martes, 2 de abril de 2024

Bajo el polvo 8. La mesa del zapatero

Para mal o para bien, todo llega a su fin. Me duele darle vueltas a este hecho cuando pienso que sólo quedan unos pocos urogallos en la cornisa cantábrica, pero me supone un alivio cada vez que recuerdo que Henry Kissinger está por fin pudriéndose en el mismo rincón del infierno que Margaret Thatcher.

Y, al igual que especies de aves objetivamente feas o execrables figuras del mundo de la política, la serie de entradas sobre mi habitación que comencé a escribir hace CUATRO AÑOS (y que llevaba siete meses sin actualizar), se despide hoy de mi blog.

Los últimos cinco artículos de los que voy a hablar a continuación forman parte una miscelánea inclasificable, y tengo que reconocer que encontrarles la gracia ha constituido una tarea con resultado no siempre satisfactorio, así que si alguien no se entretiene demasiado mientras llegamos a la última parada de este viaje, puede pedir con toda confianza que le devuelvan el dinero que NO ha tenido que pagar para llegar hasta aquí. Hablemos entonces de...

Este gusiluz


Juraría que hay alguna foto entre los muchos álbumes existentes en casa de mis padres en la que yo aparezco durmiendo plácidamente en la cuna. Dicha instantánea muestra al bicho que acabáis de ver cuidando de mis sueños desde una de las esquinas del enjaulado lecho como si de uno de los angelitos de la oración se tratase. Con esto quiero decir que mi afición por la morralla que brilla en la oscuridad viene de lejos. Y es que no sólo conservo el gusiluz. Es que hay un rincón de la habitación en el que, además del gusano, dos enmarcados puzles que representan la Luna y Marte, multitud de muñecos de ganchillo que mi madre ha tenido a bien elaborar demostrando maña y paciencia a partes iguales (un Mestre Ensinador, dos kodama, otro gusiluz y tres fantasmas), un móvil con planetas del sistema solar y el cuadro a punto de cruz que os mostré en esta entrada impiden que la penumbra se adueñe de la estancia cuando apago la luz.

Que algunos pensaréis que ya no tengo edad para esta clase de chorradas, y yo os digo que me la sopla dos veces. Y para muestra, seguid leyendo.

Estos dinosaurios


Me da igual cuántos años tengáis. Si no os gustan los dinosaurios, no sois de fiar. Los de la foto, junto con más que he ido perdiendo, pasaron a engrosar mi colección de trastos cuando Elena, la dueña del único establecimiento de alimentación situado en el barrio donde pasé mi infancia, comenzó a regalarlos a quien adquiriese doscientos gramos de jamón cocido en su tienda. Esta campaña de marketing tuvo muy buena acogida entre los vecinos, tanto los críos que pasamos aquellas semanas atiborrándonos del susodicho fiambre como nuestras madres, encantadas de ver que por un tiempo dejábamos de pedir bollycaos para merendar.

Por si los dinosaurios no molasen suficiente ya de por sí (o sea, DINOSAURIOS. ¿Qué más quereís?), éstos me gustaban especialmente porque cada uno tenía escrito por debajo qué dinosaurio era en concreto. Que igual os creéis muy listos y sabéis distinguir a un tiranosaurio rex de un triceratops, pero seguro que la cagáis si os presentan a un diplodocus y un braquiosaurio. Bueno, pues gracias a Elena y su jamón de york promocional, nunca tendré ese problema. Y diréis que nadie nunca tendrá ese problema, pero yo os voy a callar la boca metiendo una pequeña anécdota a continuación.

Resulta que, muchos años después de que ocurriese lo que os estoy contando, me encontraba con un amigo y compañero de facultad en una tienda de manualidades del centro de Valladolid a punto de comprar vete a saber qué para hacer vete a saber qué. La cuestión es que, mientras esperaba mi turno, la clienta que estaba siendo atendida reparó en unas toallas de ésas que vienen en .zip y se despliegan al meterlas en agua, y que contaban con el dibujo de un dinosaurio (no, yo no me compré una porque no tenía un duro). Pues bien, la mujer pidió llevarse dos, solicitando que fuesen iguales para que sus hijos no se peleasen al recibirlas (desagradecidos los críos, por otra parte). Preguntó entonces el dependiente que cuáles quería en concreto, y la mujer respondió que "unas con dinosaurios cuellilargos de ésos". Pues bien, mi amigo y yo nos dimos más de un codazo y luego fantaseamos con la idea de que, poco después, dos críos acabarían a hostia limpia al descubrir que un diplodocus y un braquiosaurio sólo se parecen en lo largo del cuello.

Vale, seguro que aquella posterior pelea no tuvo lugar, pero me hace gracia pensarlo porque además de un dinofriki soy un miserable. Por otra parte, tenía que meter paja, que juraría que lo de los dinosaurios de Elena ya lo he mencionado antes y contaba con dedicarle una entrada entera, pero la historia no daba para estirar tanto el chicle.

Este vaso


Y ya que acabo de mencionar lo miserable que soy, os diré que la presencia de un vaso vacío de Starbucks en mi habitación fue parte de un plan nunca llevado a cabo. Tenemos que remontarnos a dos mil once, cuando la capital vallisoletana no contaba con ningún establecimiendo de la multinacional cafetera (si alguien quiere detalles, en esta entrada no especialmente graciosa hablo del tema), mientras que en Madrid ya había la hostia de ellos. Fue durante un viaje a la metrópoli que aproveché para trincarme uno y pedir a la barista que me diese un vaso vacío a mayores. Ésta aceptó mi encargo a regañadientes (aún no tengo muy claro por qué) y yo me volví a Pucela con él.

Mi malvado propósito (porque yo no he tenido una idea buena en mi vida) consistía en salir de casa con dicho vaso lleno de café que me habría preparado previamente, y pasearme por las calles del centro a la espera de que más de un niñato pijo vallisoletano (porque Starbucks no habría ninguno, pero niñatos pijos en Valladolid siempre ha habido demasiados) me preguntase sorprendido cómo había sido capaz de obtener esa bebida.

Y yo, haciendo gala del poder que tengo para colarle una bola muy gorda a cualquiera dejaría caer que la ciudad del Pisuerga contaba por fin con un Starbucks, pero que el acontecimiento no había trascendido porque el mismo no se hallaba en una localización muy céntrica. El pijo o pija de turno, pensaba yo, exigiría saber dónde se encontraba el local (había tanto hype al respecto que hasta una página de Tuenti con no pocos seguidores solicitaba "un Starbucks para Valladolid"), y yo entonces procedería a dar indicaciones de lo más preciso que mandasen a la víctima al barrio más chungo posible.

Pero nada de eso pasó. A mí me faltaron huevos en su día y ahora Valladolid ya cuenta con su Starbucks reglamentario. En plena Plaza Mayor, para más señas.

Este estuche


Si uno compraba un huevo de sobres de petazetas, le daban este estuche. La historia no tiene más misterio. Y si quiero traer a colación alguna anécdota relacionada que demuestre una vez más lo miserable que soy, tengo que usar un poquito el calzador y hablaros de Mou, nuestro profesor de Filosofía de primero de Bachillerato.

Mou empezó el curso ganándose mi odio y el de todos mis compañeros por repartir un suspenso general en el primer examen que nos hizo (pues nos limitamos a reproducir el esquema de turno que habíamos copiado de la pizarra cuando habló del tema, y él no quería eso) y recuperó nuestro respeto en las semanas siguientes al demostrar que en realidad era muy buen profesor. En mi caso, el respeto se tornó en admiración cuando se pasó una hora entera en la que no le apetecía mucho dar clase hablando conmigo acerca de una cosa llamada "Linux". Aquella especie de ted talk improvisada provocó indirectamente que, más de veinte años después, me gane la vida aporreando teclas. Mou también nos enseñó, entre otras cosas, que la música de Marilyn Manson es más que ruido estridente y voces guturales, y si alguna vez se encontraba con nosotros por la calle, no dudaba en pararse un rato a intercambiar unas palabras.

Sí, Mou molaba. Y me imagino que sigue molando, aunque tenía pinta de estar un poquito hasta los huevos de todo en general, y del vídeo sobre la evolución que nos hizo ver un día en particular. Su clase era la última de la jornada, y el pobre funcionario ya había tenido que colocarle la puñetera cinta a otros cuatro grupos ese mismo día. Así que imaginad sus ganas.

Mientras la tele nos mostraba imágenes de tal o cual homínido, y dándose la circunstancia de que las luces de la clase estaban apagadas, Mou se sentó en la parte de atrás del todo, junto a mí y a mi compañero de pupitre, y quiso aprovechar aquellos minutos del mediodía para echar una cabezada. O igual ésa no era su intención, pero no pudo evitarlo. Pues bien, adivinad quién contaba con un par de sobres de petazetas en su mochila y decidió competir con otros compañeros igual de mastuerzos por ver quién lograba despertar al sufrido funcionario a base de estallidos del divertido caramelo. 

¿Me convierte lo que os acabo de contar en una mala persona? Juzgad vosotros mientras os hablo del último objeto. Ni más ni menos que...

Este condón


Tengo que confesar que soy el primer sorprendido, pues el descubrimiento del profiláctico entre mis posesiones fue de lo más inesperado. Resulta que el diario Público, en su primera etapa, no sólo venía impreso y se vendía en quioscos, sino que ofrecía colecciones de lo más interesante: desde una colección de libros controvertidos hasta una serie de fotografías famosas, pasando por biografías de pintores o películas bastante decentes como Goodbye Lenin o Bowling for Columbine. Pues bien, yo me hice con decenas de esas pelis que nunca llegué a ver y uno de estos DVDs trajo consigo, sin que yo pueda explicar muy bien por qué, el condón que veis. Y lo peor es que no me enteré del detalle hasta muchos años después, cuando limpiando la habitación y dando origen a la serie que estáis viendo morir, decidí que sería buena idea desenvolver todos aquellos discos para, al menos, no quedar como un completo inculto.

Y fue mientras me afanaba en deshacerme de plásticos que apareció el preservativo y me dejó tan a cuadros como estaréis vosotros ahora. Y si yo tuviese algo de arte podría cerrar esto por todo lo alto hablando del paso del tiempo, de la fugacidad de la vida y de todas esas cosas que Robe suele mencionar en sus canciones, pero como no es el caso, voy a dejar que la fecha de caducidad del condón de marras lo haga por mí:

No sé vosotros, pero yo en octubre de 2012 me estaba mudando a Irlanda

Al principio de esta entrada decía que para bien o para mal, todo se acaba. Voy a dejar que decidáis vosotros si después de ocho posts y cuarenta objetos, os ha merecido la pena llegar hasta aquí, os habéis quedado con ganas de más u os habéis quedado con ganas de menos. Lo único que os pido ahora es que, por favor, os larguéis de mi habitación.

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