En el que los protagonistas de la historia dedican toda la jornada a recorrer las tiendas frikis de Akihabara y a ingerir café como si no hubiera un mañana.
Me gusta viajar por varios motivos: porque puedo, porque soy un miserable que después farda de ello en Faceboook (y si tirase de Instagram no iba a haber dios que me aguantase, no lo voy a negar), porque me supone un escape de la rutina del día a día en mi vida de asalariado... Sin embargo, incluso durante estos períodos que se salen de lo común me gusta aferrarme a detalles que, si bien no constituyen una rutina en sí dada la poca duración que suelen tener nuestras vacaciones, sí que podrían considerarse pequeños "patrones" que impiden que mi cerebro de señor mayor se transtorne y decida largarse dando un portazo.
Uno de esos momentos tiene lugar durante el desayuno. Es en estos minutos en los que mi novia y yo vamos regresando del mundo de los dormidos con cada sorbo de café y no nos hacemos ni puto caso el uno al otro. Porque, queridos integrantes de parejas que se pasan el día a la gresca por fallar estrepitosamente cada vez que pretenden erróneamente construir su relación siguiendo guiones de comedias románticas hollywoodienses: no hay nada tan bonito como saber compartir el puto silencio y el estar cada uno a lo suyo.
Pues el día del que voy a hablar ahora no empezó asi, oye. El desayuno se antojaba de lo más tranquilo y silencioso, gracias en parte a los locales, que gustan de tomar la primera y la segunda comidas del día callados como zorros (la cena ya no. Al llegar cierta hora de la tarde la mitad le dan la mano al mismo dos veces y algo de jaleo acaban montando. Pero sin meterse con nadie), y yo estaba dando buena cuenta del quinto cruasán, cuando una voz proveniente de la mesa contigua saltó:
—Are you from United States?
Mandó huevos. La pregunta iba dirigida a nosotros.
A simple vista, mi novia y yo tenemos la misma pinta de ser estadounidenses que de ser vulcanianos, y aunque mi novia tiene un nivelazo de inglés con el que puede psar por yanki, la autora de la pregunta no había tenido ocasión de comprobarlo, por lo que estaba bastante claro que lo que deseaba era rajar un rato con nosotros y rompió el hielo con la pregunta de marras. Y yo estuve a punto de decirle:
—Cállate. ¿No ves que estamos desayunando?
Pero no lo hice. Me encontraba con la guardia baja a aquellas horas intempestivas, y mi novia tuvo la pericia suficiente como para replicar que éramos made in Spain y comenzar una conversación con aquella mujer con marido adjunto que nos contó que se estaban pegando el viaje padre por Asia.
Cuando conversación y desayuno concluyeron (la primera bastante antes que el segundo, pues los yankis se largaron al poco rato con la intención de dirigirse a cierto sitio de Tokio cuyo nombre no logré retener) volvimos a la habitación para hacernos con cámara de fotos y los yenes y nos encaminamos hacia Akihabara.
No muy lejos del hotel, y antes de alcanzar el que sería nuestro destino hasta última hora de la tarde, dimos con un cat cafe, similar al rabbit cafe del día anterior, pero con gatos en lugar de conejos y nutrias. Y para dentro que fuimos, claro.
En este local sí que servían café, pero era café de máquina. Elegí el que incluía la leyenda "Blue Mountain" junto a su botón de selección sin estar yo muy convencido de que aquello fuese lo que prometía y me calcé unas zapatillas que salieron de una diabólica máquina antes de adentrarme con mi novia en la sala llena de gatos, juguetes, obstáculos, túneles y consumidores que contemplaban a los gatos con cara de gilipollas y a quienes nos unimos en tan placentera tarea.
Lamentablemente, aquello duró sólo veinte minutos, que era el tiempo que se nos permitió estar en el lugar (yo creo que no nos entendimos con la muchacha de la entrada, pero como ya tengo gata en casa, no me dolió tanto que tuviésemos que despedirnos de aquella camada). Tras un rato de contemplación felina y alguna que otra caricia a un munchkin de lo más salao, devolvimos las zapatillas a la máquina del infierno (a la cual no pude sacar foto porque nos hicieron apresurarnos para no tener que pagar más) y volvimos a la calle.
No recuerdo qué motivo nos hizo cruzar a la acera de enfrente, pero este hecho provocó que entrase en mi campo de visión el escapate de una pastelería. Y yo para eso soy como los mosquitos con la luz (por cierto, yo solía contar de pequeño un chiste que mencionaba mosquitos y luz que le resultaba hilarante a mis familiares), por lo que no pude evitar meterme en el lugar con la idea de comprar los dos donuts más raros que allí hubiese. Y como no sé decirle que no a un café (aunque me toque pagarlo a mí), un vaso del negro brebaje (bueno, marrón claro, que incluía leche) acompañó a los dos redondeles de camino a mi estómago.
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"¿Me pones un donut con forma de rueda de tractor que ha pisado una mierda gigante y otro que pinche al masticarlo?"] |
Por cierto, a los japoneses les encanta el jazz. Casi todos los hilos musicales de las cafeterías y restaurantes regalaban este estilo de música a quienes consumían en su interior. Y digo "casi" porque la pastelería de los donuts raros constituía una notable excepción, ya que mientras me jalaba lo de la foto de arriba tuve que escuchar... reggaetón. Tal cual. Y quizá eso ayudó a que diese cuenta de los dulces más rápido.
Tras este pequeño tentempié a ritmo de "tum tu-tum tu-tum-tum tu" (y de recoger la mesa, que aquí son muy limpios y donde fueres haz lo que vieres), salimos de nuevo a la calle para descubrir que hacía sol (sí, en junio, lo normal es que aquí llueva). Mi novia hizo una observación interesante, al decir que poca gente llevaba gafas de sol por la calle, y yo le respondí con el chiste racista y rancio número 2 de mi viaje a Japón: "Es que les da menos el sol en los ojos porque los tienen rasgados", ja jo jajota.
Pido disculpas.
Al igual que uno sabe que se acerca a la costa cuando empiezan a aparecer gaviotas, fuimos conscients de que nos aproximábamos a Akihabara porque aumentaba la densidad de población en lo que a locales de gashapon se trataba.
Los gashapon (o gachapon, según lo diga la Wikipedia o mi novia) son esas bolas de plástico con pijada dentro que hay en cualquier parte del mundo (España incluída), las cuales se pueden obtener tras meter una cantidad de pasta acorde con el tamaño en la máquina correspondiente y girar una manivela. Pero es que aquí se les ha ido la mano con el tema. Uno puede encontrar decenas de máquinas de gashapon en locales destinados exclusivamente a ello, y las mismas ofrecen las más variopintas mierdas: llaveros de personajes manga, animales en miniatura, chapas, comidas de plástico... Y, si no os lo creéis, mirad esta colección dedicada a GORROS PARA GATOS:
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Tranquilos, que no compramos ninguno y nuestra gata conserva su dignidad |
Y nos dejamos arrastrar por la vorágine. He de reconocer que yo un poquito menos que mi novia ("Si piensas colocar en tu mesa del trabajo todos los gachapones que te estás comprando, aquello va a parecer un portal de Belén" llegué a decirle, recibiendo un corte de mangas por su parte como única respuesta), aunque sí que me hice con chorradas de todo tipo. Para que os hagáis una idea, en mi maleta aún tengo un llavero con forma de muela que le voy a dar a mi dentista vallisoletana la próxima vez que pase por su consulta para que me abronque por no lavarme bien los dientes.
Tras acabar con todas las monedas de cien yenes a nuestra disposición, ahora sí, nos metimos de lleno en Akihabara. Este distrito es, por decirlo de alguna forma, el puto paraíso de quien busca artículos de tecnología o derrochar en parafernalia friki el dinero que lleva un año ahorrando. Aquí hay tiendas de cómics y merchandising anime para dar y tomar, y mi novia y yo nos pateamos todas las que pudimos. No voy a enumerar todo el material que adquirimos, pero sí que tengo que declarar con alegría que cuando
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Ditto, te elijo a ti para volver a dormir por las noches con un peluche, a mis treinta y un años |
Al poco de comenzar nuestro peregrinaje, los dos contábamos con una colección de bolsas de la compra importante. Y eso era malo por un motivo.
¿Os acordáis del prólogo en el que conté cómo me desgracié la mano haciendo mal unos churros? Pues la avería no mejoró mucho durante nuestra estancia en Japón (y no quiero adelantar acontecimientos, pero ya veréis qué risas cuando llegue a Kioto), y mis dedos mostraban unas costras de lo más apetitoso. Una de ellas (la del dedo corazón, para ser más exactos) se partió en dos en la unión entre falagina y falangeta (palabras que aprendí en conocimiento del medio y que no olvidaré jamás), clavándoseme en la piel cada vez que cerraba o abría la mano lo más mínimo. Y tuvimos que entrar a una farmacia para ponerle remedio.
Uno entra a una farmacia japonesa y parece que se encuentra en la planta baja de El Corte Inglés. A nivel de maquillaje y cosméticos están de un surtido que te cagas, pero es complicado dar con potingues para curar dolencias. Por ello, y tras una búsqueda infructuosa, le preguntamos a una farmacéutica por algún tipo de pomada o linimento para aliviar la que tenía liada (y, ya de paso, vendas de repuesto para la palma de mi mano). A una farmacéutica QUE NO HABLABA INGLÉS, aclaro. Que no estoy diciendo que la pobre mujer estuviese obligada a conocer la lengua de Shakespeare, pero la circunstancia provocó que a mi novia y a mí nos tocase explicar con gestos en aquel rincón repleto de máscaras de pestañas y sombras de ojos cómo me las apañaba para ducharme en el minúsculo baño de la habitación del hotel sin que se me mojase la venda. Y ver a dos españoles representando una mezcla de baile de sevillanas con saludo fascista en una farmacia de Tokio tiene que ser como para pedir la grabación de la cámara de seguridad.
Pero logré salir de allí con una pomada que me alivió bastante. Eso sí, el ejercicio de teatro kabuki que nos tocó llevar a cabo frente a la farmacéutica no políglota nos dejó exhaustos y hambrientos, así que buscamos un lugar en el que poder reponer nuestros contadores de vida antes de seguir pateando por tiendas frikis de Akihabara. De la comida sólo diré que intentar comer arroz CON PALILLOS teniendo la mano como la tenía me supuso un esfuerzo que ríase usted de los escaladores que salían en Al filo de lo imposible. Al acabar, quisimos tomar un café en una cafetería llamada Café Moco porque parece que tenemos siete años, pero el camarero estaba demasiado ocupado atendiendo a dos españoles que no paraban de preguntarle chorradas a gritos en un inglés lamentable, por lo que decidimos dejar lo del Moco y seguir de tiendas.
Fuimos entonces al mastodóntico Yodobashi, en el que compré un artículo que no voy a revelar aquí porque es un regalo para un amigo y aún no se lo he dado, y de ahí fuimos a una cafetería que aunque no incluía la palabra "moco" en el nombre sí que servía buen café. Y mientras descansábamos en dos sillones la mar de cómodos, yo logré atrapar un farfetch'd y mi novia se hizo por fin con el mew, que si no jugáis a Pokemon GO os estaréis preguntando que de qué cojones hablo, pero me da igual. Lo del farfetch'd y el mew fueron dos hazañas memorables para nosotros y como tales las recojo aquí. De hecho, lo suyo habría sido que nos hubiésemos comportado como hooligans en aquel momento, rompiendo estatuas y quemando papeleras (porque hay seres que celebran así las cosas), pero no es forma de comportarse cuando se está en una cafetería japonesa (y no miro a nadie, parejita de españoles berreándole al camarero del Café Moco).
Y en eso consistió basicamente nuestro día. Antes de volver a la habitación del hotel con la intención de descansar de cara al día siguiente aprovechamos para cenar medio kilo de gyozas en un local de Ueno tras habernos metido por error en una callejuela llena de mujeres muy bien vestidas y arregladas que estaban paradas sin hacer nada mientras algunos hombres las observaban.
Sí, joder, putas. Que tengo que explicarlo todo.

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