En el que los protagonistas de esta historia, tras pasar su primera noche en el país asiático, dejan claro que el motivo de su visita no es otro que abandonarse al consumismo más kawaii.
Atención, pregunta: ¿cómo duerme un vallisoletano de treinta y un años en la cama de una minúscula habitación tokiota a veinticinco grados de temperatura y con una almohada insultantemente fina (en serio, he visto compresas más gruesas que aquella almohada) tras haber pasado despierto día y medio?
Respuesta: como un bendito.
Pues sí, nuestra primera mañana en la capital de Japón siguió a un sueño reparador de los que sólo acontecen un par de veces al año cuando tienes la "fortuna" de vivir con una gata que gusta de maullar como una imbécil a las cuatro de la madrugada porque sí. A los pocos minutos de despertar, mi novia y yo recorrimos en ascensor los once pisos que separaban nuestra habitación del restaurante del hotel en el que un hombre y una mujer de cierta edad (no sabría decir con exactitud cuántos años tendrían. Entre sesenta y cinco mil, que aquí la esperanza de vida es eterna) recibían a los comensales con mucha educación y alegría e infinitas inclinaciones de cabeza, y procedimos a rellenar sendos platos con las más variopintas viandas a nuestra disposición, pero en plan ruleta rusa.
Porque aunque me sé de memoria la fórmula arramplar-sentarse-devorar-repetir de estos lugares, los alimentos que allí había me resultaban del todo desconocidos. Vale, estoy exagerando. Sí que pude reconocer la montaña de huevos cocidos y el cubo de trozos de salmón, pero mi cerebro carente de cafeína en aquellos momentos no era capaz de identificar a simple vista el resto de cosas, así que decidí jugármela y probar un poco de todo. Y valió la pena, oye (aunque a día de hoy siga sin saber lo que estuve desayunando durante mi estancia en Tokio).
Pero no todo era exotismo en aquel restaurante. En un rincón podían encontrarse rebanadas de pan de molde, yogures y cruasanes. Resaltaré que estos últimos pasaron de su ubicación original a mi plato y de ahí a mi estómago en un santiamén, y es que sabían a ANTES. Dejad que me explique.
En mi memoria existen dos lugares en los que los cruasanes saben a gloria. Uno de dichos lugares es una panadería/cafetería de Frómista que, por suerte para mí, aún no ha dejado de producir semejante manjar (algo de lo que me aprovecho si paso por allí). El otro es el Continente al que iba con mis padres a hacer la compra cuando no levantaba un metro del suelo. Solía supervisar la operación desde dentro del carro, y además de los susodichos cruasanes (que desaparecieron de la faz de la tierra cuando Continente digievolucionó en Carrefour), siempre me iba del hipermercado con un peluche porque a antojos no me ganaba nadie.
No me ganaba Y NO ME GANA nadie, pues mientras daba cuenta de aquellas delicias de repostería y me invadía la nostalgia, al tiempo que pensaba que manda huevos que hubiese tenido que viajar un cuarto de siglo en el tiempo y miles de kilómetros en el espacio para poder disfrutar de nuevo como el chiquillo que fui, decidí que no me iba a ir de Tokio sin un peluche. Que igual esta decisión absurda se debió a que por aquel entonces ya estaba dando cuenta del tercer café, y de la misma manera que la falta de cafeína me impide distinguir alimentos a simple vista, el exceso de la misma me entusiasma demasiado. De hecho, la mayor parte de ideas absurdas que he tenido en los últimos años han surgido en el rato del café mañanero.
Pero bueno, la decisión estaba tomada. Habría peluche sí o sí, joder. Y el lugar al que nos dirigimos tras cebarnos con salmón, cruasanes de otro tiempo y demasiado café podría satisfacer mi deseo. Porque mi novia y yo no es que seamos muy normales, y nuestro primer destino aquel día fue... El Pokemon Center de Sunshine City. Como Dios manda. Y no me miréis así. Hay gente que viaja a México sólo para tirarse al sol en Cancún y eso sí que tiene delito. Que hasta Valladolid tiene playa, joder.
![]() |
fuente: justraveling.com
La playa de las Moreras: el Cancún de la Meseta |
Tengo que aclarar que llegar allí no fue fácil. Porque, aunque circunvalar en tren Tokio para ir de Ueno a Ikebukuro por la parte de arriba lleve poco tiempo, lo de llamar al centro comercial de marras Sunshine CITY demuestra que los japos van de cara. El trecho que tuvimos que caminar dentro del mastodóntico edificio para alcanzar la tienda requirió de visita intermedia al cuarto de baño y parada de avituallamiento en una máquina expendedora. Por supuesto, saqué la bebida más extraña de todas: una cocacola con un toque de melocotón que sabía a RARO y de la que pensé que había hecho una foto en su momento, pero resulta que no, así que os quedáis sin verla. Se siente.
Tras cuarenta años vagando por aquel desierto de tiendas logramos dar con nuestra tierra prometida particular, y allí nos fundimos un porcentaje considerable de nuestros ahorros. Entre otras pijadas, cayeron unas fundas de Pikachu para cartas, cartas y más cartas, una caja para guardar cartas, contadores de daño del juego de cartas (se va pillando el patrón aquí, ¿no?), una libreta que pienso usar cada vez que tenga que darle una nota manuscrita a alguien para quedar bien... Y me arrepiento de no haber adquirido más morralla, la verdad.
¿Sabéis que es lo que no conseguí? El puto peluche. Y es que yo quería un peluche de Ditto, el pokemon más salao de todos (quien piense lo contrario puede largarse de mi blog y cerrar al salir), pero una de las dependientas me dijo que no les quedaba ninguno. Y no pude enfadarme con ella porque creo que fue la misma que me llamó onii-san (que significa "hermano mayor" y, tal y como me explicó mi novia porque no me entero de nada, es una forma respetuosa de refererirse a la gente como yo, visto lo visto) a nuestra llegada para hacerme entrega de una postal promocional por la cara y me pareció de lo más cuqui. O igual no lo fue, pero (y aquí llega el chiste racista y rancio número 1 de mi viaje a Japón) no lo tengo muy claro porque son toh igualeh, ja jo jajota.
Cuñadeces aparte, me resarcí tras pasar por línea de cajas, gracias a que una expendedora de gashapon salvaje apareció y allí logré esta monada para sujetar el boli:
![]() |
La envidia de mi oficina |
Lo de la fiebre gashapon lo dejo para otra entrada.
Por cierto, llovía. Y no sólo ese día, sino la mayoría de los que pasamos en el país asiático. Lo curioso es que el personal siempre caminaba debajo de un paraguas. Si el tiempo era lluvioso, el paraguas era transparente. Y si hacía sol, bien opaco, para esconderse de los rayos UVA y UVB. Así que como yo no quise desentonar más de lo que ya desentonaba por sacarle dos cabezas a todo el mundo, salí de la farmacia más cercana a Sunshine City con un paraguas transparente. Mi novia se hizo con uno similar en el Pokemon Center lleno de pikachus, y que lográsemos volver a Irlanda con ellos fue una odisea logístico-aeroportuaria inimaginable. Pero culminamos aquella operación con éxito y ambos paraguas descansan felizmente en el paragüero de nuestro salón sin que nos atrevamos a usarlos aquí porque el viento irlandés que viene de regalo con la lluvia es muy malaje.
Volviendo a nuestro primer día completo en Tokio, nuestros estómagos se vaciaron al mismo ritmo que nuestras carteras, por lo que aprovechamos para reponernos en un restaurante de Ikebukuro en el que, mientras comíamos, me sucedió una cosa la mar de curiosa. Se me salió un ojo de su cuenca y rodó varios metros debajo del mostrador. Tras gatear detrás de él y lograr atraparlo, me incorporé y descubrí que donde antes había un camarero, ahora se encontraba una escultura de cinco metros representando a un pulpo gigante. El techo había desaparecido, y nubes sueltas de color verde fosforito caían del cielo como si estuviesen hechas de plomo, destrozando mesas y sillas al impactar contra el local. De mi cuenco de arroz comenzó entonces a surgir la melodía de Bola de Dragón Z interpretada con gaitas escocesas, y el resto de comensales, quienes hasta ese momento habían estado centrados en sus propios platos en silencio, comenzaron a caminar rítmicamente hacia mí mientras hacían chasquear sus dedos, a lo pelea de bandas en West Side Story. Que yo pensaba "me van a matar".
Y entonces se me pasó el efecto del wasabi y decidí que no volvería a probar esa mierda jamás.
Con el objetivo de superar el shock causado por el picante/estupefaciente (y también porque somos de un goloso que te cagas), al acabar de comer nos metimos en una cafetería pija en la que cayeron dos cafés acompañados de dos gofres con chocolate del tamaño de tapas de alcantarilla. El hecho de haberme puesto como un cerdo impidió que diese cuenta de los productos que había comprado en un quiosco minutos antes:
![]() |
Habéis acertado. Compré todo esto porque no tenía ni idea de a qué sabría cada cosa. Y me decepcionó TODO |
Y ésta fue nuestra penúltima parada en Ikebukuro. Antes de volver a la estación de tren entramos en un rabbit cafe en el que se podía jugar con conejos y nutrias (pero no tomar café. Meh). Y yo habría disfrutado más de tener a esos bichos a mi alrededor de no ser por la estúpida venda que cubría mi mano derecha (véase el prólogo de todo esto). Aunque fue divertido ver a todas las nutrias juguetear como locas en un rincón del lugar mientras intentaban hacerse con un muñeco de goma como si estuviesen peleando un balón en un córner (juraría que este chiste se lo he oído a David Broncano, así que no os riáis de él, que no quiero atribuirme méritos ajenos).
El tren nos llevó al distrito de Akihabara, y allí tuvimos una primera toma de contacto en la que nos dimos cuenta de que había demasiada mierda friki por visitar, así que los detalles del sitio (junto con no necesariamente divertidas anécdotas) los dejo para la siguiente entrada, pues al día siguiente volvimos para pasar allí la jornada entera. Por no desentonar con el resto de comidas, la cena también consistió en un cebatil considerable:
![]() |
A mí dame un buffet libre de sushi y una tablet en la mesa para pedir todas las veces que quiera y me alegras la noche |
Como el hotel estaba a tiro de piedra de Akihabara, terminamos el día
En serio, es increíble lo a gusto que se siente uno cuando se encuentra en una ciudad cuyos habitantes saben callarse la boca llegada cierta hora. Tan a gusto como me he quedado yo al acabar este post.

No hay comentarios:
Publicar un comentario