A los siete años se me antojó un set de gafas + tubo de buceo que vi en un Todo a cien de Valladolid. Mi madre, que por aquella época me consentía más caprichos de los que debía, accedió a comprármelo (tampoco sería tan caro, me imagino), y yo quise probarlo ese mismo día en la piscina Toi que mi padre montaba en nuestro patio cada verano. Debido a que las gafas de buceo (tamaño adulto) quedaban demasiado grandes en mi carita infantil, tuve que conformarme con usar sólo el tubo, así que acoplé el mismo a mi boca, cerré los ojos, metí la cara en el agua y realicé una profunda inspiración... por la nariz. Pasada media hora de mi brillante prueba subacuática, aún seguía tosiendo agua.
A los nueve años mis padres me apuntaron a un curso de natación que tenía lugar cada verano en la piscina de una urbanización pija cercana a mi barrio. Para quienes no lo sepan, el calor veraniego en Valladolid tiene horario comercial, y a las nueve de la mañana (hora a la que comenzaba el curso todos los días) el agua estaba tan fría que era inevitable el odiar meterse en la piscina. Por otra parte, el monitor de natación tuvo que rendirse ante mi pánico (totalmente irracional, lo reconozco) a nadar de espaldas. No, no aprendí a nadar aquel verano.
A los diez años, como parte del programa de la asignatura de Educación Física del colegio, tuve que asistir, junto con todos mis compañeros, a clases de natación en una piscina municipal (la del polideportivo Huerta del Rey, por si queréis comprobar la veracidad de mi historia). Los alumnos hacíamos el viaje del colegio a la piscina en un autocar cochambroso y sin ventilación alguna, en el que cada hueco de dos asientos era ocupado por tres niños, y al llegar nos esperaban unas monitoras cuyas técnicas harían quedar a Ante Pavelić a la altura de Ned Flanders. Lo bueno de todo esto es que cada semana le tocaba a un padre, madre o tutor legal el supervisar la clase desde la grada, por lo que mi padre, que creía que exageraba con mi testimonio, pudo contemplar en vivo y en directo el método "La natación os hará libres" que aquellos monstruos llevaban a cabo con los que más miedo teníamos al agua. En concreto, vio como yo, su propio hijo, lloraba abrazado a una tubería porque no me atrevía a saltar a la piscina grande; y como una de las monitoras-Aufseherinnen, gritando aún más que yo, me arrancaba salvajemente de dicha tubería y me lanzaba a la piscina sin ningún tipo de consideración. Mi padre, como era de esperarse, no permitió que siguiese acudiendo a aquel curso.
A los doce años, durante unas vacaciones veraniegas en Oliva (Valencia), me adentré en el mar subido a una colchoneta de playa. Cuando quise darme cuenta, estaba bastante lejos de la orilla, y al pretender bajarme del hinchable artilugio descubrí horrorizado que mis pies no tocaban el fondo, por lo que volví a encaramarme al mismo con un ímpetu similar al que tiene mi gata cuando trata de escapar de la bañera cada vez que le estamos dando un baño y pedí a un crío de unos siete años que chapoteaba feliz a mi alrededor que me diese un empujón en dirección a la costa (no os riáis, cabrones). Aunque aún faltaba más de una semana para que mis padres, mi hermano y yo nos volviésemos a la seca Valladolid, decidí que aquel desafortunado incidente daba por finalizada mi temporada de baños en el mar hasta el año siguiente.
A los trece años, cuatro después del fallido primer intento, mis padres volvieron a apuntarme al curso de natación de la urbanización pija. Esta vez, además del agua fría y el desesperado monitor, entraron en escena un número considerable de alumnos (puesto que la primera vez sólo éramos dos), todos ellos muchos años más pequeños que yo, quienes disfrutaban de lo lindo al verme sufrir como si fuera una tortuga panza arriba cada vez que intentaba, sin éxito, nadar de espaldas. No, no aprendí a nadar de espaldas aquel verano. Y de frente, tampoco.
A los quince años un compañero de clase me retó a presentarme en la piscina a las ocho de la mañana de un sábado de febrero. Acepté el reto. Vale, la piscina era climatizada (Benito Sanz de la Rica, por si aún seguís sin creerme), pero impresionaba lo suyo ver caer una imponente nevada a través del cristal a quienes no llevábamos más que un raquítico bañador. Una vez allí, este mismo compañero me retó a hacer dos largos seguidos, sin parar a descansar entre medias ni mariconadas por el estilo. Acepté el reto. El esfuerzo que le supuso a mi cuerpo desentrenado en esto de moverse flotando sobre el agua completar la proeza (DOS señores largos, he dicho) fue tan grande que estuve a punto de perder el conocimiento preso de una peligrosa taquicardia, por lo que reté a mi compañero de clase a que se fuese a la mierda y me largué de la piscina sin esperar a comprobar si aceptaba o no mi reto, con un dolor de pulmones considerable.
A los dieciséis años, tras varios días disfrutando del mar sin complicaciones, comencé a sentir un dolor punzante en la planta del pie mientras me bañaba entre las olas del Mediterráneo. Tras acudir al puesto de socorro de la playa, el muchacho que me atendió confirmó que había pisado un pez araña y me dijo: "El otro día traté a un hombre que lloraba como un niño a causa del dolor por el mismo motivo, así que has tenido suerte". No, no tuve suerte. Tuve MUCHA suerte, ya que a los pocos días un alemán murió en Mallorca tras pisar un bicho de ésos (no he encontrado la noticia, pero os juro que salió en Gente, creedme por una vez). Y además de suerte, tuve una bonita cojera que me acompañó a todas partes durante el resto de aquel verano.
A los diecisiete años pasé una semana en Gijón, en una concentración de mi equipo de atletismo en la que corríamos por la mañana, corríamos por la tarde y corríamos por la noche. Pero también teníamos tiempo libre. Y parte de ese tiempo libre lo invertíamos en bañarnos en las aguas del Cantábrico. Fue durante una de estas zambullidas cuando, probablemente debido a lo fría que estaba el agua, sufrí un calambre en el pie que me dejó paralizado, por lo que empecé a gritar: "¡Un calambre! ¡Ayudadme! ¡Un calambre! ¡Ayudadme!", con el objetivo de que mis compañeros de equipo me ayudasen a salir del agua. Me ayudaron, sí, pero también se estuvieron cachondeando de mi llamada de socorro hasta que nos volvimos de Asturias. Incluso compusieron una canción al respecto que animó nuestros entrenamientos durante varios meses. Los muy hijoputas.
El mes pasado (a los veintinueve años, por si estáis llevando la cuenta, miserables), durante una visita en barco a las cuevas costeras de Albufeira, el capitán del pequeño navío nos permitió, mientras esperábamos a que un par de zodiacs nos acercasen en grupos a la orilla, nadar un rato junto al anclado barco. Mi novia pensó que aquella era una maravillosa idea, y disfrutó de lo lindo registrando el momento con su cámara Gopro bajo el agua. Yo no lo pasé tan bien, la verdad. Quizá fue porque no paré de respirar el humo del barco mientras intentaba nadar, o quizá fue porque mi incapacidad para flotar adecuadamente me hizo tragar una cantidad de agua salada que podríamos considerar "peligrosa" a nivel sanitario. O quizá fue porque el enorme esfuerzo físico que tuve que hacer para no morir en lo que yo considero "alta mar" (que estábamos por lo menos a cuarenta metros de la orilla, joder) hizo que el dolor en mis músculos no se me pasase hasta el día siguiente, pero he de reconocer que lanzarme al agua detrás de mi novia y su Gopro no fue una buena idea, mira tú.
¿Que a qué viene todo esto? Pues bien, viene a que esta última semana la he pasado en las costas de Granada, en las que han sido unas fantásticas vacaciones durante las que no he tenido que lamentar incidencias de ningún tipo a nivel acuático. He podido nadar y bucear entre peces, cangrejos y demás personajes del reparto de La Sirenita, ayudado por las aletas y el set de gafas + tubo de buceo (esta vez sí, de mi talla) que mi novia ha tenido a bien regalarme, alejándome de la costa más allá de lo que nunca me había atrevido, y sumergiéndome metros y metros en busca de las rocas y la arena del fondo.
Y durante todo el tiempo en el que me encontraba rodeado por el mar, sobre el mar o bajo el mar en estos últimos días, una voz dentro de mi cabeza no paraba de repetirme (no entiendo muy bien por qué, la verdad): "SAL DEL AGUA, INSENSATO".
![]() |
Yo. En el agua. Y sin morirme |

No hay comentarios:
Publicar un comentario