lunes, 1 de enero de 2018

El día que mi hermano y yo hicimos callar a un ejército

La entrada de hoy es cortita, que intuyo que tendréis cosas mejores que hacer un primero de enero que leer mi blog.

Considerando el coñazo que prensa y televisión dieron al respecto, el eclipse de sol que tuvo lugar aquel once de agosto de mil novecientos noventa y nueve prometía ser, cuanto menos, la hostia. Y tampoco fue para tanto, la verdad. Lo que pasa es que estábamos a punto de cambiar de milenio y todo se sacaba de madre por aquel entonces.

fuente: nasa
¿Veis? No fue para tanto


La cuestión es que a mi hermano y a mí, por un motivo que no es asunto vuestro, el fenómeno nos pilló en la Base Aérea de Villanubla, lugar desde el que han despegado los cientos de aviocares que han poblado el cielo vallisoletano durante décadas. De hecho, no me habría extrañado que a Miguel Delibes, en una de sus aventuras cinegéticas por los Montes Torozos, se le hubiese ido la olla y le hubiese arreado dos tiros de escopeta a uno de estos trastos que rugían en el aire, al confundirlo con una perdiz chocha o una curruca.

Como decía, lo del eclipse no fue para tanto. Uno se esperaba verse sumergido en tinieblas en pleno mediodía (porque, insisto, así lo pintaba El Mundo), pero nada de nada. Mi abuela, que estaba en Bilbao por aquellas fechas, aseguró que allí sí que hubo ambiente apocalíptico, pero es que mi abuela exageraba un poco, las cosas como son. Recuerdo que hizo un viaje en avión a Ibiza años antes coincidiendo con la conversión de mi afición futbolística del FC Barcelona al Real Madrid (me trajo como souvenir de su viaje una camiseta del Barça, la pobre) y aseguró antes de partir que me saludaría al sobrevolar Valladolid de camino a la isla balear. Y yo me tiré toda la tarde mirando al cielo y agitando los brazos como un gilipollas cada vez que pasaba un avión a miles de pies sobre mi cabeza. Lo peor de todo es que, a su vuelta, le confesé la jugada y ella me aseguró no sólo que me había visto, sino que me había devuelto el saludo. Gritando "¡Adióooos!" y todo desde su asiento. Lo que se llega a creer uno cuando es niño. O cuando es adulto y ve los informativos de Antena 3.

Pues eso, que al final el fenómeno astrológico fue bastante bajonero y sólo pude ser testigo del mismo gracias a que, tirando de taladradora de papel, agujereé una cartulina y, tras colocarla en la ventana y contemplar su sombra, comprobé qué al orificio practicado no era un círculo perfecto. También pude echar mano de la careta de soldador con que contaba uno de los encargados del taller de la base aérea para mirar al sol y ver el característico "mordisco", pero como dicha careta estaba llena de mugre, no quise recrearme mucho y se la devolví enseguida al hombre para que pudiera seguir con sus quehaceres.

Como os podéis imaginar, ni mi hermano ni yo pensábamos pasarnos toda la mañana mirando la sombra de una cartulina como dos imbéciles, por lo que no tardamos en, presas del aburrimiento, deambular por el edificio de la base.

Aquel lugar podría estar más o menos bien preparado si de gestionar el despegue y aterrizaje de aeronaves militares se trataba, pero a la hora de dotar de entretenimiento a dos críos, las carencias eran considerables. Por ello, y tras abandonar la idea de dar con unos columpios o una piscina de bolas en la que poder echar el resto de la mañana, acabamos en el umbral de la puerta de la sala de recreo para personal de la base, la cual contaba con multitud de sillas, todas ellas apuntando hacia la pequeña televisión que se situaba en el extremo opuesto de la sala y ocupadas por un nutrido grupo de civiles y militares. Unos cincuenta, más o menos. Dándonos la espalda a los dos recién llegados niños y pendientes de la retransmisión en directo que Telecinco ofrecía en aquellos momentos.

Estaban dando el eclipse, no os lo perdáis. Con conexiones a diferentes puntos de Europa, tomas aéreas desde las zonas de más oscuridad y un despliegue de medios a todas luces excesivo, habida cuenta de que aquello no era más que un puto fenómeno astronómico que deberíamos ser capaces de comprender.

Total, que la voz de la enviada especial a no sé qué capital europea se hacía oír por encima del murmullo que reinaba en la sala en aquel momento (todo tíos, por cierto), y fue la descripción de las imágenes que acompañaban a su crónica lo que cambió el ambiente del lugar.

La sufrida reportera dijo algo relativo al clímax del eclipse.

Y en aquella sala no hubo un solo empleado de la base, civil o militar, que no reaccionase como un energúmeno al comentario: todos gritando la palabra "clímax" entre gemidos, jadeos, ohsíes, aydioses, joderes y demás interjecciones de dormitorio, acompañados de alguna carcajada.

Hasta que uno de los intérpretes de este fingido orgasmo colectivo, en plena vorágine, se giró y nos descubrió: dos niños, a ambos lados de la puerta, mirando impertérritos cómo nuestras Fuerzas Armadas Profesionales se comportaban como adolescentes a los que intentan dar una clase de educación sexual en un instituto público de Móstoles. La carraspera del sorprendido muchacho sirvió como aviso para los que le rodeaban, quienes alertados por su extraña conducta acabaron reparando también en nuestra presencia, cambiando sus gemidos por toses que terminaron por alcanzar a todos los ocupantes de la sala. A los pocos segundos, el silencio allí era sepulcral, y parecía como si el mismísimo rey (que es el final boss de esta gente, tenedlo en cuenta) hubiese entrado por la puerta de aquella salita. De hecho, juraría que alguno llegó a cuadrarse en su silla sin atreverse a mirarnos fijamente, como si mi hermano y yo fuésemos dos agentes de la policía militar de incógnito o algo por el estilo.

Pues bien, aún tuvieron que pasar varios segundos de incómodo silencio en los que ni mi hermano ni yo abandonamos nuestras posiciones. Pero al final nos rendimos y nos largamos de allí, pues estaba claro que ninguno de aquellos hombres, fuese militar o civil, estaba dispuesto a explicarnos el chiste.

Eso es todo por hoy. Ya podeís volver a vuestras resacas de año nuevo.

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