lunes, 19 de septiembre de 2016

A mí no se me ocurre nada

Un conocido mito griego relata cómo Mnemósine (diosa de la Memoria) y Zeus (albañil y pensador, director de todo esto) engendraron durante nueve noches consecutivas a las nueve musas de las artes y las ciencias, quienes se han encargado de alimentar la inspiración de creadores y compositores a lo largo de los siglos.

Así, Calíope es la musa de la belleza y la poesía épica; Clío ilumina a los historiadores; Erato llena las mentes de quienes escriben poesía amorosa; Euterpe se encarga de inspirar a los músicos; Melpómene no falta allá donde se está componiendo una tragedia; Polimnia da su soplo a los cantos sagrados; Talía lleva el arte de la comedia a lo más alto; Terpsícore le da impulso a la danza y, por último, Urania pone las ciencias exactas a alcance de los mortales.

Lo que no todo el mundo sabe es que el mito omite a una décima musa, mucho más poderosa que todas sus hermanas, pues su arte inspirador ayuda a los hombres cuando las otras nueve han fallado. Es la musa de quienes copian el trabajo de los demás, y lleva acompañándome toda la vida. Permitidme que os cuente...

A los que tengáis un mínimo de nivel de estudios la siguiente escena os traerá recuerdos: un profesor o profesora, plantando ante sus alumnos sendos folios en blanco y exigiéndoles hacer surgir de la nada un relato, un cuadro o una canción, creyendo que entre aquellos mocosos se encontraría el nuevo Pérez Galdós, el nuevo Pablo Picasso o el nuevo José Francisco Córdoba. De todas formas, no sé por qué iba a querer un profesor que uno de sus alumnos acabase como alguien tan obsesionado con las almejas. Y no, no me estoy refieriendo al Chivi, precisamente:

fuente: Tate
Picasso, Pablo (1968) Un coño, dos coños, tres coños [Aguafuerte sobre papel]. Tate collection

Suena paradójico, pero estos momentos de libertad creativa resultaban para mí una horrible condena. Primero, porque nunca he tenido imaginación, y en segundo lugar, porque siempre he sido un vago que prefiere seguir unos pasos bien establecidos a tener que arriesgarse a darse una hostia por elegir una ruta nueva por la que nadie ha pasado primero. Por ello, al igual que Steve McQueen tiraba de guante y pelota de béisbol durante su confinamiento en La gran evasión para que no se le fuese la olla, yo recurría a reproducir obras ya existentes cuando me exigían ser original para no tener que pasar por la vergüenza de entregar una hoja en blanco. Y había veces que el plan me salía a pedir de boca.

Una de estas ocasiones tuvo lugar durante una clase de Educación Plástica. Los deberes para el día siguiente consistían en inventar un cómic y yo, con la mente puesta en la partida de fútbol callejero que iba a echar con mis vecinos en cuanto acabase de dibujar el puñetero tebeo, di permiso a mi cerebro para que se saltase la parte de darme ideas, eché un vistazo rápido a la colección de Mortadelos que reposaba felizmente en una de las estanterías de mi habitación y reproduje, con la mayor fidelidad posible, la primera página de El atasco de influencias: el tamaño de las viñetas, la forma de los personajes, los diálogos... Sólo me faltó copiar los colores, pero ya os he dicho que siempre he sido un vago, así que decidí que era suficiente con el trazo para dar "mi" obra por finalizada. Eso sí, aunque calqué la página a lápiz, luego la pasé a boli, ojo. Que he dicho vago, no chapuzas.

Lo mejor vino al día siguiente, pues en la lotería que sorteaba el salir a la pizarra a explicar el trabajo, salió mi número. Así que de perdidos al río. Con todo el morro de quien sabe que está presentando como suyo algo que ha hecho otra persona (en este caso, Francisco Ibáñez), respondí con seriedad y entereza a todas las preguntas que la profesora (Patricia, se llamaba) me formulaba en relación con la disposición de los personajes y los bocadillos, o por qué había elegido diseñarlos así, qué otras opciones había descartado, etcétera. Y aunque conforme avanzaba mi exposición yo estaba cada vez más convencido de que Patricia iba a dejarme en evidencia delante de mis compañeros por ser un copión de mierda, ese momento no se produjo. Quizá fue porque la maestra no conocía lo suficiente a Mortadelo y Filemón, o quizá pensó que la jeta tan espectacular que le estaba echando merecía que fuese eximido de todo castigo, pero terminé de explicar el tebeo y me volví a mi sitio con una nota bastante alta y la sensación general de que yo era un genio creativo.

Éxito total. Pero éste no era siempre el resultado. Desgraciadamente para mí (y por fortuna para quienes creen que aún queda algo de justicia en el mundo), la mayoría de las veces mis "copias del original" eran descubiertas por profesores y/o compañeros. Una de las más evidentes tuvo lugar en mis primeros años de colegio. Esta vez se trataba de un cuento. Ni corto ni perezoso, volví a poner en marcha mi técnica emuladora y, tras llevar a cabo una pobre redacción, relaté en voz alta por orden de mi profesora (Angelita, en esta ocasión) la historia de una princesa que demostraba su sangre real al dormir sobre una pila de colchones y detectar un guisante bajo la misma (y encima tuve los huevazos de titular al cuento "La princesa y los colchones", no os lo perdáis). Fue más o menos a la mitad de mi exposición cuando una compañera (que por cierto, fue quien estuvo conmigo en el curso de natación de la urbanización pija al que me apunté con nueve años), la muy chivata, me acusó de plagio con gran indignación. Indignación a la que se sumó Angelita, por cierto. Y es que, tratando de que me sirviera de lección y escarnio, la profe me preguntó si me parecía bonito el haber presentado como mío ante el resto de alumnos algo que realmente no lo era. "No lo he hecho porque me pareciese bonito. Lo he hecho porque era lo más fácil" fue mi respuesta y a la vez mi billete de ida al rincón de la clase.

Lo cierto es que, considerando que mi tendencia a ser un copiota estaba llegando a un punto en el que me reportaba más tristezas que alegrías, aproveché un certamen de cuentos-cómics al que nuestro colegio nos presentó sin pedirnos permiso primero para sacudirle el polvo a mi creatividad y demostrar que, si me esforzaba, yo también podía crear buenas historias de la nada.

Según las bases del concurso, el cuento-cómic estaría formado por al menos cuatro viñetas, cada una de ellas acompañada por una descripción de la misma (vamos, como un pliego de coplas de ciego, pero sin rima). Como curiosidad, mientras que el trabajo final debía ser presentado en folios tan blancos como el culo de Franco en la versión del himno de España que conocemos todos, los bocetos los realizábamos en papel reciclado, que por aquel entonces era considerado como sucio y poco elegante por la comunidad educativa (la verdad es que en aquella época, lo único de color oscuro que la gente se tomaba en serio era al negro que hacía de Steve Urkel en Cosas de casa).

Os voy a describir el trabajo que presenté porque no tiene desperdicio. Mi cómic se llamaba "La casa sola". La primera viñeta del mismo incluía el dibujo de una casa (sin florituras. La típica fachada sin más detalle que una puerta y dos ventanas) con ojos y boca que mostraban una expresión triste, acompañada por la descripción "Érase una vez una casa que estaba triste porque nadie vivía en ella". Os vais haciendo una idea del nivel, ¿no? Sí, sí, sin colorear, por supuesto.

En la segunda viñeta, al lado de la misma casa (que esta vez cambiaba su expresión de tristeza por una de asombro), aparecían dos monigotes de palo cargando con dos cuadrados que pretendían ser cajas de mudanza. Debajo de semejante mierda, el texto "Un día, unos vecinos se mudaron a la casa".

En la tercera viñeta (tranquilos, que ya estamos cerca del final), la misma puta casa de la primera y segunda viñetas, pero esta vez con cara de alegría. Y acompañada por el texto "A partir de entonces, la casa fue feliz".

Y como el número mínimo de viñetas era de cuatro, la última de ellas contenía la palabra "FIN" con letras bien grandes. Debajo de las mismas podía leerse "fin". Con dos cojones.

Ahí lo tenéis, toda una joya de la literatura con su introducción, su nudo y su desenlace. Me puedo imaginar vuestras caras porque serán las mismas que la que puso el profesor encargado de recoger los trabajos y analizarlos cuando tuvo que examinar el mío. El pobre hombre no sabía si se encontraba ante un niño con un problema GRAVE de falta de creatividad o si yo me estaba riéndo de él. Me imagino que, al ver mi semblante serio y lleno de convencimiento, optó por pensar lo primero y aprobó mi obra para que pasase al concurso con un suspiro de resignación y pena.

La casa sola no ganó aquel concurso (lo cual no es de extrañar, pues ya se sabe que esta clase de certámenes siempre están amañados), y la derrota sufrida sirvió para alimentar aún más a la bestia plagiadora que vive en mí.

Así que, si alguna vez leéis algo en mis artículos que ya habéis oído o visto antes en otro sitio, sabed que existe una probabilidad altísima de que yo también lo haya oído, o visto, y plagiado miserablemente.

Por último, no quiero terminar este artículo sin pediros a todos los que estáis pensando en plagiar La casa sola que no lo hagáis, que eso de copiar está muy feo, hombre.

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