viernes, 22 de diciembre de 2023

España tenía que ser I. Que la suerte te acompañe

Hace unas semanas pasé una fría tarde de noviembre en compañía de una austriaca (la del Dirndl, para más señas) y un amigo de ésta, de origen alemán. Entre otras cosas, durante aquella velada hablamos acerca de las tradiciones y características culturales propias de la patria de cada uno, y mientras comentábamos lo que se hacía fronteras adentro, me percaté de que, si bien la austriaca tenía un conocimiento nada despreciable en lo que a mi querida Españita, esta Españita mía, esta Españita nuestra se refiere, el alemán no. Y es que el muchacho aprovechó muchas de mis aportaciones para meter pullas y chistecitos acerca de corridas de toros, encierros, sanfermines y todo lo relacionado con maltratar bóvidos, dejando claro que su idea de España estaba más cerca de una emisión del NODO que de la realidad actual.

Tales meadas fuera del tiesto por parte del teutón estuvieron a punto de provocar que me asomase el Miguel de Unamuno que todos llevamos dentro y le dijese cuatro cositas bien dichas que intentasen explicar por enésima vez, a un europeo central, que España es mucho más que toreros, folclóricas y sangría. Sin embargo, tras unos segundos de reflexión en los que concluí que la mayoría de alemanes, de España sólo conocen Mallorca (la parte fea de Mallorca, aclaro) y que no me hallaba ante una excepción a esta norma, decidí que sería mucho más divertido ir a por el más difícil todavía y rellenar su ignorancia de datos que le hiciesen concluir que Spain no es que sea different, es que es de un different que te cagas, y que lo que mejor representa a España no es una foto de W. Eugene Smith, sino un grabado de Francisco de Goya.

Como sé que os gusta todo masticadito y que nunca os da por buscar información adicional acerca de mis referencias, os pongo una foto de W. Eugene Smith para que no os canséis:

fuente: LIFE magazine

Y un grabado de Goya:

fuente: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

¿Se entiende ahora lo que quiero decir?

Vale, no fue para tanto. Lo que pasa es que empecé a largar acerca de tradiciones raras, noticias escabrosas y anécdotas inverosímiles MUY NUESTRAS y al final el pobre ya no sabía qué pensar de mi país. Y ¿adónde nos lleva esto? Pues a que, como soy mucho me meterme en fregados, he decidido que voy a dedicar unas pocas entradas a largar por aquí las historias que le conté a él, ya que sé que cuento con uno o dos seguidores internacionales que tampoco las conocerán, y quiero que les cambie la cara también a ellos. No prometo nada, que ando con poco tiempo libre últimamente y encima Jaime Altozano ha sacado por fin el curso de piano avanzado, así que no sé hasta qué punto podré estirar este chicle. De momento, voy a aprovechar que estoy un poco hasta los huevos de mi proyecto actual de punto de cruz y voy a darle un rato a la tecla.

Me queda por hacer la parte blanca. Y las letras van a brillar en la oscuridad si todo sale según lo previsto

Para inaugurar esta saga, y aprovechando que es veintidós de diciembre, hablemos del Sorteo Extraordinario de Navidad, un evento que año tras año promete repartir pasta a diestro y siniestro provocando que a mucha gente se le vaya la olla en mayor o menor medida.

Esta movida comienza en pleno verano, cuando los billetes de lotería son puestos a la venta en todo el territorio nacional y aquéllos que se encuentran lejos de sus casas debido a las vacaciones estivales compran los primeros décimos creyendo que las probabilidades de hacerse con un premio serán mayores. Conforme avanzan los meses y se acerca el día del sorteo, el volumen de números adquirido aumenta, y aparecen las participaciones: divisiones de un décimo de lotería vendidas a menor precio por diversos motivos (menciono esto porque en septiembre le compré varias participaciones a una protectora de animales de Valladolid y no me arrepiento en absoluto). Es durante estas fechas también cuando se producen los intercambios de décimos entre amigos y familiares (y sé de familias que se desplazan cientos de kilómetros para reunirse poniendo la lotería como excusa).

Llegado cierto punto del otoño que me cuesta localizar con exactitud, pues es algo que se presenta sin avisar como si de mi dermatitis se tratase, comienza a emitirse en televisión el anuncio de la Lotería de Navidad. Hasta hace algunos años (no me atrevo a buscar cuántos, que con esto de ser emigrante puede que sean, no sé, diez o quince y entonces me dé el bajón por lo rápido que pasa el tiempo desde que me fui de España) era habitual que lo protagonizase un calvo vestido de negro que "repartía suerte" soplándole polvos imaginarios a la gente que pasaba a su lado (no enlazo el vídeo porque todos los que he encontrado en Youtube tienen una calidad de mierda y no os merecéis eso). Pues bien, yo una vez, emulando una parodia del anuncio que hicieron en el programa de televisión El Informal, le bufé un puñado de harina a la cara a mi hermano mientras decía entre risas "soy el calvo ése". No sé si a estas alturas me habrá perdonado o no.

Sigo. Lo habitual es que la compra de lotería se produzca en las diferentes administraciones repartidas por toda España, aunque destaca por encima de ellas una situada en el centro de la capital: Doña Manolita (el sitio aparece en la web de turismo de Madrid y todo, no os lo perdáis). Y es que una mezcla de tradición y superstición hace que miles de personas cada año formen una kilométrica cola ante este establecimiento para dejarse aquí los dineros, con el convencimiento de que los billetes del local contienen los números agraciados. Incluso yo una vez formé parte de dicha cola porque quería pillarle un décimo a mi madre hasta que me cansé de esperar tanto y se lo compré a un gitano que vendía los mismos números en la calle un pelín más caros.

Y así, con gran parte de la población habiéndose gastado más o menos pasta, llega el esperadísimo día del sorteo. El mismo tiene lugar en el Teatro Real de Madrid, pues es tanta la gente que quiere asistir que no cabrían en un recinto más pequeño. Y no es coña. Para la edición de este año hay peña que se ha tirado más de una semana haciendo cola para pillar sitio. El nivel de frikismo que poseen algunos de los espectadores es digno de estudio, constituyendo lo que parece una competición por ver quién porta el disfraz más estrafalario. Juzgad vosotros mismos:

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

Tela, nunca mejor dicho. Pero bueno, hay gente ahí fuera que lleva camisetas de equipos de fútbol y no les decís nada.

De entre todos estos personajes solía destacar Salvador Benítez, quien no faltaba a esta cita anual vistiendo un traje al que había cosido cientos de botones. Pues bien, hace poco me enteré de que el hombre luchó contra el bando fascista en la Guerra Civil, se unió a la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial y acabó internado en el campo de concentración de Mauthausen. Tras su liberación, se estableció en París, y una vez muerto Franco pudo volver a España y, entre otras cosas, presenciar en directo cada sorteo de Navidad, ganándose el apelativo de "El loco de Matarraña" debido a sus pintas. Mis respetos.

Teniendo en cuenta la expectación que genera el evento, quienes no lo conozcáis estaréis pensando que lo que ocurre durante el mismo debe ser más o menos la hostia, ¿no? Pues... Yo creo que no. Pero es que a mí, por culpa de una constante sobreestimulación por parte de las redes sociales, me cuesta encontrar cosas que me emocionen. Resumiendo mucho, lo que ocurre durante las varias horas de la mañana que dura el sorteo, es que dos chiquillos que se van turnando sacan sendas bolas de los bombos que tienen detrás y berrean el número agraciado y el premio en metálico que le corresponde. "Taaaal número". "Taaaantos euros". "Taaaal número". "Taaaantos euros"... Y así casi dos mil veces. Que podrían usar a cantantes o a actores de doblaje en vez de a críos (y crías desde 1984), con su irremediablemente estridente voz, pero es que es tradición que esta actividad sea llevada a cabo por alumnos del Colegio de San Ildefonso. ¿Por qué? Pues porque antiguamente el alumnado de dicho centro estaba compuesto por huérfanos, y se creía que, al no tener a nadie en este mundo cruel a quien poder beneficiar, no harían trampas durante el sorteo. Hala, otro dato curioso que os regalo.

La monótona letanía se interrumpe cuando el infante encargado de cantar los premios saca del bombo correspondiente uno de los de más categoría (el mayor de todos es conocido como "el gordo" y a éstas alturas de la redacción me da pereza buscar a cuánto asciende en la actualidad). Es en ese momento cuando ambos chiquillos vocean a pleno pulmón número y premio varias veces mientras los asistentes reaccionan como si estuviesen presenciando por primera vez el gol de Iniesta en la final del mundial de Sudáfrica, en un momento que será viralizado y repetido hasta la saciedad horas después en los informativos de turno. Y en eso consiste básicamente el sorteo. Decidme vosotros ahora si os chuparíais una semana de cola para verlo en directo.

Aunque lo arriba descrito ni me vaya ni me venga a estas alturas de la vida, tengo que reconocer que la cantinela de los chiquillos entonando números y premios constituye para mí un entrañable ejemplo de magdalena de Proust. Y es que, al ser habitual que sorteo y comienzo de vacaciones de Navidad coincidan en el calendario, solía pasar esa fecha en mi juventud esquivando el último día de clase del trimestre y comprando regalos para mis familiares en diferentes tiendas del centro de Valladolid. Durante dichas compras siempre caía algún café con leche que me ayudase a combatir el frío vallisoletano, y como hay una ley no escrita que obliga a todos los bares a sintonizar un canal de televisión o emisora de radio que retransmita el sorteo, ser espectador u oyente del mismo me pillaba en un buen momento a nivel de salud mental.

Moñerías aparte, queda hablar del último detalle cronológico importante relacionado con todo esto. El sorteo ha concluido, los ganadores de los premios mayores están al tanto de ello y no hay un puto telediario que no abra la emisión de la tarde sin recoger imágenes de los mismos ante la puerta de las administraciones que vendieron los números agraciados descorchando champán, mostrando fotocopias del décimo de marras, declarando gilipolleces y mostrando una alegría en absoluto compartida por aquellos de nosotros que, envidiosos, seguiremos siendo pobres un año más.

A ver, es muy habitual que alguno de los muchos números adquiridos haya sido agraciado con algo de pasta, pero otra ley no escrita dice que ese dinero debe ser reinvertido, y esta vez perdido para siempre, en el sorteo de Lotería del Niño, que tiene lugar a su vez cada seis de enero. Pero éste no tiene tanta chicha como el de Navidad, así que podemos acabar aquí la entrada.

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viernes, 1 de diciembre de 2023

Yo vs. el alemán. Undécimo asalto

Ciento treinta y seis es el número de entradas que hay de momento en este blog, y treinta y siete es la edad que yo tengo desde hace un par de semanas. Si traigo a colación estos números es por dos motivos: el primero es que es muy probable que la historia con la que voy a comenzar hoy ya haya sido mencionada aquí anteriormente; el segundo es que a mi edad, me la pela.

Obviamente no siempre he sido así. Cuando contaba dieciséis añitos y mi cerebro estaba sin acabar, solía tomar decisiones de dudosa lógica fruto de lo fácil que era convencerme de cualquier mierda (reconozcámoslo: todos los que hemos vivido la adolescencia hemos sido gilipollas en mayor o menor medida durante dicha época) si se me ofrecía el estímulo adecuado.

En concreto, el estímulo que recibí una mañana de dos mil tres, mientras daba cuenta del tazón de Golden Grahams del desayuno, fue este estupendo anuncio que se estaba emitiendo en la tele de la cocina.

Para aquellos perezosos de vosotros a los que os cueste demasiado hacer click en un puto enlace y cargar el vídeo de Youtube, os contaré que el spot de marras anunciaba los Levis Type 1, un (por entonces) nuevo modelo de pantalón vaquero. Y a mí nunca me había interesado mucho la moda, pues era feliz vistiendo la ropa que mis padres tenían a bien comprarme en el Eroski o Carrefour de turno, pero no sé si fue por la banda sonora de fondo (que mola un huevo, todo sea dicho), por la puesta en escena, porque las costuras de los vaqueros parecen brillar en la oscuridad, o porque vi el anuncio tras una noche que pasé en vela estudiando para un examen de Matemáticas o Biología que acabaría suspendiendo irremediablemente, pero las pocas neuronas que aún no habían tirado la toalla para entonces empezaron a conspirar con el fin de que yo buscase la forma de meter un par de esos vaqueros en mi armario.

El que este comercial siguiese emitiéndose con regularidad durante los días sucesivos no ayudó a que me quitase tal idea de la cabeza, aunque lo que terminó de convencerme de una vez por todas fue encontrarme en persona con el conjunto de pantalón y cazadora en el escaparate de Parachute, una tienda del centro comercial que había cerca de mi casa. Contemplar aquellas dos prendas tras el cristal provocó que me lanzase irrefrenablemente al interior del local como si fuese un padre divorciado pasando por delante de un Sportium. Una vez dentro, pregunté a la dependienta que cuánto costaba aquel monumento hecho en tela vaquera, y me respondió que catorce.

Os aclaro: "Catorce", en dos mil tres, quería decir "catorce mil pesetas", pues aunque la vieja moneda llevaba ya un año fuera de circulación, aún no nos habíamos acostumbrado al euro. Y catorce mil pesetas equivalen a ochenta y cuatro euros, que si son un pastizal ahora, imaginad hace veinte años.

Ignorante de mí, quise saber si catorce era el precio por ambas prendas, y la dependienta, apiadándose de mi inocencia adolescente, me dijo que no, que cada una. Tan desorbitado precio, además de provocarme un ligero mareo, tiraba por tierra mis planes en lo que a vestimenta se refería, por lo que me limité a darle las gracias por la información y me largué de allí sintiendo que el capitalismo me había hecho pupita una vez más.

¿Sirvió el conocer el precio para disuadirme de mi empeño? Por supuesto que no. Hice entonces lo que siempre hacía cuando se me antojaba algo que no podía pagar: pedírselo a mi abuela. La sufrida pensionista, Dios la tenga en Su Gloria, accedió a apoquinar por la mitad del conjunto, así que yo me pasé semanas ahorrando para poder gastármelo todo de golpe como el padre divorciado del Sportium que he mencionado hace un par de párrafos. Cargado por fin con los casi ciento setenta euros (recordemos: de la época), volví al Parachute y solicité probarme pantalón y cazadora de la talla XL.

Objetivamente ambas prendas me quedaban de puta pena. Y es que yo tenía la complexión de un bicho palo: el pantalón era muy largo y además me sobraba de cintura, y mi cuerpecito no llenaba la cazadora. Por otra parte, una talla L quedaba muy corta vistiendo mis brazos y piernas de Slenderman, por lo que lo más inteligente en ese caso habría sido salir de allí con las manos vacías y ciento sesenta y ocho euros en el bolsillo. Sin embargo, la dependienta no estaba dispuesta a perder la venta, por lo que me remangó mangas y perneras (justificando su acción con un "ahora se lleva así", la muy miserable) y me sugirió usar un cinturón que, para sorpresa de nadie, hacía que el pantalón me quedase como si me acabasen de rescatar de un campo de concentración. Pero como yo era bastante tonto por aquel entonces, seguí aquellos consejos de estilo y salí del comercio vestido como un payaso.

Sin embargo, la historia termina de forma feliz, pues años de gimnasio y desayunos irlandeses han añadido volumen y peso a según que partes de mi cuerpo y, si bien es cierto que ahora me cuesta entrar en aquellos carísimos pantalones (aunque los conservo, pues nunca se sabe cuándo lo van a mandar a uno a un campo de concentración y, de ser así, podrían volver a valerme), la cazadora me queda bastante bien a día de hoy, constituyendo una interesante prenda con cierto aire retro para la temporada de entretiempo.

Ahora os estaréis preguntando: ¿por qué coño habla de esto en una entrada que, según el título, tiene que ver con lo mal que lo pasa para aprender alemán? Pero todo tiene una explicación, joder. Resulta que el otro día, mientras me encontraba en una fiesta de Halloween a la que acudí disfrazado de Mestre Ensinador porque no tengo vergüenza, recordé todo lo que os acabo de contar, así como el hecho de que ocurriese hace la friolera de dos décadas, y entonces pregunté con curiosidad a las personas con las que me encontraba cuál era el artículo de ropa más antiguo que conservaban.

Una chica austríaca del grupo procedió a responder, y aunque la conversación estaba teniendo lugar en inglés, mantuvo el nombre alemán original de la prenda de la que habló: un Dirndl. Nos contó que el Dirndl había pertenecido a su abuela, que su madre heredó este Dirndl años atrás y que, siguiendo la tradición, ahora era ella la dueña del susodicho Dirndl.

¿Que qué es un Dirndl? Esto es un Dirndl:

fuente: trachten24.eu
O como yo lo llamo: "el traje de sevillanas austriaco"

Vale, yo hasta entonces había visto decenas de Dirndl por aquí: portados por mujeres de todas las edades, expuestos en escaparates o simplemente en fotos e ilustraciones. Lo que no supe hasta ese momento es que este tradicional vestido se llama Dirndl. Yo no sabía ni que existía la palabra Dirndl. Este detalle explica por qué, mientras los demás integrantes del grupo seguían con ternura la historia de cómo aquel Dirndl había pasado de generación en generación hasta llegar a manos de esta chica, yo reaccionaba con incredulidad y estupor al escuchar el mismo relato.

Y es que, en lugar de "Dirndl", entendí "dildo".

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lunes, 7 de agosto de 2023

Bajo el polvo 7. Me cago otro poco en la puta tecnología

Teniendo en cuenta que la anterior entrada dedicada a enseñaros la morralla hallada en mi habitación vallisoletana apareció hace casi nueve meses (y en mi cumpleaños, por cierto), me imagino que el título de la que estáis a punto de leer os ha sentado como un guantazo. Si a estas alturas queréis una explicación de por qué he sido tan burro encabezándola, echad un ojo al post que publiqué en mi cumple entonces, que no quiero repetirme y si estoy poniendo enlaces es por algo.

Debido a mi afán milenial por adquirir cachivaches electrónicos, no bastaba con escribir una entrada dedicada a ello, y era necesario una segunda parte completando la saga dentro de esta epopeya como si esto fuese la última peli de Harry Potter, o la de Misión Imposible, o la de Los juegos del hambre, o la de cualquier saga cuyos productores hubiesen descubierto que sus seguidores son los suficientemente frikis como para dejarse sangrar los bolsillos por partida doble. Así que retomo el hilo y paso a hablaros de...

Esta traductora


Voy a ser sincero con vosotros. La persona que más disfruta de este blog leyéndose algunas de sus entradas una y otra vez soy yo (de hecho, más de un amigo mío ha reconocido que mis artículos "son demasiado largos", lo que les impide pasar del tercer párrafo de los mismos y me hace pensar con una frecuencia preocupante que necesito amigos mejores). Y una de mis favoritas es la que relata cómo a un compañero de clase se le jodió la tarde por culpa de su falta de nivel de francés y una traductora electrónica no muy eficiente durante uno de mis intercambios en Francia. Aunque no es de extrañar que aquello ocurriese, pues estos trastos eran, hablando en plata, una soberana mierda y no tenían apenas utilidad: su traducción se limitaba a palabras sueltas que no consideraban temas inherentes a un lenguaje como pueden ser la polisemia y otros conceptos de los que ahora no me acuerdo porque yo no es que prestase mucha atención en clase de Lengua (de hecho, una vez, en primero de bachillerato, se me cerraron los ojos un poquito mientras la profesora soltaba alguna turra sobre sintaxis. Cuando los volví a abrir, confuso, toda la clase me estaba mirando, y en ese momento la profe me soltó: "no me importa que te duermas en mi clase. Pero, por favor, no ronques"), lo que te deja en bragas si necesitas llevar a cabo una traducción simultánea.

Claro, este juicio lo puedo emitir ahora que tenemos aplicaciones en nuestros móviles capaces de convertir a cualquier idioma incluso nuestra voz con una capacidad de atinar en la traducción que ríase usted de C3PO. Pero a finales de los noventa esto no era así, y yo, con toda mi ilusión, hice que mis padres soltasen un pastizal por el aparato creyendo que aquello me abriría las puertas de una sesión de las Naciones Unidas, por lo menos. Y al final, si echo cuentas y divido el precio del cacharro entre todas las veces que lo usé, me habría salido más a cuenta contratar a un traductor para hacer lo mismo.

Esta agenda electrónica



Las mierdecitas con botones y tapadera son un fetiche para mí, por lo visto. Y creo que la culpa la tiene Casio, que nos engañó a todos en los noventa haciéndonos creer que una agenda de éstas serviría para ligar y todo. No pude hacerme con la nipona porque tenía un precio insultante, pero la de la foto que estáis viendo (de marca ELCO, que significa Electrónica de Consumo. Hasta hace poco tenían incluso página web y no me respondieron cuando les contacté vía formulario preguntándoles si me podrían arreglar una línea de píxeles muertos de la pantalla de la agenda) si que acabó en mi poder en cuanto la vi en el escaparate de una tienda del centro comercial Vallsur que echo especialmente de menos, pues de dicho establecimiento también salió mi Play Station One, más de un juego para Game Boy y el transistor Philips que me regaló mi abuela del que ya he hablado más veces y que algún cerdo miserable de mi instituto me robó (y una vez más aprovecho para declarar que, si descubro quien fue, le pienso hacer tragar sus propias tripas). Tengo que reconocer que la agenda estaba bastante bien (y lo que más me gustaba de la misma era que tenía luz. Yo en otra vida debí ser polilla o algo), aunque no le pude sacar mucha utilidad porque la adquirí en una etapa en la que no es que tuviese muchos planes. Pero eso sí, me vino DE LUJO a la hora de aprobar la asignatura de Física y Química de cuarto de ESO. Y es que me planté en el examen final con mi calculadora científica (esta sí que era una Casio y aún la conservo como oro en paño) y con la susodicha agenda. La extrañada maestra de turno me pidió una explicación ante tal despliegue tecnológico, y yo le dije con la mejor cara de niño bueno que puede que la calculadora con que contaba la agenda, al no usar notación científica, me servía de ayuda cada vez que me hacía la picha un lío al hacer cuentas con la Casio y obtener un "por diez a la nosécuantos" como resultado.

Lo que no le conté es que la misma agenda tenía una función de notas en la que me había apuntado todas las fórmulas y parte de la teoría que habíamos visto durante el curso.

Este móvil



En lo que respecta al primer móvil que cayó en nuestras manos, podemos dividir a los de nuestra generación en tres grupos: los hijos de yupis que obtuvieron el suyo heredado de algún mamotreto de sus papás pijos, los que tuvieron la potra de ganar uno de los muchos Alcatel One Touch Easy que sorteaba la marca de helados Camy y los hijos de sufridos padres de clase trabajadora que se dejaron engatusar por el capitalismo y se pensaron que este nuevo artefacto era esencial en sus vidas.

Adivinad a qué grupo pertenezco yo.

La cuestión es que se dieron un par de situaciones ligeramente complicadas pero que no fueron para tanto, en plan "voy a llegar tarde a casa o necesito que me vengan a buscar y no hay cabinas de teléfono por aquí para que pueda avisar" o algo por el estilo. Sin embargo, el hecho de que las mismas tuvieran lugar durante ese periodo de tiempo en el que fui especialmente gilipollas conocido como "mi adolescencia", propiciaron que calentase la cabeza a mis padres lo suficiente como para que aceptasen comprarme el puto móvil. Además, los vendían a pares ("Dúo de Amena". No sé si esto os desbloquea recuerdos) y mi madre se hizo con el otro, lo cual le hizo algo de ilusión también. Mi padre, por otra parte, no quería saber nada de móviles. Aunque, paradojas de la vida, hoy no le despegas del Whatsapp. Pero eso es otra historia de la que no voy a hablar aquí porque no es asunto vuestro.

Una de las cosas que me gustaban del celular (con funda incluida de ésas que pronto se convirtieron en complemento exclusivo para señores maduros con dudoso gusto estético) es que tenía un compositor de melodías. Y yo, que a pesar de que nunca he sido ningún experto en notación musical (lo que no me impide ser un poser de la hostia que se plantea hacerse un tatuaje alusivo del que igual os hablo con detalle otro día) y sé lo justo en lo que a corcheas y compases se refiere, me lo pasé teta creando mis propios tonos o buscando en internet ejemplos de canciones conocidas que sonasen con cada llamada y, durante el proceso, descubriendo la música de Vangelis, pues varios de sus temazos aparecían a menudo entre los resultados, mira tú.

Este primer aparato (Ericsson A1018, por cierto. Aunque yo lo llamaba "Ericsson A-diez-diezytocho" por razones obvias) fue reemplazado por el Nokia 3310. Después vendría el Nokia 3510i (que fundí a base de instalar politonos descargados de Movilisto, pues gracias a un bug con un juego de Amena obtuve un pastizal en saldo que me gasté en gilipolleces porque soy así de listo), luego otro Nokia más gordo al que pude instalar un juego en Java que programé como proyecto de FP (era una variación del comecocos en el que los fantasmas eran bebés. Lo llamé Supernanny killer). También tuve un LG con teclado QWERTY desplegable que incluía una edición del juego Burger Time al que dediqué más tiempo del que debía (y así me lució el pelo en la facultad). Y después aparecieron los smartphones y se jodió la nostalgia porque cada uno es igual que el anterior pero más grande y más rápido.

Todos estos artilugios tienen en común que me dieron un buen servicio y que yo les saqué a los mismos bastante partido. Por ello, he omitido otro teléfono que tuve y que se merece, no sé muy bien por qué, su propio apartado.

Este otro móvil



Como si de un inversor idiota que adquiere un bien y lo atesora a la espera de que se revalorice, aproveché la promoción de Lacasitos para poder hacerme con el Motorola W377 de la foto. Una vez lo tuve en mis manos, lo encendí para confirmar que funcionaba, dejé que su batería se consumiese por completo y lo volví a guardar en su caja, contando con que su precio aumentaría muchísimo con el paso del tiempo.

Al final, lo único que aumentó con el paso del tiempo fue mi nivel de azúcar en sangre, habida cuenta de la cantidad de Lacasitos que me tocó comprar y jalarme después para poder adquirir el trasto (os voy a dar una pista del número de tubos: rima con "cinco" y está entre 74 y 76). Y no, no os puedo hablar de si funcionaba bien o mal porque, tal y como he descrito en el anterior párrafo, jamás hice uso del mismo. De todas formas, han pasado quince años de aquello, por lo que lo suyo es, llegados a este punto, continuar la tendencia y no tocarlo en otros quince, por lo menos, para entonces descubrir que seguramente no sea posible ni encenderlo. La obsolescencia programada es lo que tiene, chicos.

Este beeper



Viendo que los teléfonos móviles empezaban a asomar la patita, y vaticinando que la tecnología SMS provocaría que Movistar se tuviese que comer con patatas un excedente brutal de chismes como el de la foto, los de la compañía telefónica se hicieron amigos de los del departamento comercial de Coca Cola y supusieron que en España habría algún que otro pardillo capaz de hacerse con un buscapersonas. Y ahí estaba yo, dispuesto a darles la razón.

Para poder adquirirlo había que trincarse quince botellas de medio litro del líquido negro con burbujas (eso son ochocientos diez gramos de azúcar, pero por aquel entonces nos daba igual), retirar del interior de sus tapones sendas láminas de goma azul que hoy en día ya no tienen y llevarlas a una tienda de electrónica sita en el vallisoletano barrio de Pajarillos. Esto último lo hizo mi padre. Y lo de pagar mil quinientas pelas a mayores por el cacharro, también lo hizo él.

Si habéis visto alguna peli o serie americana (cómo no) ambientada en hospitales, coincidiréis conmigo en que lo del busca mola un huevo cuando se da la típica escena en la que al facultativo de turno le pita la cadera y en la pantallita del aparato se muestra el código de emergencia de marras que le hace salir cagando leches mientras suena música intensa.

Pues bien, decidme ahora qué tiene de intenso que un niño de Valladolid tenga un puto busca. Lo más interesante que me pasó fue que durante los primeros meses recibía mensajes promocionales y gracias a uno de ellos gané un frasco de colonia Puzzle. Eso, y que uno de los chicos con los que produje y representé una función de marionetas para niños también tenía uno, y nos coordinábamos a través de esta clase de mensajes. Lo cual, por otra parte, era bastante absurdo porque había que llamar a un teléfono de tarificación especial (es decir, caro de cojones), y luego dar el número de busca del destinatario y dictar el mensaje al operador u operadora de turno. Algo que, las cosas como son, habría sido más eficiente resolver llamando de fijo a fijo.

Pero es que eso no molaba. Lo que molaba, o eso creíamos, era buscar la forma de tener el aparato más innecesario posible. Y yo, como acabáis de ver, me dediqué en cuerpo, alma y cartera (cartera de mis padres, más bien) a creer que molaba mucho durante gran parte de mi infancia y adolescencia.

Hasta otra, que ya casi hemos acabado.

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lunes, 1 de mayo de 2023

Yo vs. el alemán. Décimo asalto

A estas alturas ya deberíais estar al tanto de que en este blog se venera al dúo cómico Gomaespuma con la mayor de las devociones. Aunque tengo que reconocer que hay algo de postureo en dicha afirmación, pues quien escribe esta entrada tuvo que sufrir la desgracia de encontrarse escolarizado y, por consiguiente, no poder disfrutar en directo de las emisiones radiofónicas de los dos cómicos en la ya desaparecida cadena M-80 porque me pillaban en clase. Exceptuando el rato que pasaba escuchándoles de camino al instituto, alguna que otra vez en la que me tocó hallarme donde trabajaba mi padre por motivos que no os importan (y donde Gomaespuma era el hilo musical irreemplazable), una cinta de casete con sus mejores momentos que me aprendí de memoria y reposiciones a horas intempestivas, se podría decir que poco escuché yo a Gomaespuma para lo mucho que fardo de ello.

No obstante, recuerdo que uno de sus recurrentes números, el cual nunca fallaba en hacer mis delicias, era aquel en el que, para comentar noticias o situaciones que se salían de lo corriente o lo lógico, improvisaban un inventado subprograma dentro de su programa llamado "Expediente Renfe: historias de mucho miedo contadas a bordo de un tren". Tras una estudiada intro bajo la que se oía el tema de Twin Peaks, lo que en principio iba a ser un espacio sobre fenómenos paranormales se convertía en una chanza en la que siempre aprovechaban para dar cera a Miguel Blanco, el presentador del programa "Espacio en blanco" que la misma emisora programaba para las noches de los viernes y que, en este caso, yo no me perdía, a pesar de que me cagaba de miedo con lo que se contaba ahí porque yo era un chiquillo muy impresionable.

Que a qué viene esto, ¿verdad? Pues a que os voy a hablar de una cosa que me pasó hace no mucho en un tren y no se me ha ocurrido mejor forma de introducir el post, ya veis.

Y es que mudarme a Austria me ha hecho redescubrir el ferrocarril. En los siete años que pasé en Irlanda apenas pude viajar en tren porque, básicamente, allí no hay tren debido al meticuloso desmantelamiento que la red ferroviaria irlandesa sufrió durante el siglo XX. Uno puede subirse al DART que va de Howth a Greystones para ver lo cuqui que es la costa y ya. Joder, pero si es que la estación central de Dublín no tiene nada de central, que pilla a tomar por culo del centro...

¿Veis? Habida cuenta del traumita ferroviario que me dejó la Isla Esmeralda, no es de extrañar que ahora, cada vez que me adentro en la Hauptbahnhof de Graz (a diez minutos andado de casa que la tengo. Aprende, Dublín) o viajo en alguno de los vagones de la ÖBB, la compañía austriaca de ferrocarriles, sienta un gustirrinín de lo más agradable. A pesar de las zancadillas que el coronavirus nos ha puesto a todos, de momento he podido desplazarme en tren a Eslovaquia y Hungría, y también han caído varios viajecitos por la región a pueblos pintorescos, lagos muy bonitos y la fábrica de chocolate loquísima de la que ya os hablé en su día

Sí, el tren austriaco me hace sentir como si fuese una risueña Greta Thunberg a punto de desayunarse despreocupadamente los huevos de Andrew Tate

fuente: twitter
Mi historia también va de desayunos, pero no adelantemos acontecimientos

De todas las rutas ferroviarias del país, de la que os puedo hablar con más propiedad es de la que conecta Graz con la capital del país, pues por conveniencia soy usuario de la misma con cierta asiduidad. En algo menos de tres horas, su trazado comienza serpenteando junto al río Mur para minutos después adentrarse en el paso de montaña de Semmering y recorrer túneles y viaductos que se han ganado por derecho propio engrosar la lista de lugares Patrimonio Mundial de la UNESCO.  Este escenario de naturaleza, altas cumbres y barrancos, que nunca falla a la hora de dejarme boquiabierto por su espectacularidad, da paso poco después al bullicio vienés, con sus nuevos rascacielos fruto de un urbanismo inteligente que busca asombrar al espectador sin resultar desagradable. 

Y como colofón a esta magnífica experiencia visual, si uno quiere ir un poquito más allá y dirigirse al aeropuerto, puede disfrutar de las vistas que ofrece la horrenda refinería de OMV. La zona, por cierto, huele como la fábrica de tripas de celulosa que hay (o había, ya no sé) en Dueñas (Palencia). Un olor que no sé cómo describir pero que os puedo asegurar que no tiene nada de bonito.

Considerando la descripción que os acabo de hacer y habida cuenta de cómo soy yo. Adivinad de qué tramo os voy a poner foto a continuación.

Bingo, de la puta refinería:

Una foto que se puede oler

Venga, otra más y ya:

En mi defensa, he de decir que había una mujer en el vagón sentada delante de mí que también sacó fotos del engendro

La turra que llevo dada hoy, y todavía no me he puesto con la historia... En fin, intentaré darme prisa que se me está haciendo tarde y aún tengo que prepararme la cena. Resulta que hace unas semanas mi novia y yo tiramos de tren para ir a Viena, pues se nos había antojado ver Avatar 2 en IMAX, y la sala que hay en la ciudad en la que vivimos sólo ofrecía la versión doblada al alemán. Y si os parece un derroche gastar en dos billetes de tren, con su ida y con su vuelta, a lo que habría que añadir el precio de las entradas (porque el cine IMAX no tiene nada de barato), comer y cenar en Viena y gastos a mayores como una boa de plumas que desarmaría días después para elaborar un disfraz de ajolote (todo a su tiempo, tranquilos), os diré kemedaiwá, que la peli lo vale y que no me pienso bajar de ese burro.

Otro burro del que nunca me bajaré es el de los desayunos de McDonalds, pues sigo manteniendo que es difícil encontrar algo mejor cuando de comer fuera de casa por la mañana se trata. Y como en la estación de partida hay uno, mi plan consistió en hacernos con sendos para llevar y dar cuenta de ellos a bordo del tren como hacía Greta en la foto que habéis dejado a tomar por saco arriba porque no contaba yo con que esta entrada me quedase tan larga.

Ése era mi plan, y mi ÚNICO plan, he de aclarar, que con tanto no querer bajarme de burros a veces cometo el error de no contar con alternativas cuando las cosas no salen según lo previsto. Lo cual, precisamente, ocurrió en el día de autos, pues entre pitos y flautas acabamos llegando a la estación a dos minutos de que partiese el tren, resollando a causa de la carrera que nos tocó pegarnos y sin la posibilidad de pillar el ansiado desayuno. Y yo, como acabo de decir, no fui capaz de llevarme algo de casa para comer, ya que mi cerebro sólo consideró dos opciones: desayuno mcdonelero o hambre y mala hostia hasta nuestra llegada a Viena.

Llegados a este punto, mi novia y su paciencia infinita se encargaron de aplicar una solución que a mi cuadriculada materia gris no se le había ocurrido y que pasaba por hacer uso del vagón restaurante. Dicho vagón, además de (¡oh, sorpresa!) servir desayunos, se encontraba muuuy lejos, pues el convoy era largo como una mañana sin desayunar y mi novia y yo habíamos ocupado dos asientos con mesita justo al final, en el extremo opuesto al del restaurante. Dispuestos a no perder el privilegiado sitio y a mantener vigilados en todo momento abrigos y mochilas porque somos unos desconfiados asquerosos, acordamos que ella se encargaría de traer algo de comer y yo montaría guardia.

Tras varios viajes entre vagón restaurante y asientos, mi novia logró que en la mesita que había ante nosotros se desplegase un cebatil digno de aplauso: dos botellas de agua (de cristal porque quien se encarga de la vitualla en la ÖBB no le tiene miedo a NADA), un par de cafés, lonchas de queso y de jamón york a tutiplén, una cantidad nada desdeñable de rebanadas de pan, mantequilla, queso de untar y una tortilla francesa con queso por encima a la que atacar con cubiertos de plástico porque las temeridades se limitan a las botellas de agua. La simple contemplación de estas viandas sumió a mi cerebro en un estado de felicidad absoluta; sensación que se prolongó mientras jalábamos y el tren se abría paso entre peñas y riscos austriacos.

Estando a medio desayunar, y con la mente puesta ya en el diseño de mi disfraz de ajolote que poco después mi novia plasmaría en una de las servilletas sobrantes, el ferrocarril hizo breve parada en no recuerdo dónde, y pocos minutos después, una vez reanudada la marcha, vi como un hombre y una mujer de avanzada edad se acercaban por el pasillo. Él hizo una breve parada al hallarse a la altura de nuestros asientos, y en un par de segundos me dio tiempo a pensar cosas muy feas que paso a desarrollar porque total, mira la hora que es ya y yo sigo sin hacer la puñetera cena.

Sin rodeos. Mi relación con la gente de este país se ha estancado bastante. No sé si es que yo tengo mala suerte o qué, pero las pocas veces que me toca interactuar con austriacos suelo tener que enfrentarme a gente hosca y sin paciencia para cambiar al inglés o al menos hablar un pelín más despacio en alemán con este sucio inmigrante. Y como la falta de práctica provoca que los escasos conceptos que aprendo estudiando por mi cuenta abandonen mi cerebro como si fuesen ratas huyendo de un barco que se hunde, pues ni sé alemán ni tengo forma de aprenderlo. Si a esto añadimos que no es la primera vez que estando a mi bola, sentado en un asiento al azar, alguien viene a decirme que ahueque porque lo ha reservado para sí, tiene cierto sentido que la presencia de aquel hombre me pusiera un poquito a la defensiva, que pensase que nos iba a decir que los sitios ocupados por nosotros eran en realidad los suyos y que nos fuese a tocar recoger a toda prisa un desayuno que tendríamos que terminar sabe Dios dónde.

Lo que no tiene mucho sentido es que echase un vistazo rápido al cuchillo de plástico con el que me había untado de mantequilla una rebanada de pan sobre la que reposaba felizmente un trozo de tortilla francesa y que empezase a preguntarme qué merecería más la pena: si ver Avatar 2 en una sala IMAX de Viena o comprobar a cuánta distancia de la siguiente parada se encontraba la comisaría de policía más cercana. No obstante, el yayo me sacó de mi enfermizo ensimismamiento y me hizo caer en el estupor con una sola palabra acompañada de una amable sonrisa: Mahlzeit. Habida cuenta de la ristra de pensamientos negativos que os acabo de soltar, no es de extrañar que me quedase clavado en mi no reservado asiento, sujetando la rebanada de pan a medio comer, mientras mantequilla derretida comenzaba a derramarse por mi brazo (porque hay que ser gilipollas para untar mantequilla en pan y luego poner algo caliente encima, la verdad). Al final, pude reaccionar al tiempo que el matrimonio continuaba su camino por el pasillo, agradeciendo su comentario (porque seré un psicópata, pero soy un psicópata educado) y pensando que de aquí puedo sacar una lección de vida y otra de alemán, sabiendo que voy a olvidar ambas más pronto que tarde.

La de vida es que no todos los austriacos me odian. La de alemán es que Mahlzeit equivale a decir "que aproveche".

Y hablando de aprovechar, me voy a preparar la cena.


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lunes, 3 de abril de 2023

Elogio de un intento de estafa

Voy a empezar esta entrada metiendo unos versos de la canción de Robe (de quien hablaré más detalladamente en otra ocasión porque aquí hay tela que cortar) Nana Cruel:

Duerme, que ahí afuera
sólo hay monstruos, sólo hay gente
que te compra y que te vende,
que te odia y que te miente,
que te roba, que te mata,
que te viola y que no siente nada.

Uff. Qué anáfora más chunga, ¿no? Bueno, pues tengo la teoría de que el compositor extremeño, para buscar la inspiración que le llevase a escribir lo que acabáis de leer, pasó un rato revisando su bandeja de correo electrónico no deseado. Y es que MADRE MÍA lo que se llega a encontrar uno cuando se mete ahí. En serio, ¿cuándo fue la última vez que echasteis un ojo al spam? Yo lo tengo que hacer a menudo, pues hay veces que a mi proveedor de correo se le va la olla y considera erróneamente que mensajes legítimos de los que debería estar al tanto merecen acabar en esa mazmorra sin que yo me entere.

Y claro, eso parece un mapamundi dibujado en el Renacimiento. No sé si porque en los últimos años me ha tocado meter mi dirección de email en más portales y webs de lo recomendable, pero el contenido que me encuentro ahí asusta: ofertas para que compre toda clase de drogas con las que tratar la disfunción eréctil que aún no tengo, imitaciones burdas de empresas de mensajería invitándome a hacer el seguimiento de un paquete que no he pedido, amenazas de falsas agencias gubernamentales denunciando que he cometido fraude fiscal en países que nunca he visitado... Tal contenido me hace echar de menos el internet de hace veinte años, cuando la mierda que llegaba vía email se limitaba a mensajitos moñas con gifs animados de Piolín intentando que te sintieras mal si no reenviabas la morralla de turno a cuarenta de tus contactos.

A pesar de tan desolador panorama, el otro día (bueno, hace la hostia de tiempo, que he estado muy ocupado) recibí un mensaje en este plan que me dio ganas de desempolvar mi blog y compartirlo con vosotros. Vale que era un evidente intento de sacarme las perras, pero es que su contenido tenía chicha como para que yo escribiese una entrada a su costa. Estaba escrito en inglés, y aunque no tengo estudios de traducción e interpretación, y a pesar de que a veces confundo las palabras "librería" y "biblioteca" cuando me las encuentro en la lengua de Shakespeare, el pasado verano me saqué el avanzado de English por la Escuela de Idiomas (en modalidad libre, ojo), y ello me sirve para fardar un poquito por aquí al respecto y para poder traduciros el épico email (inconsistencias y errores incluidos, que quiero que disfrutéis de la experiencia de la forma más precisa posible) del que voy a hablaros de una puñetera vez.

El autor del mismo, con una clara falta de conocimientos en lo que a redacción se refiere, comienza dando un saludo muy mal escrito que hace saltar todas las alarmas desde la primera frase:

Hola querido en realidad, el motivo por el que le escribo ha sido una propuesta de negocio. Tras revisar su perfil, he decidido contactarle para una propuesta de negocio, parece que usted es una persona sincera.

"Tras revisar mi perfil". Pero, ¿qué perfil, alma cándida? ¿El de LinkedIn? ¿El de TikTok? ¿El de Fotolog? Aunque bueno, si también dice que me considera "una persona sincera", no creo que haya sido el de Instagram, que ahí todos somos unas ratas fingiendo vivir una vida que no es tal.

Tras esta intro, el autor cuela un giro geopolítico espectacular que me hizo levantarme a preparar palomitas la primera vez que lo leí:

Como dije anteriormente soy un soldado militar que trabaja para las Naciones Unidas en una misión de paz en Siria, hace unos meses, ayudamos a un ministro del petróleo aquí a rescatar a su hijo que fue secuestrado aquí por los talibanes, y casi pierde la vida.

Guao, es como si el mismísimo Tom Clancy, en vez de ir a la escuela, se hubiese dedicado a redactar spam. Un soldado (pero no un soldado cualquiera, no. Un soldado MILITAR) de la ONU, trabajando ni más ni menos que para Bassam Tohme, el máximo responsable del Ministerio de Recursos Petrolíferos y Minerales de Siria (aquí estoy siendo muy específico porque pensaba que tal ministerio había sido un patinazo más en el email, pero resulta que sí que existe, y eso me jode un par de chistes que tenía preparados), y rescatando de un secuestro a uno de sus tres hijos (sí, tiene tres hijos, que también he buscado eso).

Vale, dos cositas. La primera, desde hace tres días el Ministro del Petróleo de Siria es Firas Hassan Qaddour, pues Bashar al-Assad ha hecho cambios en cinco ministerios. De todas formas, no voy a entrar en detalles al respecto porque imagino que ya estaréis al tanto de todo esto. En segundo lugar, voy a colocar aquí un mapita:

fuente: google maps

Decidme ahora qué coño hace un grupo de talibanes saliendo de su Afganistán lindo y querido, atravesando Irán (con la que está cayendo por allí, aunque ya nadie hable del tema), atravesando también Iraq porque no les queda otra, metiéndose en Siria y secuestrando a uno de los tres hijos del señor Tohme. Que vale que los medios han conseguido que nos hagamos caca encima cada vez que la palabra "talibán" aparece en un titular de prensa, pero es que a esta gente no se le ha perdido nada fuera de las fronteras afganas (como mucho tiran hacia Pakistán, pero eso es otra historia y algo que hay que agradecer al Reino Unido, que se pasó todo el siglo XIX y parte del XX convirtiendo aquella zona en su cortijo).

En definitiva, que a día de hoy, en Siria, es más probable que te secuestre la ETA a que lo hagan los talibanes. Sin embargo, este agujero de guion no impide que el autor del texto siga adelante con su historia, la cual se vuelve más rocambolesca aún:

Querido el hombre recompensó a todos y cada uno de nosotros con 3,8 millones de dólares y algunos lingotes de oro como regalo desde su corazón.

En varias ocasiones, mientras cursaba mis estudios de primaria y secundaria, tuve que enfrentarme a la pregunta "¿qué quieres ser de mayor?", ante la cual di varias respuestas dependiendo de por dónde me daba el aire en cada época de mi infancia y adolescencia: ciclista, psicólogo, piloto, profesor de Educación Física, profesor de Francés... Pues bien, olvidad todo eso, que de mayor quiero ser el puto Ministro del Petróleo de Siria. Porque no sé cuánto cobrará a fin de mes, pero si tiene un sueldo que le permite ir por ahí regalando lingotes de oro y 3,8 millones de dólares a diestro y siniestro como quien reparte puros en una boda, me planteo mandarle mi currículum a al-Assad mañana mismo.

De todas formas, el protagonista de nuestra historia va a introducir una nota ligeramente dramática que muestra que los soldados militares de la ONU también son seres humanos, con sus virtudes y defectos:

Debido a la política de Naciones Unidas sobre nosotros aquí en Siria como soldados trabajando para la ONU, no se nos permite manejar dinero o aceptar sobornos, pero no pude resistirme al regalo porque necesitaba el dinero tras mi servicio aquí.

Es que 3,8 millones de dólares son muchos millones, y yo en tu lugar habría hecho lo mismo, mi querido estafador cibernético. Llegado a este punto, me pregunté si el colega podía fliparse aún más, y no me decepcionó, no: 

Acabamos de recibir un mensaje de la Sede de las Naciones Unidas en Estados Unidos informando de que en dos días, yo y algunos de mis compañeros partiremos a Ucrania, para entrenar a los nuevos soldados que serán desplegados.

¡Pam! En tu puta cara. Todos los países aliados de la OTAN dando la turra contra la guerra en Ucrania, y nadie se ha parado a pensar que este conflicto le ha venido de cojones a nuestro amigo para intentar colármela con su correo basura. Habréis oído miles de veces que, en chino, la palabra "crisis" también significa "oportunidad". Pues bien, eso es mentira, pero hay que reconocer que el pavo ha aprovechado la oportunidad que le ofrecía la crisis ucraniana con un arte de lo más aplaudible. Y os preguntaréis, ¿por qué mete lo de Ucrania? ¿A dónde va a llevar todo esto? No os preocupéis que él mismo os lo aclara:

No puedo llevarme este dinero a Ucrania porque como saben que soy personal militar, querrán saber cómo lo conseguí.

Qué tensión, joder. ¿Cómo podemos resolver el conflicto? Quiero el desenlace de esta historia AHORA:

Debido a esto, he acordado con un agente diplomático de la Cruz Roja que mueva este fondo por mí aunque él ignora su contenido, pues él también puede denunciarme a las altas autoridades. Le he dicho que es un regalo que le voy a enviar a un amigo.

Respóndame a [dirección de correo electrónico sospechosa que te cagas].

Tengo que reconocer que leí de pie el apoteósico final de este email. Con ese deus ex machina en forma de agente diplomático de la Cruz Roja. Con dos cojones. Un agente, por otra parte, bastante panoli, pues está paseando por el mundo una fortuna sin tener ni puta idea al respecto. Y claro, toda la trama queda en suspense a la espera de que yo decida convertirme en el nuevo personaje de este fantástico elige tu propia aventura destinado a tratar de timarme.

Y hasta aquí el mejor correo basura que he recibido en mi vida, el cual me hace dudar ahora qué hacer con él: puedo responder al mismo esperando que la secuela esté a la altura (o sea aún más espectacular, ¿por qué no?), o directamente reenviárselo a Netflix para que lo conviertan en una película DE LA HOSTIA.

No, creo que mejor me voy a preparar unas oposiciones a Ministro del Petróleo de Siria.

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