sábado, 28 de diciembre de 2024

Entrada vespertina desahogadora

Es muy probable que no os hayáis dado cuenta, pero yo siempre publico las entradas de este blog en días de diario a primera hora de la mañana. Teniendo esto en consideración, os preguntaréis qué hago un sábado por la tarde dándoos la turra. Lo que ocurre es que me acaban de pasar unas cositas de ésas que le ponen a uno la paciencia y los nervios al límite, por lo que estoy aporreando frenéticamente las teclas de mi ordenador para liberar tensiones, ya que la alternativa a esto es vaciarme una botella de Jack Daniels. Y eso es algo contraproducente teniendo en cuenta que yo mañana pretendo salir a correr.

Si llegáis al final del post y pensáis que lo que me ha pasado no es para tanto, sabed que ME DA IGUAL.

Antes de empezar, he de indicar que los austriacos tienen el hábito de descalzarse al entrar en las casas, y tiene su lógica. Con este acto, microbios y suciedad en general se quedan a la entrada y hay que preocuparse menos por la limpieza del suelo. Nosotros hemos adoptado esta costumbre de buen grado, y aunque es cierto que en nuestro propio pisazo contamos con zapatillas de andar por casa porque no somos animales (en Irlanda también lo hacíamos, pero en aquel caso era debido a que allí usan moquetademierda®), cada vez que visitamos un domicilio ajeno nos quedamos con los calcetines al aire.

¿Por qué empiezo comentando esto? Pues porque hace un par de horas, estando yo a punto de salir, me he puesto el abrigo y me he calzado las botas con las que poder enfrentarme a la fría tarde, y antes de cruzar la puerta he descubierto que mi cartera estaba fuera de mi alcance. Para ser exactos, estaba dentro de la mochila que he llevado al gimnasio por la mañana. Y la mochila, a su vez, estaba dentro del dormitorio. Esta situación me ha planteado un dilema: ¿me descalzo de nuevo y voy a por ella o entro en la habitación con las botas, llenando el suelo de detritus en el proceso?

Al final, la pereza ha ganado el debate y he optado por una tercera opción: salir de casa sin cartera. En el bolsillo de mi abrigo contaba con diez euros y, por otra parte, se supone que puedo pagar con mi móvil, ¿no? Quiero decir, mi novia lo hace a menudo y yo, aunque no lo he hecho nunca, intuyo que también puedo. Además, la tarea a la que debía enfrentarme allende nuestro pisazo no requeriría realizar gasto económico alguno.

Dicha tarea, que no lo he dicho, consistía en cuidar de una gata. En estos días en los que todos os largáis a disfrutar de las navidades en familia u os pegáis viajazos por motivos que no entiendo a sitios en los que hace frío y hay pocas horas de luz, yo me quedo en casa. Por ello, le estoy haciendo el favor a una amiga y me paso a diario por donde vive para asegurarme de que su gata sigue viva, cepillarle un poco el pelo, darle algo de comida húmeda, limpiarle el arenero de cacas y pises, cambiar el agua de su cuenco de porcelana y hacerle un poco de compañía en general para que no piense que el ser humano la ha abandonado por completo.

La gata. Un sol, por otra parte

En otras ocasiones ella cuida de nuestros gatos y nos lo agradecemos regalándonos chocolate.

Aclarado el motivo de mi salida, sigo con el relato. He montado en mi bici y pedaleado unos diez minutos hasta la casa de mi amiga. Tras candar mi vehículo de dos ruedas en la puerta, he subido a su domicilio y he sido recibido por el gracioso "ñeeeeeee" que la gata suele emitir constantemente, pues maúlla con un acento muy raro y a la vez muy entrañable. Tras suministrarle la comida húmeda (no me deja en paz hasta que lo hago), he procedido a transportar el cuenco de agua, lleno a rebosar, al cuarto de baño, con la intención de vaciarlo para acto seguido rellenarlo con agua fresca. Sin embargo, por el camino, se me ha resbalado de entre los dedos y, emulando al CEO de Mango, se ha hecho añicos contra el suelo:

Jerónimo

Como recuerdo, el accidentado cuenco ha dejado un estupendo charco que no he sabido cómo secar, habida cuenta de que no he dado con ningún trapo o similar en el piso de mi amiga que me ayudase a tal fin (tampoco es que me haya puesto a rebuscar por armarios y cajones, pero entendedme, que está feo hacer eso en casa ajena).

A todo esto, la gata, habiendo acabado su comida húmeda, se ha acercado con su "ñeeeeeee", indicando que quería más. Yo, que estaba ocupado diciendo muchas palabrotas, le he dicho "ahora vuelvo" y me he dirigido a la tienda de mascotas más cercana deseando que tuviesen el mismo ejemplar cuenquil para no dejar señal de mi torpeza. Pero no ha sido así, por lo que he tenido que optar por otro modelo diferente aunque no menos cuqui. Lo bueno de este viaje inesperado al local es que he podido adquirir también algo de comida húmeda para mis propios gatos que no tenían la última vez que pasé por aquí hace un par de días.

El total superaba los diez euros. Sin embargo, al echar mano de mi celular e intentar pagar con él como hacéis los jóvenes, sólo he obtenido mensajes indicando que necesitaba configurar toda esa mierda. Nervioso ante las circunstancias y ante la situación en sí, le he dicho a la cajera que la comida húmeda se iba a quedar allí y sólo he pillado el cuenco que he podido abonar gracias al billete de diez que había en el bolsillo de mi abrigo al principio de esta historia.

El siguiente paso en mi plan para resolver el desastre ha consistido en completar configuraciones en mi móvil y aceptar todos los términos y condiciones de turno que, al igual que vosotros, nunca me molesto en leer, mientras me dirigía al supermercado para comprar algún producto que me permitiese secar el charco. ¿Vosotros sabéis lo que es una fregona? Bueno, pues los austriacos no. En el local no vendían fregonas y he tenido que conformarme con un par de mopas.

Al ir a pagar me he encontrado con una fila de clientes interminable. Algo que también es habitual entre la gente de este país es gritarle a la cajera o cajero que abran más cajas para agilizar el proceso de pago, pero es un acto que encuentro de un clasista asqueroso, por lo que he preferido tirar por las autocajas.

La situación que me ha ofrecido esta alternativa tampoco ha sido muy halagüeña: de tres autocajas, una estaba fuera de servicio, otra mostraba una pantalla del software de cobro muy extraña y la tercera estaba ocupada por una punki enfrascada en adquirir litros y litros de alcohol (imagino que ella no tendría pensado salir a correr mañana). Tras un par de minutos peleándome con los ilegibles mensajes de la pantalla, una reponedora, alertada ante el humo que empezaba a salir por mis orejas, se ha acercado y ha tocado no sé dónde, permitiendo que pudiese por primera vez usar mi móvil para efectuar un pago y largarme de allí.

Y he vuelto al piso en el que me esperaba el charco. He de decir que todos estos viajes han durado muy poco porque, gracias a Dios, vivimos en una ciudad de quince minutos, por mucho que a algún que otro fascista ignorante esto le parezca una mala idea. Una vez dentro, he rellenado el nuevo cuenco con agua, me he pasado un buen rato en cuclillas sirviéndome de las mopas para secar el suelo (escurriéndolas con mis manos en el retrete varias veces), he limpiado la arena de la gata y he recogido todos los trocitos de cuenco con la intención de deshacerme de ellos al salir, no sin antes hacerles una foto porque confío en encontrar uno igual que lo reemplace:

DEP cuenco

Y me he vuelto con una acumulación de mala hostia rebosante y con la intención de contarlo todo. Lo primero que he hecho al llegar a mi casa ha sido, efectivamente, quitarme las botas. Y lo segundo, cambiarme de calcetines. Porque no lo he dicho, pero como yo soy un muchachito educado que se adapta a las tradiciones locales que no conllevan tratar con desprecio al personal de cajas del supermercado y se descalza al entrar en hogar propio o ajeno, todo lo que he hecho (y que habéis leído con una paciencia impagable) desde que el cuenco ha hecho patacrás, lo he hecho con los calcetines EMPAPADOS.

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miércoles, 11 de diciembre de 2024

España tenía que ser III. Americanos, os recibimos sin alegría

He de confesar que la historia que estoy a punto de contar me parece especialmente maravillosa. Aunque si tenemos en cuenta que la misma comienza con un avión que se estrella sin que haya supervivientes, podréis decirme con toda la razón del mundo que soy especialmente miserable. Pero estoy convencido de que a vosotros también os va a gustar. Al menos si os la cuento tal y como yo la imagino.

Por otra parte, no necesito que vengáis a decirme que soy un miserable porque eso es algo que ya sabía.

El susodicho avión, un P-3B Orion perteneciente a la Marina de los Estados Unidos, tomó tierra en el sentido literal de la expresión la mañana del once de diciembre del setenta y siete en El Hierro (sí, hace hoy exactamente cuarenta y siete añitos). Que uno piensa en las Islas Canarias y se imagina un clima estupendo entre primaveral y veraniego, pero no fue el caso en la mañana de autos. Y es que hacía un tiempo de mierda con una niebla que ni una película de Tim Burton, oye.

Usando términos técnicos, podría decirse que la aeronave se llevó un hostión que te cagas. Este hecho, unido al incendio de su combustible, provocó que la falda de la montaña acabase alfombrada de trocitos de avión (y de marines, no olvidemos), constituyendo un espectáculo nada bonito de ver.

fuente: Gaceta del Meridiano
...Y bum, se convirtió en chocapic

Al poco de ocurrir el suceso, varios efectivos de la Guardia Civil (aviones y la Benemérita se unen por segunda vez en este blog) y del Ejército hicieron acto de presencia con la intención de, en primer lugar, poner algo de orden en aquel caos y, en segundo lugar, responder a la siguiente pregunta:

¿Qué coño hacía un avión de la US Navy sobrevolando suelo ejjjpañol sin avisar?

La respuesta (y el follón que se armó después) llegó de manos de un cabo de la Guardia Civil, quien localizó entre los restos de la nave siniestrada un esclarecedor dossier, el cual incluiría todos los detalles y tecnicismos relativos a un plan con el que los yankis planeaban liar la de Dios es Cristo contra la recién estrenada democracia española. Y, para más guasa, dicho plan habría sido bautizado por los americanos con el carpetovetónico nombre de "Operación Manuel".

Siguiendo la dirección opuesta a la que recorrían las instrucciones a seguir durante el eclipse en el chiste de Eugenio, la comunicación sobre la "Operación Manuel" corrió escalafón arriba hasta llegar a las altas esferas gubernamentales. Desde el Ministerio de Asuntos Exteriores se le pidieron explicaciones a la Embajada de los Estados Unidos, y yo no puedo evitar imaginarme a alguien del Ministerio llamando a los americanos y manteniendo una conversación como si aquello fuese un monólogo de Miguel Gila:

—Oye, ¿qué coño pasa con vosotros?

—¿Disculpe?

—Que no os hagáis los tontos. Que sabemos que estáis tramando una de las vuestras y que nos la queréis meter doblada.

—Lo siento, pero no sé de qué me está hablando. ¿Esto es por lo del avión?

—Mira cómo sí que sabéis de que va esto. Exacto. El avión QUE NO APARECÍA EN NUESTROS SISTEMAS DE DETECCIÓN.

—Vale... Pero esto ya lo habíamos explicado, ¿no? Es que la tripulación recibió órdenes de apagar la radio y el radar, que estaban peinando la zona entre Azores y Canarias porque nos había llegado el soplo de que los rusos habían desplegado submarinos por allí...

—Joder, qué bien os vienen los rusos cuando queréis, coyotes. Pero eso no explica por qué el avión acabó sobrevolando suelo español.

—Sí, eso fue en parte culpa de los pilotos y en parte culpa nuestra... Es que la noche anterior tuvieron fiesta, ¿sabe? Un espectáculo itinerante que está estos días recorriendo las bases para levantarle la moral a la tropa ahora que se acercan las navidades y tal. Y claro, el Jack Daniels se les fue un poquito de las manos y a la mañana siguiente no es que andasen muy católicos como para ponerse a buscar submarinos... Pero el deber es el deber, ya sabe como son estas cosas.

—Que tuvieron fiesta.

—Que sí, que sí. Pero palabra que fue un error. Que tenían orden expresa de no meterse en ningún país, de verdad. Y encima estaba el problema del mapa que tenían. Fíjese que le faltaban islas.

—Le faltaban islas.

—Como lo oye. El Hierro, La Gomera y otra que no me acuerdo. Entre eso y la niebla que se preparó en la zona, pues al final pasó lo que pasó. Pero que fue un accidente, de verdad.

—Mirad, que no cuela. Ni fiesta, ni mapa ni leches. Que sabemos lo de la operación que estáis preparando. Pero si tenemos los documentos y todo.

—No sé de qué me habla.

—Huy, que no. "Operación Manuel", ni más ni menos. Coyotes, que sois unos coyotes.

—Mire, le juro que no sé a qué se refiere. Aquí no estamos al tanto de ninguna operación y yo ya le he dicho todo lo que sé del tema.

—Me cago en mi vida... Quiero hablar con un superior YA MISMO.

Vale, es posible que los hechos no ocurriesen así exactamente, pero el que está contando la historia soy yo. De todas formas, los americanos mandaron a unos expertos a El Hierro para aclarar la situación (o para eliminar las pruebas, USA style). Y, una vez más, me apetece echarle un pelín de imaginación a una escena que podrían haber representado los de Gomaespuma. Esta vez protagonizada por la clásica pareja de hombres de negro con su traje, sus rayban de aviador y su cara de haber desayunado vinagre entrando en el cuartel de la Guardia Civil de la isla canaria:

—Buenos días, somos los expertos. ¿Es usted el agente que dice tener un dossier nuestro o algo así?

—Sí señor, el mismo. Y lo tengo aquí detrás guardado con llave que con ustedes los americanos nunca se sabe.

—¿Le importaría enseñárnoslo?

—Faltaría más. Y así nos aclaran las cosas, que nos tienen contentos con tanta operación y tanto secretito y tanta leche. Un segundo, que lo saco del cajón... Aquí está. Miren, bien claro que lo pone en la portada: "Operación Manuel". Bueno, algo así, que esto está escrito en inglés y yo no controlo muy bien el idioma. Es que en mi época lo que se estudiaba en el colegio era francés, ¿saben? En fin, que me voy por las ramas. Ustedes sabrán qué explicación le dan a esto.

Insisto, seguro que no fue así, pero decidme si no es maravilloso imaginar a dos expertos estadounidenses a los que han enviado al culo de las Islas Canarias, plantados ante un cabo de la Guardia Civil que les lanza una desafiante mirada al tiempo que da golpecitos con el dedo sobre el dossier medio calcinado que reposa en la mesa que se encuentra entre ellos. Dos expertos que miran el documento, que después se miran entre sí, que a continuación miran al cabo, que se vuelven a mirar entre sí... Un bucle de miradas llenas de incredulidad que uno de ellos rompe cuando le dice al cabo:

—Caballero, lo que pone ahí es "Manual Operating". Eso que ha recogido usted es el manual de operaciones del avión.

Y si alguien quiere conocer más detalles acerca de esta historia, que le eche un ojo a este artículo de Juan Ignacio Viciana que yo acabo de copiar que me ha inspirado para escribir la entrada que acabáis de leer. Y que os ha gustado, reconocedlo.

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jueves, 5 de diciembre de 2024

Lectura obligada y II

Acabemos con esto, por favor.

Hace demasiados meses escribí una entrada en la que comentaba cómo me había empezado a pelear con un libro maldito como el de El nombre de la rosa (o eso creo, pues ni me he leído la novela de Umberto Eco ni he visto entera la peli, pero me suena que por ahí van los tiros). La maldición en este caso se traducía en que cualquiera que se enfrentase a sus páginas se veía invadido por un tedio absoluto que le impedía avanzar más allá de un puñado de páginas.

Pues bien, al final conseguí leerme el puto libro de principio a fin. Y sí, vaya peñazo, oye.

Originalmente, yo contaba con plasmar aquí un huevo de ideas fruto de dicha lectura y de las notas que tomé en el proceso, pero debido a un par de problemillas (la dueña del libro me ha pedido que se lo devuelva y las notas son una mierda ilegible de las que apenas puedo sacar nada en claro) me va a costar Dios y ayuda redactar una entrada medianamente decente, por lo que no me hago responsable de lo que mi cerebro decida hacer a partir del siguiente párrafo.

Dejé el libro en un punto en el que el autor le pegaba un bonito repaso a todos los economistas que van de agoreros y luego demuestran ser unos cantamañas (lo cual me hizo recordar las sabias palabras de mi mejor amigo, quien solía decir que la Economía no tiene nada de ciencia porque no ha conseguido prever NADA). Las siguientes páginas son una constante exaltación del liberalismo y de grandes empresas como... Ryanair. Sí, el coche de línea con alas. También hace una comparación entre los escritores Joyce y Yeats, dejando caer que el primero es más de trabajo asalariado y el segundo de trabajo por cuenta propia.

Qué queréis que os diga, a mí los dos me parecen un coñazo. Por lo cual cada año me sorprendía ver cómo los irlandeses eran capaces de exprimir el Bloomsday, teniendo en cuenta que en dicha festividad todo giraba en torno al Ulises, otro tocho tan infumable como el que me está obligando a escribir esto.

Por cierto, un compañero de un anterior trabajo estaba muy a tope con lo del Bloomsday. Hasta salía disfrazado de época con su madre y todo. Pero también era un pavo raro de cojones, y quizá eso explicase muchas cosas...

Tras dar la tabarra con la economía, el libro pasa a hablar de la sociedad irlandesa y de qué la caracteriza a día de hoy, al menos en Dublín. Y nada tan característico de la capital del Liffey como los putos hipsters y la gentrificación. Cierto es que mientras vivíamos allí vimos como varias zonas en evidente decadencia tras un pasado industrial pasaban por un lavado de cara consistente en la construcción de pisazos que ni vosotros ni yo nos podremos permitir jamás y la apertura de establecimientos pijos con más opciones veganas que carnívoras en el menú (con precios astronómicos, of course) y muebles de madera vieja. De todas formas, dichas zonas nos pillaban lejos de casa, así que sólo pasamos por ellas un par de veces.

Pero no sólo de hipsters vive Dublín. El autor también le da lo suyo a los pijos en general (aunque me da que él mismo es uno de ellos). Concretamente, a los que viven en las afueras, más allá de una autovía de circunvalación M-50 que cada día sufre atascos de la hostia. El motivo por el que se mete con ellos es porque en general están en contra de que se cambie una sola piedra de sitio, y ahí tengo que darle la razón a nuestro amigo liberal. Y es que no fueron pocas las veces que mi novia y yo viajamos en avión fuera de Irlanda, bien porque queríamos visitar a la familia, bien porque nos daba la gana escapar unos días de aquel eterno invierno; y el aeropuerto de Dublín, aparte de estar MUY lejos de la capital, sólo es alcanzable por carretera. Esto implicaba pasar más de una hora en un autobús de los que te quitan las ganas de vivir o soltarle ochenta euros a un taxista (ochenta euros hace siete años. No me quiero imaginar cuánto costará ahora). Existe un proyecto (que más que proyecto, a estas alturas es una leyenda) que propone llevar una línea de metro del centro a las terminales, pero teniendo en cuenta a qué ritmo avanzan estas cosas en Irlanda, me da a mí que la isla se hunde antes de que podamos ver un vagón de metro por allí.

Como dato curioso, os diré que algún que otro año cometí la temeridad de acompañar a mi novia al aeropuerto la víspera de Navidad (pues yo soy más de dejarlo para enero) y luego me recorría ANDANDO los más de catorce kilómetros de camino de vuelta, parando en algún Tesco para comprar la pizza que sería mi cena de Nochebuena. Pues bien, una vez me llevé la cámara y saqué fotos de dudosa calidad cromática que os voy a enseñar ahora porque sé que a vosotros tanta letra sin dibujitos os marea:

Estelas de luz porque TAMBIÉN cargaba con un trípode

Iglesia de San Nosequién

A ésta la llamo "Mi primer día usando Lightroom"

Más estelas de luz y tal

A esta otra la llamo "Street photography pero poco"

Y para terminar, la decadencia de las fachadas dublinesas. A los que defendéis esta arquitectura tan horrenda os hacía yo vivir ahí dentro una temporada

Volviendo al libro, el autor también menta a los MAMILs sin que yo me acuerde muy bien del motivo. Y es curioso, pues descubrí este concepto antes de verlo en vivo gracias al blog de Vicisitud y sordidez. A quienes no hayáis tenido la suerte de oírme hablar de ello en persona, os diré que MAMIL son las siglas de Middle Age Men in Lycra. Vamos, cuarentones que, sin una forma mejor de lidiar con la crisis de mediana edad, se gastan un pastón en una bici de carreras, otro pastón en ropa de ciclista ajustadísima y se hacen la ruta de casa al curro y del curro a casa (suelen ser muchos kilómetros) en este vehículo de dos ruedas, y cuando llegan a la oficina lo hacen repartiendo olor a sudor y vergüenza ajena a partes iguales. Vale, las oficinas irlandesas cuentan con duchas, pero recuerdo más de un compañero pasando por esta fase y ver su ropa de licra tendida junto a su puesto suponía una tortura para la vista, el olfato y el buen gusto.

Sí, yo también iba en bici al trabajo, pero no convertí mi medio de transporte en una personalidad, no me jodáis.

Más cositas que aparecen: un rapapolvo a Donald Trump (la primera vez que fue elegido currábamos en aquel call center y la noticia provocó un multitudinario "gasp" entre el personal) y a los fachas irlandeses en general. Lo cual me hizo levantar una ceja porque no me constaba que quedasen muchos. Al menos organizados políticamente. Luego otro poquito de crítica a los impuestos, más basura neoliberal, bla bla bla... Y una mención al leaving cert.

El leaving viene a ser el equivalente a la Selectividad, la EBAU o como se llame hoy en día. Y como no tengo mucho que decir acerca de la irlandesa, os voy a hablar de la mía, que para eso éste es mi blog.

Después de terminada la guerra europea, en febrero de mil novecientos diecinueve, la huelga que comienza con la empresa de energía eléctrica La Canadiense se extiende hasta convertirse en huelga general en todas las industrias de Barcelona durante cuarenta y cuatro días. En diciembre de mil novecientos diecinueve, la federación patronal crea los llamados sindicatos libres o amarillos, formados por esquiroles, delatores, rompehuelgas y por pistoleros cuya misión consistía en dar muerte a los dirigentes sindicales y a los obreros recalcitrantes.

¿Cómo os quedáis? Espero que con el culo tan torcido como el profesor que tuvo que corregir mi examen de Historia de España. Me tocó desarrollar el periodo de entreguerras y entre otras maravillas le clavé el párrafo anterior. Un fragmento de la peli La verdad sobre el caso Savolta que aprendí de memoria (y aún recuerdo) porque suena al principio de la versión que hizo el grupo Puagh de la canción A la huelga de Rolando Alarcón.

Aprobé el examen con muy buena nota. Y en el de matemáticas saqué un nueve sobre diez después de haber estudiado durante veinte minutos mientras me tomaba un café. La única prueba que suspendí fue Geografía, con un cuatro y medio, pero me daba todo igual porque yo no tenía pensado entrar a la Universidad y si hice selectividad fue por insistencia de mis padres. Pero dejemos a un lado este inciso en el que demuestro una vez más que soy la hostia y volvamos al tema que nos ocupa.

De hecho, no. No volvamos. Aún me toca analizar cómo el autor ensalza, entre otros, a Uber y el bitcoin, se mete con los fondos buitre y los nuevos ricos que especulan a saco con la vivienda en el país pero no sugiere una expropiación a nivel nacional como Mao manda, sugiere que las multinacionales establecidas en Irlanda paguen impuestos en forma de acciones y termina hablando de no sé qué boda entre un católico y una protestante o algo así. Y, seamos sinceros, ni yo quiero escribir sobre ello ni vosotros queréis leerlo. Así que mejor os dejo ir en paz y yo me largo a buscar un libro que sea más interesante.

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jueves, 7 de noviembre de 2024

España tenía que ser II. Agüita amarilla

No me podéis negar que nos vamos a la mierda, ¿eh? A nivel internacional, un fascista de color naranja vuelve a la Casa Blanca por Navidad; aquí, en Austria, los fascistas están pillando sitio como hicieran sus predecesores hace casi cien años; en España, la riada que se ha llevado media Valencia ha dejado la otra media bajo una capa de barro y una capa de mierda fascista que va a costar Dios y ayuda limpiar... No sé vosotros, pero yo, cada vez que echo un ojo a las noticias o piso una red social pierdo un poco más de pelo. Por ello, he de recurrir con frecuencia a lo que llamo "burbujas de evasión": esos ratos en los que aparto la vista del mundo para poder coger aire antes de tener que volver a cagarme en todo.

Una de esas burbujas es Expediente X, que la tenía pendiente desde hacía décadas. Resulta reconfortante pasar cuarenta y cinco minutos de cuando en cuando viendo a los dos protagonistas persiguiendo marcianitos, fantasmas o la frikez de turno parida por sus guionistas en un tiempo en el que no existían smartphones y las temporadas tenían veintipico capítulos con una trama sencillita de digerir en lugar de ocho trepidantes que hay que ver YA so pena de que te comas un puto spoiler. Que uno llega a los títulos de crédito de cada episodio como si volviese de un paseo agradable por el bosque, no como si acabase de bajar del Ratón Vacilón. Y eso se agradece, oye.

fuente: fox
¿Hay sitio en el OVNI del póster? Que me quiero ir

Otra burbuja en la que suelo meterme es el podcast El dragón invisible, que es a su vez un programa de radio manchego (y un campo de nabos, todo sea dicho). Sus entregas, de una hora de duración, tocan temas de todo tipo que van más allá de las chorradas paranormales de turno, pues también tocan palos que tienen que ver con ciencia e historia. Por ejemplo, acabo de escuchar el que trata acerca del Campo de radiación gamma de El Encín. Yo no estaba al tanto de ello, pero a raíz de esto me he acordado de una anécdota también relacionada con el asunto nucelar que ocurrió hace hoy exactamente (pero qué tino tengo, joder) cincuenta y cuatro años en esa época de la historia de España que fue más en blanco y negro de lo que debería.

Lo que yo os decía, fascismo por todas partes. Hasta en mi blog.

La primera vez que oí hablar del tema fue en un episodio de Histocast, OTRO podcast que solía seguir pero dejé de hacerlo porque sus capítulos llegan a durar hasta cinco horas y yo tan inteligente no soy. Existe un artículo de El país que lo describe en detalle, pero para poder acceder al mismo hay que estar suscrito y paso. Por suerte, alguien tuvo los huevos en su día de copiar el artículo íntegro en una proyección de diapositivas y subirla a internet como si fuese un trabajo propio, y yo estoy a punto de hacer lo mismo para contaros la historia a vosotros. Pero primero, algo de contexto.

Resulta que a finales de los cuarenta se creó en España, así sin que se enterase mucha gente, la Junta de Investigaciones Atómicas. Años más tarde pasaría a llamarse Junta de Energía Nuclear, y aunque públicamente se anunció que el objetivo de dicha junta era la investigación en medicina y agricultura, en realidad se buscaba obtener plutonio para fabricar una bomba atómica patria, el sueño húmedo del almirante y primer astronauta español Luis Carrero Blanco.

En QuantumFracture hay un vídeo guapísimo que explica todo esto, por cierto. 

Con el paso de los años, la JEN fue creciendo y adquiriendo material con el que poder llevar a cabo pruebas cada vez más complejas (reactores nucleares y otras movidas tochas, para que me entendáis). Una de dichas pruebas hizo necesario que la mañana del siete de noviembre de 1970, a eso de las once, los técnicos del centro situado en la madrileña Ciudad Universitaria tuviesen que trasvasar setecientos litros de agua contaminada de uno de los tanques del reactor al depósito de tratamiento de residuos. Y cuando digo "agua contaminada" me estoy refiriendo a desechos tales como estroncio-90, cesio-137, rutenio-106 y un pelín de plutonio, que ni vosotros ni yo sabemos muy bien qué son pero nos acojonamos sólo con oir esos nombres, ¿verdad?

De todas formas, toda esa mierda iba derecha al susodicho depósito, ¿no? Pues... No exactamente. Y es que algún lumbreras responsable del trasvase no estuvo atento, o se perdió unas cuantas partidas del Pipemania, pero a los cinco minutos los técnicos se dieron cuenta de que, como si de los litros de alcohol que corren por las venas de Ramoncín se tratasen, litros de agua contaminada con residuos nucleares corrían por el desagüe y se dirigían al río Manzanares.

Y entonces alguien haría algo al respecto, ¿no? Pues... (segundo pues) al menos no inmediatamente. No he logrado encontrar el motivo, pero aquel vertido se siguió produciendo durante horas, hasta las tres de la tarde aproximadamente.

Bueno, pero se tomarían medidas una vez finalizó el vertido para solucionar aquello cuanto antes, ¿no? Pues... (y van tres) se me ha olvidado mencionar que el siete de noviembre de 1970 fue SÁBADO, así que los responsables del follón miraron sus relojes, se miraron unos a otros, se encogieron de hombros y decidieron que de quedarse a echar horas un sábado por la tarde, nanay. Que ya arreglarían aquella movida el lunes, por muy nuclear que fuese. Y si hay algo más español que esto, que baje Dios y lo vea.

Clase rápida de Geografía: el Manzanares desemboca en el Jarama. Y el Jarama en el Tajo. Y el Tajo recorre España y llega a Portugal antes de morir en el océano Atlántico. Muchos kilómetros y mucha agua que los campesinos de la zona, en aquella época, usaban para regar sus huertas.

Tarde y mal (y no me extraña, con la actitud que tuvo el personal), se recogieron hortalizas en la zona que, para sorpresa de nadie, estaban contaminadas. De todas formas, se tomaron estrictísimas medidas de contención tales como enterrar dichas hortalizas en un terraplén cercano o recomendar DOS MESES DESPUÉS DEL INCIDENTE no consumir los vegetales que creciesen en la zona afectada. A buenas horas, cuando las cosechas ya habían sido recolectadas, comercializadas y consumidas por cientos de personas.

Pero bueno, parece ser que no hubo que lamentar un disgusto a nivel nacional como el que ocurriese años antes por culpa del orujo metílico (lo tengo pendiente y ya os contaré al respecto, tranquilos). El único problema real aquí fue la ocultación de información a la población, ya que, aparte de alguna filtración que acabó en los periódicos al año siguiente, no se supo del incidente hasta 1994, cuando los documentos oficiales fueron desclasificados.

Por ello, cada vez que oigo que alguien siente nostalgia por este capítulo de la historia tan feo, le deseo una ensalada bien aliñada de mierda radiactiva. Y si le sienta mal, que sea un buen patriota y se espere al lunes para mirárselo.

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jueves, 5 de septiembre de 2024

Yo vs. el alemán. Duodécimo asalto

Como si de una estrella de Hollywood en horas bajas se tratase, estoy dedicando estos días a seguir un tratamiento de desintoxicación en un lugar de retiro. Aunque mi caso no tiene nada de glamuroso. Lo que ocurre en realidad es que la casa del sur de Granada en la que estoy pasando mis vacaciones de verano no tiene cafetera. Y como yo soy de los que se ventilan tres o cuatro cafés cada día, la falta de cafeína me tiene convertido en una especie de zombi que ha pasado una mala noche.

Para poder superar el mono, o hasta que deje de creerme Drew Barrymore y me meta en el primer bar de este pueblo y me trinque un café como Dios manda, voy a dedicar mis ratos libres en los que no me encuentre corriendo entre invernaderos, a remojo o durmiendo como un ceporro a contaros cómo este muchachito de Valladolid acabó enganchado a la cafetera bebida. Pero antes, dos cositas: en primer lugar YA SÉ que el título de esta entrada promete que voy a hablar de mi actual batalla contra el idioma germano. Y lo haré justo al final, pues la anécdota que quiero contaros es muy corta y me toca rellenar (aunque a estas alturas ya deberíais estar acostumbrados a esta clase de jugada). Y en segundo lugar, estoy escribiendo estas líneas en mi móvil, lo cual es un coñazo, por lo que no garantizo tener paciencia suficiente para daros la turra que os merecéis.

Paradójicamente, mi primer encuentro con la negra bebida no tuvo nada de agradable. El mismo tuvo lugar una tarde de viernes de principios de los noventa, siendo yo un mocoso de cinco o seis años. Quienes me conocéis y/o seguís este blog sabréis que por aquel entonces servidor ya era raro de cojones, y para muestra un botón: en la tarde de autos, justo habiendo acabado de comer, me encontraba jugando felizmente con... una pajita. Sí, de ésas que ahora son de papel y antes eran de plástico. Mis padres, por su parte, recogían la mesa y se preparaban para nuestra expedición semanal a Continente con el fin de llenar el frigorífico. El café que mi padre pretendía ingerir de postre reposaba sobre la mesa, y en cierto momento en el que me quedé a solas en la cocina (que es donde comíamos y hacíamos la vida, aclaro), me percaté del vaso humeante, de la ausencia de adultos a mi alrededor y del objeto que me estaba entreteniendo y, tal y como estaréis imaginando, hice uso de la pajita para meterle un tiento importante al café. Café solo y sin azúcar, aclaro.

La cara de asco aún me duraba cuando volvimos de hacer la compra.

Años después, siendo ya un adolescente con la cara llena de granos, el café y yo tuvimos nuestro segundo encuentro. Esta vez, en un restaurante militar pijísimo en el que mi abuela celebraba su setenta y tantos cumpleaños rodeada de hijos, hijos políticos y nietos (lo de que mi abuela tuviese acceso a tal lugar para conmemorar su onomástica lo explicaré otro día en el que también os relataré cómo, sin despeinarse, humilló a cierto cargo del Partido Popular). Una vez acabado el ágape, el camarero recorrió la mesa en torno a la que nos encontrábamos todos los miembros de aquella gran familia preguntando a cada uno, e incluyéndome, si queríamos café. Antes de que yo pudiese responder nada, mi madre, desde el otro extremo de la enorme mesa, y con un gesto serio como pocas veces le he visto, me soltó un rotundo "tú, con leche", temerosa de que mi bautismo cafetero, de no venir acompañado de zumo de vaca que lo rebajase, me produjese una posesión demoníaca, cuando no directamente una combustión espontánea.

fuente: Wikipedia
*Sorbito*

Aquel café de restaurante militar pijo, con leche y azúcar, me supo a gloria. Y fue el primero de miles.

Pasé así los siguientes años afianzando mi afición adicción. No voy a hablar mucho de esta época porque ya lo hice en su día y no me gusta repetirme.

El café con leche y azúcar se convirtió en mi bebida social, mientras que el café solo (en un vaso gigante de la peli Dinosaurio que, como el amor de Rocío Jurado, se acabó jodiendo de tanto usarlo) quedaba reservado para mis largas noches de estudio. Uno de mis planes favoritos consistía en pasar el rato en un bar en compañía de algún amigo o del periódico que hubiera disponible en el establecimiento al calor de un café con leche. En una época en la que lo habitual era pillarle el gusto a la cerveza, yo me negué a seguir esta norma no escrita y, a día de hoy, aún encuentro repugnante el simple hecho de pensar en el fermentado brebaje.

Este amor y odio por ambas bebidas me acompañó cuando visité Dublín por primera vez, siendo miembro de un grupo de treinta y tantos beneficiarios de una beca de Caja Madrid (el propio Rodrigo Rato nos hizo entrega del título a cada uno y aún me arrepiento de no haberme escupido en la mano antes de dársela). Nos tiramos mes y medio trabajando sin cobrar y teniendo que buscarnos el almuerzo, pero lo pasamos bien porque éramos jóvenes e ignorantes. Una de las primeras tardes de aquel verano de mentira, casi todos los becarios nos metimos en un pub para tomar algo y conocernos mejor. El camarero fue recogiendo órdenes, y la respuesta imperante fue a pint of Guiness. Yo, por mi parte, pedí a latte coffee, y a uno de mis compañeros (que no tenía muchas luces, he de decir) aquello le pareció aberrante. Me preguntó con una mezcla de incredulidad y desprecio: "¿cóóómo?" y yo me limité a mirarle en silencio con la cara seria que sólo alguien de Valladolid sabe poner. Mi contestación no verbal logró que el pavo dejase de hincharme los cojones, aunque lo intentó de nuevo con otra becaria disidente, quien solicitó al camarero que le sirviese a hot chocolate. El nuevo intento tocapelotas en forma de "¿cóóómo?" tuvo esta vez como respuesta por parte de la becaria un estruendoso eructo en su puta cara de ésos que te ahorran un viaje a la peluquería. Semejante rebuzno provocó que el pesado chaval, humillado que te cagas, no tuviese más remedio que buscarse otro sitio en el pub.

La becaria, triunfante, no se cambió de sitio. Y hoy, trece años después de aquello, sigue siendo mi novia. Pero no creáis que tan fabulosa cerdada fue lo único que me sedujo de ella. A lo dicho hay que añadir que, por ejemplo, más de una vez me suministrase de tapadillo algún que otro café obtenido en la máquina del museo en el que le tocó currar (sin cobrar, insisto. Y también insisto en lo importante que es que os afiliéis a un sindicato, niños).

Un año después de este evento, mi eructadora pareja y yo retornamos a la Isla Esmeralda para ver si esta vez podíamos trabajar cobrando, y aquello duró siete años. Durante este periodo pude afianzar mi hábito gracias a las cafeterías irlandesas y a mi segundo curro, donde tenía acceso a todo el café gratis que mis taquicardias pudiesen permitirse.

En Irlanda descubrí que, mira tú, un café con leche marida perfectamente con un desayuno de los que vienen con salchichas, judías, tocino y más ingredientes impensables para un europeo medio; y allí también fui abandonando los complementos y quedándome con lo esencial de la bebida: primero dije adiós al azúcar, y después a la leche. Por fortuna, el americano era fácil de obtener allá arriba, así que mi estancia allende el Cantábrico siempre fue placentera desde el punto de vista cafetero.

Y así llegué a Austria, gustando de beber café solo.

El problema es que los austriacos se las dan de italianos en este asunto, y aquí lo más parecido a un americano que se puede obtener es un Verlängerter (tela con el nombre, permitidme que os diga), que es más intenso y menos aguado, pero que se termina en un santimén y me hace sentir incómodo porque yo contaba con echar media tarde en el bar y el camarero aparece cada cinco minutos señalando mi taza vacía y preguntando que qué más quiero.

"Que te pires y que la próxima vez me pongas un café que dure más de dos minutos", pienso. Pero no lo digo porque no sé decir todo eso en alemán. No sé ni decir los colores en alemán. Veréis.

La mañana que mi novia y yo fuimos a tramitar nuestros respectivos Anmeldebescheinigungen (ahora no me apetece explicaros qué coño es eso. Llevo mucho rato escribiendo y os recuerdo que estoy haciendo esto desde el móvil), decidimos reponernos del esfuerzo burocrático tomando sendos cafés que pusieran en orden nuestras neuronas. Nos adentramos entonces en una cafetería de la Hauptplatz (la Plaza Mayor. Esto no me da pereza explicarlo) y mi novia se pidió un capuccino. Yo, como imaginaréis, un Verlängerter.

"Schwarz oder mit Milch?" me preguntó la camarera, pues aquí el café se pide negro o se pide con leche. Y mi idiota materia gris, que, para más inri, venía de hacer un papeleo que a pesar de llevar ya cinco años viviendo en Austria no sé ni cómo se escribe y he tenido que buscar, decidió usar la pregunta para montarse una improvisada clase de alemán en plan Barrio Sésamo (Sesamstraße, que dirían aquí) y darle vueltas al schwarz, al weiß, al grun, al rot, al gelb, etcétera (und so weiter, que dirían aquí). Este follón cromático mental provocó que mi cerebro decidiese combinar el negro (schwarz) y el blanco (weiß) en una palabra que se convirtió en la respuesta que di a la atónita camarera: Schweiß.

Schweiß, en alemán, significa "sudor".

Os podéis reír todo lo que os dé la gana, pero sabed que ahora mismo os mataría a todos por un café. Con leche o sin ella.

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jueves, 18 de julio de 2024

Un recuerdo de unos veinte segundos

Es un día de diario de mil novecientos noventa y cuatro. El año se encuentra en esa época de finales de primavera en la que el frío y los atardeceres que llegan demasiado pronto han pasado a ser un recuerdo reciente y el clima agradable invita a pasar la tarde al aire libre. Alvarito, que tiene seis años y yo, que tengo siete, hemos aceptado dicha invitación y nos encontramos en ese preciso instante a la puerta de su casa.

Minutos antes, la madre de Alvarito se ha presentado a la salida del colegio y me ha hecho saber que sería ella, y no mi padre, la encargada de llevarme de vuelta al barrio aquella tarde, añadiendo que mis padres han tenido que salir a hacer un recado y que volverán un par de horas después, tiempo durante el cual habré de quedar a su cargo.

Esta noticia no me atribula en lo más mínimo. Mi infantil cerebro aún no ha desarrollado el área encargada de preocuparse por gilipolleces y ve en mis padres una madurez de la que yo carezco, por lo que me limito a concluir que tal recado se traduce en "cosas de mayores" y respeto su discreción. Por otra parte, es habitual que padres, madres y tutores legales de los chiquillos que compartimos barrio y centro educativo se turnen a la hora de transportarnos de aquél a éste y de éste a aquél según las circunstancias, gracias a la existencia de un espíritu de comunidad social inimaginable décadas después, debido a que el Capitalismo se encargará de destruir todo lo que huela a colaboración entre seres humanos.

Permitidme que me salga de la historia un momento para decir una cosita: a día de hoy, el Capitalismo es el responsable del noventa y nueve por ciento de vuestros problemas. Y no vais a conseguir que me baje de esa burra.

La calle en la que Alvarito y yo echamos a perder la tibia tarde, de unos cien metros de largo, es una de las más afortunadas de nuestro vecindario de casas molineras desde el punto de vista de la seguridad vial, ya que es raro que por allí pasen más de cinco coches cada día. No es una arteria principal ni cuenta con establecimientos remarcables: a un lado de la misma apenas hay cuatro casas (incluida la de Alvarito) y dos grandes solares invadidos por la maleza, y al otro lado se encuentra una enorme explanada que a los chiquillos nos sirve de campo de fútbol, campo de batalla o campo del juego que se ponga de moda según la época. Una explanada a la que los vecinos, en un alarde de creatividad, siempre han llamado "la explanada". A pesar de ser el escenario de multitud de anécdotas y el lugar en el que se celebran decenas de eventos durante las fiestas del barrio, la explanada no tiene ningún peso en esta historia más allá de que al otro extremo de la misma el sol está comenzando su descenso diario.

De este otro lado, Alvarito y yo ignoramos el fenómeno astronómico, pues los fragmentos de uralita que estamos destrozando a pedradas ocupan toda nuestra atención. Insisto, es una tarde tranquila y nuestros padres saben dónde estamos (no como aquella vez). Es en ese momento cuando la aparición de un tercer personaje rompe la monotonía. Un personaje que tiene cuatro ruedas y un color blanco como la nieve que quienes vivimos en aquella latitud sólo vemos una vez cada tres o cuatro años.

El coche recorre varios metros de la calle de Alvarito en nuestra dirección, y a pesar de que aún se encuentra a sesenta metros y de que su velocidad es inexplicablemente lenta, su conductor llama nuestra atención con un toque de claxon. Alvarito y yo, instintivamente, nos quitamos de enmedio. Alvarito se adentra un par de metros en la explanada, y yo me arrimo a la tapia de uno de los solares anteriormente mencionados.

Permitidme de nuevo que me salga de la historia. Y tranquis, que esta vez no voy a criticar el Capitalismo, no. Lo que quiero es contar un detalle acerca de la tapia que acabo de mencionar. Dicha tapia era decorada cada año por los niños del barrio durante la semana de fiestas. Y yo solía perderme esta actividad, amén del resto de las celebraciones, porque las fiestas caían en julio y era entonces cuando mis padres tenían a bien el decidir que nos fuésemos de vacaciones dos o tres semanas a algún camping de la costa cántabra con la idea de evitar las masificaciones turísticas propias de agosto. Tras nuestro periplo vacacional, yo volvía a Valladolid tan moreno como el clima caprichoso del norte de España hubiese querido, y una de las primeras cosas que solía hacer era fijarme en los dibujos realizados por mis amigos sobre aquella superficie de ladrillos y confirmar, año tras año, que eran una mierda. Pues bien, debido a un desajuste en el calendario laboral de mi madre, en el noventa y siete no nos quedó otra que pillar vacaciones en el octavo mes. Y fue entonces cuando participé por primera y última vez en la decoración de la tapia (a pesar de que la pintura nunca se ha encontrado entre mis actividades favoritas). Hice un dibujo de Mortadelo maravilloso:

Yo pintando

Yo pintando (detalle)

Esto que acabo de contar no tiene que ver en absoluto con la historia, pero como soy así de especialito y necesito que todas mis entradas tengan al menos una imagen, pues misión cumplida, oye. En fin, os sigo contando...

El coche se acerca a nosotros un poco más y el chófer del mismo vuelve a tocar el claxon. En esta ocasión lo hace dos veces. Y yo, que creo que el vehículo tiene sitio de sobra para pasar a pesar de que la calle es algo estrecha, me arrimo aún más si cabe a la tapia.

Un par de segundos después, con el vehículo a unos cuarenta metros de distancia, su ocupante vuelve a hacer uso de la bocina eléctrica, y es entonces cuando pienso (sí, pienso en mayúsculas): "PERO... ¿ESTE TÍO ES GILIPOLLAS O QUÉ LE PASA? ¿QUÉ HOSTIAS QUIERE? ¿QUE ME SUBA A LA TAPIA DE LOS COJONES O QUE LA ATRAVIESE COMO SI FUESE UN PUTO FANTASMA?". Porque tendré sólo siete años, pero ya he empezado a hacer uso de palabras que abultan más que yo (al menos en mis monólogos mentales, pues de soltar tales exabruptos en voz alta me arriesgo a que algún adulto me cruce la cara). El conductor, ignorante de la intensidad con la que me estoy cagando en sus muelas mentalmente, prosigue en su aproximación acompañada de constantes toques de pito mientras todo mi cuerpo se halla fundido contra la tapia como si fuese una manoloca. Los pitidos no cesan, y yo estoy a punto de berrearle a este imbécil que está poniendo a prueba mis nervios una retahíla de insultos que harían llorar a una monja cuando, gracias a que el coche ya está tan cerca que puedo atisbar su interior, reparo en quién es su ocupante. Mejor dicho, sus ocupantes.

Mis felices padres, que vienen del concesionario en el flamante Ford Escort que acaban de comprar.

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viernes, 3 de mayo de 2024

Confesando delitos

Hace un par de días, una amiga austriaca y yo participamos en una carrera que tuvo lugar en un pueblecito a una hora en coche de la ciudad en la que vivimos actualmente. De la carrera en sí no tengo mucho que contar aquí: me gustó la organización de la misma, hubo muy buen ambiente entre los asistentes y a todos los participantes se nos animó con ganas desde que abandonamos la línea de salida hasta que cruzamos la meta. De hecho, mientras corría descubrí que los austriacos, cuando jalean, gritan "op op op op op op op op!" como si fuesen un cazo con agua hirviendo o algo así.

Sin embargo, el detalle más sorprendente para mí no fue la animada onomatopeya, sino averiguar el motivo por el que la bolsa de corredor que se nos entregó al recoger nuestros dorsales pesaba tanto. Y es que, amén de batido de proteínas, polvitos de magnesio, caramelos y demás parafernalia atlética, el saco contenía este inesperado presente:

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¿Qué motivo había llevado a los organizadores de la competición a meter un paquete (XXL, ojo) de pastillas para lavavajillas en cada bolsa de corredor? Ni lo sé, ni quiero averiguarlo, pues hace ya varias entradas que decidí dejar de intentar entender a este país. No obstante, celebré el hecho con gran alegría porque, además de haberlo pasado bien corriendo, ahora voy a poder lavar los cacharros por la cara durante dos semanas.

A estas alturas de la narración, quienes me conocéis os estaréis extrañando de que no me haya quejado aún. Yo, que soy un experto en sacarle pegas a todo. Pero ya que insistís, admito que un detalle de la prueba me chirrió un poquito (y he de decir en mi defensa, que a mi amiga austriaca también): la misma estaba programada para las tres de la tarde. Muy mala hora. Esto provocaba que, teniendo en cuenta el trayecto en coche y que había que estar allí al menos una hora antes para hacernos con los dorsales, nos tocase incluir la comida en nuestro plan. Por ello, decidimos hacer un alto en el camino para tal fin en otro pueblo que nos pillaba a mano; pero descubrimos que, por ser primero de mayo, sus restaurantes estaban cerrados.

Al final terminamos por recurrir al McDonalds para dar cuenta del almuerzo, el cual incluyó medio litro de refresco por cabeza y sendos cafés de tamaño inesperadamente grande. A raíz de ello, una ligera preocupación se adueñó de nosotros, pues no teníamos muy claro cómo iban a gestionar nuestros organismos semejante ingestión de líquido cuando, un par de horas más tarde, de completar los cuatro kilómetros a la carrera se tratase. Esto me hizo recordar una anécdota que ocurrió tiempo ha cuando mi frikismo por correr se encontraba en su máximo apogeo. Ya que ese mismo frikismo actualmente está invadiendo a mi amiga y ésta recibe de muy buen grado mis experiencias y consejos corredores, procedí a contarle la susodicha anécdota. Y la misma le hizo tanta gracia que me dije "esto, para el blog". Y en ello estoy ahora mismo.

El tiempo y el lugar bailan en mi memoria, así que no puedo ser muy preciso y he de decir que yo tenía entre catorce y dieciséis años y que la historia tuvo lugar en Palencia o en Zamora. Y es que ambas ciudades, al igual que muchas otras localidades de la geografía castellana, solían organizar cada año una milla popular y a estas alturas de la vida todas aquellas en las que participé me parecen la misma. Y no es de extrañar, pues estaban cortadas por el mismo patrón: una calle más o menos ancha o un paseo hacían las veces de circuito durante un par de horas en las que se nos congregaba a los atletas para recorrer a toda hostia los mil seiscientos metros reglamentarios.

Calculo (porque, insisto, no lo recuerdo muy bien) que aquella mañana o tarde seríamos seis o siete los chavales de mi equipo que íbamos a correr juntos por tener la misma edad, y a pocos minutos de que tuviese lugar el pistoletazo de salida, trotábamos por las callejuelas cercanas al circuito con el objetivo de calentar músculos y articulaciones. Los nervios y el hecho de que todos éramos seres vivos con funciones biológicas básicas provocaron que necesitásemos llevar a cabo una urgente liberación de líquidos so pena de padecer una incomodidad nada deseable al tener que correr con la vejiga llena.

Era muy raro que los organizadores de estas pruebas tuviesen a bien instalar urinarios portátiles en el lugar, y aquella no fue una excepción. Podríamos haber optado por colarnos en algún bar y hacer uso de sus baños, pero ya habíamos sufrido experiencias desagradables en el pasado protagonizadas por el camarero borde de turno que nos echaba del local con cajas destempladas por ser tan aprovechados, así que la única opción que nos quedaba era la de cometer una ilegalidad muy cerda (si incluyese emoticonos en mis entradas, aquí pondría ahora el que se encoge de hombros, porque es como me sentí entonces y como me siento ahora).

Los integrantes del grupo, buscando un lugar en el que poder llevar a cabo la colectiva micción, dimos con el lugar perfecto cuando de mear al abrigo de miradas indiscretas se trataba: un callejoncito que no sólo quedaba en pendiente, sino que además, a los pocos metros torcía hacia la derecha. Y es que dicho callejón era en realidad la salida de un garaje. Además, el final de la rampa contaba con una rejilla al pie de la puerta del parking que haría que nuestros orines, así como nuestras preocupaciones, desapareciesen. El crimen perfecto, ¿no?

Pues no. Y es que no hace falta ser un experto para saber que un crimen deja de ser perfecto cuando aparecen... Testigos. Atención a la escena: seis o siete adolescentes en pantaloncitos cortos, contra la puerta de un garaje y buscando la mayor separación posible entre ellos para evitar salpicaduras, que chorra en mano y en pleno ejercicio evacuatorio, escuchan un desagradable zumbido como de... Sí, como de puerta de garage que se abre. A tenor de las caras que se nos pusieron en ese instante, me atrevería a decir que parecíamos los protagonistas de El fusilamiento de Torrijos, si a ese cuadro se le pudiese quitar toda la épica:

fuente: wikipedia
Y nosotros no teníamos las manos atadas

Pero la cara que aquel día quedó para enmarcar y colgar en alguna pared del Museo del Prado no fue la de ninguno de nosotros, no. Fue la de la dueña del coche que, esperando del otro lado de la puerta a que ésta se abriese y a que la luz del día regase sus retinas, se topó con otro tipo de riego en forma de fuente versallesca de malísimo gusto.

Hace poco leí que casi todos los mamíferos, independientemente de su tamaño, tardan unos treinta segundos en vaciar sus vejigas. Treinta INTERMINABLES segundos, añadiría yo. Y también añadiría que seis o siete de dichos mamíferos, en cierta ocasión y pasados esos treinta segundos, salieron corriendo del lugar como si fuesen cucarachas, los muy miserables.

Decidme, ¿a vosotros también os ha hecho tanta gracia como a mi amiga?

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martes, 23 de abril de 2024

Lectura obligada I

Ya no tengo edad para según qué cosas. Hace pocas horas, sin ir más lejos, he rechazado la invitación que se me ha hecho para ir a un festival de música que tendrá lugar en la villa austriaca de Nickelsdorf en junio. Y es que, por mucho que me guste Måneskin, no me da la vida para perder todo un día con el objetivo de plantarme en un pueblucho en el culo de Burgenland al que sólo se llega en coche.

fuente: Rolling Stone
Otra vez será

Otra cosa que ya no puedo hacer es abrirme un perfil de Tiktok y subirme al carro del último challenge de turno que haga sacudir la cabeza a los cuatro boomers que aún leen el 20 minutos. Sin embargo, tal limitación no impide que pueda convertir este blog en mi Tiktok particular y responder con un "uy que no" al clásico "no hay huevos a..." que venga acompañado de según qué desafío.

¿Sabéis a qué me han retado? A leer. Y no es porque yo sea alguien alérgico a la lectura, pero es que hace no recuerdo cuánto, una amiga austriaca le comentó a mi novia que en cierta asignatura de lo que sea que esté estudiando (sé que a nivel detalles esto está siendo una mierda, pero es que son irrelevantes) en la universidad le recomendaron leer un libro sobre la historia reciente de Irlanda, y conociendo nuestro historial, le comentó que quizá disfrutaría del mismo más que ella, pues —reconoció la austriaca— el ejemplar constituía un tocho infumable y no había sido capaz de avanzar más allá de un puñado de capítulos.

Mi novia, queriendo confirmar si tal afirmación era cierta, echó mano del volumen, y no fueron pocas las noches que pasó tratando de recorrer sus páginas hasta que el tedio causado por intentar avanzar a través de su texto le hizo tirar la toalla a ella también.

Y fue entonces cuando ambas repararon en mí y me lanzaron un guante que tenía bordada la frase "te toca".

Esto ocurrió hace un par de meses, y el libro ha estado en una estantería de mi salón poniéndome ojitos durante todo este tiempo sin que me atreviese a sumergirme en su anunciado coñazo. Pero he decidido que es el momento de decir "challenge accepted" y enfrentarme a su lectura. En primer lugar porque llevo días falto de ideas que me hagan publicar entradas (y me huelo que de aquí va a salir más de una) y en segundo lugar porque, siendo como es hoy, 23 de abril, el Día del Libro, la ocasión me viene de perlas para quedar una vez más como alguien que atiende a los detalles. Así que me voy a preparar un café que me ayude a mantenerme despierto ante la tarea y voy a tener los huevazos de convertir en post (o posts, ya veremos) un comentario de texto. Empecemos...

Bona diada de Sant Jordi a tothom!

Renaissance Nation es un libro de trescientas paginazas con un tamaño de letra intimidantemente pequeño. Su autor, David McWilliams, hace un recorrido por las últimas cuatro décadas analizando cómo Irlanda ha evolucionado social y económicamente, haciendo una comparación constante entre la generación que fue testigo de la visita del papa Juan Pablo II a la isla en el 79 y la que vio llegar al pontífice actual en 2018. Dicho así, tiene pinta de que el texto va a ser todo un peñazo, pero acabo de empezar, así que no quiero emitir juicios precipitados.

Cuando abro el libro por primera vez y me encuentro con la página dedicada a los agradecimientos, no puedo evitar que lo que estoy leyendo suene en mi cabeza con acento irlandés, por lo que pienso "empezamos bien" y hago un esfuerzo extra por comprender lo que hay escrito ante mí en vez de centrarme en las zancadillas que mi materia gris no deja de ponerme en forma de chorradas como ésta.

El autor comienza la historia en la localidad de Dún Laoghaire, un pueblecito del sur de Dublín en el que pasó su infancia y al que mi novia y yo sólo fuimos un par de veces porque tampoco es que tuviese mucho que ofrecer, la verdad. En una ocasión asistimos a un mercado de productos ecológicos con cuatro puestos que ya estaban recogiendo, a pesar de que eran las doce del mediodía, y otra vez dimos un aburrido paseo por su muelle como si fuésemos personajes de una novela del siglo XIX que no tienen nada mejor que hacer. Que vale que el trayecto en DART bordeando la costa desde la capital irlandesa resultaba de lo más bucólico, pero es que la estación de tren nos pillaba tan lejos de casa que, chico, no merecía la pena. De hecho, lo que siempre encontré más interesante acerca del pueblo era la pronunciación de su nombre. Y es que, como no podía ser de otra forma al tratarse de un topónimo gaélico, comparar su lectura con su escucha le puede hacer levantar la ceja a cualquiera. Que uno lee Dún Laoghaire y se espera que lo correcto sea llamarlo Dún Loguer, o algo así. Pero no. Lo adecuado es (más o menos) decir Dún Liiri. Tener que enfrentarme a esta contradicción constantemente cuando vivía en Irlanda provocó que, llegado cierto punto en el que ya estaba cansado de confundir a mi cerebro, optase por rebautizar al pueblo como Dún Lolailo y quedarme tan pancho.

El motivo por el que McWilliams elige Dún Lolailo como punto de partida de su obra es su peculiaridad demográfica, pues sus habitantes siempre se han caracterizado por salirse un poquito del estereotipo irlandés imperante en la zona. Y es que, por ejemplo, los dunlolailenses votaron en contra cuando el referéndum de 1983 blindó la prohibición del aborto en Irlanda. Este hecho le viene de perlas al autor, pues es precisamente la enorme cola de votantes dispuestos a hacer algo parecido en la consulta de 2018 lo que pone en marcha la historia.

Por cierto, otro inciso. Lo del último referéndum nos pilló viviendo en Dublín, y de ello me acordé hace poco mientras revisaba los álbumes en los que mi novia y yo guardamos fotos y morralla diversa correspondiente a diferentes carreras en las que hemos participado desde 2015, pues uno de los actos organizados por quienes defendían cambiar ese aberrante punto de la constitución irlandesa fue una prueba de cinco kilómetros por la playa de Sandymount. Y allá que fuimos, por supuesto. 

Tras mencionar este detalle, y hacer referencia a otros pueblos de la zona de los que ya apenas me suena el nombre porque por lo visto no heredé los genes taxistas de mi abuelo, el autor pasa a describir cómo la preferencia por el rugby o el hurling puede usarse como identificador para clasificar la economía de la zona. Y yo, al ver estas referencias sobre el deporte gaélico, en vez de centrarme en lo que estoy leyendo no puedo evitar acordarme de mi primera vez en Irlanda, en el verano de 2011, cuando varios miembros del grupo de becarios al que pertenecía adquirieron entradas para ver un partido de GAA en Croke Park (más de uno me confesó posteriormente que la experiencia había resultado un poco aburrida). Dispuestos a dar la nota un pelín más de la cuenta, seis de ellos se hicieron con camisetas de distintos tonos de azul (los colores del equipo local, se entiende) en el Penneys más cercano y, armados de un rotulador gordo, se pintaron en el pecho sendas letras que formaba el nombre de la capital del Liffey. Minutos antes de acudir al encuentro, mientras se retrataban con su recién elaborado atuendo en el albergue que nos servía de centro de reuniones, sugerí que el de la N se retirase un momento y los demás se reorganizasen y posasen para la cámara formando la palabra BILDU. Por las risas, más que nada. Pero, cobardes ellos, los miembros del forofo grupo decidieron que aquello no era una buena idea.

El que las siguientes páginas sigan dedicadas al gran interés por el deporte que tienen los irlandeses no me ayuda a conectar con lo que estoy leyendo, pues recuerdo en esta ocasión aquella vez que mi novia y yo acudimos a primera hora de la mañana de un sábado a un pub cercano a la última casita en la que vivimos antes de mudarnos a Austria, el cual se encontraba decoradísimo con banderitas y carteles de no recuerdo qué acontecimiento deportivo internacional. Nosotros éramos los únicos que se estaban jalando el reglamentario desayuno, dando la espalda a la tele, y el local se hallaba hasta los topes de matrimonios rondando la cincuentena que, vistiendo la camiseta del equipo de turno, seguían el encuentro cerveza en ristre como si les fuese la vida en ello.

El tema del deporte da paso a la economía en sí, y el autor menciona que sí, que Irlanda ha pegado el pelotazo que ha pegado, pero no se moja demasiado y advierte que desgranará los detalles más adelante (aún quedan más de doscientas cincuenta páginas y yo estoy deseando que largue sobre las ventajas fiscales que el país ofrece a las grandes empresas). En su lugar, deja caer que la afiliación sindical ha caído en estas décadas y que esto es algo positivo, lo que hace que en mi cerebro se active la alerta anti Margaret Thatcher. Sin embargo, también menciona que uno de los motivos que han hecho crecer al país ha sido la fuerza laboral que ha supuesto la llegada masiva de inmigrantes. Este detalle provoca que se me relaje el gesto y decida volver a sentarme.

Las últimas líneas que acierto a leer (pues mi novia y su amiga tienen razón y cuesta lo suyo seguir esto) son una crítica directa a ciertos economistas bocazas que se han dedicado a echar pestes de todos los cambios efectuados en Irlanda a nivel financiero desde finales de los ochenta, vaticinando terribles desastres para el país cada vez que alguien tocaba algo y fallando estrepitosamente en sus presagios al tiempo que la economía se lanzaba como si fuera un... un... un... un pepino. Este capítulo del libro me agrada especialmente, y no porque comparta la visión del autor, al que a estas alturas me gustaría decirle "si tanto os gustáis Irlanda a nivel económico y tú, pos liaros", sino porque me congratula ver que lo de contar con iluminados que nos harían un favor a todos si se callasen no es algo exclusivo de España:

fuente: twitter
Never forget

El libro cuenta con treinta y tres capítulos, y yo sólo me he ventilado los tres primeros. Empiezo a considerar la opción de dejarlo para más adelante, y Piojo me ayuda a decantarme por esta preferencia, pues quiere la cena y así me lo hace saber:

"poc"

Así que nada, ya seguiré en otra ocasión.

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martes, 2 de abril de 2024

Bajo el polvo 8. La mesa del zapatero

Para mal o para bien, todo llega a su fin. Me duele darle vueltas a este hecho cuando pienso que sólo quedan unos pocos urogallos en la cornisa cantábrica, pero me supone un alivio cada vez que recuerdo que Henry Kissinger está por fin pudriéndose en el mismo rincón del infierno que Margaret Thatcher.

Y, al igual que especies de aves objetivamente feas o execrables figuras del mundo de la política, la serie de entradas sobre mi habitación que comencé a escribir hace CUATRO AÑOS (y que llevaba siete meses sin actualizar), se despide hoy de mi blog.

Los últimos cinco artículos de los que voy a hablar a continuación forman parte una miscelánea inclasificable, y tengo que reconocer que encontrarles la gracia ha constituido una tarea con resultado no siempre satisfactorio, así que si alguien no se entretiene demasiado mientras llegamos a la última parada de este viaje, puede pedir con toda confianza que le devuelvan el dinero que NO ha tenido que pagar para llegar hasta aquí. Hablemos entonces de...

Este gusiluz


Juraría que hay alguna foto entre los muchos álbumes existentes en casa de mis padres en la que yo aparezco durmiendo plácidamente en la cuna. Dicha instantánea muestra al bicho que acabáis de ver cuidando de mis sueños desde una de las esquinas del enjaulado lecho como si de uno de los angelitos de la oración se tratase. Con esto quiero decir que mi afición por la morralla que brilla en la oscuridad viene de lejos. Y es que no sólo conservo el gusiluz. Es que hay un rincón de la habitación en el que, además del gusano, dos enmarcados puzles que representan la Luna y Marte, multitud de muñecos de ganchillo que mi madre ha tenido a bien elaborar demostrando maña y paciencia a partes iguales (un Mestre Ensinador, dos kodama, otro gusiluz y tres fantasmas), un móvil con planetas del sistema solar y el cuadro a punto de cruz que os mostré en esta entrada impiden que la penumbra se adueñe de la estancia cuando apago la luz.

Que algunos pensaréis que ya no tengo edad para esta clase de chorradas, y yo os digo que me la sopla dos veces. Y para muestra, seguid leyendo.

Estos dinosaurios


Me da igual cuántos años tengáis. Si no os gustan los dinosaurios, no sois de fiar. Los de la foto, junto con más que he ido perdiendo, pasaron a engrosar mi colección de trastos cuando Elena, la dueña del único establecimiento de alimentación situado en el barrio donde pasé mi infancia, comenzó a regalarlos a quien adquiriese doscientos gramos de jamón cocido en su tienda. Esta campaña de marketing tuvo muy buena acogida entre los vecinos, tanto los críos que pasamos aquellas semanas atiborrándonos del susodicho fiambre como nuestras madres, encantadas de ver que por un tiempo dejábamos de pedir bollycaos para merendar.

Por si los dinosaurios no molasen suficiente ya de por sí (o sea, DINOSAURIOS. ¿Qué más quereís?), éstos me gustaban especialmente porque cada uno tenía escrito por debajo qué dinosaurio era en concreto. Que igual os creéis muy listos y sabéis distinguir a un tiranosaurio rex de un triceratops, pero seguro que la cagáis si os presentan a un diplodocus y un braquiosaurio. Bueno, pues gracias a Elena y su jamón de york promocional, nunca tendré ese problema. Y diréis que nadie nunca tendrá ese problema, pero yo os voy a callar la boca metiendo una pequeña anécdota a continuación.

Resulta que, muchos años después de que ocurriese lo que os estoy contando, me encontraba con un amigo y compañero de facultad en una tienda de manualidades del centro de Valladolid a punto de comprar vete a saber qué para hacer vete a saber qué. La cuestión es que, mientras esperaba mi turno, la clienta que estaba siendo atendida reparó en unas toallas de ésas que vienen en .zip y se despliegan al meterlas en agua, y que contaban con el dibujo de un dinosaurio (no, yo no me compré una porque no tenía un duro). Pues bien, la mujer pidió llevarse dos, solicitando que fuesen iguales para que sus hijos no se peleasen al recibirlas (desagradecidos los críos, por otra parte). Preguntó entonces el dependiente que cuáles quería en concreto, y la mujer respondió que "unas con dinosaurios cuellilargos de ésos". Pues bien, mi amigo y yo nos dimos más de un codazo y luego fantaseamos con la idea de que, poco después, dos críos acabarían a hostia limpia al descubrir que un diplodocus y un braquiosaurio sólo se parecen en lo largo del cuello.

Vale, seguro que aquella posterior pelea no tuvo lugar, pero me hace gracia pensarlo porque además de un dinofriki soy un miserable. Por otra parte, tenía que meter paja, que juraría que lo de los dinosaurios de Elena ya lo he mencionado antes y contaba con dedicarle una entrada entera, pero la historia no daba para estirar tanto el chicle.

Este vaso


Y ya que acabo de mencionar lo miserable que soy, os diré que la presencia de un vaso vacío de Starbucks en mi habitación fue parte de un plan nunca llevado a cabo. Tenemos que remontarnos a dos mil once, cuando la capital vallisoletana no contaba con ningún establecimiendo de la multinacional cafetera (si alguien quiere detalles, en esta entrada no especialmente graciosa hablo del tema), mientras que en Madrid ya había la hostia de ellos. Fue durante un viaje a la metrópoli que aproveché para trincarme uno y pedir a la barista que me diese un vaso vacío a mayores. Ésta aceptó mi encargo a regañadientes (aún no tengo muy claro por qué) y yo me volví a Pucela con él.

Mi malvado propósito (porque yo no he tenido una idea buena en mi vida) consistía en salir de casa con dicho vaso lleno de café que me habría preparado previamente, y pasearme por las calles del centro a la espera de que más de un niñato pijo vallisoletano (porque Starbucks no habría ninguno, pero niñatos pijos en Valladolid siempre ha habido demasiados) me preguntase sorprendido cómo había sido capaz de obtener esa bebida.

Y yo, haciendo gala del poder que tengo para colarle una bola muy gorda a cualquiera dejaría caer que la ciudad del Pisuerga contaba por fin con un Starbucks, pero que el acontecimiento no había trascendido porque el mismo no se hallaba en una localización muy céntrica. El pijo o pija de turno, pensaba yo, exigiría saber dónde se encontraba el local (había tanto hype al respecto que hasta una página de Tuenti con no pocos seguidores solicitaba "un Starbucks para Valladolid"), y yo entonces procedería a dar indicaciones de lo más preciso que mandasen a la víctima al barrio más chungo posible.

Pero nada de eso pasó. A mí me faltaron huevos en su día y ahora Valladolid ya cuenta con su Starbucks reglamentario. En plena Plaza Mayor, para más señas.

Este estuche


Si uno compraba un huevo de sobres de petazetas, le daban este estuche. La historia no tiene más misterio. Y si quiero traer a colación alguna anécdota relacionada que demuestre una vez más lo miserable que soy, tengo que usar un poquito el calzador y hablaros de Mou, nuestro profesor de Filosofía de primero de Bachillerato.

Mou empezó el curso ganándose mi odio y el de todos mis compañeros por repartir un suspenso general en el primer examen que nos hizo (pues nos limitamos a reproducir el esquema de turno que habíamos copiado de la pizarra cuando habló del tema, y él no quería eso) y recuperó nuestro respeto en las semanas siguientes al demostrar que en realidad era muy buen profesor. En mi caso, el respeto se tornó en admiración cuando se pasó una hora entera en la que no le apetecía mucho dar clase hablando conmigo acerca de una cosa llamada "Linux". Aquella especie de ted talk improvisada provocó indirectamente que, más de veinte años después, me gane la vida aporreando teclas. Mou también nos enseñó, entre otras cosas, que la música de Marilyn Manson es más que ruido estridente y voces guturales, y si alguna vez se encontraba con nosotros por la calle, no dudaba en pararse un rato a intercambiar unas palabras.

Sí, Mou molaba. Y me imagino que sigue molando, aunque tenía pinta de estar un poquito hasta los huevos de todo en general, y del vídeo sobre la evolución que nos hizo ver un día en particular. Su clase era la última de la jornada, y el pobre funcionario ya había tenido que colocarle la puñetera cinta a otros cuatro grupos ese mismo día. Así que imaginad sus ganas.

Mientras la tele nos mostraba imágenes de tal o cual homínido, y dándose la circunstancia de que las luces de la clase estaban apagadas, Mou se sentó en la parte de atrás del todo, junto a mí y a mi compañero de pupitre, y quiso aprovechar aquellos minutos del mediodía para echar una cabezada. O igual ésa no era su intención, pero no pudo evitarlo. Pues bien, adivinad quién contaba con un par de sobres de petazetas en su mochila y decidió competir con otros compañeros igual de mastuerzos por ver quién lograba despertar al sufrido funcionario a base de estallidos del divertido caramelo. 

¿Me convierte lo que os acabo de contar en una mala persona? Juzgad vosotros mientras os hablo del último objeto. Ni más ni menos que...

Este condón


Tengo que confesar que soy el primer sorprendido, pues el descubrimiento del profiláctico entre mis posesiones fue de lo más inesperado. Resulta que el diario Público, en su primera etapa, no sólo venía impreso y se vendía en quioscos, sino que ofrecía colecciones de lo más interesante: desde una colección de libros controvertidos hasta una serie de fotografías famosas, pasando por biografías de pintores o películas bastante decentes como Goodbye Lenin o Bowling for Columbine. Pues bien, yo me hice con decenas de esas pelis que nunca llegué a ver y uno de estos DVDs trajo consigo, sin que yo pueda explicar muy bien por qué, el condón que veis. Y lo peor es que no me enteré del detalle hasta muchos años después, cuando limpiando la habitación y dando origen a la serie que estáis viendo morir, decidí que sería buena idea desenvolver todos aquellos discos para, al menos, no quedar como un completo inculto.

Y fue mientras me afanaba en deshacerme de plásticos que apareció el preservativo y me dejó tan a cuadros como estaréis vosotros ahora. Y si yo tuviese algo de arte podría cerrar esto por todo lo alto hablando del paso del tiempo, de la fugacidad de la vida y de todas esas cosas que Robe suele mencionar en sus canciones, pero como no es el caso, voy a dejar que la fecha de caducidad del condón de marras lo haga por mí:

No sé vosotros, pero yo en octubre de 2012 me estaba mudando a Irlanda

Al principio de esta entrada decía que para bien o para mal, todo se acaba. Voy a dejar que decidáis vosotros si después de ocho posts y cuarenta objetos, os ha merecido la pena llegar hasta aquí, os habéis quedado con ganas de más u os habéis quedado con ganas de menos. Lo único que os pido ahora es que, por favor, os larguéis de mi habitación.

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