de metros del lugar al que queríamos ir, celebré la vuelta a la luz sacando fotos a dos detalles curiosos. El primero fue un área de fumadores en mitad de la calle, pues hay zonas al aire libre en las que está prohibido fumar:

Como no fumador que soy, celebré esto con cierta efusividad

El segundo es lo más parecido a una caseta de la ONCE que pude encontrar en Japón:

La ilusión de todos los días

También pasamos por una esquina dedicada a Pokémon, con bancos y murales alusivos, pero no tengo fotos a mano del sitio ni soy capaz de dar con él en Google Maps a estas alturas, así que no voy a detenerme mucho en ello. Agradecédmelo.

A pocos metros de la estación se encontraba (y se encuentra, salvo que en los últimos días haya habido un terremoto de los gordos o Godzilla se haya pasado por Tokio) un lugar que reúne dos de las características que considero ESENCIALES si yo fuese de los que escriben críticas en Tripadvisor y tuviese que escribir una crítica en Tripadvisor al respecto (pero no escribo críticas en Tripadvisor. Sólo una vez escribí una crítica en Tripadvisor y fue para hablar muy bien de una cafetería de Dublín. Eran otros tiempos y yo era joven y alocado): permite ver cosas desde lo alto y es gratis. Así que para allá que fuimos. El sitio del que estoy hablando es el (atención) Edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio.

Rimbombante, ¿verdad? Pues es el puto ayuntamiento. Pero creo que ya he mencionado que en Japón le dan mucho bombo a todo, y con los nombres no se quedan atrás. Accedimos a una de las dos torres y el ascensor nos llevó al mirador, desde donde se veía todo esto:

Mira, Simba. Toda la tierra que baña la luz es nuestro reino

Junto a la enorme cristalera, un hombre que ya cargaba con cierta edad sobre sus hombros y que vestía un chaleco reflectante con la leyenda "voluntario" escrita en inglés, asaltaba a los turistas para describirles con parsimonia cada edificio visible. Pero con mi novia hizo una excepción. A ella le pregunto que de dónde era y, al escuchar la palabra "Spain", se dedicó a relatarle aquella vez que estuvo de visita en Brasil.

No, yo tampoco fui capaz de explicarme cómo se organizaban las conexiones neuronales dentro de la cabeza de aquel hombre.

Tras escuchar la historia del voluntario que estuvo en Brasil y echar un rato confirmando que Tokio es grande de cojones sin pagar un solo yen por la experiencia, tomamos el ascensor de vuelta al suelo, y yo hice esta foto a un cartel que había dentro del mismo sin tener ni idea de lo que describía:

Sí, eso de abajo a la izquierda es mi dedazo, pero es que hice la foto con prisas Dejadme en paz

Antes de dejar atrás aquella gratuita estructura traté de hacer una foto de larga exposición con mi cámara, aprovechando que llevaba encima filtros de densidad neutra y que la entrada al lugar estaba misteriosamente desierta. Pero el resultado fue una mierda tan grande que la he borrado, así que no esperéis verla aquí ni me preguntéis por ella.

Un paseo más largo de lo que nos esperábamos nos llevó hasta el Santuario Meiji, donde una pareja de estudiantes japonesas nos hizo una breve encuesta para saber qué leches hacíamos allí (sería parte de algún trabajo del instituto o algo). Y yo mentí como un bellaco, pues si bien es cierto que la historia de Japón es ahora mismo una de las cosas que más me llaman la atención del país, cuando quisieron que concretase les mencioné el Período Edo, ganándome sonrisas de aprobación por su parte, cuando lo que de verdad tiene chicha para mí es la historia de finales del siglo XIX y principios del XX, que es cuando los japos estuvieron dándose de hostias con todo el mundo.

Del santuario salimos comiéndonos sendos helados de flor de cerezo y melón (os lo juro) y yo empecé a sentir una ligera molestia bajo el vendaje de mi mano derecha (para quien no esté al tanto, al prólogo me remito), otro paseo (éste más breve) nos llevó a la calle Takeshita, el lugar probablemente más kawaii de toda la ciudad y donde pude haberme comido una crêpe de tarta de queso (sí, lo habéis leído bien). Pero no lo hice porque el recuerdo del helado aún se conservaba reciente. Y ahora me arrepiento de ello [insertar emoticono triste aquí].

Callejeamos por la zona en busca de un restaurante, y terminamos en uno en el que nos sirvieron un plato de tempura a todas luces excesivo para dos europeos. Por ello, y debido a que tanto mi novia como yo estamos en contra del desperdicio de comida, preguntamos si sería posible llevarnos las sobras en una fiambrera o algo, y el camarero nos puso todo en una cajita que, si bien era de porexpán, al principio creímos que era de madera, lo que provocó que estuviésemos a punto de darle dos besos.

Debido a que la molestia de mi mano no cesaba, buscamos un hospital cercano con la idea de que le echasen un ojo para ver si aquello era normal o no, pero el único sitio que había en la zona era un centro especializado en dolencias de garganta en el que nadie hablaba inglés. Allí nos dieron una tarjeta con un teléfono de asistencia a extranjeros. Y yo no sé si es que nos liamos con el tema de los prefijos o qué, pero no hubo manera de contactar con nadie, así que tomé la decisión de ignorar las molestias (pero qué listo soy) y nos metimos en la primera cafetería que encontramos a tomar un café y descansar de tanto paseo.

El rato del café se alargó más de la cuenta (cuando digo que estabamos agotados no lo digo de coña), y una vez repusimos fuerzas nos dirigimos a Shibuya (andando también, of course). Resulta que una compañera de trabajo japonesa de mi novia le había recomendado que visitase el 109, un centro comercial de varios pisos lleno de tiendas de ropa. Y yo acabé deseando dos cosas: la primera, ser mujer, pues los artículos que vendían en los distinos establecimientos eran exclusivamente femeninos y MOLABAN UN HUEVO, pero (aunque no descarto nada de cara al futuro, pues nunca se sabe) no me veo yo ahora mismo calzándome un vestidito. Y la segunda, medir un metro sesenta o menos, ya que la talla más grande que vimos en todo el complejo fue una M. Mi novia, que cumple los dos requisitos, salió del centro comercial portando varias bolsas, y mientras mis dientes largos iban volviendo a su tamaño normal, aprovechamos que estabamos allí para pasar varias veces por el famoso cruce de Shibuya, uniéndonos a la marea de locales y turistas que gastaban la pintura del suelo a su paso. También nos acercamos a ver la estatua de Hachiko, provocando que cundiese el bajón entre nosotros durante un buen rato aquel día.

Y ¿qué mejor forma de superar un mal rato en pleno siglo XXI que CONSUMIENDO? Nuestra última parada antes de abandonar el distrito de Shibuya fue el inmenso Don Quijote, que ya mencioné hace unas cuántas entradas. Se trata de una especie de supermercado/todoacien/tiendadesouvenirs donde es fácil llenar una cesta de la compra con gilipolleces varias. Y eso hicimos nosotros. Además, superando los cinco mil yenes de gasto y demostrando que se venía de fuera de Japón era posible solicitar la devolución de impuestos, y la sección de golosadas nos ayudó a alcanzar tal cifra con facilidad.

Creo que eran las once de la noche cuando salimos del Don Quijote, así que imaginad la excursión que nos montamos allí dentro. Cargados como mulas, volvimos al hotel, dispuestos a pasar la que sería nuestra última noche en Tokio.

No os asustéis, joder. Lo que pasa es que al día siguiente cambiamos de ciudad. Pero eso lo dejo para la siguiente entrada, la cual espero escribir con más calma y más chistes y más todo.

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lunes, 9 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio III

En el que los protagonistas de la historia dedican toda la jornada a recorrer las tiendas frikis de Akihabara y a ingerir café como si no hubiera un mañana.



Me gusta viajar por varios motivos: porque puedo, porque soy un miserable que después farda de ello en Faceboook (y si tirase de Instagram no iba a haber dios que me aguantase, no lo voy a negar), porque me supone un escape de la rutina del día a día en mi vida de asalariado... Sin embargo, incluso durante estos períodos que se salen de lo común me gusta aferrarme a detalles que, si bien no constituyen una rutina en sí dada la poca duración que suelen tener nuestras vacaciones, sí que podrían considerarse pequeños "patrones" que impiden que mi cerebro de señor mayor se transtorne y decida largarse dando un portazo.

Uno de esos momentos tiene lugar durante el desayuno. Es en estos minutos en los que mi novia y yo vamos regresando del mundo de los dormidos con cada sorbo de café y no nos hacemos ni puto caso el uno al otro. Porque, queridos integrantes de parejas que se pasan el día a la gresca por fallar estrepitosamente cada vez que pretenden erróneamente construir su relación siguiendo guiones de comedias románticas hollywoodienses: no hay nada tan bonito como saber compartir el puto silencio y el estar cada uno a lo suyo.

Pues el día del que voy a hablar ahora no empezó asi, oye. El desayuno se antojaba de lo más tranquilo y silencioso, gracias en parte a los locales, que gustan de tomar la primera y la segunda comidas del día callados como zorros (la cena ya no. Al llegar cierta hora de la tarde la mitad le dan la mano al mismo dos veces y algo de jaleo acaban montando. Pero sin meterse con nadie), y yo estaba dando buena cuenta del quinto cruasán, cuando una voz proveniente de la mesa contigua saltó:

—Are you from United States?

Mandó huevos. La pregunta iba dirigida a nosotros.

A simple vista, mi novia y yo tenemos la misma pinta de ser estadounidenses que de ser vulcanianos, y aunque mi novia tiene un nivelazo de inglés con el que puede psar por yanki, la autora de la pregunta no había tenido ocasión de comprobarlo, por lo que estaba bastante claro que lo que deseaba era rajar un rato con nosotros y rompió el hielo con la pregunta de marras. Y yo estuve a punto de decirle:

—Cállate. ¿No ves que estamos desayunando?

Pero no lo hice. Me encontraba con la guardia baja a aquellas horas intempestivas, y mi novia tuvo la pericia suficiente como para replicar que éramos made in Spain y comenzar una conversación con aquella mujer con marido adjunto que nos contó que se estaban pegando el viaje padre por Asia.

Cuando conversación y desayuno concluyeron (la primera bastante antes que el segundo, pues los yankis se largaron al poco rato con la intención de dirigirse a cierto sitio de Tokio cuyo nombre no logré retener) volvimos a la habitación para hacernos con cámara de fotos y los yenes y nos encaminamos hacia Akihabara.

No muy lejos del hotel, y antes de alcanzar el que sería nuestro destino hasta última hora de la tarde, dimos con un cat cafe, similar al rabbit cafe del día anterior, pero con gatos en lugar de conejos y nutrias. Y para dentro que fuimos, claro.

En este local sí que servían café, pero era café de máquina. Elegí el que incluía la leyenda "Blue Mountain" junto a su botón de selección sin estar yo muy convencido de que aquello fuese lo que prometía y me calcé unas zapatillas que salieron de una diabólica máquina antes de adentrarme con mi novia en la sala llena de gatos, juguetes, obstáculos, túneles y consumidores que contemplaban a los gatos con cara de gilipollas y a quienes nos unimos en tan placentera tarea.

Lamentablemente, aquello duró sólo veinte minutos, que era el tiempo que se nos permitió estar en el lugar (yo creo que no nos entendimos con la muchacha de la entrada, pero como ya tengo gata en casa, no me dolió tanto que tuviésemos que despedirnos de aquella camada). Tras un rato de contemplación felina y alguna que otra caricia a un munchkin de lo más salao, devolvimos las zapatillas a la máquina del infierno (a la cual no pude sacar foto porque nos hicieron apresurarnos para no tener que pagar más) y volvimos a la calle.

No recuerdo qué motivo nos hizo cruzar a la acera de enfrente, pero este hecho provocó que entrase en mi campo de visión el escapate de una pastelería. Y yo para eso soy como los mosquitos con la luz (por cierto, yo solía contar de pequeño un chiste que mencionaba mosquitos y luz que le resultaba hilarante a mis familiares), por lo que no pude evitar meterme en el lugar con la idea de comprar los dos donuts más raros que allí hubiese. Y como no sé decirle que no a un café (aunque me toque pagarlo a mí), un vaso del negro brebaje (bueno, marrón claro, que incluía leche) acompañó a los dos redondeles de camino a mi estómago.

"¿Me pones un donut con forma de rueda de tractor que ha pisado una mierda gigante y otro que pinche al masticarlo?"]

Por cierto, a los japoneses les encanta el jazz. Casi todos los hilos musicales de las cafeterías y restaurantes regalaban este estilo de música a quienes consumían en su interior. Y digo "casi" porque la pastelería de los donuts raros constituía una notable excepción, ya que mientras me jalaba lo de la foto de arriba tuve que escuchar... reggaetón. Tal cual. Y quizá eso ayudó a que diese cuenta de los dulces más rápido.

Tras este pequeño tentempié a ritmo de "tum tu-tum tu-tum-tum tu" (y de recoger la mesa, que aquí son muy limpios y donde fueres haz lo que vieres), salimos de nuevo a la calle para descubrir que hacía sol (sí, en junio, lo normal es que aquí llueva). Mi novia hizo una observación interesante, al decir que poca gente llevaba gafas de sol por la calle, y yo le respondí con el chiste racista y rancio número 2 de mi viaje a Japón: "Es que les da menos el sol en los ojos porque los tienen rasgados", ja jo jajota.

Pido disculpas.

Al igual que uno sabe que se acerca a la costa cuando empiezan a aparecer gaviotas, fuimos conscients de que nos aproximábamos a Akihabara porque aumentaba la densidad de población en lo que a locales de gashapon se trataba.

Los gashapon (o gachapon, según lo diga la Wikipedia o mi novia) son esas bolas de plástico con pijada dentro que hay en cualquier parte del mundo (España incluída), las cuales se pueden obtener tras meter una cantidad de pasta acorde con el tamaño en la máquina correspondiente y girar una manivela. Pero es que aquí se les ha ido la mano con el tema. Uno puede encontrar decenas de máquinas de gashapon en locales destinados exclusivamente a ello, y las mismas ofrecen las más variopintas mierdas: llaveros de personajes manga, animales en miniatura, chapas, comidas de plástico... Y, si no os lo creéis, mirad esta colección dedicada a GORROS PARA GATOS:

Tranquilos, que no compramos ninguno y nuestra gata conserva su dignidad

Y nos dejamos arrastrar por la vorágine. He de reconocer que yo un poquito menos que mi novia ("Si piensas colocar en tu mesa del trabajo todos los gachapones que te estás comprando, aquello va a parecer un portal de Belén" llegué a decirle, recibiendo un corte de mangas por su parte como única respuesta), aunque sí que me hice con chorradas de todo tipo. Para que os hagáis una idea, en mi maleta aún tengo un llavero con forma de muela que le voy a dar a mi dentista vallisoletana la próxima vez que pase por su consulta para que me abronque por no lavarme bien los dientes.

Tras acabar con todas las monedas de cien yenes a nuestra disposición, ahora sí, nos metimos de lleno en Akihabara. Este distrito es, por decirlo de alguna forma, el puto paraíso de quien busca artículos de tecnología o derrochar en parafernalia friki el dinero que lleva un año ahorrando. Aquí hay tiendas de cómics y merchandising anime para dar y tomar, y mi novia y yo nos pateamos todas las que pudimos. No voy a enumerar todo el material que adquirimos, pero sí que tengo que declarar con alegría que cuando Dios Buda cierra una puerta en el Pokemon Center de Ikebukuro, abre una ventana en Akihabara:

Ditto, te elijo a ti para volver a dormir por las noches con un peluche, a mis treinta y un años

Al poco de comenzar nuestro peregrinaje, los dos contábamos con una colección de bolsas de la compra importante. Y eso era malo por un motivo.

¿Os acordáis del prólogo en el que conté cómo me desgracié la mano haciendo mal unos churros? Pues la avería no mejoró mucho durante nuestra estancia en Japón (y no quiero adelantar acontecimientos, pero ya veréis qué risas cuando llegue a Kioto), y mis dedos mostraban unas costras de lo más apetitoso. Una de ellas (la del dedo corazón, para ser más exactos) se partió en dos en la unión entre falagina y falangeta (palabras que aprendí en conocimiento del medio y que no olvidaré jamás), clavándoseme en la piel cada vez que cerraba o abría la mano lo más mínimo. Y tuvimos que entrar a una farmacia para ponerle remedio.

Uno entra a una farmacia japonesa y parece que se encuentra en la planta baja de El Corte Inglés. A nivel de maquillaje y cosméticos están de un surtido que te cagas, pero es complicado dar con potingues para curar dolencias. Por ello, y tras una búsqueda infructuosa, le preguntamos a una farmacéutica por algún tipo de pomada o linimento para aliviar la que tenía liada (y, ya de paso, vendas de repuesto para la palma de mi mano). A una farmacéutica QUE NO HABLABA INGLÉS, aclaro. Que no estoy diciendo que la pobre mujer estuviese obligada a conocer la lengua de Shakespeare, pero la circunstancia provocó que a mi novia y a mí nos tocase explicar con gestos en aquel rincón repleto de máscaras de pestañas y sombras de ojos cómo me las apañaba para ducharme en el minúsculo baño de la habitación del hotel sin que se me mojase la venda. Y ver a dos españoles representando una mezcla de baile de sevillanas con saludo fascista en una farmacia de Tokio tiene que ser como para pedir la grabación de la cámara de seguridad.

Pero logré salir de allí con una pomada que me alivió bastante. Eso sí, el ejercicio de teatro kabuki que nos tocó llevar a cabo frente a la farmacéutica no políglota nos dejó exhaustos y hambrientos, así que buscamos un lugar en el que poder reponer nuestros contadores de vida antes de seguir pateando por tiendas frikis de Akihabara. De la comida sólo diré que intentar comer arroz CON PALILLOS teniendo la mano como la tenía me supuso un esfuerzo que ríase usted de los escaladores que salían en Al filo de lo imposible. Al acabar, quisimos tomar un café en una cafetería llamada Café Moco porque parece que tenemos siete años, pero el camarero estaba demasiado ocupado atendiendo a dos españoles que no paraban de preguntarle chorradas a gritos en un inglés lamentable, por lo que decidimos dejar lo del Moco y seguir de tiendas.

Fuimos entonces al mastodóntico Yodobashi, en el que compré un artículo que no voy a revelar aquí porque es un regalo para un amigo y aún no se lo he dado, y de ahí fuimos a una cafetería que aunque no incluía la palabra "moco" en el nombre sí que servía buen café. Y mientras descansábamos en dos sillones la mar de cómodos, yo logré atrapar un farfetch'd y mi novia se hizo por fin con el mew, que si no jugáis a Pokemon GO os estaréis preguntando que de qué cojones hablo, pero me da igual. Lo del farfetch'd y el mew fueron dos hazañas memorables para nosotros y como tales las recojo aquí. De hecho, lo suyo habría sido que nos hubiésemos comportado como hooligans en aquel momento, rompiendo estatuas y quemando papeleras (porque hay seres que celebran así las cosas), pero no es forma de comportarse cuando se está en una cafetería japonesa (y no miro a nadie, parejita de españoles berreándole al camarero del Café Moco).

Y en eso consistió basicamente nuestro día. Antes de volver a la habitación del hotel con la intención de descansar de cara al día siguiente aprovechamos para cenar medio kilo de gyozas en un local de Ueno tras habernos metido por error en una callejuela llena de mujeres muy bien vestidas y arregladas que estaban paradas sin hacer nada mientras algunos hombres las observaban.

Sí, joder, putas. Que tengo que explicarlo todo.

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lunes, 2 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio II

En el que los protagonistas de esta historia, tras pasar su primera noche en el país asiático, dejan claro que el motivo de su visita no es otro que abandonarse al consumismo más kawaii.


Atención, pregunta: ¿cómo duerme un vallisoletano de treinta y un años en la cama de una minúscula habitación tokiota a veinticinco grados de temperatura y con una almohada insultantemente fina (en serio, he visto compresas más gruesas que aquella almohada) tras haber pasado despierto día y medio?

Respuesta: como un bendito.

Pues sí, nuestra primera mañana en la capital de Japón siguió a un sueño reparador de los que sólo acontecen un par de veces al año cuando tienes la "fortuna" de vivir con una gata que gusta de maullar como una imbécil a las cuatro de la madrugada porque sí. A los pocos minutos de despertar, mi novia y yo recorrimos en ascensor los once pisos que separaban nuestra habitación del restaurante del hotel en el que un hombre y una mujer de cierta edad (no sabría decir con exactitud cuántos años tendrían. Entre sesenta y cinco mil, que aquí la esperanza de vida es eterna) recibían a los comensales con mucha educación y alegría e infinitas inclinaciones de cabeza, y procedimos a rellenar sendos platos con las más variopintas viandas a nuestra disposición, pero en plan ruleta rusa.

Porque aunque me sé de memoria la fórmula arramplar-sentarse-devorar-repetir de estos lugares, los alimentos que allí había me resultaban del todo desconocidos. Vale, estoy exagerando. Sí que pude reconocer la montaña de huevos cocidos y el cubo de trozos de salmón, pero mi cerebro carente de cafeína en aquellos momentos no era capaz de identificar a simple vista el resto de cosas, así que decidí jugármela y probar un poco de todo. Y valió la pena, oye (aunque a día de hoy siga sin saber lo que estuve desayunando durante mi estancia en Tokio).

Pero no todo era exotismo en aquel restaurante. En un rincón podían encontrarse rebanadas de pan de molde, yogures y cruasanes. Resaltaré que estos últimos pasaron de su ubicación original a mi plato y de ahí a mi estómago en un santiamén, y es que sabían a ANTES. Dejad que me explique.

En mi memoria existen dos lugares en los que los cruasanes saben a gloria. Uno de dichos lugares es una panadería/cafetería de Frómista que, por suerte para mí, aún no ha dejado de producir semejante manjar (algo de lo que me aprovecho si paso por allí). El otro es el Continente al que iba con mis padres a hacer la compra cuando no levantaba un metro del suelo. Solía supervisar la operación desde dentro del carro, y además de los susodichos cruasanes (que desaparecieron de la faz de la tierra cuando Continente digievolucionó en Carrefour), siempre me iba del hipermercado con un peluche porque a antojos no me ganaba nadie.

No me ganaba Y NO ME GANA nadie, pues mientras daba cuenta de aquellas delicias de repostería y me invadía la nostalgia, al tiempo que pensaba que manda huevos que hubiese tenido que viajar un cuarto de siglo en el tiempo y miles de kilómetros en el espacio para poder disfrutar de nuevo como el chiquillo que fui, decidí que no me iba a ir de Tokio sin un peluche. Que igual esta decisión absurda se debió a que por aquel entonces ya estaba dando cuenta del tercer café, y de la misma manera que la falta de cafeína me impide distinguir alimentos a simple vista, el exceso de la misma me entusiasma demasiado. De hecho, la mayor parte de ideas absurdas que he tenido en los últimos años han surgido en el rato del café mañanero.

Pero bueno, la decisión estaba tomada. Habría peluche sí o sí, joder. Y el lugar al que nos dirigimos tras cebarnos con salmón, cruasanes de otro tiempo y demasiado café podría satisfacer mi deseo. Porque mi novia y yo no es que seamos muy normales, y nuestro primer destino aquel día fue... El Pokemon Center de Sunshine City. Como Dios manda. Y no me miréis así. Hay gente que viaja a México sólo para tirarse al sol en Cancún y eso sí que tiene delito. Que hasta Valladolid tiene playa, joder.

fuente: justraveling.com
La playa de las Moreras: el Cancún de la Meseta

Tengo que aclarar que llegar allí no fue fácil. Porque, aunque circunvalar en tren Tokio para ir de Ueno a Ikebukuro por la parte de arriba lleve poco tiempo, lo de llamar al centro comercial de marras Sunshine CITY demuestra que los japos van de cara. El trecho que tuvimos que caminar dentro del mastodóntico edificio para alcanzar la tienda requirió de visita intermedia al cuarto de baño y parada de avituallamiento en una máquina expendedora. Por supuesto, saqué la bebida más extraña de todas: una cocacola con un toque de melocotón que sabía a RARO y de la que pensé que había hecho una foto en su momento, pero resulta que no, así que os quedáis sin verla. Se siente.

Tras cuarenta años vagando por aquel desierto de tiendas logramos dar con nuestra tierra prometida particular, y allí nos fundimos un porcentaje considerable de nuestros ahorros. Entre otras pijadas, cayeron unas fundas de Pikachu para cartas, cartas y más cartas, una caja para guardar cartas, contadores de daño del juego de cartas (se va pillando el patrón aquí, ¿no?), una libreta que pienso usar cada vez que tenga que darle una nota manuscrita a alguien para quedar bien... Y me arrepiento de no haber adquirido más morralla, la verdad.

¿Sabéis que es lo que no conseguí? El puto peluche. Y es que yo quería un peluche de Ditto, el pokemon más salao de todos (quien piense lo contrario puede largarse de mi blog y cerrar al salir), pero una de las dependientas me dijo que no les quedaba ninguno. Y no pude enfadarme con ella porque creo que fue la misma que me llamó onii-san (que significa "hermano mayor" y, tal y como me explicó mi novia porque no me entero de nada, es una forma respetuosa de refererirse a la gente como yo, visto lo visto) a nuestra llegada para hacerme entrega de una postal promocional por la cara y me pareció de lo más cuqui. O igual no lo fue, pero (y aquí llega el chiste racista y rancio número 1 de mi viaje a Japón) no lo tengo muy claro porque son toh igualeh, ja jo jajota.

Cuñadeces aparte, me resarcí tras pasar por línea de cajas, gracias a que una expendedora de gashapon salvaje apareció y allí logré esta monada para sujetar el boli:

La envidia de mi oficina

Lo de la fiebre gashapon lo dejo para otra entrada.

Por cierto, llovía. Y no sólo ese día, sino la mayoría de los que pasamos en el país asiático. Lo curioso es que el personal siempre caminaba debajo de un paraguas. Si el tiempo era lluvioso, el paraguas era transparente. Y si hacía sol, bien opaco, para esconderse de los rayos UVA y UVB. Así que como yo no quise desentonar más de lo que ya desentonaba por sacarle dos cabezas a todo el mundo, salí de la farmacia más cercana a Sunshine City con un paraguas transparente. Mi novia se hizo con uno similar en el Pokemon Center lleno de pikachus, y que lográsemos volver a Irlanda con ellos fue una odisea logístico-aeroportuaria inimaginable. Pero culminamos aquella operación con éxito y ambos paraguas descansan felizmente en el paragüero de nuestro salón sin que nos atrevamos a usarlos aquí porque el viento irlandés que viene de regalo con la lluvia es muy malaje.

Volviendo a nuestro primer día completo en Tokio, nuestros estómagos se vaciaron al mismo ritmo que nuestras carteras, por lo que aprovechamos para reponernos en un restaurante de Ikebukuro en el que, mientras comíamos, me sucedió una cosa la mar de curiosa. Se me salió un ojo de su cuenca y rodó varios metros debajo del mostrador. Tras gatear detrás de él y lograr atraparlo, me incorporé y descubrí que donde antes había un camarero, ahora se encontraba una escultura de cinco metros representando a un pulpo gigante. El techo había desaparecido, y nubes sueltas de color verde fosforito caían del cielo como si estuviesen hechas de plomo, destrozando mesas y sillas al impactar contra el local. De mi cuenco de arroz comenzó entonces a surgir la melodía de Bola de Dragón Z interpretada con gaitas escocesas, y el resto de comensales, quienes hasta ese momento habían estado centrados en sus propios platos en silencio, comenzaron a caminar rítmicamente hacia mí mientras hacían chasquear sus dedos, a lo pelea de bandas en West Side Story. Que yo pensaba "me van a matar".

Y entonces se me pasó el efecto del wasabi y decidí que no volvería a probar esa mierda jamás.

Con el objetivo de superar el shock causado por el picante/estupefaciente (y también porque somos de un goloso que te cagas), al acabar de comer nos metimos en una cafetería pija en la que cayeron dos cafés acompañados de dos gofres con chocolate del tamaño de tapas de alcantarilla. El hecho de haberme puesto como un cerdo impidió que diese cuenta de los productos que había comprado en un quiosco minutos antes:

Habéis acertado. Compré todo esto porque no tenía ni idea de a qué sabría cada cosa. Y me decepcionó TODO

Y ésta fue nuestra penúltima parada en Ikebukuro. Antes de volver a la estación de tren entramos en un rabbit cafe en el que se podía jugar con conejos y nutrias (pero no tomar café. Meh). Y yo habría disfrutado más de tener a esos bichos a mi alrededor de no ser por la estúpida venda que cubría mi mano derecha (véase el prólogo de todo esto). Aunque fue divertido ver a todas las nutrias juguetear como locas en un rincón del lugar mientras intentaban hacerse con un muñeco de goma como si estuviesen peleando un balón en un córner (juraría que este chiste se lo he oído a David Broncano, así que no os riáis de él, que no quiero atribuirme méritos ajenos).

El tren nos llevó al distrito de Akihabara, y allí tuvimos una primera toma de contacto en la que nos dimos cuenta de que había demasiada mierda friki por visitar, así que los detalles del sitio (junto con no necesariamente divertidas anécdotas) los dejo para la siguiente entrada, pues al día siguiente volvimos para pasar allí la jornada entera. Por no desentonar con el resto de comidas, la cena también consistió en un cebatil considerable:

A mí dame un buffet libre de sushi y una tablet en la mesa para pedir todas las veces que quiera y me alegras la noche

Como el hotel estaba a tiro de piedra de Akihabara, terminamos el día dando un paseo rodando de vuelta al mismo mientras la ciudad ya dormía.

En serio, es increíble lo a gusto que se siente uno cuando se encuentra en una ciudad cuyos habitantes saben callarse la boca llegada cierta hora. Tan a gusto como me he quedado yo al acabar este post.

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