Es muy probable que no os hayáis dado cuenta, pero yo siempre publico las entradas de este blog en días de diario a primera hora de la mañana. Teniendo esto en consideración, os preguntaréis qué hago un sábado por la tarde dándoos la turra. Lo que ocurre es que me acaban de pasar unas cositas de ésas que le ponen a uno la paciencia y los nervios al límite, por lo que estoy aporreando frenéticamente las teclas de mi ordenador para liberar tensiones, ya que la alternativa a esto es vaciarme una botella de Jack Daniels. Y eso es algo contraproducente teniendo en cuenta que yo mañana pretendo salir a correr.
Si llegáis al final del post y pensáis que lo que me ha pasado no es para tanto, sabed que ME DA IGUAL.
Antes de empezar, he de indicar que los austriacos tienen el hábito de descalzarse al entrar en las casas, y tiene su lógica. Con este acto, microbios y suciedad en general se quedan a la entrada y hay que preocuparse menos por la limpieza del suelo. Nosotros hemos adoptado esta costumbre de buen grado, y aunque es cierto que en nuestro propio pisazo contamos con zapatillas de andar por casa porque no somos animales (en Irlanda también lo hacíamos, pero en aquel caso era debido a que allí usan moquetademierda®), cada vez que visitamos un domicilio ajeno nos quedamos con los calcetines al aire.
¿Por qué empiezo comentando esto? Pues porque hace un par de horas, estando yo a punto de salir, me he puesto el abrigo y me he calzado las botas con las que poder enfrentarme a la fría tarde, y antes de cruzar la puerta he descubierto que mi cartera estaba fuera de mi alcance. Para ser exactos, estaba dentro de la mochila que he llevado al gimnasio por la mañana. Y la mochila, a su vez, estaba dentro del dormitorio. Esta situación me ha planteado un dilema: ¿me descalzo de nuevo y voy a por ella o entro en la habitación con las botas, llenando el suelo de detritus en el proceso?
Al final, la pereza ha ganado el debate y he optado por una tercera opción: salir de casa sin cartera. En el bolsillo de mi abrigo contaba con diez euros y, por otra parte, se supone que puedo pagar con mi móvil, ¿no? Quiero decir, mi novia lo hace a menudo y yo, aunque no lo he hecho nunca, intuyo que también puedo. Además, la tarea a la que debía enfrentarme allende nuestro pisazo no requeriría realizar gasto económico alguno.
Dicha tarea, que no lo he dicho, consistía en cuidar de una gata. En estos días en los que todos os largáis a disfrutar de las navidades en familia u os pegáis viajazos por motivos que no entiendo a sitios en los que hace frío y hay pocas horas de luz, yo me quedo en casa. Por ello, le estoy haciendo el favor a una amiga y me paso a diario por donde vive para asegurarme de que su gata sigue viva, cepillarle un poco el pelo, darle algo de comida húmeda, limpiarle el arenero de cacas y pises, cambiar el agua de su cuenco de porcelana y hacerle un poco de compañía en general para que no piense que el ser humano la ha abandonado por completo.
![]() |
La gata. Un sol, por otra parte |
En otras ocasiones ella cuida de nuestros gatos y nos lo agradecemos regalándonos chocolate.
Aclarado el motivo de mi salida, sigo con el relato. He montado en mi bici y pedaleado unos diez minutos hasta la casa de mi amiga. Tras candar mi vehículo de dos ruedas en la puerta, he subido a su domicilio y he sido recibido por el gracioso "ñeeeeeee" que la gata suele emitir constantemente, pues maúlla con un acento muy raro y a la vez muy entrañable. Tras suministrarle la comida húmeda (no me deja en paz hasta que lo hago), he procedido a transportar el cuenco de agua, lleno a rebosar, al cuarto de baño, con la intención de vaciarlo para acto seguido rellenarlo con agua fresca. Sin embargo, por el camino, se me ha resbalado de entre los dedos y, emulando al CEO de Mango, se ha hecho añicos contra el suelo:
![]() |
Jerónimo |
Como recuerdo, el accidentado cuenco ha dejado un estupendo charco que no he sabido cómo secar, habida cuenta de que no he dado con ningún trapo o similar en el piso de mi amiga que me ayudase a tal fin (tampoco es que me haya puesto a rebuscar por armarios y cajones, pero entendedme, que está feo hacer eso en casa ajena).
A todo esto, la gata, habiendo acabado su comida húmeda, se ha acercado con su "ñeeeeeee", indicando que quería más. Yo, que estaba ocupado diciendo muchas palabrotas, le he dicho "ahora vuelvo" y me he dirigido a la tienda de mascotas más cercana deseando que tuviesen el mismo ejemplar cuenquil para no dejar señal de mi torpeza. Pero no ha sido así, por lo que he tenido que optar por otro modelo diferente aunque no menos cuqui. Lo bueno de este viaje inesperado al local es que he podido adquirir también algo de comida húmeda para mis propios gatos que no tenían la última vez que pasé por aquí hace un par de días.
El total superaba los diez euros. Sin embargo, al echar mano de mi celular e intentar pagar con él como hacéis los jóvenes, sólo he obtenido mensajes indicando que necesitaba configurar toda esa mierda. Nervioso ante las circunstancias y ante la situación en sí, le he dicho a la cajera que la comida húmeda se iba a quedar allí y sólo he pillado el cuenco que he podido abonar gracias al billete de diez que había en el bolsillo de mi abrigo al principio de esta historia.
El siguiente paso en mi plan para resolver el desastre ha consistido en completar configuraciones en mi móvil y aceptar todos los términos y condiciones de turno que, al igual que vosotros, nunca me molesto en leer, mientras me dirigía al supermercado para comprar algún producto que me permitiese secar el charco. ¿Vosotros sabéis lo que es una fregona? Bueno, pues los austriacos no. En el local no vendían fregonas y he tenido que conformarme con un par de mopas.
Al ir a pagar me he encontrado con una fila de clientes interminable. Algo que también es habitual entre la gente de este país es gritarle a la cajera o cajero que abran más cajas para agilizar el proceso de pago, pero es un acto que encuentro de un clasista asqueroso, por lo que he preferido tirar por las autocajas.
La situación que me ha ofrecido esta alternativa tampoco ha sido muy halagüeña: de tres autocajas, una estaba fuera de servicio, otra mostraba una pantalla del software de cobro muy extraña y la tercera estaba ocupada por una punki enfrascada en adquirir litros y litros de alcohol (imagino que ella no tendría pensado salir a correr mañana). Tras un par de minutos peleándome con los ilegibles mensajes de la pantalla, una reponedora, alertada ante el humo que empezaba a salir por mis orejas, se ha acercado y ha tocado no sé dónde, permitiendo que pudiese por primera vez usar mi móvil para efectuar un pago y largarme de allí.
Y he vuelto al piso en el que me esperaba el charco. He de decir que todos estos viajes han durado muy poco porque, gracias a Dios, vivimos en una ciudad de quince minutos, por mucho que a algún que otro fascista ignorante esto le parezca una mala idea. Una vez dentro, he rellenado el nuevo cuenco con agua, me he pasado un buen rato en cuclillas sirviéndome de las mopas para secar el suelo (escurriéndolas con mis manos en el retrete varias veces), he limpiado la arena de la gata y he recogido todos los trocitos de cuenco con la intención de deshacerme de ellos al salir, no sin antes hacerles una foto porque confío en encontrar uno igual que lo reemplace:
![]() |
DEP cuenco |
Y me he vuelto con una acumulación de mala hostia rebosante y con la intención de contarlo todo. Lo primero que he hecho al llegar a mi casa ha sido, efectivamente, quitarme las botas. Y lo segundo, cambiarme de calcetines. Porque no lo he dicho, pero como yo soy un muchachito educado que se adapta a las tradiciones locales que no conllevan tratar con desprecio al personal de cajas del supermercado y se descalza al entrar en hogar propio o ajeno, todo lo que he hecho (y que habéis leído con una paciencia impagable) desde que el cuenco ha hecho patacrás, lo he hecho con los calcetines EMPAPADOS.

No hay comentarios:
Publicar un comentario