En el que los protagonistas de la historia cambian de ciudad, ingieren sake y duermen más cerca del suelo que nunca.
Empecemos la entrada de hoy destacando un detalle del desayuno al que llevaba echando un ojo desde el primer día: cada mesa, sin excepción, contaba con una serie de barquillos rectangulares envasados individualmente que tenían muy buena pinta. Y ya que era nuestra última mañana en Tokio, no quería desaprovechar la oportunidad de probarlos y disfrutar como si fuese un crío que va de paseo al vallisoletano Campo Grande un domingo por la tarde. Así que me hice con uno:
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Apetitoso |
Bueno, pues resultó que aquello no era un barquillo, joder. Era una servilleta perfumada destinada a limpiar las manos del comensal de turno antes de atacar el desayuno. Y mira que nos habían puesto trapos, toallas y servilletas de todo tipo y de características similares allá donde habíamos comido hasta entonces, pero mi cerebro no fue capaz de dar con la relación y quedé como un gilipollas en aquel momento delante de mi novia. Y ahora delante de todos vosotros.
Tras finalizar el desayuno sin barquillos y subir a la habitación, encendí la tele para contar con acompañamiento audiovisual mientras terminábamos de hacer las maletas, y no es que quiera caer en el tópico de "seguro que estaban emitiendo Ultraman, porque allí emiten Ultraman a todas horas desde hace cincuenta años", pero es que estaban emitiendo Ultraman:
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Y yo aquí tendría que meter alguna frase clásica de la serie, pero no me acuerdo de ninguna, que yo era muy pequeño cuando veía esto en la tele |
Una vez finalizamos el empaquetado de ropa y artículos que habíamos adquirido en Ikebukuro, Akihabara, Shibuya y demás, aproveché que las maletas estaban fuera de la habitación, dejando libre el 25% de espacio disponible, y saqué fotos a los detalles de Japón que me dejaron con el culo torcido números 2, 3 y 4:
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El panel para controlar la luz que había junto al cabecero de la cama incluía una LINTERNA para poder ir a mear de noche sin andar encendiendo luces |
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El cartel de "no molestar" era un imán que se adhería a la puerta |
Dijimos sayonara a la minúscula habitación y nos dirigimos por última vez a la próxima estación ferroviaria de Ueno, desde donde partiríamos a nuestro segundo destino de este viaje: Kioto. Peeero, resulta que la atenta empleada que nos había vendido los billetes del tren bala que une ambas ciudades no había sido lo suficientemente específica. Y es que el trayecto Tokio-Kioto es literal, y parte de la estación de tren llamada Tokio que se encuentra en Tokio. Por ello, dije "joder" en voz baja al descubrir este detalle y mi novia y yo corrimos por el laberinto de escaleras mecánicas y sótanos de Ueno hasta dar con el tren que nos llevaría de Ueno a Tokio-Tokio para poder, ahora sí, montar en el famoso tren bala.
Y yo me esperaba que esto de viajar en el Shinkansen fuese algo así como el despegue de un cohete, pues en la peli de Lobezno da la sensación de que estos trenes van a toda hostia, pero pasa lo mismo con el TGV en Misión Imposible, y al final esto es como ir en un Alvia, para qué nos vamos a engañar. De hecho, hice unas cuantas fotos desde la ventanilla esperando que el resultado fuese algo así como vertiginoso y casi psicodélico, pero sólo aparecen un poco movidas. Aún así, las meto a continuación para que veáis que yo no miento y porque tengo que rellenar entrada. Sin pies de foto ni nada, qué cunda el bajón:
Y ya.
Llegamos a la estación de Kioto y allí coincidimos con unos dos o tres millones de escolares que, portando impecables uniformes a lo Shinji en Evangelion, transitaban por el lugar en filas interminables, por lo que salir de allí fue como intentar pasarse una pantalla del Frogger. No obstante, logramos echarnos a la calle y el solazo se encargó de acompañarnos durante todo el largo paseo (pues aún no controlábamos la línea de metro kiotense) que nos dimos hasta llegar al ryokan en el que pasaríamos las tres siguientes noches.
"¿Ryoqué?" Os preguntaréis algunos, al igual que me lo pregunté yo la primera vez que oí esa palabra de labios de mi novia cuando comenzamos a planear esto. Un ryokan es una vivienda tradicional japonesa en la que todo se hace muy cerca del suelo (recubierto de tatami), hay que descalzarse, las paredes son correderas y apenas hay muebles. Y el que quiera más detalles, que se ponga un capítulo de Digimon o de Shin Chan y se fije.
A nuestra llegada nos recibió un francés que llevaba viviendo en la ciudad seis meses y que tenía la misma cara que Athelstan, el de Vikings. El muchacho se encargó de darnos las instrucciones acerca de cómo ponernos las yukatas que descansaban en uno de los armarios de la espaciosa habitación (nos ha jodido que era espaciosa, como que allí sólo había una mesita y dos sillas sin patas) y de cómo sacar del otro armario existente los dos futones y así hacer la cama. También nos sugirió apuntarnos a una degustación de sake que iba a tener lugar en el comedor del edificio, y nosotros le dijimos que vale, pero que antes nos íbamos a ir a comer porque estábamos muertos de hambre.
Y comimos en un restaurante situado en la calle Shijo (la cual terminamos recorriéndonos una y otra vez varias veces porque tenía DE TODO), de ésos con un menú que no se acaba nunca y fotos acompañando a los baratos platos que en el mismo se ofertan, provocando que te entren ganas de pedir un montón de comida y acabar gastándote una pasta. Bueno, pues eso fue exactamente lo que hicimos, a quién quiero engañar.
Minutos después nos encontrábamos de nuevo en el ryokan, junto con otras dos huéspedes de Malasia o de Filipinas o de por ahí, pues no recuerdo muy bien de dónde dijeron que eran, dispuestos todos a aprender un poco acerca del famoso licor japonés de la mano de un señor de... Minnesota. Manda huevos. De todas formas, el hombre llevaba veinte años viviendo en Kioto, por lo que iba a dar por genuino todo lo que me contase (al fin y al cabo, yo me he dedicado desde este mismo blog a dármelas de enterado tras sólo cinco años en Irlanda). De hecho, el minesotano demostró que sabía un rato de sake, pero no voy a daros detalles porque no me acuerdo de lo que habló. Lo que sí que recuerdo es que, mientras nos preguntaba a los asistentes que de dónde procedíamos y mi novia yo le dijimos que de España, nos hizo la segunda pregunta que yo siempre temo:
—¿De qué parte de España?
Que mi novia lo tiene a huevo, porque como es madrileña, suelta que ha salido de Madrid y todo el mundo sabe lo que dice, pero como yo no soy ni de Madrid, ni de Barcelona, ni de las Islas Canarias ni de Torremolinos, me toca dar un sinfín de indicaciones para que la gente se ubique cuando digo "Valladolid". Por ello, y como no quería mentir como otras veces diciendo que yo también era madrileño, alejé el zoom de Google Maps en mi respuesta y solté un vago: "del norte de España", ante lo que el experto en sake, dando un chiquitodelacalzadesco paso atrás y poniendo cara de estar manejando plutonio me dijo con una mezcla de delicadeza y miedo:
—Entonces... Igual no te parece bien que diga que eres español.
Y yo en ese momento me di cuenta de que, en la otra punta del mundo, un señor que llegó allí desde muy muy lejos, era plenamente consciente de que los españoles no somos capaces de dejarnos la gilipollez en casa y tenemos que dar la nota con nuestras mierdas territoriales allá donde vamos, ignorando que, de Pirineos para allá, a la gente LE IMPORTA UNA MIERDA todo esto. También imaginé que lo decía porque en previas sesiones le habría tocado lidiar con algún que otro iluminado que cuando va a Japón a degustar sake necesita dejar bien clarito que no está contento con lo que pone en su pasaporte, y sentí lástima por él, al tiempo que le respondía que me daba exactamente igual, y que fuese abriendo botellas porque ése era el objetivo de aquella reunión vespertina.
Tras un par de horas analizando etiquetas y colores de la bebida japota, volvimos a salir a la calle para dar un paseo nocturno por el pintoresco barrio de Gion, aprovechando que la lluvia se había tomado un descanso. Cuando vimos que se iba haciendo tarde, nos dirigimos por segunda vez a la calle Shijo (os lo dije), y aprovechamos un restaurante especializado en okonomiyaki para disfrutar de nuestra recién adquirida adicción a este plato. Antes de sentarnos, la camarera me presentó el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 5:
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El asiento, que se levanta para que puedas dejar el bolso dentro mientras cenas, tú |
Riquísimo el okonomiyaki, como de costumbre.
Salimos de allí satisfechos y con un paipái de regalo y volvimos por última vez aquel día al ryokan, donde nos esperaban los futones para abandonarnos al sueño. Antes de enfutonarnos, y viendo que la ampolla de mi mano no terminaba de secarse, decidí seguir la sabiduría popular y dejar aquello "al aire", convencido de que la ausencia de vendaje y el clima japonés acelerarían la cicatrización de mi herida.
¡Ay! Cuán errado de hallaba... Ya os contaré.

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