Irse tarde a dormir y tener que madrugar al día siguiente es, al menos para mí, la combinación perfecta para no recordar lo que se ha soñado. Por ello, cuando sonó el despertador (bueno, mi móvil) y abrí los ojos, mi cerebro se deshizo de cualquier referencia onírica y dedicó los primeros segundos de vela a intentar recordar dónde coño me había metido la noche anterior. Tras esta ligera angustia (porque yo soy así de dramático), mi GPS mental volvió a funcionar y fui consciente de que el segundo día de mi estancia en Dubai acababa de empezar.
Salí entonces de la cama e hice tres descubrimientos. El primero, que el estor destinado a esconder la habitación de los rayos del sol no contaba con cordón o cadenita para poder recogerlo, provocando que me tocase enrollar el mismo desde arriba. El segundo, que dicho estor estaba lleno de mierda, provocando que mis manos también acabasen llenas de mierda. Y el tercero, que la ducha contaba con una presión y una temperatura decentes, lo cual no provocó nada malo. Tras esta rápida puesta a punto matinal, saqué una foto desde el balcón que mejorase las vistas de la víspera:
Al abandonar la habitación, mi novia y yo nos encontramos con una de sus compañeras, quien nos dio una mala noticia: en el apartamento contábamos con cafetera y contábamos con café, pero no con filtros para prepararlo. También dejó caer que el lugar ya estaba ocupado por un inquilino cuando llegamos: la mugre. Y es que no sólo mi estor estaba sucio: muebles, suelos y todas las superficies en general incluían una capa de porquería tal que hacía pensar que allí acababa de dar un concierto Melendi. Por ello, hicimos una rápida lista de la compra que incluyese bayetas y filtros cafeteros y bajamos al supermercado más cercano. En el ascensor me di cuenta de que faltaban números, y no entendí por qué. Vale que los aviones de Ryanair no tienen fila 13 por supersticiones absurdas, pero es que esto ya era pasarse:
En la tienda, que era prácticamente un Tesco cambiado de país (el noventa por ciento de los productos expuestos estaban importados de Reino Unido, algo por otra parte lógico, pues la zona estaba llena de británicos pijos), adquirimos lo que habíamos ido a buscar, así como una libreta y un boli en el que pudiese tomar nota de mis actividades y chanzas para poder daros el coñazo ahora, y los adaptadores de enchufe que mencioné en ya no recuerdo qué entrada de las dos anteriores. Pagamos, nos dieron gratis todas las bolsas de plástico del mundo (qué gracioso. Toda Europa usando pajitas de papel y limpiándose el culo con hojas de bambú para salvar el planeta y en el resto del mundo pasan olímpicamente del tema) y subimos otra vez al apartamento, donde procedimos a preparar el desayuno de una puñetera vez.
En cuanto estuvo listo mi adorado café decidí que dos tostadas serían un buen acompañamiento, pero el tostador saltó a los pocos segundos de empezar su tarea, y yo estaba empezando a pensar que se había jodido cuando descubrimos que en realidad el piso se había quedado sin electricidad (al menos la parte correspondiente a los enchufes). Debido a este incidente, el internet murió, puteando un poquito a quienes se encontraban allí (recordemos) por motivos de trabajo. Y yo me pregunto: ¿fui responsable de este evento por usar el tostador? De ser así, ¿me arrepiento de ello? Y yo me respondo: pues es posible, y desde luego que no. En todo caso, me callé como un zorro y dejé que otro se encargase de avisar al portero del edificio de la pifia, la cual arreglarían horas después.
Mi novia, viendo que no iba a poder currar desde allí, no tuvo más elección que encaminarse a la oficina, situada a unos veinte minutos a pie, y yo procedí a acompañarla. Mientras salíamos por la puerta, la misma compañera del principio nos comentó que podíamos dejar la puerta abierta sin problema, pues según ella "aquí te cortan la mano o te matan directamente si te pillan robando", y a mí se me levantó la ceja al escuchar semejante burrada, pero no mucho, pues no tenía claro cuánto de cierto y de falso tenía su comentario.
El camino estuvo entretenido, tanto por lo alto como por lo bajo. Y es que cuando uno miraba hacia arriba podía contemplar los inmensos edificios de la zona:
Mientras que cuando miraba hacia abajo, se encontraba con estos cromos:
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Muy parecidos a los que coleccionan los niños madrileños |
Tras el agradable paseo llegamos a nuestro destino y me despedí de mi novia con un beso ligeramente cargado de preocupación, pues no tenía claro si los Emiratos Árabes Unidos es uno de esos países en los que inflan a latigazos a quien da muestras de cariño en público. Pero bueno, no hubo ni latigazos, ni lapidación, ni una triste multa. Y eso que aquí motivos para sancionar al personal no faltaban, tal y como recogía este cartel que vi minutos después, una vez solo, al adentrarme por primera vez en el metro dubaití:
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Me acordé de cierta escena de Parks and Recreation |
En el tiempo que pasé dentro de la estación (¿o se dice "parada"? Lo siento, en Valladolid no somos como los señoritos de Madrid y no tenemos metro, así que no controlo el vocabulario) esperando a la llegada del transporte, eché un ojo a Google Maps (aplicación que me ha salvado el culo demasiadas veces en los últimos diez años, todo sea dicho) y descubrí que "no muy lejos" de allí se encontraba una hamburguesería con estética noventera. En ese momento me pregunté si el lugar sería noventero de verdad, con su tejado de uralita, su carne de vaca atiborrada de clembuterol y sus ceniceros llenos de colillas en cada mesa, y pensé que sólo habría una forma de confirmarlo.
Hago un pequeño inciso (como si esta entrada no estuviese quedando ya suficientemente larga) para contar brevemente mi primera incursión en un McDonalds, pues viene al caso porque fue en el que abrieron en Valladolid a mediados de los noventa, precisamente. Cuando crucé la puerta con mis padres pedí, con toda mi chulería, un menú macroyaljamburguer, porque en esos días anunciaban en la tele el macroyaljamburguer y lo de macroyaljamburguer me sonaba de lo más guay. Me lo sirvieron, y me llevé un chasco enorme al ver que no traía juguete. Pregunté entonces al empleado que qué había de lo mío y el muchacho me aclaró que los juguetes sólo tocaban en los menús de niños.Otro chafe más que añadir a esta lista de chafes que es mi vida, oye.
Volviendo al tema principal, si he entrecomillado el "no muy lejos" es porque en realidad el local se encontraba a tomar por culo, pero es que a vista de mapa, Dubai engañaba. Algo que comprobé varias veces, muy a mi pesar y de mis pies y espalda, que ya tienen una edad y no están para según qué trotes.
Para empezar, tuve que recorrer varias paradas hasta llegar a la más cercana, de nombre Umm no sé qué o algo así (no me juzguéis, que vosotros tampoco sabéis cómo se llama). Una vez apeado, me tocó cruzar al otro lado de la autopista de DIECISÉIS CARRILES que atraviesa la ciudad de noreste a sudoeste:
Ya en el exterior, la ruta que se antojaba rápida y cómoda en la aplicación de los mapas se convirtió en una caminata de tres cuartos de hora por enormes avenidas pensadas para recorrer exclusivamente en coche. Pasé junto a varios concesionarios pijos, tiendas de mobiliario pijo para cuarto de baño y algún que otro restaurante de los que tienen personal en la puerta diciéndote con la mirada "no entres aquí, pobre". Debido a que las ganas de comer y la fatiga se hicieron muy amigas dentro de mi cerebro, no me dio la gana sacar fotos, por lo que os toca creerme sin más si os digo que me encontré con elementos podotáctiles (vamos, los bultitos que hay en la acera para que los ciegos sepan que llegan a un paso de cebra) de cristal, como el ombligo de un troll, y que a pesar del clima semidesértico, la zona contaba con alfombras de flores kilométricas.
Finalmente, llegué al restaurante, y lo único que tenía de noventero era una recreativa del Street Fighter y el logo escrito con letra pixelada. Ni siquiera tenían macroyaljamburguer. Pero me dio igual. Pedí y ante la pregunta de si quería comer dentro o fuera, decidí erróneamente que fuera, por lo que me tocó jalarme lo de la foto que vais a ver ahora intentando que el vendaval que soplaba no me volase las patatas fritas (las cuales, ignoro por qué, sabían a bocabits):
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Aún conservo la chapa de la botella, que tiene cosas escritas en árabe. Si alguien la quiere, se la |
Una vez nutrido, me enfrenté a dos opciones: seguir alejándome de la civilización y llegar a la playa, o volver a la zona de la autopista y el metro y tomarme un café. Evidentemente, elegí la segunda, pues hay ocasiones en las que sólo el café me pone a andar, y aquélla era una de dichas ocasiones.
Volví por un camino distinto que además era más corto, y en lugar de concesionarios y tiendas de baño para gente rica, lo que me encontré en esta nueva ruta fueron clínicas de todo tipo. Por ejemplo de medicinas alternativas y pseudociencia sacacuartos:
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Dedicado a aquellos incautos que creen sentirse mejor de sus dolencias con sólo ver caracteres chinos sin saber qué coño significan |
O, hablando de sacacuartos, un pequeño local de Quirón, quienes hace no mucho me soplaron ciento veinte euros por hacerme una PCR:
También había muchas flores, aunque no tantas como a la ida, pero esta vez me encontraba de mejor humor y sí que hice foto:
Así, caminando entre médicos, casi-médicos, no-médicos-en-absoluto y abundante flora, me hallé a una rotonda de distancia del Centro Comercial de los Emiratos. Pero claro, ya he dicho que esta no es ciudad para peatones, y la susodicha rotonda, que conectaba la megaautopista con otra carreteraza que no se quedaba corta en eso de acumular carriles, no contaba con un paso decente para viandantes, obligándome a dar un rodeo DE LA HOSTIA que me llevaría de vuelta a Umm no sé qué. Pero esto me venía bien, en principio, por dos motivos. El primero, encontrarme con esta gata que, tumbada sobre el adoquinado, disfrutaba del atardecer:
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Foto hecha desde lejos para no molestar |
El segundo, indirectamente, tenía que ver con mi madre. Resulta que la buena mujer, hace un par de años, adquirió un cuento en euskera durante una excursión a Navarra, empezando así la curiosa afición de coleccionar libros infantiles en distintos idiomas que luego traduce al español con la ayuda de Deepl mientras descubre el follón en que consiste tener que lidiar con más de un lenguaje. Y desde entonces yo le he conseguido varios en alemán, turco, esloveno o inglés, entre otros (hasta Frau Pfefferoni le pilló uno de Grecia el pasado verano). Pues bien, mientras consultaba la ruta hacia mi ansiado café, Maps me dijo que a un par de kilómetros de mi localización se encontraba The Old Library, con lo que mi madre podría añadir un ejemplar en árabe a su colección. Caminé hasta el lugar y descubrí al llegar con gran decepción que yo, que he vivido siete putos años en Irlanda, llevo casi diez comunicándome a diario con compañeros angloparlantes y tengo pensado sacarme este año el avanzado de inglés de la Escuela de Idiomas, me había comido un false friend de primero de Muzzy.
Niños, meteos esto en la cabeza: en inglés, library significa biblioteca, no librería.
Tras cagarme en mi English level a las puertas de aquella biblio en la que, evidentemente, no vendían libros, decidí compensar la caminata inútil entrando en la cercana Umm no sé qué y dejando que el metro me llevase hasta la siguiente parada, donde estaba el dichoso Mall of the Emirates, un centro comercial grande de cojones en el que me perdí varias veces buscando la tienda de libros anunciada en la pantalla que consulté en la entrada. Para más inri, dio la casualidad de que mi madre me escribió por Whatsapp para preguntarme qué tal me iba y qué andaba haciendo. Y a mí, con la paliza que me estaba dando, me dieron unas ligeras ganas de responder con un "aquí, intentando comprarte un puto libro". Evidentemente, mi madre no recibió tal respuesta. No sólo porque hacer algo así ESTÁ FEO y en aquel jardín me había metido yo solito por voluntad propia, sino porque en ese momento di con la tienda, la cual no sólo tenía muchísimos cuentos en árabe, sino que contaba con un recompensatorio Starbucks en su interior como si de un oasis en mitad del desierto se tratase.
Hago un segundo inciso para deciros que no os voy a contar ahora mi primera vez en un Starbucks, que bastante mal estoy quedando ya.
Me adentré en la cafetería ignorando las miradas de los dependientes (me da mucha ansiedad que me pregunten qué quiero en las tiendas, y ése es uno de los motivos por los que no compraría nada en el mercado de oro días después, pero no adelantemos acontecimientos), apuré un capuccino al que acompañó un paracetamol (pues mi espalda cantaba saetas a esas alturas de la tarde), me hice con el libro y determiné que aquel día ya contaba con aventuras de sobra. Por ello, volví al metro con la intención de dirigirme al apartamento, y mientras esto ocurría mi novia me contó que estaba aún más hecha polvo que yo, pues ella (recordemos) había tenido que currar todo el día. Calculando que nos encontraríamos en el piso en una media hora, me apeé una parada antes y recorrí a pie la Marina de Dubai, cuyos rascacielos iluminados se me antojaron algo distópicos, no sé por qué:
Pasé por un Carrefour Express cercano al piso, pillé un par de sandwiches y, por fin, llegué a nuestro hogar temporal con la intención de cenar ligero en compañía de mi también agotada novia y arrastrarme a la cama, ilusionado ante la perspectiva de desayunar en un sitio interesante al día siguiente.
Y mientras subía en el ascensor, la parte de mi cerebro que aún no estaba frita dio con la solución al misterio: no es que faltasen pisos, es que los apartamentos eran dúplex y las plantas superiores de los mismos no contaban con puertas al exterior, por lo que no merecía la pena que el ascensor parase en dichas plantas.
Sí, hasta cuando estoy cansado soy un puto genio, lo sé.

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