En el que los protagonistas de la historia pasan su segundo día completo en Kioto, se ven envueltos en una masa de turistas procedentes de todas partes y acaban OTRA VEZ en el hospital.
Pues mal. Aquella mañana me levanté mal. Tener al fantasma de la infección rondando mi mano desde el día anterior hizo que, a pesar de encontrarnos en un ryokan en el corazón de Kioto, pasase el rato del desayuno con la cabeza en otro sitio y el estómago ligeramente revuelto. Aunque el hecho de que el desayuno fuese todo lo contrario a la bomba grasienta a la que estoy acostumbrado a jalarme en Irlanda ayudó a que me asentase y pudiese afrontar el día con fuerza y ganas:
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Ya os lo dije en la entrada anterior. ¿Parece o no parece una comida de hospital? |
O, al menos, gran parte del día. Pero no adelantemos acontecimientos.
Nuestra jornada comenzó con un segundo paseo por el barrio de Gion, recorriendo una vez más las calles por las que paseamos dos días atrás, pero esta vez bajo la luz
En fin, que dejamos atrás el templo y yo comencé a necesitar un descanso acompañado de café porque los antibióticos que había comenzado a suministrarme (porque me los recetó el médico. NUNCA hay que automedicarse, niños), aunque tenían una concentración flojilla, me hacían sentirme como si fuese un jugador de la selección de Brasil en el partido de octavos contra Argentina del mundial del noventa. Entramos entonces en una cafetería de lo más cuqui en la que no había nadie más que nosotros, y la camarera, haciendo gala de una amabilidad extrema, nos invitó a sentarnos al tiempo que nos enseñaba la carta de postres y nos ofrecía sendos tés verdes con hielo (muy de agradecer, pues el que estuviese nublado no quitaba que hiciese un calor potente en la calle). La especialidad del lugar consistía en cualquier clase de dulce elaborado a base de soja molida, lo que provocó que lo flipase un poco y me pidiese el producto más ostentoso de la carta (no me miréis así, que andaba bajo de defensas), amén de un café con leche como pocos he probado hasta la fecha.
Mi novia se pidió algo más ligero, asegurándome que echaría mano de mi plato y se cobraría la girlfriend tax, de lo que no la culpo, porque ojo a lo que la camarera plantó frente a mí:
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Vaya presencia de postre. VAYA PRESENCIA |
Una vez nos hubimos azucarado como Buda manda, lamentamos no poder dar propina para agradecer el excelente servicio (porque no sé si ya lo he dicho en alguna entrada anterior, pero en Japón está MUY MAL VISTO eso de dejar propina, que para ellos es casi una forma de mendicidad) y volvimos a salir a la calle para dirigirnos esta vez al templo Kodai-ji. Y éste sí que sale en los mapas. Vaya que si sale. Ahora, que tiene su lógica, porque el sitio es increíble. De hecho, voy a poner aquí un par de fotos que saqué del lugar y que no le hacen justicia porque aún no controlo mucho esto de la cámara:
Os lo dije (y si no subo más que dos es porque en el resto sale mi novia y no es asunto vuestro).
Caminar por el pequeño bosquecillo y los jardines del complejo pedía a gritos un helado o algo como colofón, y a la salida nos pasamos por un puesto en el que cayó uno con sabor a melón de los que preparan aquí rallando hielo, de ésos que te dejan la lengua verde para el resto del día sin que le des mucha importancia porque estás en Kioto y eso es lo que de verdad cuenta.
Antes de irnos de allí, aprovechamos que el memorial de las guerras del Pacífico estaba a tiro de piedra para visitarlo también, y no sé si porque salimos obnubilados del Kodai-ji o por qué, pero aquel lugar no me pareció tan espectacular como su nombre prometía (a pesar de la ENORME estatua de Buda que lo presidía).
Nuestra siguiente parada requería que tirásemos de tren para llegar hasta allí, lo que nos obligó a caminar un buen trozo hasta llegar a la estación de Gion-Shijo. Por el camino paré en un Starbucks, y antes de que os lancéis a por mí por haber hecho algo así estando en Kioto, diré en mi defensa que lo hice porque los donuts del escaparate tenían una pinta buenísima. Por cierto, que a estas alturas del día empezó a dolerme la mano de la ampolla (y todo el mundo debería saber ya de qué estoy hablando, pero vuelvo a enlazar aquí el prólogo por si acaso).
El tren nos llevó hasta la estación de Inari, en el sur de la capital, y desde aquí fuimos al que probablemente sea el lugar más visitado de todo Kioto. Esperad, que lo confirmo.
[Se mete en Google a buscarlo y confía en que los resultados no le mientan]
Pues sí, es el lugar más visitado de todo Kioto, mira tú: el Fushimi Inari-taisha.
De este lugar se han escrito miles de artículos y se han hecho millones de fotos, por lo que no voy a extenderme demasiado en hablar acerca de él. Sólo resaltaré tres cosas de nuestra visita:
- No lo vimos entero. Resulta que el complejo es mucho más grande de lo que aparenta, pues el mapa situado a la entrada indica que el recorrido completo consiste en una enorme curva hacia la izquierda recorriendo la montaña. Y cuando la curva termina, las indicaciones revelan que el camino no ha hecho más que empezar.
- Estaba lleno de gatos, y eso siempre es bueno:
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El crédito de las fotos es de mi novia, que a ella le flipan los gatos muchísimo más que a mí |
- La mano empezó a escocerme.
Vale, lo último no tiene nada que ver con el lugar, pero es que me ardía de verdad, como si acabase de sufrir la quemadura. La situación hizo que comenzase a plantearme la opción de volver al hospital del día anterior, y cuando montamos en el tren de vuelta al centro y me dio por levantar un pelín la venda y oler aquello, una voz en mi interior empezó a preguntarme a gritos que a qué cojones estaba esperando para ponerme en manos de un médico que hiciese algo con semejante desastre. Para que os hagáis una idea de la sensación olfativa, os diré que me acordé de esta entrada.
"Hola otra vez" dije cuando cruzamos la puerta del hospital. Bueno, en realidad no dije eso. No dije nada y dejé que mi novia, que es quien controla de japonés, pusiese al personal de recepción en situación. Nuestra segunda entrada en la consulta fue dirigida esta vez por dos enfermeras muy tímidas que mostraron un interés desmedido por mi situación (y no, en los hospitales tampoco se deja propina) y que llamaron al médico de guardia para que se enfrentase a mi mano.
Como anécdota patético-cuqui, os diré que mi novia y yo nos quedamos solos en la consulta durante unos instantes y ella, viendo mi cara de cristo de Borja, me preguntó si quería que me cogiese de la mano. Para indicarle que todo iba (relativamente bien), le apoyé la mano en el muslo delicadamente, y en ese momento hizo entrada una de las enfermeras. Al encontrarse semejante escena, la pobre (que a saber qué clase de educación había recibido en el país nipón en lo que respecta a afecto y cosas por el estilo) no pudo evitar girarse como accionada por un resorte y decir "sorry" unas cuarenta veces al tiempo que huía de la sala.
Y entonces llegó el doctorrrrrr, manejando un un cuatrimotorrrrr (y yo pido un aplauso para quienes hayáis pillado esta referencia).
Antes de seguir describiendo los acontecimientos que tuvieron lugar dentro de aquella salita, quiero avisaros de que si sois aprensivos, más os vale que saltéis directamente a la foto del ciervo que hay un poquito más abajo, porque vienen curvas.El doctor se sentó entonces frente a mí, me pidió que apoyase el brazo con la palma hacia arriba en la camilla y procedió a retirar la venda que cubría el ampollón y parte de mi mano con la prudencia y delicadeza propias de quien se está adentrando en territorio inexplorado y puede encontrarse con cualquier cosa, y fue al retirar el último trozo de apósito cuando pasó esto.
Ahora que lo pienso, creo que he batido mi propio récord de miserabilidad© al enlazar el vídeo de una explosión nuclear mientras hablo de Japón. Lo que ocurre es que la visión me impactó lo suyo. Entre otras cosas, porque se trataba de MI MANO, joder. Y es que parte de la piel que cubría la ampolla se quedó en la venda, revelando una superficie de un intenso color rojo rodeado por jirones en los que la infección era más que evidente.
¿Qué habéis desayunado hoy? Porque imagino que estaréis acordándoos de ello ahora, ¿no?
Habida cuenta de la que se había montado en mi mano, el doctor consideró que lo mejor era hacer con ella lo mismo que Xavier García Albiol pensaba hacer con Badalona, pero usando tijeras y suero en lugar de fascismo. Y mientras el hombre vertía litros de la salina sustancia sobre mi herida y retiraba piel como quien hace jijas de un chorizo, quise saber si aquello pintaba mal. Me confesó que sí, que pintaba mal, y aunque su nivel de inglés no era óptimo (tampoco lo es el mío, seamos honestos), pude comprender perfectamente lo que dijo al contarme cómo podría acabar aquello porque la palabra "necrosis" se pronuncia prácticamente igual en inglés y en español.
Tragué saliva, respiré hondo, sentí que mi rostro palidecía y me dije a mí mismo: "vas a volver de Japón con dedos de menos, gilipollas. Y sin meter a la yakuza de por medio".
En fin, para compensar el rato desagradable, voy a saltar en el tiempo y a poner aquí una foto de un ciervo que hice en Nara un par de días después:
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Ola k ase, versión cervuna |
Una duda que me quedó y que quise resolver con aquel doctor, era que si el hecho de que la dosis de antibióticos que yo consumo cuando me toca (porque me los receta el médico. NUNCA hay que automedicarse, niños) no baja de los 500 mg, y que en aquella ocasión estuviese ingiriendo cápsulas de 250, podría influir en lo que había pasado, porque yo me imaginaba a aquella infección montando una blitzkrieg en mi organismo mientras mis defensas trataban de enfrentarse a ella con palos, piedras e insultos en polaco, y el facultativo se limitó a encogerse de hombros y responderme que "en Japón las dosis son más pequeñas". Y yo estuve a punto de replicarle con un "Y A MÍ, ¿QUÉ COJONES ME IMPORTAN VUESTRAS DOSIS DE PIGMEOS? QUE EL QUE TIENE LA INFECCIÓN SOY YO, JODER", pero no lo hice. En primer lugar porque al personal médico SE LE RESPETA. Y en segundo lugar porque no estaba yo muy en condiciones de levantar la voz. Sin embargo, y creo que debido a que el hombre vio el pavor en mis ojos, le encargó a las enfermeras que me pusieran una vía y me chutasen un gramo de antibiótico.
Mi novia, a estas alturas, y viendo el numerito tragicómico que estaba montando, se meaba de risa internamente y me decía que yo era peor que un bebé, la muy cabrona. Pero también se dedicaba a consolarme al hacerme ver que aquello podría ser mucho peor si, por ejemplo, la avería me la hubiese hecho en el pie en vez de en la mano o si estuviésemos en un país con carencias a nivel sanitario. También me dijo que la vía que suministraba antibiótico a mis venas NO iba a meterme aire aunque se acabase el contenido de la bolsa, pero mi paranoia entonces alcanzaba niveles estratosféricos, así que no pude evitar salir de aquel hospital previendo un futuro muy negro para mi pobre mano. Máxime cuando las instrucciones que recibí incluían la visita al día siguiente al especialista de cirugía de reconstrucción plástica. ¿Es o no es para acojonarse?
Para atenuar un poco mi nerviosismo, y porque ya tocaba, fuimos a cenar. El lugar en el que nos metimos obligaba a sus comensales a descalzarse antes de sentarse a la mesa, y como sabía que no me íbais a creer, hice una foto de la escena:
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Los calcetines son del Don Quijote, que me llevé ropa de menos |
Y como mi novia y yo somos como dos quinceañeros, de entre todos los platos disponibles, tuvimos que elegir el bukkake, ¿cómo no?
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Quien quiera más explicaciones, que las busque en Google. Pero no desde el trabajo |
Pues estaba bueno, fíjate. Y no sólo eso, sino que salí de allí bastante menos nervioso con respecto al tema de mi mano. De hecho, esa noche dormí bastante bien y fui capaz de afrontar el día siguiente con energía y optimismo.
Si es que ya lo dice el refrán: "las penas, con un bukkake se van".

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