En el que los protagonistas de la historia (sí, voy a escribir esto a partir de ahora en primera persona del plural porque, aunque sea MI blog y aquí cuente MIS mierdas, mi novia estuvo conmigo prácticamente en todo momento. Además, la idea de ir a Japón fue suya, así que no es plan de ningunearla como si fuese el ejército soviético en una peli estadounidense sobre la II Guerra Mundial) se embarcan (¿o sería más adecuado decir "se enavionan"?) en un viaje de diecisiete horas, que se dice pronto, con destino Tokio, y un desfase horario que hará que la hora de irse a la cama de una puñetera vez se aleje en el tiempo considerablemente.
¿Qué se puede hacer nada más pisar Tokio (después de llegar al hotel, dejar las maletas vacías que volverán llenas de mierda friki y darse un agua, se entiende)? Hay quien sucumbe al jet lag y se mete derecho en la cama. Otros corren en busca del primer restaurante en el que poder disfrutar de la deliciosa gastronomía japota. Y hay quienes simplemente optan por deambular por las concurridas calles de la capital nipona.
Pues lo primero que hicimos nosotros fue visitar una óptica. Ya daré detalles de ello más adelante, porque tuvo su guasa. De momento, seamos cronológicos.
Los vuelos que tienen su salida por la mañana se guían por el protocolo MDD, que me acabo de inventar, y que consiste en Madrugar, Ducharse y Desayunar en el aeropuerto. Lo de madrugar es necesario porque el camino que hay desde nuestra casa hasta el aeródromo dublinés es largo y tedioso, y más vale llegar pronto que tarde; ducharse es obligatorio porque lo de meterse en un avión sin cumplir un estándar de higiene mínimo es de hijos de puta (como ya mencioné en su día); y en cuanto a lo del desayuno... Lo hago porque me da la gana. Pues bien, para poder seguir el MDD como Dios manda, nos tocó amanecer a las seis y media y, tras una ducha rápida y un paseo hasta la parada del bus arrastrando maletas, "disfrutamos" de un trayecto llevados por el conductor de autobús con más pachorra del mundo, quien tuvo a bien ajustar su ritmo para poder pillar cada semáforo en rojo, amén de varios tiempos muertos en cada parada porque le salió de sus huevos toreros. Pero no os preocupéis, porque llegamos con el tiempo suficiente para poder encontrarnos con una cola de facturación larga como un día sin pan, pues no había nadie aún del otro lado de los mostradores. Cuando por fin se dignó a aparecer el personal de KLM/Air France, la cola avanzó muuuy lentamente hasta que llegó nuestro turno, nos deshicimos de los maletones vacíos y pudimos pasar el control de seguridad (control en el que, para cumplir con la tradición, me hicieron un "aleatorio" test de sustancias chungas. Siempre me toca pasarlo, os lo juro).
En fin, que a aquellas alturas, tras tanto retraso indeseado, no nos quedó otra que engullir el desayuno a la carrera.
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Pero estaba bueno, y eso es lo que importa |
Lo gracioso fue que, tras abandonar la mesa con las tostadas a medio tragar, descubrimos que nuestro vuelo-escala a París traía una hora de retraso ("mira que lo sabía. Si es que Air France SIEMPRE tiene retrasos, joder", dijo mi novia al ver el nuevo horario). Este feliz contratiempo provocó que mi novia y yo nos cagásemos un poquito en la puta de oros mientras sendos desayunos malamente masticados daban guerra en nuestros estómagos y tuviésemos que esperar en la puerta de embarque entre un crío que parecía Chewbacca al hablar y un maromo que no paraba de hacer "tap tap" con los pies (ambos personajes despertando mis instintos homicidas, debo aclarar), al tiempo que dos chicas irlandesas sentadas enfrente rajaban por los codos como si les hubiesen dado cuerda. Algo, que por otra parte, tenía su mérito, pues no eran ni las diez de la mañana y yo a esas horas sólo sé expresarme con monsílabos, gruñidos y gestos.
Tras esta incómoda espera, la pequeña aeronave hizo su aparición, y el embarque y despegue se produjeron con una lentitud tal que el retraso acumulado ya alcanzaba la hora y media (hora y media que restar a nuestra escala, claro). Lo bueno es que la compañía tuvo a bien darnos algo de comer durante el vuelo:
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Si sentís curiosidad por conocer a qué sabe un citron pavot, lo único que tenéis que hacer es meteros en el cuarto de baño y pegarle un bocado a la esponja |
Si no estábamos lo suficientemente preocupados por el tiempo, el hecho de que el avión aterrizase a tomar por culo de la terminal no es que ayudase mucho. Y que el paseíto en bus del avión al propio aeropuerto resultase ser un interminable tour por el Charles de Gaulle tampoco alivió tensiones, la verdad. Pero, como dijo Albert Einstein, "sólo hay dos cosas infinitas: el Universo y los retrasos de Air France. Y no estoy muy seguro de la primera". Efectivamente, nuestro vuelo a Tokio iba a salir hora y media tarde, lo que nos permitiría comer con calma (eso es bueno) y no repetir la escena del desayuno en la que tuvimos que hacer de tío Tragaldabas y tía Melitona (los no vallisoletanos hacedme el favor de buscar en Google esta referencia, que no me apetece ponerme con explicaciones). Aunque la terminal de salidas no contaba con ningún sitio decente para comer y nos tocó pillar dos sandwiches y una bolsa de patatas fritas (eso es malo), al menos sí que tenían máquinas arcade para echar partidas a juegos retro y combatir el tedio (eso es bueno y ya paro de copiar chistes de Los Simpsons):
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Mi novia me hizo sentir como si fuese Pedro Sánchez jugando a la oca |
Tras acabar como el chiquillo del esquilador por partida doble a manos de mi novia en la maquinita de marras se produjo el embarque y el posterior despegue, dando lugar al vuelo más coñazo en el que me he encontrado jamás. Once horitas y media, damas y caballeros. De hecho, el vuelo fue tan tedioso que no quiero dar muchos detalles del mismo para no aburrir al personal. Sólo diré que me acojoné mucho cuando, apenas pasados cinco minutos de nuestra entrada en el avión, la chiquilla sentada detrás de mí comenzó a berrear Let it go (sí, de la peli Frozen) y yo temí que aquella escena no terminase hasta nuestra llegada a Japón (pero no os preocupéis, que cerró la boca enseguida y no se la volvió a oír), que entre las pelis con las que contaba mi asiento me tragué La cena de los idiotas (que no salga de aquí que me he reído con una película francesa, por favor os lo pido) y Kedi (si antes ya estaba dispuesto a matar, morir e ir al infierno por los gatos, con más razón ahora), que nos obligaron a tener las persianas bajadas durante todo el viaje para fingir que era de noche, pues fuimos siguiendo al sol (lo cual no impidió que me asomase de extranjis mientras sobrevolábamos Salejard y lo flipase MUCHÍSIMO al descubrir el río Obi cubierto de placas de hielo) y que dormí poco y mal. Muy mal. A intervalos de no más de quince minutos tras los que me despertaba con un dolor de cervicales de padre y muy señor mío.
Y fue durante uno de esos dolorosos despertares cuando ocurrió lo que nos obligó a visitar una óptica a nuestra llegada: el avión en penumbra, quien escribe estas líneas siendo presa de un duermevela de un empanatorio considerable y la azafata apareciendo por el pasillo sin avisar como si fuese un pokémon salvaje, recogiendo basuras de los asientos, provocaron que reaccionase de forma automática y sin pensar demasiado, entregándole a la carrera todo el material de deshecho que poblaba mi bandeja y la de mi novia. Cuando la pobre despertó de un sueño más plácido que los míos (pues ella se acopla mejor a los asientos de un avión comercial de los de hoy en día) me preguntó que dónde estaba el vaso de cartón que había dejado sobre su bandeja.
—Se lo he dado a la azafata con el resto de la basura —Expliqué.
—Pues mis gafas estaban dentro.
La clase turista es lo que tiene, que te toca hacer la vida durante horas en un hueco diminuto y no te queda otra que improvisar cuando de aprovechar espacio se trata. Pero como yo no estaba al tanto de la jugada, pasó lo que pasó, así que me cagué en mi estampa y le comentamos la jugada al personal de la aeronave, pero no fueron capaces de dar con las lentes por mucho que rebuscaron entre la basura (aunque, entre vosotros y yo, me da a mí que mucho no buscaron, pues no es que hubiese miles de bolsas precisamente. Pero bueno, tampoco es que tuvieran ellos la culpa de mi gilipollez).
Y así llegamos a Tokio, con cansancio en el cuerpo y un par de gafas de menos. Y no me hizo falta salir del aeropuerto para descubrir el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 1:
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No sé si el aviso está ahí para evitar que pase ESO o para evitar que vuelva a pasar |
Del aeropuerto fuimos hasta la ciudad en monorraíl y en tren, por ese orden, y como el hotel estaba cerca de la estación de Ueno, no tuvimos que caminar demasiado arrastrando maletas hasta llegar al mismo. La habitación resultó ser ridículamente diminuta, pero ya daré detalles al respecto en otra entrada, que ésta está empezando a quedar DEMASIADO larga y no sé cuánta gente se habrá quedado ya por el camino. Eso sí, el personal era de un atento y amable que daba gusto. De hecho, la recepcionista apenas puso cara de no creérselo mientras escuchaba nuestra historia y acto seguido nos explicaba dónde podríamos hacernos con un nuevo par de gafas: una óptica en la misma estación en la que mi novia pudo graduarse la vista y encargar un par que tuvieron listo en media hora (cuando se lo conté a mis padres, semejante celeridad en el proceso les pareció propia de otro planeta).
El tiempo de espera lo invertimos en comer, que ya era hora, y el sitio elegido fue un pequeño local cercano que contaba con una máquina en la entrada que, tras meter norrecuerdocuántos yenes y seleccionar el plato, escupía dos tickets que canjear dentro del propio lugar, donde preparaban la comida deseada con una rapidez ligeramente sospechosa.
Tras dar cuenta de sendos cuencos de noodles acodados en una de las barras del lugar, volvimos a la óptica, y la muchacha que nos atendió nos pidió disculpas unas setenta veces porque las gafas tenían un arañazo y tocaba volver a empezar. Nosotros le aclaramos que no había ningún problema y que, si por nosotros fuese, nadie tendría que hacerse el harakiri en aquella óptica debido al arañazo, y pasamos un rato (que se nos hizo corto) en una tienda friki de varias plantas que nos ayudó a hacernos una idea de en qué nos gastaríamos la mayor parte de nuestros yenes durante el resto de días. Nuestra segunda vuelta a la óptica tuvo resultado satisfactorio, mi novia pudo al fin ver Tokio bien enfocado y el personal de la óptica nos despidió gritando, al unísono, "muchos grasioooos [sic]" con alegría.
Sí, por mucho que nos empeñemos en disimularlo hablando en bajo y usando "por favor" y "gracias" allá donde vamos, se acaba descubriendo que mi novia y yo somos españoles. Eso nos convierte en europeos (teoría de conjuntos, yo te invoco), y yo tengo la estúpida manía de decir "venga, que somos europeos" cada vez que me propongo caminar un trecho largo o subir unas pocas escaleras cuando hay un ascensor a mano (como si los europeos fuésemos supermaratonianos o algo por el estilo, no me jodas), y no puede evitar decirlo una vez más mientras íbamos de Ueno a Asakusa acompañados por el sol de la tarde. Pero el sol tardó poco en abandonarnos, ya que en Japón se hace de noche DEMASIADO pronto, y no me explico por qué, pero a las siete y media ya no hay forma de sacar una foto decente, oye.
Total, que cuando quisimos llegar al templo Sensō-ji, aquello estaba desierto (lo cual, por otra parte, nos vino bien para hacer fotos libres de turistas siempre y cuando dejásemos la cámara apoyada en algún sitio que permitiese tirar de tiempos de exposición largos). Fue allí donde me hice con un omikuji (para saber qué leches es un omikuji, recomiendo este artículo de Japonismo donde lo explican la mar de bien) que aún llevo encima porque era bueno y que acabaré jodiendo porque no sé cuidar las cosas:
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A mi novia le tocó uno malo y tuvo que deshacerse de él |
Del templo fuimos a un restaurante cercano especializado en okonomiyaki, que si no queremos ponernos especialitos es una tortilla con cosas, pero como en este país son de un especialito que te cagas CON TODO, tengo que aclarar que estos locales cuentan con mesas especiales para que el okonomiyaki se pueda cocinar delante de tus narices, que puede llegar a tardarse hasta veinte minutos en preparase uno de éstos, que lleva por encima katsuobushi (bonito laminado tan fino que se mueve a la mínima que le da el aire, dando la sensación de que está vivo y un consiguiente mal rollo considerable), y que está riquísimo. De hecho, el que nos jalamos aquella noche fue sólo el primero de muchos más que caerían en los días siguientes.
Tras cenar, pagar la cuenta (sin dar propina, que en Japón se considera una falta de respeto) y dejar que el camarero nos fumigase con un spray ambientador (intuyo que se quiso cachondear de nosotros, pero me dio igual porque adoro mi vida), hicimos una visita rápida al Don Quijote de Asakusa (sí, aquí hay una cadena de tiendas que se llama así y de la que hablaré más adelante porque tiene chicha) y dimos otro largo paseo de vuelta al hotel, parando en un seven eleven para comprar un postre raro (que nos tuvimos que comer en la puerta, ya que es de mala educación ir comiendo por la calle) y descubriendo que las máquinas de bebidas superpueblan el país.
Y ya está. Del primer día no me queda nada más por contar, así que hasta otra.
Venga, aire.

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