En el que los protagonistas de la historia llevan POR FIN a cabo una actividad medianamente cultural y la mano de uno de ellos comienza a dar guerra.
No quiero convertir esto en un blog de Historia, así que no daré muchos detalles al respecto. Solo diré que, debido a un quítame allá esas pajas que se salió de madre allá por los años cuarenta del siglo pasado, los estadounidenses no es que caigan muy bien en Japón. Pues bien, atención a la camiseta con la que me paseé durante todo el día anterior por Akihabara y bajé a desayunar el que nos ocupa:
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El día en el que el amable personal del restaurante me retiró el saludo |
Pero bueno, aprendí de mi error y mis siguientes atuendos pudieron considerarse libres de parafernalia yanki evidente (pero no dejé de dar el cante, pues aquí no son de camisetas frikis como yo y el más atrevido de todos lleva como mucho un polo de rayas).
Debido a que mi organismo comenzaba a adecuarse a este ritmo de caminatas por las calles de Tokio, el sueño de la última noche no fue tan profundo como lo había sido durante las anteriores, y mi cuello se dio cuenta de que lo que había sobre el colchón ni era almohada ni era na. Vamos, que me desperté cuarenta veces y bajé al desayuno con unas ojeras como rodajas de sandía dispuesto a pasarme la máquina de café.
Tras aquel desayuno con extra de cafeína marchamos a la estación de Ueno, desde donde cogimos el tren con destino a Shinjuku. Por el camino, y mientras el tren depositaba cientos de pasajeros en una de las estaciones del trayecto para acto seguido recoger otros pocos cientos (la hora punta japonesa, una bonita partida de Lemmings), mi novia dejó a un pokémon en el único hueco disponible del gimnasio que allí había, prometiéndome pagarme un café poco más tarde para compensar. Y si meto aquí detalles acerca de Pokémon GO es para meter un poco de paja, porque se me ha vuelto a echar el tiempo encima con la puñetera entrada y tengo que rellenar con lo que sea. En fin, sigo con la historia...
Llegamos a la parada de Shinjuku, y aunque no pudimos comprobar de primera mano que nos encontrábamos en la estación más concurrida del mundo (en ese momento había multitud, vale, pero más gente he visto haciendo cola en Valladolid cada vez que regalan algo), sí que puedo garantizaros que salir de la misma por la puerta deseada es tarea imposible. Tras acabar a centenares de metros del lugar al que queríamos ir, celebré la vuelta a la luz sacando fotos a dos detalles curiosos. El primero fue un área de fumadores en mitad de la calle, pues hay zonas al aire libre en las que está prohibido fumar:
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Como no fumador que soy, celebré esto con cierta efusividad |
El segundo es lo más parecido a una caseta de la ONCE que pude encontrar en Japón:
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La ilusión de todos los días |
También pasamos por una esquina dedicada a Pokémon, con bancos y murales alusivos, pero no tengo fotos a mano del sitio ni soy capaz de dar con él en Google Maps a estas alturas, así que no voy a detenerme mucho en ello. Agradecédmelo.
A pocos metros de la estación se encontraba (y se encuentra, salvo que en los últimos días haya habido un terremoto de los gordos o Godzilla se haya pasado por Tokio) un lugar que reúne dos de las características que considero ESENCIALES si yo fuese de los que escriben críticas en Tripadvisor y tuviese que escribir una crítica en Tripadvisor al respecto (pero no escribo críticas en Tripadvisor. Sólo una vez escribí una crítica en Tripadvisor y fue para hablar muy bien de una cafetería de Dublín. Eran otros tiempos y yo era joven y alocado): permite ver cosas desde lo alto y es gratis. Así que para allá que fuimos. El sitio del que estoy hablando es el (atención) Edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio.
Rimbombante, ¿verdad? Pues es el puto ayuntamiento. Pero creo que ya he mencionado que en Japón le dan mucho bombo a todo, y con los nombres no se quedan atrás. Accedimos a una de las dos torres y el ascensor nos llevó al mirador, desde donde se veía todo esto:
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Mira, Simba. Toda la tierra que baña la luz es nuestro reino |
Junto a la enorme cristalera, un hombre que ya cargaba con cierta edad sobre sus hombros y que vestía un chaleco reflectante con la leyenda "voluntario" escrita en inglés, asaltaba a los turistas para describirles con parsimonia cada edificio visible. Pero con mi novia hizo una excepción. A ella le pregunto que de dónde era y, al escuchar la palabra "Spain", se dedicó a relatarle aquella vez que estuvo de visita en Brasil.
No, yo tampoco fui capaz de explicarme cómo se organizaban las conexiones neuronales dentro de la cabeza de aquel hombre.
Tras escuchar la historia del voluntario que estuvo en Brasil y echar un rato confirmando que Tokio es grande de cojones sin pagar un solo yen por la experiencia, tomamos el ascensor de vuelta al suelo, y yo hice esta foto a un cartel que había dentro del mismo sin tener ni idea de lo que describía:
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Sí, eso de abajo a la izquierda es mi dedazo, pero es que hice la foto con prisas Dejadme en paz |
Antes de dejar atrás aquella gratuita estructura traté de hacer una foto de larga exposición con mi cámara, aprovechando que llevaba encima filtros de densidad neutra y que la entrada al lugar estaba misteriosamente desierta. Pero el resultado fue una mierda tan grande que la he borrado, así que no esperéis verla aquí ni me preguntéis por ella.
Un paseo más largo de lo que nos esperábamos nos llevó hasta el Santuario Meiji, donde una pareja de estudiantes japonesas nos hizo una breve encuesta para saber qué leches hacíamos allí (sería parte de algún trabajo del instituto o algo). Y yo mentí como un bellaco, pues si bien es cierto que la historia de Japón es ahora mismo una de las cosas que más me llaman la atención del país, cuando quisieron que concretase les mencioné el Período Edo, ganándome sonrisas de aprobación por su parte, cuando lo que de verdad tiene chicha para mí es la historia de finales del siglo XIX y principios del XX, que es cuando los japos estuvieron dándose de hostias con todo el mundo.
Del santuario salimos comiéndonos sendos helados de flor de cerezo y melón (os lo juro) y yo empecé a sentir una ligera molestia bajo el vendaje de mi mano derecha (para quien no esté al tanto, al prólogo me remito), otro paseo (éste más breve) nos llevó a la calle Takeshita, el lugar probablemente más kawaii de toda la ciudad y donde pude haberme comido una crêpe de tarta de queso (sí, lo habéis leído bien). Pero no lo hice porque el recuerdo del helado aún se conservaba reciente. Y ahora me arrepiento de ello [insertar emoticono triste aquí].
Callejeamos por la zona en busca de un restaurante, y terminamos en uno en el que nos sirvieron un plato de tempura a todas luces excesivo para dos europeos. Por ello, y debido a que tanto mi novia como yo estamos en contra del desperdicio de comida, preguntamos si sería posible llevarnos las sobras en una fiambrera o algo, y el camarero nos puso todo en una cajita que, si bien era de porexpán, al principio creímos que era de madera, lo que provocó que estuviésemos a punto de darle dos besos.
Debido a que la molestia de mi mano no cesaba, buscamos un hospital cercano con la idea de que le echasen un ojo para ver si aquello era normal o no, pero el único sitio que había en la zona era un centro especializado en dolencias de garganta en el que nadie hablaba inglés. Allí nos dieron una tarjeta con un teléfono de asistencia a extranjeros. Y yo no sé si es que nos liamos con el tema de los prefijos o qué, pero no hubo manera de contactar con nadie, así que tomé la decisión de ignorar las molestias (pero qué listo soy) y nos metimos en la primera cafetería que encontramos a tomar un café y descansar de tanto paseo.
El rato del café se alargó más de la cuenta (cuando digo que estabamos agotados no lo digo de coña), y una vez repusimos fuerzas nos dirigimos a Shibuya (andando también, of course). Resulta que una compañera de trabajo japonesa de mi novia le había recomendado que visitase el 109, un centro comercial de varios pisos lleno de tiendas de ropa. Y yo acabé deseando dos cosas: la primera, ser mujer, pues los artículos que vendían en los distinos establecimientos eran exclusivamente femeninos y MOLABAN UN HUEVO, pero (aunque no descarto nada de cara al futuro, pues nunca se sabe) no me veo yo ahora mismo calzándome un vestidito. Y la segunda, medir un metro sesenta o menos, ya que la talla más grande que vimos en todo el complejo fue una M. Mi novia, que cumple los dos requisitos, salió del centro comercial portando varias bolsas, y mientras mis dientes largos iban volviendo a su tamaño normal, aprovechamos que estabamos allí para pasar varias veces por el famoso cruce de Shibuya, uniéndonos a la marea de locales y turistas que gastaban la pintura del suelo a su paso. También nos acercamos a ver la estatua de Hachiko, provocando que cundiese el bajón entre nosotros durante un buen rato aquel día.
Y ¿qué mejor forma de superar un mal rato en pleno siglo XXI que CONSUMIENDO? Nuestra última parada antes de abandonar el distrito de Shibuya fue el inmenso Don Quijote, que ya mencioné hace unas cuántas entradas. Se trata de una especie de supermercado/todoacien/tiendadesouvenirs donde es fácil llenar una cesta de la compra con gilipolleces varias. Y eso hicimos nosotros. Además, superando los cinco mil yenes de gasto y demostrando que se venía de fuera de Japón era posible solicitar la devolución de impuestos, y la sección de golosadas nos ayudó a alcanzar tal cifra con facilidad.
Creo que eran las once de la noche cuando salimos del Don Quijote, así que imaginad la excursión que nos montamos allí dentro. Cargados como mulas, volvimos al hotel, dispuestos a pasar la que sería nuestra última noche en Tokio.
No os asustéis, joder. Lo que pasa es que al día siguiente cambiamos de ciudad. Pero eso lo dejo para la siguiente entrada, la cual espero escribir con más calma y más chistes y más todo.

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