sábado, 21 de marzo de 2020

Homenaje a Antonio Escohotado I

En mil novecientos sesenta y cuatro Roal Dahl escribió Charlie y la fábrica de chocolate. Aunque la historia que cuenta en el libro es bastante inocente, hay que reconocer que el señor Dahl, para alumbrar tal ida de olla, algo de droga tuvo que haberse metido. Fijo.

En mil novecientos setenta y uno Mel Stuart dirigió Willy Wonka y la fábrica de chocolate. Cualquiera que haya visto el despliegue surrealista en que consiste semejante obra no dudará que durante su desarrollo se tuvo que recurrir a bastante droga (y este artículo que no he escrito yo con curiosidades sobre la peli da fe de ello).

En dos mil cinco Tim Burton dirigió Charlie y la fábrica de chocolate. Y si al leer "Tim Burton" no habéis pensado automáticamente "drogas, drogas a cascoporro", os invito a que veáis o volváis a ver cualquier película suya porque no hay mucho que decir al respecto, la verdad.

Si he hecho estas menciones ha sido porque semanas atrás fui testigo de una de esas situaciones en las que se puede decir que la realidad supera a la ficción. A mis treinta y tres añazos visité, por primera vez en mi vida, una fábrica de chocolate, y... JODER, LA DE DROGA, MACHO. Es posible que no os suene el nombre Zotter (yo hasta entonces no tenía ni idea, pues lo único que sabía es que en la región hay una fábrica de chocolate, otra de embutido y otra de queso y que es fácil morir empachado si se logra visitar las tres en un día), pero puedo aseguraros que es inevitable asociar la marca con el concepto "se os ha ido MUCHO la puta olla". Así que preparad espejito y turulo y come with me and you'll be in a world of pure pero qué cojones, porque os voy a describir aquello con la mayor claridad que me permita mi ajada memoria.

Meto aquí un inciso, por si os ha extrañado que haya dejado caer el tema de mi avanzada edad en relación con la visita. Y es que cuando yo era pequeño se estilaba ir con el colegio a las fábricas de Bimbo y/o Panrico que había (y no sé si sigue habiendo) en Valladolid, y volver a casa con un huevo de merchandising alusivo que molaba que te cagas (como una bolsa reutilizable de Donuts y cosas así). Pero como la diosa Fortuna siempre me ha tratado a patadas para estas cosas, los privilegiados que disfrutaban de tales excursiones eran los de un curso por encima y un curso por debajo, y a nosotros nos podían ir dando mientras nos teníamos que conformar con visitar el vertedero municipal, la planta potabilizadora de Las Eras o, por enésima vez, el puto Campo Grande.
Mi infancia. Ese oscuro lugar.

Llegamos al lugar a media mañana mi novia, una compañera de trabajo argentina (que fue la que tuvo la idea), la hermana de mi compañera de trabajo argentina (que estaba de visita), el marido austriaco de mi compañera de trabajo argentina y yo (que aunque no haga falta que lo diga porque se entiende, soy el compañero de trabajo de mi compañera de trabajo argentina. Pido disculpas por forzar este chiste tan malo), en un coche de alquiler conducido por mí (y no lo digo por tirarme flores, sino porque me alegro de encontrarme al fin en un país donde las cosas se hacen como Dios manda desde el punto de vista vial tras siete años llevando coches por el lado equivocado). Al poco de dejar el vehículo en el aparcamiento y cruzar un área llena de bañeras reconvertidas en jardineras, nos dimos casi de bruces con una estatua que representaba a ¿un... joven... con... la... chorra... fuera? Pues sí:

Joven con la chorra fuera (la mayoría de fotos son obra de mi novia porque yo estaba flipándolo demasiado como para echar mano del móvil, así que culpadle a ella de los traumas que puedan causaros)
Tras reponernos de tal imagen y saber cómo os sentís las tías cuando algún que otro imbécil os manda fotopollas sin pedir permiso, pasamos al baño, que el viaje en coche no había sido largo, pero chico, la costumbre.

El cuarto de baño había sido diseñado de tal forma que hacía sentir a sus usuarios como si estuviesen en la selva:

Evidentemente, esta foto NO la hizo mi novia

Y no sé vosotros, pero cuando de mear se trata, yo busco la tranquilidad. Y un lugar con altavoces atronando sonidos de animales salvajes que le hacen a uno pensar que en cualquier momento una serpiente de ésas de colores o una araña gorda le va a saltar a la entrepierna y le va a preparar un cristo de los de no saber qué contarle después al urólogo a mí me cierra los esfínteres.

Qué angustia pasé. Qué angustia.

Tras esta parada en boxes nos dirigimos a la recepción (no sé si llamarlo así, pero ando escaso de vocabulario en mi propio idioma), donde adquirimos las entradas. Como aún quedaba una media hora para el comienzo de la visita, hicimos tiempo mientras catábamos muestras de sirope de chocolate con sabores misteriosos: la idea era probar, intentar adivinar el sabor y luego descubrirlo: desde vino a caracoles pasando por pescado y mierdas por el estilo. Y para acompañar la experiencia, gusanos para picar. Y me jode no tener fotos de aquello porque os juro que no me lo estoy inventando.

Además de lo anteriormente descrito, también había palomitas de maíz de balde (que en Argentina se llaman pochoclos. No lo sabíais y ahora lo sabéis) bañadas en distintos tipos de chocolate: con sabor a café, a caramelo, a chocolate blanco... Y yo me puse hasta el culo.

Craso error. Ya lo veréis.

Llegado el momento de comenzar la visita, los integrantes del grupo correspondiente pasamos a la sala de audiovisuales.

Una especie de cuerda de tender con ropa interior en movimiento sobre la pantalla porque sí

Allí vimos el clásico vídeo con el que empieza toda visita contando la historia de la fábrica (de hecho, os jodéis y os tragáis el trailer. En alemán). Algo así como que el dueño empezó a elaborar tabletas en una especie de sótano, la cosa se vino arriba y toda la familia acabó viajando a Perú para firmar el contrato con los locales, creo (no, no presté mucha atención). Que, todo sea dicho, ver a un grupo de austriacos haciendo el pelele en barriadas y montañas de Perú me descolocó bastante, y más aún cuando cada tres escenas hablaban de cuánto daño ha hecho siempre el tráfico de coca en la zona y cómo iniciativas como el comerciar con Zotter buscaban acabar con el problema (algo que me costaba creer mientras miraba a la surrealista cuerda de tender del techo).

El vídeo acababa con un grupo de niños metiendo granos de cacao en sacos mientras el protagonista decía entre risas que gracias al trabajo infantil la producción salía más barata, y los cuatro hispanohablantes nos miramos con cara de "no puede ser verdad". El marido austríaco de mi compañera de trabajo argentina nos intentó tranquilizar diciendo que era parte del sentido del humor de su país, pero con eso consiguió un efecto totalmente contrario al deseado. Tras salir de allí y recoger una audioguía y una cucharilla por persona comenzamos la visita en sí. Estaba organizada de tal forma que seguía el orden de elaboración de los productos, y prácticamente cada máquina y estación contaba con su propia explicación en la guía. Por eso no es de extrañar que yo, que me canso enseguida de las cosas (de hecho, a estas alturas llevo como diez intentos de escribir esta entrada, así que imaginad), al cuarto audio contando mierdas ya había apagado el cacharro, el cual pasó la siguiente hora colgando inerte de mi cuello.

La hermana de mi compañera de trabajo argentina (y enseguida entenderéis por qué insisto en la nacionalidad) no apagó su guía. Esto causó que, una vez llegados a cierto artilugio del proceso de elaboración chocolatera que en alemán recibía el nombre de Konch, no pudiese evitar doblarse de risa al escuchar la traducción. Que si "no se qué de la concha", que si "el proceso de concheado", que si "lo que hacemos dentro de la concha es un secreto"... Y yo, que quería unirme al festival de polisemia iberoamericana, me quedé a cuadros cuando descubrí lo que había a pocos lados de la susodicha concha:

Mr. Wonderful mal

¿Conocéis el concepto "póster motivacional"? Bueno, pues parece que la gente que se encarga de decorar la fábrica Zotter no. Y no era un caso aislado, pues poco metros después, otra mierda de similar calibre:

Austria, NO te entiendo

Y así durante toda la visita. De todas formas, no todo era dadaísmo audiovisual. Las cucharillas del principio servían para algo. Y es que se podía probar TODO lo que se iba creando allí durante las distintas fases: los granos de cacao en crudo, el polvo añadido al principio para darles otro sabor (si hay algún chocolatero entre el público llevándose las manos a la cabeza porque he soltado una burrada, insisto en que no presté demasiada atención), el chocolate tras pasar por diferentes tiempos de concheado, los aditivos... Esperad, que os pongo una ristra de fotos sin pie de página para que me creáis y para daros envidia:





Pero no sólo eso. Hacia el final de la visita, mientras operarios envolvían y empaquetaban tabletas al otro lado del cristal, nosotros nos poníamos como cerdos. Trocitos de chocolate de literalmente decenas de sabores se nos ofrecían para nuestro cada vez menor deleite. Y es que tanto azúcar en el estómago empezaba a pasar factura (calculo que, pedazo a pedazo y sin contar el batido que nos sirvieron a media visita, me pude meter entre pecho y espalda, fácilmente, unas cinco tabletas).

Otra ristra de fotos sin pie que hable por mí:








Por supuesto, el circo de lo groteso no había tocado a su fin aún, y en el recorrido descubrimos lindezas como esta abeja modelo ciberpunk Chernobyl:

Recién llegada de tu peor pesadilla

O un maniquí dentro de una bañera que colgaba del techo:


Por no hablar del expositor de parafernalia médico-dental que me hizo evocar los experimentos de Vipeholm porque tengo el sentido del humor más negro que los cojones de un grillo:


O, válgame Dios, esta maravillosa performance de gente en bolas con tabletas encima, posando a lo largo de las líneas de la fábrica:

[Cualquier canción de David Bowie starts playing in the distance]

Y sé que a estas alturas me vais a creer si os cuento esto, a pesar de no contar con prueba gráfica de ello, pero os juro por mi aspiradora Dyson cyclone v10 animal que la entrada del lugar estaba presidida por otra foto, aún más loca si cabe, en la que varias personas de diversas edades (avanzadas en algunos casos) se mostraban recostadas sobre la hierba (intuyo que a las afueras de la fábrica) y también como Dios las trajo al mundo, untadas de una sustancia marrón que confío, espero y deseo fuese chocolate.

A ver, que uno se encuentra tales mierdas en un estado mental normal, y no levanta una ceja. Pero recordemos que yo ya me había metido al cuerpo cinco tabletas, y estaba borrachísimo de chocolate, por lo que cada esperpento que encontraba en el lugar me sumergía aún más en aquel mal viaje equivalente a lamer uralitas. Para más inri, la última estación de la visita consistía en una cinta transportadora en plan buffet libre de sushi por la que corría una serie de chocolates rocambolescos más larga que el puto The Irishman, cuyos sabores apenas logro recordar porque mi cerebro estaba demasiado ocupado tratando de mantenerme con vida. El hallarme a las puertas de una azucarada muerte no evitó que engullera varias porciones, pues cual concursante de 50x15 no paraba de decirme a mí mismo "aquí hemos venido a jugar, Carlos", y sabía que me iba a arrepentir si no probaba el chocolate con sabor a mazapán, a champiñones o a madera.

¿Pensáis que el festival surrealista terminó una vez que devolvimos las cucharas y salimos con alivio a la superficie para volver a encontrarnos con la estatupolla? De eso nada. Al igual que en la secuencia de Charlie y la fábrica de chocolate, a nosotros también nos esperaba nuestro gran ascensor de cristal particular.

Sólo que de ascensor nada, monada. Un elevador que te lleva al espacio es una mierda comparado con esto. Lo que Zotter tenía reservado para nosotros era el "zoo comestible". Pero de ello os hablaré en la siguiente entrada.

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