lunes, 30 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIII

En el que los protagonistas de la historia despiertan en Kioto por primera vez, viajan en tren y autobús para visitar algunos lugares interesantes y descubren cómo es el sistema sanitario japonés.


Voy a comenzar esta entrada ganándome el odio de la gente. Imaginad un entramado de callejuelas estrechas en las que no se distingue la acera de la calzada, por las que apenas circulan coches y en las que se pueden encontrar casi exclusivamente casitas de como mucho dos plantas de altura, ya que apenas hay negocios y restaurantes en la zona.

Tras haber descrito lo anterior, ¿qué pensáis de Kioto? Suena bonito, ¿verdad? Pues acabo de describir el barrio de Valladolid en el que crecí. Porque sí, el centro de Kioto y aquella barriada vallisoletana son practicamente iguales, así que menos fliparse.

Ahora en serio, Kioto es una ciudad preciosa que merece la pena visitar más de una vez en la vida. Y como nosotros nos encontrábamos en ella en el día que ocupa este post, os voy a dar un poco la turra al respecto.

La jornada comenzó con un desayuno típico japota en el ryokan en el que llevábamos albergados desde el día anterior. Tal desayuno contaba con sopa, arroz, algas y salmón. Y diría que constituía lo más parecido a una comida de hospital que me he metido entre pecho y espalda, pero no lo voy a hacer, que ya he cumplido el cupo diario de odio hacia mi persona.

Mientras dabamos cuenta de aquello, bajaron al comedor dos huéspedes vistiendo las tradicionales yukatas (amén de las zapatillas destinadas a utilizarse EXCLUSIVAMENTE dentro de la habitación para no joder el tatami) y sintiéndose avergonzadísimos por ser los únicos en el lugar con semejantes fachas. ¿Especifico aquí que eran españoles y abro debate sobre si somos especialistas en dar la nota allá donde vamos? Mejor no, que tengo bastantes cosas de las que hablar y no quiero alargar mucho esto.

Tras el desayuno, caminamos en dirección a la estación central, y por el camino dimos con un templo DE LA HOSTIA que apenas aparecía mencionado en los mapas. No tengo muchas fotos del mismo debido a ciertas dificultades que me impedían manejar bien la cámara de fotos: una era la lluvia, que me obligaba a sujetar mi paraguas transparente e inutilizaba una de mis manos, y la otra era el escozor que comenzaba a apoderarse de mi mano (vuelvo a remitirme al prólogo a modo previously en este blog). Por ello, si alguien quiere más información acerca del susodicho templo, que tire por aquí.

Desde la estación tomamos el tren (pues habiamos adquirido semanas atrás el rail pass que nos permitía viajar de balde en los trenes de la línea JR y en el tren bala que nos trajo aquí, que no lo había dicho hasta ahora) con destino a Saga-Arashiyama. Al bajar del mismo me invadió una sed sobrenatural, por lo que una vez más jugué a la lotería de las máquinas expendedoras:

El misterio

En esta ocasión saqué una botella de café con leche frío. Y me supo mal. ¿Qué le vamos a hacer? Las máquinas expendedoras de Japón constituyen un juego de azar en el que a veces se gana y a veces se pierde, ¿no? Eso sí, apuré el brebaje hasta la última gota, que costó un dinero.

Al lado de aquella máquina también había un par de carteles relativos a los gatos de la zona, y como no sé japonés, ignoro si el contenido de los mismos hacía referencia a algo positivo para los animalillos o si tengo que cagarme en Kioto porque a estas alturas de la vida yo sería capaz de matar por un gato.

Seguro que todos sabéis japonés y entendéis lo que pone. PUES ENHORABUENA

Una vez apuré el café (y es que aquí está mal visto lo de ir comiendo o bebiendo por la calle, ojo, así que toca meterse entre pecho y espalda todo a la puerta de la tienda o al pie de la expendedora) nos dirigimos al bosque de bambú de Arashiyama. Que si buscáis fotos del mismo en Google os vais a quedar con la boca abierta, pero cuando fuimos estaba a reventar de turistas, lo que provocó que las imágenes que recogió mi cámara no estén a la altura.

Así que no hay fotos.

Que, por cierto, el camino de dicho bosque llega a un punto en el que se debe atravesar la vía del tren (una vía del tren con un tráfico ferroviario bastante intenso, todo sea dicho), por lo que es habitual encontrarse con aglomeraciones de visitantes aguardando bajo la barrera bajada. El rato de espera podría dedicarse a leer los muchos carteles y pictogramas que prohíben expresamente el detenerse sobre las vías a hacerse fotitos mientras se cruzan las mismas. Bueno, pues parece ser que lo de fijarse en esto no constituía un pasatiempo lo suficientemente entretenido para la gente, pues perdí la cuenta del número de imbéciles que ignoraron las instrucciones y no pudieron evitar sacarse putos selfies sobre los raíles. Eso sí, me congratuló descubrir que la estupidez humana no conoce de nacionalidades, razas ni creencias religiosas.

Tras un rato caminando entre bambús (¿bambúes? ¿Bambuses?) volvimos al tren y la molestia en la palma de mi mano alcanzó un punto preocupante. Debido a ello, eché mano de la pomada que me vendió la farmacéutica de Akihabara y que estaba usando en la pequeña herida de mi dedo, pensé "que sea lo que Buda quiera" y me embadurné el dolorido ampollón. Mira, si antes hablo de estupidez humana...

Nos bajamos del tren en la estación de Emmachi, cuyo hilo musical atronaba una especie de música del país que me hizo comparar a los intérpretes de aquel estruendo con los Puagh japoneses (no habíais oido hablar nunca de Puagh, ¿verdad? No me extraña), y aprovechamos la existencia de un restaurante cercano para meternos un plato de ramen antes de subir al bus que nos llevaría a Kinkaku-ji. Y fue en este vehículo donde descubrí el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 6: se paga al salir. Tal cual. La salida del vehículo se lleva a cabo por la parte delantera, y tras el conductor se encuentra el lector de bonobuses y la máquina para introducir las monedas en caso de querer pagar un billete individual.

—Pero... ¿La máquina da cambio?

—No. Hay que meter el importe justo.

—Y... ¿Si no lo tienes?

—No pasa nada, porque al lado de esa máquina hay otra para cambiar billetes y monedas.

—Joder, tú.

Lo que yo os decía. Con el culo torcido.

Del Kinkaku-ji, o templo dorado, sí que os puedo enseñar una foto medio decente, ya que llegamos allí a pocos minutos del cierre y la afluencia de visitantes no era tan grande:

Me he propuesto visitar la mayor cantidad de lugares catalogados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad antes de que algún gilipollas apriete un botón rojo y lo mande todo a la mierda

Eso sí, para poder sacar esta foto tuve que esperar a que un grupo de franceses saliese del plano, pues los muy [inserte insulto aquí, que yo ya me he quedado sin palabras disponibles para meterse con Francia] decidieron que CADA UNO DE ELLOS quería una foto individual ante el templo.

A la salida del recinto volví a probar suerte en una máquina de bebidas, optando esta vez por el dulce:

Elegir una bebida sin conocer su sabor de antemano y sentir la mano del fantasma de Joaquín Prat sobre tu hombro

Y aquello sabía a calimocho sin alcohol. Bueno, no estaba mal. Podríamos decir que esta vez sí que gané. Pero la alegría no pudo durarme mucho, ya que en el bus de vuelta descubrí en mi ampollón una pequeña grieta por la que se escapaba (aprensibles abstenerse de seguir leyendo) un líquido demasiado denso como para considerarse líquido y demasiado amarillento como para que no cundiese el pánico, lo que provocó que, usando la mano sana, buscase un hospital de urgencias en el que pudiese relatar cómo preparo yo los churros. La web que consulté me recomendó uno de la Cruz Roja, y allá que fuimos.

El recepcionista no sabía ni una palabra de inglés, por lo que plantó un iPad sobre el mostrador en el que pude hablar a través de videoconferencia con una chica que chapurreaba la lengua de Shakespeare. No obstante, mi conversación con ella no fue todo lo fluida que me hubiese gustado, ya que la mitad de mis neuronas se encontraban en alerta roja ante la incipiente infección y la otra mitad se hallaban preocupadas tras descubrir en la previsualización de la camara del iPad que, en ese plano en el que se me forzaba a mirar hacia abajo, se me veía una papada que te cagas. La chica nos indicó que debíamos esperar a que un profesional del centro nos llamase, y nosotros ocupamos dos sillas del pasillo, aguardando entre japoneses aquejados de las más diversas dolencias.

Fui atendido minutos después por dos jóvenes que tenían pinta de haber llegado allí aquella misma tarde. Mientras que uno de ellos me decía entre titubeos que "era probable que existiese una posibilidad en la que a lo mejor mi ampolla quizá estuviese infectada", el otro se dedicaba a buscar por todas partes material con el que tratarme. Finalmente, me aplicaron una capa del milagroso mejunje "azunol" (no habíais oido hablar nunca del azunol, ¿verdad? No me extraña), me vendaron la mano, me recetaron antibióticos para cinco días y me hicieron pasar por ventanilla para sacar a pasear la cartera. Me tocó pagar una cantidad parecida a la que me cobran en Irlanda cada vez que voy al médico, por lo que quiero aprovechar el final de este párrafo para dirigirme a quienes tienen quejas de la Seguridad Social española: Me cago en vuestras madres, en serio.

No recuerdo donde cenamos aquella noche. Mi cabeza estaba demasiado ocupada y preocupada con el tema de la mano y el follón que se iba a haber al respecto, por lo que no guardo un recuerdo demasiado nítido de los minutos que transcurrieron entre la salida del hospital y la entrada en el futón.

Sí, la cosa fue a peor. En la siguiente entrada os cuento.

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