lunes, 27 de septiembre de 2021

Yo vs. el alemán. Séptimo asalto

Metámonos en política.

El otro día llegaron a casa un par de cartas remitidas por el ayuntamiento, dirigidas a mi novia y a mí, y yo lo primero que pensé mientras abría la mía fue "ay, Dios". No es de extrañar que este pensamiento me viniese a la mente, pues lo habitual es que cada vez que me toca pelearme con cualquier trámite o documento administrativo de este país acabe con dolor de cabeza y ganas de abandonar la civilización para siempre. De hecho, tengo pensado escribir una entrada al respecto para que os hagáis una idea, pero aún no sé ni por dónde empezar.

De todas formas, en esta ocasión el disgusto no fue tal y mi exabrupto mental estuvo de más. Resulta que estaban a punto de celebrarse elecciones municipales y de distrito en la ciudad y se nos invitaba amablemente a participar en la Fiesta de la Democracia. Algo así nos chocó a mi novia y a mí, pues aunque ya llevamos dos años en Austria, para según qué cosas aún tenemos el modo irlandés activado por defecto (siete años metidos en Dublín es lo que tienen, chica). Mientras vivíamos en la Isla Esmeralda sólo se nos permitía participar en las elecciones al Parlamento Europeo, por lo que no nos quedó más remedio que echarnos a un ladito mientras los irlandeses decidían qué hacer con el matrimonio igualitario en 2015 y con la despenalización del aborto en 2018, y alegrarnos desde la barrera al ver que no la cagaron en ninguna de las dos ocasiones.

Pero resulta que en la patria de Schwarzenegger, al menos cuando de elecciones municipales se trata, los extranjeros censados en la ciudad sí que podemos colar papeletas en urnas. Y oye, teniendo la oportunidad, ¿por qué desperdiciarla? Y más cuando siempre he considerado que votar, más que un derecho, es la excusa perfecta para criticar a aquellos que han elegido a quienes están en el poder cada vez que éstos hacen lo que no deben. Si es que la Democracia me gusta más que al emperador Palpatine, joder.

Con esta idea de dudosa moral en mente eché un ojo a la carta de marras para saber qué hacer el día de los comicios. Y no sé si porque todo venía bien masticadito a nivel descriptivo o porque en el fondo estoy aprendiendo alemán de forma irremediable, pero esta vez no me tocó tirar de Frau Pfefferoni para que me ayudase con la traducción. En resumen, las instrucciones especificaban la dirección del colegio electoral, así como la mesa a la que debía dirigirme. También se pedía que, teniendo en cuenta la que está cayendo, todo el mundo fuese con mascarilla y que cada uno se llevase el boli de casa. Y yo decidí que tiraría de éste tan salao que me compré en una droguería de Maribor (sí, la ciudad en la que me pasó lo del ojo):

Tiene dibujado un cacahuete con pajarita y sombrero de copa y pone "Mr. Peanut". No me digáis que no es una monada

Podía haber elegido otro bolígrafo que adquirí en la misma droguería, más caro y con cabezal intercambiable para usar como estilográfica, pero no lo hice porque ES UNA MIERDA. Que tiene una tinta demasiado clara y deja borrones cada vez que lo uso para tomar notas cuando me siento frente al piano. Unas notas que, por otra parte, harían llorar a Javier, mi profesor de música de Primaria:

¿Solfeo? ¿Qué es eso?

Y por si contar con derecho a voto y el poder sacar de paseo un boli tan majo no fuesen suficientes motivos, la Schule nos pillaba de camino a la panadería balcánica a la que vamos cada domingo para hacernos con dos Semmeln que nos ayuden a empujar el platazo de huevos fritos con bacon y torreznos que nos metemos para desayunomer ese día de la semana. Así que no había excusa, llegó la mañana electoral y, bolígrafo en ristre, allá que fuimos.

La verdad es que el proceso fue más sencillo de lo que esperaba: seguir las indicaciones de la entrada, presentar el DNI para certificar la identidad de uno, recoger el sobre con papeletas destinadas a alcaldía y distrito y meterse tras un biombo para rellenar ambas. Cada papeleta incluía una tabla en la que aparecían todos los partidos presentados, así como hueco para marcar el elegido y para escribir el nombre del representante de turno.

Llegados a este punto, tengo que aclarar que no es que yo sea precisamente politólogo, pero con la autoridad que me concede el que aquí mando yo, coño, y tras haber dedicado cinco minutos a leer un par de artículos de Wikipedia, voy a hacer una breve descripción de los principales grupos políticos para que vosotros decidáis si cualquier parecido con la política española es o no pura coincidencia.

ÖVP, Österreichische Volkspartei (Partido Popular de Austria)


Señoros en traje, maquillados y muy bien engominados, echando la culpa a los demás de sus propios fracasos y miserias, organizando pelotazos y capeando casos de corrupción con mejor o peor suerte. La clase de políticos que parecen vivir en (y gobernar para) una burbuja dentro de la cual no estamos ni tú ni yo y que, sin que seas capaz de explicártelo, ganan una y otra vez. Lo que más rabia me da de este partido es que su líder tiene la misma edad que yo y ahí le tienes, presidiendo un país entero mientras yo me dedico a escribir gilipolleces en este blog y a merendar happymeals en el McDonalds porque estos días están regalando cartas de Pokémon.


Die Grünen (los verdes)


Un partido con un programa que se basa en la ecología y poco más, pero que lleva décadas agarrado al poder austríaco como una garrapata a base de subirse a hombros del partido más votado (sea del color que sea) y formar coalición. Vamos, como el PNV pero cambiando autodeterminación por bosques y carriles bici.


SPÖ, Sozialdemokratische Partei Österreichs (Partido Socialdemócrata de Austria)


Véase ÖVP.


KPÖ, Kommunistische Partei Österreichs (Partido Comunista de Austria)


¿Os acordáis de la Copa del Rey 95-96, cuando el Numancia le enseñó los dientes al Barça? Pues con los comunistas pasa algo parecido aquí: a nivel nacional no pintan una mierda, pero en la ciudad son segunda fuerza política, con un 20% de los votos y sólo superados por el ÖVP. Que igual es porque saben como batirse el cobre en la calle: una línea telefónica gratuita para orientar a inquilinos, asistencia legal gratuita a quienes van a firmar un contrato de alquiler y la guerra que dan cada vez que se pretende arrasar medio monte para levantar (aún más) pisos o al alcalde de turno se le va la olla y se le ocurre que aquí se podrían celebrar unos juegos olímpicos de invierno, entre otras lindezas, sirven para que cada vez que los medios de comunicación se dirigen a ellos en plan "que viene el coco", uno de cada cinco votantes reaccione diciendo "pues que venga".

[Edit de última hora: ¡PAM! En tu puta cara]


NEOS - Das Neue Österreich und Liberales Forum (La Nueva Austria y Foro Liberal)


"El partido que ha llegado para reformar la política", con eslóganes guays, colores fosforitos y mucha (quizá demasiada) presencia en redes sociales. Vamos, como cuando vas a un hotel moderno decorado con mal gusto y rezas para que las paredes estén lo suficientemente bien insonorizadas porque sabes que muchos de sus inquilinos no van a usar su habitación para dormir, precisamente. Que de lejos puede parecer algo decente, pero es que son liberales. Liberales. Y yo ya estoy cansado de lidiar en Twitter con gente que se cree que puede inventarse nuevas reglas desde el punto de vista económico cada vez que sus ideas locas demuestran ser una gilipollez cuando se intentan aplicar en el mundo real.


FPÖ, Freiheitliche Partei Österreichs (Partido de la Libertad de Austria)


Aquí el tema de los residuos se lleva muy a rajatabla: además del cubo del papel, el de plástico y envases, el del aluminio, el del cristal transparente, el del cristal oscuro y el de residuos en general, hay otro tipo de cubo para basura biodegradable o compostable: restos de comida, plantas secas y tal. El inconveniente que ofrece este último es que, como en éste en particular no está permitido usar bolsas, siempre está sucísimo y no es de extrañar que incluso lleno de gusanos, por no hablar de la peste que otorga a todo el cuarto de basuras.


PIRAT, Piratenpartei Österreichs (Partido Pirata de Austria) 


De la existencia de éste me enteré hace poco porque un anuncio suyo se me coló en Facebook. Se fundó durante aquel boom de la privacidad en Internet, los cierres de webs de torrents y los jovencitos que llevan sudadera con capucha y que no tienes muy claro qué quieren, pero oye, a lo tonto han logrado colocar un concejal en el ayuntamiento y un párrafo en esta entrada, mira tú.


Había más partidos, pero creo que con lo dicho os hacéis una idea, así que no voy a describir más. Tampoco os voy a enseñar la foto que hice de la papeleta-folio porque no sé si sería legal y no me quiero meter en líos, gracias. Si la queréis ver, venid de visita y os la enseño en persona.

Pues eso, que el proceso fue de lo más simple. Tras abandonar el biombo con ambas hojas marcadas y metidas en el sobre, colé éste en la urna (que parecía más un cubo de basura de Ikea como los que tenemos debajo del fregadero que una urna, pero no seré yo quien critique la estética electoral austriaca). Mi novia hizo lo mismo, y entonces pasamos por la panadería como habíamos planeado y nos volvimos a casa, donde cocinamos y después jalamos semejante delicia:

Ojito al Semmel, arriba a la izquierda

Esperabais que la hubiese cagado en algo mientras votaba por no conocer el idioma, ¿no? Y que lo hubiese contado aquí para vuestro deleite, ¿no? Pues os jodéis, que esta vez no ha tocado. 

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lunes, 13 de septiembre de 2021

Una historia de no violencia

El otro día me vino a la mente un recuerdo de infancia de ésos que caben en un par de párrafos, pero que requieren detalles y aclaraciones en lo referente a personajes y lugares, haciendo que la historia se alargue considerablemente. Por ello pensé "de puta madre, ya tengo para una entrada", y aquí estoy, poniéndome a ello.

Lo que voy a contar tuvo lugar una mañana de lunes, martes, miércoles, jueves o viernes de principios de los noventa. Sé que no fue ni sábado ni domingo porque ocurrió en mi colegio, en horario lectivo; y no puedo concretar el año porque no me apetece echar cuentas y calcular cuándo cursé segundo de primaria. Lo que sí puedo es deciros que empecé dicho curso con traumita. Resulta que mi centro escolar contaba (y cuenta) con, además de un majestuoso pinar y un polideportivo en el que durante sus primeros dos años de existencia estaba prohibido entrar con calzado de calle para no joder el recién estrenado parquet, tres edificios de aulas en el que los alumnos éramos clasificados por edades, como las pelis del videoclub: el primero, rodeado por su propia verja y dotado de estanques de arena y algún que otro columpio, era "el colegio de los pequeños", donde se cursaba preescolar/infantil y los dos primeros cursos de EGB/primaria. El segundo bloque, conocido como "el colegio de los mayores", albergaba al resto de la educación primaria. Y por último, junto a éste, se alzaba gris y feo de cojones el instituto, donde estudiantes de secundaria se afanaban en preparar los cursos previos a la entrada en la universidad o se tocaban los huevos esperando alcanzar la edad en la que nadie les obligase a estar allí.

Si habéis prestado atención hasta el momento (y os felicito por ello, pues soy consciente de que estoy soltando una chapa estupenda), habréis empezado a dibujar en vuestra mente a mi yo de siete años jugando felizmente en la arena del cole de los pequeños, seguro y feliz tras su verja, pero por desgracia no fue así. Al comenzar el segundo curso se nos notificó que pasaríamos al colegio de los mayores, ya que había excedente de párvulos y no cabíamos todos en el edificio. Mis compañeros celebraron el ser considerados menos niños de lo que les correspondía como auténticos hooligans, pero a mí lo de abandonar la infancia un año antes de lo esperado me sentó como un jarro de agua fría: me imaginaba que cada día a partir de aquel entonces me iba a tocar lidiar por los pasillos y en el patio con maromos MUCHOS años mayores que yo, entre los que seguramente habría bastantes mamelucos encantados de putear a mocosos como nosotros. Joder, si es que había tíos escolarizados con más barbas que el conserje, no me jodáis.

Pero al final no fue para tanto, tú. Resultó que quienes contaban con más edad en el colegio tenían mejores cosas que hacer que meterse con criajos y mi constante temor a protagonizar mi propia versión de The Warriors nunca se materializó. Aunque en una ocasión faltó poco para que así fuese, ya veréis.

En lo relativo a la media hora de recreo, raro era que no la dedicásemos a jugar al fútbol entre los pinos del patio, previo paso por los lavabos para vaciar vejigas que habían estado acumulando líquido durante las tres primeras horas lectivas ("ahora estáis en el colegio de los mayores y no se puede ir al baño durante las clases mimimimimi" decían los profesores, haciendo que odiase AÚN MÁS aquel edificio). Pues bien, el día de la anécdota nos encontrábamos cuatro o cinco compañeros de clase haciendo uso de los urinarios y pensando en el partidillo que se avecinaba, y entonces un externo protagonista al que podríamos calificar como "macarra" hizo su aparición estelar. Considerando la distorsión que otorga ver la realidad con los ojos de un niño y que apenas levantábamos un metro del suelo, es posible que exagere al decir esto, pero en mi recuerdo aquel pavo (con su cazadora de cuero y todo), que nos sacaba cuatro cabezas, no andaba lejos de la mayoría de edad. Vamos, una versión chunga de Quimi, el de Compañeros, pero muchos años antes de que existiera esa serie: 

fuente: atresmedia
Seguro que el de mi historia también tenía moto y todo

Si a esto añadimos que en vez de sacarse la chorra para mear, lo que el jambo hizo fue sacarse un cúter del bolsillo de la chupa y empezar a grabar con él el símbolo anarquista en la puerta del baño, comprenderéis que a mis compañeros y a mí se nos pusieran los huevos de corbata. Invadidos por el estupor y el canguelo, los infantes contemplamos la escena en silencio, deseando que el adolescente terminase su obra y se largase cuanto antes, pero uno de nosotros (a quien años después yo pondría un mote que no voy a reproducir aquí pero que hace que me sienta mal y bien a partes iguales: mal porque está feo poner motes, hombre; y bien porque dicho sobrenombre le duró hasta que empezó la carrera y eso tiene su mérito), en pleno ataque de insensatez, se encaró al del cúter, reprochándole con su vocecilla infantil que uno no podía ponerse a rajar puertas de centros de enseñanza públicos así como así y que pensaba dar parte a la profesora de turno. Con dos cojoncillos.

Imagino que sabréis como termina la historia de David y Goliat, ¿no? Bueno, pues en el baño de mi colegio pasó justo lo contrario. El vándalo trincó a mi compañero por los hombros y, tras meterle un empujón contra la pared, bramó con su vozarrón tardoadolescente que como se atreviese a soltar una palabra, su cara iba a terminar peor que la puerta. Tras este feo comportamiento, abandonó el lugar y salió al patio, lleno de un orgullo cobarde que sólo un abusica de mierda como aquél podría sentir. Y entonces mi compañero, más pálido que los urinarios que nos rodeaban, esperó unos segundos para tomar la misma ruta de salida, localizó a la maestra más cercana y le largó todo lo sucedido entre lágrimas más de impotencia que de miedo.

No se trataba de Asun, la de religión; ni de Charo, la de gimnasia (que era un cacho de pan, la pobre). Tampoco era Ofelia la que estaba allí (que tenía un rato de mala leche pero imponía poco). La casualidad quiso que aquella mañana el papel de guardiana de patio le tocase a Angelita. Angelita, ni más ni menos.

Antes de contaros cómo acaba la historia, permitidme que os la describa: físicamente, se trataba de una mujer de entre cincuentaymuchos o sesentaypocos con una estatura por encima de la media (MUY por encima). Su cuerpo, alargado como la sombra del ciprés en la novela de Delibes, se hallaba coronado por dos hombreras exageradas, entre las cuales destacaba una melena blanca que mantenía un volumen increíble gracias a litros de laca diarios y que hacía juego con su palidísima caraza, pues tampoco solía quedarse corta en lo que respectaba a maquillaje. Era algo así como Panti pero con gafas de montura fina y con los andares de quien se ha tragado el palo de una escoba. De hecho, mi abuela, haciendo alarde de un ingenioso hijoputismo castellano, solía referirse a ella (a sus espaldas, por supuesto) como "la alta viejorra" (vale, ya sé de dónde he sacado yo lo de poner motes a la gente). Y desde el punto de vista lectivo... Andaba más cerca de la vieja escuela que de la nueva. Sé de lo que hablo: el año anterior había sido nuestra tutora, y lo primero que hacía cada mañana era obligarnos a rezar un padrenuestro (hasta que algunos progenitores pusieron el grito en el cielo con toda la razón del mundo porque eso no tenía cabida en una escuela pública) y leernos un fragmento de un libro de urbanidad para niños y niñas que describía cómo nos teníamos que lavar las manos después de hacer caca y cosas así. A lo dicho habría que añadir algún cachete por aquí y por allá a los alumnos que peor se portaban (que peor nos portábamos, ejem) y un aura de severidad a lo Clint Eastwood en El sargento de hierro que nos solía poner a todos más firmes que las púas de un peine.

Bueno, pues allí estaba ella, escuchando atónita cómo mi compañero se chivaba de todo lo que os he contado. El macarrilla, que además de un abusón era un poquito gilipollas, había decidido quedarse a la vista, creyéndose el rey del recreo, por lo que Angelita tardó en localizarle el tiempo que le llevó a la víctima levantar el brazo y apuntar en su dirección con su dedito acusador. Fue entonces cuando la profe, con sus andares de comparsa de gigantes y cabezudos, se acercó al pavo y le dijo algo en plan "vente conmigo, chico", al tiempo que nosotros nos retirábamos con el objetivo de que el susto se nos pasase entre patadas al balón.

Teniendo en cuenta que los recreos duraban media hora, y restando el tiempo que duró el incidente del váter y el consiguiente parte a la autoridad competente, tuvimos unos veinte minutos de partidillo durante los cuales nos dedicamos a imaginar a Angelita convirtiendo el colegio de los mayores en el cuartel de Intxaurrondo y jugando su partido de fútbol particular con las pelotas del muchacho, habida cuenta de cómo se las gastaba (insisto: el año anterior yo me había llevado alguna que otra merecida galleta por su parte). Al sonar la sirena que marcaba el fin de nuestra libertad, corrimos a la entrada del edificio y contemplamos una escena ligeramente diferente a la que nos esperábamos.

Allí estaba Angelita, con una serenidad y una calma acojonantes, y frente a ella permanecía el gamberro, convertido en una parodia de sí mismo bajo aquella chupa de cuero que de repente parecía quedarle varias tallas grande. Mientras los alumnos nos dirigíamos a nuestras respectivas aulas, pasé cerca de esta pareja y descubrí que de los ojos de él, enrojecidos por un llanto de los que duran un buen rato, aún brotaban lagrimones (algo fácil de ver bajo mi perspectiva, pues el zagal no se atrevía a despegar la mirada del suelo). Las piernas le temblaban cosa mala, y aunque no fue el caso, no me habría extrañado que a aquellas alturas éstas se hubiesen encontrado sobre un charco de su propia orina.

Os estaréis preguntando cómo logró la profe doblegar al mastuerzo y convertirlo en semejante guiñapo. Pues resulta que, al contrario de lo que mis compis y yo pensamos, no se dedicó a recrear El crimen de Cuenca. Lo que hizo Angelita fue echar mano de la experiencia que le daba venir de la vieja escuela, con sus padrenuestros, sus manuales de urbanidad y sus técnicas de guerra psicológica de la época, y largarle veinte minutazos de sermón durante los cuales sólo Dios sabe qué leches le estuvo diciendo para apretarle TANTO las tuercas.

Angelita, ni más ni menos.

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lunes, 30 de agosto de 2021

Yo vs. el alemán. Sexto asalto

Vale, los dos últimos años han sido una mierda pandemialmente hablando, y resulta aún más descorazonador pensar que tras tantos meses padeciendo contagios y confinamientos, lo único que podemos sacar en claro es que el ser humano es gilipollas. Con tanto tener que aguantar a negacionistas, conspiranoicos, inconscientes y quejicas en general, no sé vosotros, pero yo paso por momentos en los que me falta el canto de un duro para ponerme del lado del virus.

Sin embargo, he de darle las gracias a la pandemia por algo en particular: ya no voy a cortarme el pelo. Pensaréis que soy un cínico por poseer un sistema de valores tan lamentable con la que está cayendo, y os doy la razón. Pero es que, tal y como ya dejé claro, el meterme en una peluquería está entre mis miedos más chungos, y como aquí en Austria el gremio tuvo que cerrar a cal y canto durante lo peor de la pandemia, pasadas unas semanas empecé a echarme a perder a nivel capilar como el Señor Burns en aquel episodio. Y es que todas las máquinas cortapelos del universo se agotaron de la noche a la mañana (así como las impresoras, algo que no me explico. Si ya no hay que imprimir nada, ¿no?). No obstante, como si de un milagro se tratase, resultó que en una de las droguerías (las cuales, recordemos, estaban abiertas) del barrio había varios modelos a buen precio, y una de ellas pasó desde entonces a habitar mi cuarto de baño.

Sólo se me ocurre un motivo que pueda explicar el que hubiera existencias en el local, y es que a nadie se le habría ocurrido mirar allí. Porque, insisto, se trataba de una droguería, el último sitio en el mundo donde podrían tener estos utensilios. Pero bueno, considerando que hace casi diez años encontré adaptadores de enchufe UK-Europa en una farmacia de Irlanda, ya no me asombro por nada.

Pues bien, ya han sido varias las ocasiones en las que mi novia, con gran destreza, hace uso del artilugio y me pega un rapado al siete (y al once en lo alto) que da gusto verlo, convirtiéndose así en mi peluquera particular y ahorrándome la pasta (aunque eso es lo de menos) y el mal rato que paso yo cuando tengo que cortarme el pelo fuera de casa.

A esto le estaba dando vueltas hace un rato, porque (si ningún imprevisto de última hora lo jode todo) estoy a pocos días de pasar una semana tocándome los huevos y releyéndome la serie de la Fundación en una playa de Granada y mi novia me acaba de convertir, capilarmente hablando, en Regular Sized Rudy  (si no habéis visto YA Bob's Burgers, no sé a qué coño estáis esperando), pues el orden correcto consiste en primero cortarse el pelo y luego tomar el sol, que cuando se hace al revés quedan unas marcas horrendas. Total, que mientras mi cabellera alfombraba el suelo del baño, me he dado cuenta de que aún no os he contado cómo me fue a nivel barberos por aquí antes de que dos mil veinte nos pasase a todos la mano por la cara. Como fueron pocos los meses de normalidad que pudimos disfrutar, tal acontecimiento sólo se dio en dos ocasiones. La primera no tuvo nada de especial: la peluquería, sita en un centro comercial de la ciudad, contaba con personal que habla inglés mejor que yo, por lo que el proceso no contó con ningún detalle destacable más allá de mi miedo a que me rajasen la yugular por error. Pero la segunda tuvo más chicha, sí. Así que os voy a contar lo que recuerdo de ella para que os cachondeéis un rato de mí y de mi falta total de destreza en eso de usar la lengua germana.

No recuerdo por qué no volví a ir a la peluquería angloparlante, con lo bien que me había ido en la ocasión anterior. Quizá fue porque por aquel entonces aún íbamos a una oficina a trabajar en lugar de hacerlo en gayumbos desde nuestros dormitorios, o porque soy imbécil y me apetecía complicarme la vida, pero decidí que aquella tarde de diario me pelasen en una barbería cercana a mi casa a la que acudiría en cuanto terminase mi turno. Temeroso de que allí sólo hablasen alemán, le pedí a mi compañero (que aunque también es español lleva más tiempo viviendo en Austria y controla el idioma) que me enseñase algunos conceptos para poder defenderme, y la lección consistió en:

  • Corto: kurz
  • Máquina: Maschine
  • Tijeras: Schere (y esto último lo he tenido que buscar AHORA porque se me había olvidado. Qué vergüenza)

Con lo anterior en mente, me dirigí a la peluquería convencido de que me haría entender sin problema, pero... ¡Ay mísero de mí, y ay, infelice! Tres palabras sueltas no le dan a uno para hablar un idioma. Al entrar por la puerta, descubrí que sólo había un cliente siendo atendido por el único peluquero, y cuando le pregunté a éste si hablaba inglés, y él me dijo que nein sin soltar las tijeras, me senté en uno de los sillones de espera en vez de hacer caso a mi cerebro, que me pedía a gritos que saliese corriendo de allí. Llegado mi turno, pasé a la silla de marras que el estilista me señaló con su brazo, y respondí a su primera frase (cuyo significado no logré descifrar) con un entrecortado "Maschine und Schere, bitte" (algo que tuve que repetir varias veces porque, habida cuenta de mi pronunciación, sabe Dios qué estaba diciendo en realidad). El hombre me preguntó por el número y yo, que me había tirado siete años cortándomelo al five en Irlanda, le dije que fünf. Entonces él puso la máquina al fünf, me la acercó al lateral derecho de la cabeza y arreó el primer viaje de Maschine. Y yo me cagué en todo.

No sé si es que no hay una normativa en la Unión Europea que estandarice los cortes de pelo o qué, pero aquel fünf no tenía nada que ver con el five al que estaba acostumbrado. Mientras trataba de disimular mi expresión de pavor al contemplar en el espejo la fantástica calva que acababa de plantarme sobre la oreja, el pavo me preguntó que si me parecía bien, y yo estuve a punto de decirle que no, que qué cojones entendía él por "cinco", que se había pasado tres pueblos y que por aquel hueco de mi pelo se me estaban empezando a escapar las ideas. Pero, como imaginaréis, no le dije nada de eso. En primer lugar, porque no sabía (ni sé aún, QUÉ VERGÜENZA) decir todo eso en alemán; y en segundo lugar porque no habría servido de mucho, que estas cosas no tienen controlzeta. Porque, ¿qué iba a hacer el peluquero si le llego a decir que la había cagado? ¿Recoger el mechón del suelo y pegármelo con celo? Pues eso, que le mentí como un bellaco y le dije que todo bien, que adelante con aquella mierda del fünf que tenía más pinta de three o de two que otra cosa mientras pensaba en el frío que iba a pasar durante las próximas semanas.

El resto de la sesión transcurrió sin incidentes, y entre ambos se mantuvo un silencio algo tenso sólo roto cuando me preguntó que de dónde era yo. Tras responder le devolví la pregunta, y creo que él dijo ser de Turquía, pero no estoy muy seguro porque mis siete neuronas estaban tan ocupadas dándose codazos entre sí y señalando al espejo mientras contemplaban con atención morbosa la escabechina que el recuerdo de la conversación no se grabó muy bien en mi memoria.

Hablando de grabar. Hace años grabé la peli de Mr. Bean en una cinta virgen y días después mi hermano, que quiso grabar a su vez dibujos animados, usó esa misma cinta sin darse cuenta, pero en vez de La 2, el vídeo tenía seleccionado el canal 1, así que a mi cinta de Mr. Bean le faltan unos minutos del principio en los que sale un hombre siendo entrevistado por un reportero del informativo territorial de Castilla y León durante una protesta agraria. Que esto no tiene NADA que ver con la historia, pero es que estoy a punto de acabar y la entrada me está quedando muy corta. En fin, sigo.

Una vez el proceso llegó a su fin, el peluquero me preguntó por mi opinión ante el resultado, y yo mentí por segunda vez diciéndole que me gustaba. Al ir a pagar (doce euros) presenté un billete de veinte (el único que tenía), y el hombre puso mala cara y me dio con pesar un billete de diez al cambio, pues no tenía monedas con las que darme las vueltas exactas (y tampoco datáfono, así que de pagar con tarjeta nada, monada). Salí del lugar y, quizá fue porque el invierno austriaco le estaba afectando a mis meninges más de lo normal, pero me sentí mal por haber recibido un descuento inmerecido. Por ello, me metí en el Lidl cercano, me hice con un cruasán con chocolate que pagué con el billete de diez y, aprovechando que entre el cambio había dos euros, volví a la peluquería para dárselos, recibiendo a cambio una sonrisa.

Y entonces sí, ahí ya sí que me fui a mi casa mientras daba cuenta del cruasán y pensaba "qué buena persona soy. Y qué puto frío tengo".

fuente: philips
Recordad: se dice Maschine. Y el fünf es MUY corto


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jueves, 19 de agosto de 2021

Mi gata no me deja dormir

Es posible que lo que os voy a contar a continuación ni os vaya ni os venga, pero yo llevo días dándole vueltas y me está costando procesarlo. Y es que este blog cumple hoy cinco años. CINCO AÑOS. Que parece que fue hace nada cuando decidí empezar a registrar por escrito todas las chorradas que se me ocurrían de camino al trabajo y ya ha pasado un lustro. Un lustro durante el que ha ocurrido de todo: os he abierto las puertas de mi mente psicótica (y de mi habitación) con mayor o menor frecuencia (al principio lo hacía cada lunes y no sé cómo fui capaz de mantener el ritmo tanto tiempo), he dejado cosas sin acabar, he narrado un viaje a Japón a entrada por día y he dejado caer en varias ocasiones lo que me está costando aprender alemán, por poner algunos ejemplos. Más de cien entradas, que se dice pronto.

En principio no tenía pensado hacer nada especial para conmemorar el aniversario (y la verdad es que tampoco es que me sobre tiempo, que esto lo estoy escribiendo durante la víspera y aún tengo que regar los potos, ojo), pero creo que lo suyo sería aprovechar el acontecimiento y dedicarle de una vez por todas una entrada en condiciones a quien inspiró el nombre del blog, así que vamos allá.

La historia comienza con un mensaje. Concretamente, el que le mandé a la murciana una fría tarde de principios de febrero de dos mil quince diciéndole que no podría acompañarla al gimnasio para tener una de nuestras largas conversaciones de jacuzzi. En vez de pedir perdón por ello, lo que hice fue usar la siguiente imagen como excusa:


Y es que resultó que, poco antes de enviar dicho mensaje con foto, mientras mi novia y yo nos encontrábamos desatando nuestras bicis a la puerta del call center dublinés en el que currábamos por aquel entonces, los maullidos de un gatito marrón rompieron el silencio del aparcamiento. Mi novia, que es de las que se llevarían un tiro en el culo por cualquier gato de este mundo (filosofía que yo comparto con orgullo), echó mano del abandonado animal, sin que ninguno de los dos tuviésemos muy claro qué hacer con él. Al final, tras reflexionar con varios compañeros que también salían del trabajo en ese momento que cuidar de un gato no requiere demasiado sacrificio, nos dirigimos a la clínica veterinaria del pueblo para que le echasen un ojo.

El vete confirmó que el gato era en realidad una gata (lo que tiró por tierra mi deseo friki de llamarle Tron), que no tenía chip y que, pese a no parecer desnutrida o enferma, convendría darle un baño y unas pastillas para que se deshiciese de posibles pulgas y de tangibles parásitos, los cuales decoraron el salón de casa a los pocos días como si fuesen desagradables fideos. Ñam, oye.

Y así, con la gata metida en una caja de cartón proporcionada por el doctor de animales, volví a nuestro piso buhardilla pensando en qué nombre ponerle mientras mi novia se desviaba al supermercado y adquiría algo de comida, cuencos, caja de arena, arena y una manta, la cual vino atada con una cinta roja que se convirtió en su juguete favorito para siempre. Pensé que "Arya" sonaba bien, en alusión al personaje de Canción de hielo y fuego (no digo Juego de tronos porque soy un poser de mierda), y no sólo mi novia estuvo de acuerdo con ello, sino que la propia gata demostró que tal nombre le venía que ni pintado, pues no fueron pocas las veces que a partir de entonces demostró ser, literalmente, "Arya entrelospiés".

Supe que habíamos hecho lo correcto llevándonosla porque la noche que siguió a aquella tarde fue la más fría que recuerdo haber vivido en Irlanda, con una niebla densísima que ríase usted de la que se forma a orillas del Pisuerga.

Arya tardó poco en investigar y acostumbrarse a los rincones de su nueva vivienda, y al día siguiente nos sacó de la cama a base de maulliditos media hora antes de que sonase el despertador pidiendo que le suministrásemos el correspondiente desayuno (esta costumbre se repetiría casi a diario desde entonces, provocando que mi primer pensamiento de cada mañana fuese una maldición del ciclo circadiano de la puñetera gata).

Aquella misma tarde, la murciana vino a visitar al nuevo miembro de la familia. Estaba tan emocionada que ni siquiera se quitó la tarjeta identificativa del call center que llevaba colgada al cuello:


Durante los meses siguientes, Arya se dedicó a crecer tan a lo bestia como sólo crecen los gatos durante su primer año de vida. Primero fue capaz de alcanzar el sofá y dejar claro que ella era toda una estrella y que nuestro tiempo libre era suyo:


Poco después logró llegar a la mesa de un salto, consiguiendo así robarnos la comida si no prestábamos atención; y de ahí pasó a la encimera, desde donde gustaba de supervisar la preparación de la cena:


Y por último coronó los armarios de la cocina, para después bajar cubierta de roña porque ningún inquilino del piso se había encargado jamás de limpiar por allí. No, nosotros tampoco, faltaría más.


Otras actividades que Arya solía realizar consistían en pelearse con cordones, morder el pelo de mi novia durante la noche, colarse en bolsas de plástico y mochilas o escapar por las ventanas del salón. Durante una de éstas terminó metida en el piso de un vecino, y no sé cómo se las apañó el pobre para traérnosla de vuelta, pues cualquiera que tratase de cogerla en brazos solía fracasar en dicha tarea tras conocer a sus garras y colmillos. Y es que Arya era de un independiente que te cagas. Y un poco bruta, también.

Algunas noches, con el objetivo de que Arya pudiese mover el culo un poco más de lo que el piso se lo permitía, y aprovechando que el edificio de apartamentos era un enorme laberinto de sólo tres plantas, los tres solíamos dar un paseo por sus pasillos y escaleras sin salir al exterior. En alguna ocasión tratamos de acostumbrarla al arnés y la correa, pues teníamos en mente que Arya nos acompañase en toda clase de aventuras como hacen tantos gatos que tienen perfil de Instagram, pero a Arya lo de ir atada no le hacía ninguna gracia. Ella, independiente (insisto), era más de darse garbeos por su cuenta, y nos lo demostró con creces cuando nos tocó mudarnos.

Mi novia y yo, buscando mejorar nuestra situación laboral (pues el sueldo del call center empezaba a ser irrisorio para el nivel de vida irlandés), encontramos diferentes trabajos que, si bien superaban con creces las condiciones, a nivel localización eran una putada: cada día nos tocaba chuparnos dos horas de transporte para llegar a nuestros puestos y otras dos para volver. Por ello, tras seis meses aguantando interminables viajes en los odiosos autobuses urbanos de Dublín, nos mudamos a una casita pija en un barrio pijo del sur de la capital, rodeada de casitas igual de pijas y con las principales vías de tráfico lo suficientemente alejadas como para que fuese seguro dejar a Arya corretear por la calle de vez en cuando. Y Arya agradeció el cambio que no veas. Desde entonces dedicó cada tarde a pedirnos a gritos que le abriésemos la ventana de la cocina para que pudiese arrojarse al patio y, desde aquí, saltar grácilmente la tapia, desaparecer durante un par de horas y luego regresar (muchas veces oliendo a humo de chimenea, no me preguntéis por qué) para descansar de sus aventuras tumbada en lo alto de las enmoquetadas escaleras.


Nunca tuvimos muy claro a dónde se dirigía o qué hacía durante estas escapadas, pero yo agradecía personalmente que cuando éstas tenían lugar no me tocase limpiar su arena, ya que sus visitas a quién sabe dónde solían incluir la evacuación de aguas menores y mayores. A veces nos daba pistas de sus actividades allende la casa, trayéndonos de regalo ratones (o trozos de ratones) que nos recordaban que los gatos, por muy monos que parezcan, no dejan de ser máquinas de matar. De lo que estoy seguro es de que jamás hizo amistades con los gatos de los vecinos (ya he dicho varias veces que era independiente y lo repito una vez más). Y era una pena, pues frente a nuestra puerta vivía Artyom, un gatete marrón de lo más salao que te llamaba a gritos cuando te veía por la calle y se restregaba en tus pies suplicando mimos (y que una vez trató de acercarse en son de paz y acabó encaramado al tejadillo de nuestra entrada). Otra gata del barrio, Chickpea, también solía venir a casa, pero su intención era menos noble y siempre lo hacía buscando gresca y provocando que Arya le llamase de todo desde la cocina. Para que os hagáis una idea de la guerra de bandas que tenían montada las dos gatas, un día hubo pelea y Arya se llevó un mordisco en el culo que terminó en infección y visita al médico, de donde volvió con un cono de la vergüenza que la pobre debió portar durante un par de semanas:


Sin embargo, el mayor desafío social al que tuvo que enfrentarse Arya ocurrió de puertas adentro. No sé si os acordaréis, pero la pobre se vio obligada a compartir sus dominios con Bowie, el gatito de una compañera de mi novia, y aquello terminó como el rosario de la aurora, alejando para siempre de nuestras cabezas la idea de adoptar un segundo minino que hiciese compañía a nuestra gata.

Del tiempo que estuvimos viviendo en la casa pija poco queda por destacar. Aparte de sus peleas y aventuras, la rutina de Arya consistía en dormir mucho, perseguirme con disimulo cuando yo me dirigía al piso de arriba, intentar colarse en nuestro dormitorio cada vez que abríamos la puerta, pues dicha habitación se convirtió en territorio prohibido para Arya desde que mi novia desarrolló alergia al pelo de gato (y si queréis oir una bonita historia sobre lo horrible que es el sistema sanitario irlandés, preguntadle a ella por el calvario que tuvo que seguir hasta conseguir el diagnóstico. Veréis qué risas), tratar de comerse las abejas que revoloteaban junto a la lavanda del patio o corretear por la moqueta persiguiendo bolas de papel de aluminio mientras ignoraba sistemáticamente los juguetes caros que mi madre le compraba cada vez que yo iba de visita a Valladolid.

A ver, que por el cuadro que estoy describiendo va a parecer que Arya andaba corta de luces, pero de eso nada. Fue capaz de aprender varios trucos en plan "siéntate", "choca esos cinco", "date una vuelta", "levántate" y tal, con los que dejaba a visitas y amigos con el culo torcido.

También había veces que dejaba su mala hostia aparcada y se volvía de lo más dulce. Mención especial merece la ocasión en la que se portó conmigo como una eficiente enfermera tras mi accidente friendo churros (esta historia la he enlazado más arriba con lo del viaje a Japón, así que prestad atención, leches), posándose en mi regazo y dándome todos los mimos del mundo para compensar que en aquellos momentos yo estaba viendo las putas estrellas:


Tras algo más de tres años metidos en aquella vivienda, cambiamos Irlanda por Austria, y a Arya no le hizo ninguna gracia el concepto "vuelo con escala". No obstante, los nervios del viaje pasaron rápido, y poco a poco se fue acostumbrando al pisazo, a cambiar nuevamente la moqueta por parquet y a un balcón al que por la noche se acercaban murciélagos.

Por desgracia, Arya no pudo ver concluida la mudanza. Varias habitaciones aún contaban con cajas de la misma en las que le encantaba esconderse cuando, sin venir a cuento, vomitó en el pasillo el royalcanin recién cenado. Como es lógico, perdimos el culo por ir al veterinario, y entonces una radiografía reveló que los riñones se le habían puesto como dos huevos kinder.

Cierto es que la pobre siempre anduvo delicada del sistema urinario (alguna que otra infección sin mayor gravedad y la necesidad de tomar comida especial), pero las revisiones periódicas indicaban que no había nada por lo que preocuparse. No obstante, en esta ocasión la veterinaria nos avisó de que aquello pintaba mal. Muy mal. Y auguró que, si no le daba por comer ni beber en los próximos días, no se podría hacer nada por ella.

Mi novia, tirando de una tenacidad de la hostia, pasó el resto de la semana tratando de que Arya llenase el estómago, pero fue inevitable que Arya se apagase poco a poco. Al final, un viernes que pesaba como un lunes volvimos a llevarla al veterinario con la esperanza de que la cosa hubiese mejorado, y nos volvimos a casa con el transportín vacío. Y entonces, tras casi cinco años, redescubrí que suena muchísimo peor un despertador programado a su hora que una puñetera gata maullando treinta minutos antes porque quiere el desayuno.

Qué bajón, ¿no? Bueno, pues como no quiero que la entrada acabe en este plan, os voy a robar algo más de vuestro tiempo para dejar caer un par de cositas que suban los ánimos. En primer lugar, os voy a presentar a Pulga y Piojo von Toilettenpapier (los nombres se nos ocurrieron mientras nos comíamos un Schnitzel en un restaurante a orillas del lago en el que Schwarzenegger le pidió matrimonio a su primera esposa), dos hermanos austriacos que llevan ya un año coprotagonizando un nuevo capítulo en nuestras vidas y que creo que en realidad son una zarigüeya y un mapache de incógnito que adquieren un nuevo disfraz de gato cada noche, dejando que los anteriores se deshagan. Si no, no me explico que cada mañana nuestro piso tenga más pelusas que una chopera en mayo:


Y en segundo lugar, os voy a pedir que adoptéis, cabrones, que merece la pena.

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miércoles, 11 de agosto de 2021

Bajo el polvo 4. Yo no fui a EGB; fui a Primaria

Hace unas semanas pasé unos días en Valladolid. Sí, visitando a la familia y tal. Estando allí decidí dedicar una de mis pocas tardes libres a acercarme hasta la calle Me falta un tornillo, situada en las afueras de la capital del Pisuerga, con el objetivo de hacerme una foto bajo la placa de dicha vía y demostrarle a mi compañera de curro argentina que tal lugar existe. Y como soy imbécil, fui andando (estamos hablando de más de seis kilómetros de ida y otros seis de vuelta, ojo). Tras llegar a mi destino (a eso de las nueve peeme, atardeciendo), hacerme la foto y tal, me metí en el Mcdonalds cercano, pedí a través del quiosco/pantalla (porque ya sabéis que me aterra hablar con la gente) un café con helado y me fui a mear mientras me lo preparaban. Al salir del aseo, estuve esperando un rato ante el mostrador a que se me hiciese entrega de la orden, pero el personal estaba de un ocupado que te cagas con los pedidos del mcauto y mi helado con café no llegaba. Tras unos cinco minutos, decidí interpelar (con educación) al que tenía pinta de encargado para que me aclarase qué había de lo mío. El empleado, tras echar un vistazo rápido en derredor, localizó mi bebida-postre, echó una ligera bronca a cuantos le rodeaban por no haberse hecho cargo, me pidió disculpas por la tardanza y me preparó un nuevo café con helado, haciéndome acto seguido entrega de ambos para mi disfrute.

Y yo, que soy un cagao considerable, no tuve lo que hay que tener para decir "oye, que esto ha sido culpa mía porque habrán cantando mi número mientras yo estaba en el baño y tal". En lugar de ello me limité a agradecer el dosporuno inesperado y me trinqué aquella doble ración de cafeína y azúcar sentado en uno de los bancos del exterior del local mientras contemplaba cómo el sol, avergonzado de mí, se escondía tras los cerros de Zaratán.

Por ello no es de extrañar que el karma me visitase a las pocas horas y me dijese: "mucho vas fardando tú de working class y mucha hostia, pero los curritos mcdonaleros se han comido un pollo del jefe por tu culpa y no has dicho esta boca es mía para deshacer el entuerto, ¿eh? ¿Estaban ricos los dos cafés que te has trincado? Pues ahora te vas a tirar en vela hasta las cuatro de la mañana. Gilipollas".

Y como no tenía nada que hacer durante el tiempo que duró tal feliz y merecidísima alteración en mi ciclo circadiano, me puse a darle vueltas a la entrada que vais a leer ahora (porque todo esto no ha sido más que intro), que ya va siendo hora de que continúe hablando de las mierdas que redescubrí en mi habitación hace ya más de un año. En esta ocasión os voy a hablar del cole. Para empezar...

Este muñequillo



Lo tengo desde antes de que empezase a acumular recuerdos, así que imaginad la de años que lleva conmigo. Llegó a mis manos por azar, ya que estaba dentro de una bola de plástico de ésas que, si eras tan caprichoso como yo y dabas la suficiente turra a los padres, podías conseguir por veinte duros en las máquinas que había en algunos bares y que los frikis de lo japota llamáis gachapon.

Vale que esta pelusa con ojos y boca no tiene nada que ver con la enseñanza, pero desde muy pequeño decidí que iba a acompañarme en mi periplo educativo (y a darme suerte, porque yo antes creía en esas tonterías), llamé al bicho Estudiante (sí, como Pepe Sancho en Curro Jiménez. Me acabo de dar cuenta) y me encargué de que siempre estuviese presente en mi mesa de estudio, vigilando que hiciese los deberes y me aprendiese las lecciones correspondientes. Desde la primaria hasta el año en que decidí dejar la carrera a medias. Y como ya no estudio, Estudiante pasa los días recogiendo polvo en una estantería. Qué penica.

Quizá debería recuperarlo para que me echase una mano con el alemán, que falta me hace.

Este estuche



Por favor, si es que es precioso. Fue un regalo que mis abuelos me hicieron cuando aún cursaba preescolar y desde el primer momento me pareció uno de los objetos más bonitos que he poseído nunca, con esos dos mininos en la tapa. Y eso que por aquel entonces aún no era la loca de los gatos que soy hoy en día. Si ya entonces lo atesoraba, ahora sería capaz de pisarle la mano al primer miserable que se atreviese a tocarlo sin mi permiso. Es que, por favor, dos gatitos. Dos gatitos MONÍSIMOS. ¿Se puede pedir algo más?

Pues sí, otros dos gatetes igual de salaos si se le da la vuelta al estuche:

Con pajarita y todo. Me muero, os lo juro

Esta regla



¿Qué tal andáis de interpretación de onomatopeyas? Porque os voy a pedir que hagáis un esfuerzo e imaginéis cómo sonaría lo siguiente:

CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA


¿Lo tenéis, más o menos? A ver, otra vez:

CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA


Bueno, pues ahora multiplicad ese mismo sonido por cinco o seis, que es el número de alumnos de mi clase de quinto de primaria que teníamos la puñetera reglita y os haréis una idea de por qué la profesora de turno las acabó prohibiendo. Vale que el artilugio venía bien para trazar líneas rectas y onduladas, pero al resto de compañeros (y a la susodicha maestra) no les compensaba soportar el por culo que dábamos cada vez que poníamos una de éstas en posición vertical con la intención de montar una carrera entre los dos coches situados en el medio de la misma. Y es que éstos, en su caída, iban rebotando contra las barritas de plástico, y de ahí el jaleo que con mayor o menor precisión os habréis imaginado.

Visto con perspectiva, yo también las habría prohibido.

Este payaso



Había una curiosa tradición en mi colegio consistente en joder a los alumnos cada vez que llegaba el tercer trimestre, obligándoles a llevar a cabo alguna titánica manualidad en la clase de Educación Plástica que consumía una de tiempo y recursos del copón. La de sexto de primaria fue el payasete de la foto, que será todo lo cuqui que tú quieras, pero tuvo su polémica. Recuerdo que cuando la profe nos dijo que necesitaríamos tela suficiente como para poder obtener CINCUENTA putos circulitos de quince centímetros de diámetro con los que formar el cuerpo y las extremidades del muñeco, no fueron pocos los padres y madres que pusieron el grito en el cielo en plan "¿esta señora se cree que yo tengo una tienda de telas o qué?". Por suerte para mí, en mi casa siempre hemos sido de conservar una cantidad de retales y ropa vieja que ríase usted de las performances de Christo, pero eso fue sólo el principio. Que igual parece que recortar, hilvanar y fruncir los círculos de los huevos es fácil y se hace enseguida, pero de eso nada. Las clases de Plástica se nos quedaron cortas, y nos tocó llevarnos el trabajo a casa y hacer que nuestros hogares se pareciesen a los bonitos talleres que tiene Amancio diseminados por el tercer mundo y de los que nadie quiere hablar.

No sé qué objetivo tenía el esclavizarnos de aquella manera, pero en mi caso la actividad sirvió para unir aún más a mi familia: mientras mi madre, mi abuela y yo organizábamos un sistema fordista cada tarde para poder formar el cuerpo del payaso, mi padre se dedicaba a recorrer tiendas y mercerías vallisoletanas en busca de cascabeles y bolas de corcho con las que completar el proyecto.

Al final, como si hubiese descubierto un nuevo continente, dio con una tienda de curtidos en el centro ("Lobejón", se llamaba. Y para mi sorpresa, aún existe. Que tiene hasta página de Facebook, ojo) con un ambiente propio de un cuento de Dickens (mi señor padre dixit) en la que disponían de todo tipo de utensilios de corcho, y yo me convertí en héroe por un día cuando se lo conté a mis compañeros, ya que sus desesperados (y reconvertidos en explotados costureros) progenitores aún no sabían de dónde coño sacar el material restante para que sus hijos no cateasen la asignatura.

Finalicé el curso (aprobando Plástica, por supuesto) y el colegio, y yo pensaba que al entrar en el instituto se acabarían las actividades chorras, pero no. Veréis.

Esta escultura



Tras meses peleándonos con el dibujo técnico, las perspectivas caballera e isométrica, la obtención de polígonos regulares y los rotrings de 0.2, 0.4 y 0.8, el profesor de Plástica (pero qué asco le pude coger a esa asignatura, joder) de tercero de ESO decidió dar un giro a su materia y pedir que elaborásemos una escultura, pero que tuviese algún tipo de significado especial más allá del propio objeto.

Y yo ya estaba hasta los cojones de todo y sólo quería terminar el curso y despedirme de Plástica para siempre, por lo que supe que iba a aplicar por enésima vez en mi vida la Ley del Mínimo Esfuerzo. Y así fue. De hecho, el trabajo se podía realizar en grupo o de forma individual, y yo, sabiendo que una sola persona acaba antes porque no tiene que perder el tiempo discutiendo decisiones, me puse a ello esa misma tarde, terminando la obra en dos días, dos horas y un segundo: un segundo para pensar "hay que joderse"; dos horas para hacer unos chorizos de papel de periódico, cubrirlos de papel de culo con mejunje Art attack, pegarlos con cola entre sí dándoles la forma que veis, clavar al resultado dos trozos de alambre y posar todo sobre una tablilla de madera cubierta de cinta aislante roja que hiciera de soporte; y dos días para dejar que se secase. Plis, plas (eso es la onomatopeya de sacudirse las manos). A tomar por culo.

Aquello representaba a un niño jugando con un aro, sin más. La inspiración me vino porque pocos años antes habían inaugurado en el sur de Valladolid una escultura con dos críos haciendo salto de pídola. De hecho, dicha obra está medio escondida al lado de una iglesia fea y casi nadie la conoce (para que os hagáis una idea, mi padre, que para calles y detalles de Valladolid es como un Google Maps andante, aún anda desconcertado porque se enteró de su existencia hace sólo un mes).

Mi falta de motivación e imaginación provocó que, llegado el día de presentar los trabajos, el profesor acabase un pelín decepcionado conmigo. Tres chicos habían esculpido en cerámica una cabeza sin ojos que representaba "la ceguera humana y todo aquello que el hombre no puede ver por culpa de la sociedad y blablabla"; otras dos compañeras se plantaron con un tubo de cartón sobre el que flotaban estrellitas y dijeron que su obra era "un canto a las estrellas y al cosmos, que está lleno de enigmas esperando ser resueltos" o algo por estilo. Y entonces me tocó a mí:

—¿Qué representa tu escultura?

—Es un niño jugando con un aro.

—Ya veo. Pero... ¿cuál es el mensaje de la obra?

—No tiene mensaje. Es un niño con un aro y ya.

—A lo mejor es una representación de la infancia, no sé. 

—Pues no.

—O de la importancia de mantener la mente joven, ¿no crees? Del juego como actividad que...

—Que no. Que sólo es un niño que juega con su aro.

—...

—...

—Vale, José. Puedes volver a tu sitio.

Seco, como me gusta a mí. Y mientras esperáis a una nueva entrega de la serie, esta entrada también va a acabar de forma seca.

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lunes, 12 de julio de 2021

Una de brujas

Voy a empezar esta entrada dejando algo claro: magufadas, ni media. Sé que yo, por declararme cristiano desde que me pasó aquello no debería decir algo así, pero es que he llegado a un punto de mi vida en el que no dejo que me la metan doblada mediante mitos, supersticiones, creencias y demás sandeces del misterio. Los únicos textos que considero sagrados son todo aquello que Carl Sagan dejó escrito en vida y en mi casa se respetan las leyes de la termodinámica. Lo pone en la puerta y todo:

Dos meses me pasé haciendo punto de cruz, ojo. Y el diseño del Calcifer lo robé de algún lugar de internet que no recuerdo, así que no puedo darle crédito

Considerando la parrafada anterior, adivinad mi reacción al saber que en la empresa en la que curro, buscando llevar a cabo actividades dirigidas a que no nos alienemos más de la cuenta, tenían pensado contratar a una pitonisa para que echase las cartas (por videoconferencia, no os lo perdáis) a aquellos empleados que deseasen participar en el fraude. Como estaréis imaginando, dije "a tope con esto, oye", y corrí a pillar sitio. Porque esa es otra. La lista de huecos se llenó en un santiamén sin que quedase muy claro quiénes creían de verdad que su futuro les iba a ser revelado y quienes se apuntaban for the LOL.

Porque sí, yo estaré en contra de pseudociencias y tal, pero es que me das una oportunidad para ver como el mundo arde un poquito más (e ideas para seguir cebando este blog) y pierdo el culo por meterme donde haya que meterse. Por ello, no es de extrañar que el saber que había intercambio de emails entre compañeros que protestaban en plan "oiga, que esto es un timo y una farsa", "que esta señora tiene una web en la que dice que hace cirugías del aura y eso es una gilipollez sin pies ni cabeza", "que también cuenta que no sé quién le enseñó todas estas memeces y ese tal no sé quién es un estafador y un correbulos reconocido en varios países" y organizadores cotraatacando con que hay que respetar las creencias de todos y tal me produjese sentimientos encontrados, pues si al final el evento era cancelado, esta entrada habría llegado a su fin en este preciso momento.

Y ya veis que no es el caso, así que mejor paso a contaros cómo fueron mis diez minutos de videoconferencia con la muchacha. Preparad palomitas, miserables.

Me conecté al enlace proporcionado y la chica, que evidentemente ya estaba allí, me saludó con un "hola" que me descolocó un poco (pues era alemana, y que un extranjero me hable en mi lengua cuando lo esperado es el inglés siempre me choca porque nunca sé si subirme al carro del castellano o seguir con la de Shakespeare). No obstante, me recuperé rápido y adopté una expresión que podríamos considerar como de "bobalicón sonriente", algo en plan la chiquilla aquélla que se grabó cantando una de Justin Bieber de fondo y se convirtió en meme, dando a entender que me creería cualquier mierda que se me contase durante la reunión, por inverosímil que resultase. Pasamos entonces al English y la meiga me preguntó si quería un repaso por encima a las cartas o si tenía alguna pregunta específica en mente, y yo le respondí que, de ser posible, me gustaría obtener detalles acerca de un acontecimiento para el que faltaban unos pocos días: la operación de cadera de mi abuela. Y es que algo así me tenía "preocupado" hasta el punto de "quitarme el sueño por las noches" (y diciendo esto ya sabía que le había puesto la respuesta en bandeja).

—¿Cómo se llama tu abuela? —preguntó ella mientras barajaba el mazo.

—Amelia.

Tras unos segundos agachando la mirada y trasteando con los naipes (o eso creo, pues todo lo que pasaba por debajo de su pecho se salía de plano en la videoconferencia), en los que yo pasé de "bobalicón sonriente" a "bobalicón preocupado que se agarra a un clavo ardiendo y se cree cualquier mierda que le cuenten", frunciendo el ceño y poniendo morritos sin pasarme, señaló rápidamente al techo y me soltó que "le estaban diciendo" que todo iba a ir bien, que lo que tuviese que ser, sería, que si volvía a tener episodios de preocupación me levantase del sitio y me moviese y que si por las noches me despertaba o no conseguía dormirme, leyese un rato. Vamos, los mismos consejos que le dan a los yayos en Saber vivir. Le faltó recomendarme beber mucha agua y comer cinco piezas de fruta al día. Y que me comprase el tensiómetro de los cojones. "Sí, eso me están diciendo", insistió mientras volvía a señalar rápidamente hacia arriba sin indicarme quiénes le estaban revelando aquello.

Y yo pensé: "qué huevos los tuyos, tía", mientras sentía pena por quienes pagan una pasta para que les coman el tarro con esto. Obviamente, no lo dije en voz alta. Procedí en su lugar a poner cara de "bobalicón aliviado" y dejé que siguiese con la performance. El siguiente número consistió en enseñarme cartas que iba sacando de la baraja mientras me contaba su significado, más o menos como aquella vez que coincidí con mi vecina y su chiquillo de cuatro años en el ascensor y al mocoso le dio por mostrarme su colección de cromos de fútbol mientras yo pensaba que el crío era un pesado y que aquel viaje en ascensor se me estaba haciendo mucho más largo de lo normal.

La primera carta fue una en la que salían dos cisnes acompañados del número 24, y me dijo que esa carta era "muy poderosa", pero no aclaró a qué clase de poder se refería: si es que se podía usar para entrar en una casa ajena a robar, si era radiactiva... Lo que os digo, ni idea. Luego extrajo otra con un oso polar, lo cual, según ella, implicaba que yo soy muy fuerte y tengo mucha voluntad. "Sí, y que el cambio climático me está matando de hambre" estuve a punto de decir. Pero NO lo hice porque quería seguir haciendo el papel y tal.

Por último, me mostró una con una llave e insistió en lo de la voluntad y añadió que podría conseguir todo lo que me propusiera si le ponía empeño. Y yo pensé "¿dónde he oído eso mismo antes? Ah, sí. EN CUALQUIER PUTA SERIE DE DISNEY CHANNEL".

Y aún quedaban cinco minutos, así que echó mano de otra baraja (una de sus favoritas, según me confesó) con la intención de seguir desgranando mi personalidad y mi fortuna. En esta ocasión, las cartas representaban... animalitos. Vamos, como la colección de cromos de Vida y Color (para los más jóvenes, de esto hablé por encima hace años) pero en versión engañabobos. De este mazo obtuvo dos cartas: la primera fue un koala, pero no recuerdo muy bien lo que dijo porque estaba ocupado pensando que hay que tenerlos cuadrados para sacar al mercado una baraja en la que los nombres de los bichos están escritos en Comic Sans y pretender que semejante mierda es algo que dabe tomarse medianamente en serio. Pero bueno, creo que mencionó que puedo lidiar con todo lo que se me venga encima si tengo la actitud adecuada o alguna nimiedad por el estilo.

La segunda carta fue un halcón, y volvió a mencionar lo de la actitud pero yo ya estaba con la cabeza puesta en la entrada que me iba a poner a escribir para contar todo esto en cuanto acabase la sesión. Fue en ese momento cuando mi gato Piojo hizo su aparición estelar al asomarse a mi webcam, provocando que la pitonisa se emocionase (lo cual no es de extrañar porque GATO) y declarase muy convencida que los gatos son muy espirituales. Que yo pensé "éste no. Éste es imbécil y se come el estropajo del fregadero si me descuido". Pero bueno, la chica pudo disfrutar durante el resto de la sesión del espiritual ojete del bicho, que decidió quedarse en todo el medio como de costumbre.

La bruja concluyó mi radiografía espiritual, o como lo queráis llamar, diciendo que me veía muy calmado y que le gustaba mi aura (lo cual agradecí, pues habría estado muy feo haber sufrido un aurashaming sin venir a cuento), que me veía con capacidad de ayudar a los demás (a mí, que soy un hijoputa de cuidado) y de desarrollar amistades muy fuertes. Y que tirase de gato en los momentos chungos. A esto respondí recuperando mi cara de bobalicón del principio y diciendo "¿verdad? Si es que los gatos sanan a las personas" porque es una gilipollez que leí no sé dónde.

Para terminar, me sugirió que llenase la casa de cartelitos en plan "puedo lograr que..." o "voy a conseguir que..." para que su energía me ayudase a obtener mis metas, y yo supe que ni de coña, pues en mi casa no habrá teología, geometría ni decencia, pero por lo menos hay buen gusto (punto extra para quien haya pillado la referencia) y lo de los cartelitos es una horterada del copón. También me preguntó si nos habíamos visto en alguna otra ocasión, a lo que respondí que no mientras me aguantaba las ganas de soltar que quizá en otra vida, pues quería mantener la pantomima hasta el último momento, y antes de dar por finalizada la sesión me dijo que iba a cruzar los dedos por mi abuela, pues me garantizaba que su operación de cadera iba a ir MUY BIEN. Y mientras me enseñaba los dos pulgares en plan "ok", nos dijimos "adiós", finalicé la conferencia y borré con alivio la expresión de bobalicón de mi cara.

Y ahora, la única pregunta que queda en el aire no es "¿que tal fue al final la operación?" La pregunta es "¿qué operación ni qué cojones?" Y es que mi abuela (y en parte me sabe mal haber recurrido a ella para esto), que ni siquiera se llama Amelia, falleció hace más de diez años. Pero por lo visto eso no hay carta de animalitos que te lo cuente.

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viernes, 18 de junio de 2021

El buen convidado

Uff... La de tiempo que no pasaba yo por aquí, ¿no? Que tiene sentido, pues llevo meses siguiendo una feliz rutina en la que alterno trabajo, ocio y deporte y las actividades del día a día no me dan para entrada. Por ello, voy a recurrir a mis recuerdos traumáticos y os voy a dejar caer una, que ya iba tocando.

Para entrar en harina, abro debate con una pregunta: ¿sois buenos invitados/convidados/huéspedes? Es decir, ¿qué tal os portáis en casa ajena? Yo he de reconocer que de puta madre: no mancho nada, no rompo nada y no hago un ruido que permita a los vecinos percatarse de mi presencia. Para que os hagáis una idea, la semana que pasé hace un par de años en el piso de Frau Pfefferoni cuando mi novia y yo estábamos tanteando Austria, limpiaba la bañera con tanto esmero tras cada ducha matutina, que el par de veces que la Pfefferoni se pasó por sus dominios y contempló el impoluto baño, llegó a sospechar que yo era un cerdo que no se lavaba, pues allí no había ningún indicio de abluciones.

Esta manía por el decoro a domicilio me viene bien para quedar bien, pero ha habido ocasiones en las que las circunstancias me la han jugado y aquí es donde os empiezo a contar la traumanécdota™ de turno, presentando antes el siguiente postre:

Delicioso manjar, oye

El lácteo de la foto viajó hace unas semanas del Lidl a la mesa de mi cocina y de ahí a mi estómago tras el ataque de nostalgia que me provocó descubrirlo mientras hacía la compra. Para los que no tengáis aún claro el mecanismo del producto, se trata de un yogur cuyo envase, dividido en dos compartimentos, posee en el mayor de ellos la leche fermentada (con sabor a vainilla, creo recordar), y en el otro, que ocupa una esquinica, un montón de cerealitos bañados en chocolate. Las instrucciones de uso son muy sencillas: tras retirar (y lamer, por supuesto) la tapa, cada compartimento se sujeta con una mano, y a continuación se "dobla" el yogur por la troquelada división entre ambos, levantando el de los cerealitos hasta el punto en el que éstos se vuelcan en el yogur. Una vez unidos yogur y copitos en sagrado matrimonio, se remueve todo con la cucharilla y a jalar. Fácil, ¿no? Pues igual no tanto. Ya veréis.

La primera vez que probé el susodicho postre fue hace décadas. A nivel de lácteos, el supermercado que proporcionaba viandas a mi familia sólo disponía de yogures de las marcas Danone y Chambourcy, petitsuises que yo me jalaba de seis en seis, y copas de chocolate Dalky. Por ello, cuando tan extravagante elemento apareció un día en la sección sin avisar me hizo OBLIGAR a mi pobre madre a que se hiciese con él (lo mismo me pasó con otros productos como la Fanta de piña o los cereales de estrellitas Nestlé, que a mí todo lo que huela a novedad siempre me ha seducido irremediablemente), pues lo de los cerealitos cubiertos de chocolate prometía. Y así fue. La merienda de aquel día fue una gozada.

Y ahora viene la parte en la que la historia se vuelve triste. Al menos para mí, insensibles. No volví a divisar el postre en ninguna sección de refrigerados de ningún supermercado, y tuve que esperar años y viajar a otro país para que se produjese nuestro reencuentro. Podría decirse que mi tercer intercambio con el país galo, comparado con el segundo, supuso un upgrade DE LA HOSTIA en lo que a familia de alojamiento se trataba. Charlotte, mi correspondiente, era la menor de dos hijas de un matrimonio con bastante pasta. La madre era representante, y en cuanto puse un pie en el chaletazo en el que vivían me hizo entrega de un montón de bolis, pins, chapas y demás parafernalia de distintas empresas, amén de un reloj de pulsera precioso que no supe conservar como es debido y creo que acabó en la basura durante la limpieza de la que os hablé en su día y que dio para una serie en este blog que aún no he acabado. De la profesión del padre no me acuerdo, pero sí que recuerdo que una tarde nos metió en el coche a Charlotte y a mí, nos llevó a Bruselas, y tras enseñarnos el Atomium por dentro (vaya mierda de sitio, por otra parte), nos invitó a merendar la crêpe de chocolate más deliciosa que he probado hasta la fecha en una cafetería de lo más pijo. Y no sólo eso. Otra de las actividades que llevé a cabo aquella famille fue una visita de un día a la entrada del Eurotunnel, pasando por el Nausicaa (lugar que ya me había fascinado cuando lo visité dos años atrás con el instituto, por lo que celebré esta nueva ocasión) y por un área de servicio en el que la mère compró tres barquitos de madera que me regaló por mi puta cara mientras me decía "Y, ¿no quieres nada más?" "Non, non, que me estáis agasajando mucho". "¿Seguro que non?" "Seguro, seguro. Merci beaucoup, pero ya vale".

De hecho, cuando aquellos cinco días mágicos acabaron y los españoles volvimos a reunirnos para pasar otros tantos en París, la profe de francés me dio un amistoso golpe en la espalda y me soltó "José, me ha dicho un pajarito que te han tratado como a un rajá", y yo sólo pude responder con media sonrisa a lo Harrison Ford y un leve encogimiento de hombros. EXACTAMENTE el mismo gesto que reproduciría años antes de todo esto. Pero no adelantemos acontecimientos...

En fin, lo del yogur, que me he vuelto a ir por las ramas.

Fue durante una de las cenas en el chaletazo cuando, llegado el momento de los postres, la mère plantó sobre la mesa varios productos entre los que destacaba (lo habéis adivinado) el yogur de los cerealitos. Recordé mi primera vez con ilusión y me lancé a por él dispuesto a aprovechar y rebañar hasta la última gota del mismo como si yo fuese Ana Rosa Quintana y el yogur fuese un niño muerto. Tras arrebatar (y lamer, bien sûr) la tapa, me dispuse a volcar cerealitos en yogur con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, un fallo de troquelado en el envase acabó en tragedia. A ver, en tragedia PARA MÍ, que tampoco fue para tanto. Resulta que el "clac" se produjo antes de lo previsto, provocando que el contenido chocolateado, en lugar de aterrizar felizmente sobre el yogur, saltase por los aires, fumigando medio salón de cerealitos.

Por aquel entonces yo ya tenía esta obsesión por caer bien fuera de casa de la que os he hablado al principio, así que me arrojé literalmente al suelo como si fuese un diputado del Congreso la noche del 23F y procedí a recoger cerealitos a toda velocidad mientras que por una parte pensaba "qué vergüenza, qué vergüenza", y por otra me cagaba en todo, pues acababa de echar a perder un manjar que no había podido trincarme en años. Y es que, EVIDENTEMENTE, no pensaba comerme NADA que hubiese tocado el suelo de una casa francesa. Ni regla de los cinco segundos ni hostias.

Y ya está. Ésa es la anécdota.

Mientras pensaba en como escribir todo esto, no podía evitar pensar que la entrada quedaría coja, con un final un poco soso y tal. Y así ha sido, ¿verdad? Pues no os preocupéis, que mi novia me dio la solución a este problema el otro día mientras bocetaba en voz alta lo que pensaba contar y la usaba, una vez más, como patito de goma. Le comenté que hablaría acerca de mi comportamiento en casas que no son la mía, y le bastó con decirme que contase también "lo del estornudo" para ayudarme a cerrar todo esto de forma redonda. Bravo por ella.

"Lo del estornudo" fue un acontecimiento que protagonicé cuando era un mocoso de cuatro o cinco años que aún no había descubierto las bondades del yogur con cerealitos y a quien le importaba una soberana mierda caer bien o mal en la casa de otro. De hecho, le he relatado la historia a mi novia en más de una ocasión y, cada vez que lo he hecho, ella ha encontrado una forma diferente de llamarme "cerdo". Os cuento.

Resulta que una tarde de verano a primerísimos de los noventa me encontraba en casa de mi amigo de infancia y vecino, otro mocoso de mi edad, haciendo vete a saber qué. Quizá estábamos viendo los dibujos de Oliver y Benji, o jugando a la Super Nintendo de su hermano mayor. O quizá simplemente habíamos entrado al hogar a beber agua y en realidad pasamos la tarde en las calles libres de coches del barrio de mi niñez. El qué era lo de menos. Lo importante era el dónde. Y el dónde era el largo pasillo de la casa de mi amigo de infancia y vecino.

Allí fue donde, fíjate tú, me entraron unas ganar TERRIBLES de estornudar. Y a mí, tengo que reconocer, lo de estornudar siempre me ha dado gustito. No sufro alergias ni ataques estornudatorios que me dejen las vías nasales como si fuesen un Primark un sábado a la hora del cierre, por lo que disfruto del cosquilleo que me produce la explosiva salida de aire de los pulmones. Esto ha provocado que disponga de un ligeramente variado repertorio estornudil, según la circunstancia: por ejemplo, está el tímido "achís" que viene con control de salida y se pierde levemente en la sangría del codo, el divertido "lengua fuera", cuya técnica me enseñó un compañero de clase que siempre sacaba malas notas y que yo a su vez transmití a otra compañera en el instituto (la cual me llamó de todo al día siguiente de adquirir tal conocimiento, pues puso en práctica el método ese mismo día durante la comida y la colosal pedorreta que soltó al estornudar con la lengua fuera provocó que llenase de babas su plato y los de todos los familiares que se hallaban sentados a la mesa con ella), y el mejor de todos, al que llamo "estornudo de padre". Ése que se lleva a cabo con la boca abierta, a pleno pulmón y soltando un sonoro ¡¡¡AJÁAAAA!!! que nace en lo más hondo de la garganta y se pierde en la inmensidad del cosmos tras dejar medio sordos a quienes se encuentren en un radio próximo.

Pues fue este último tipo el que elegí para deleitar al papá de mi amigo que, casualidades de la vida, pasaba también por el pasillo y fue testigo excepcional de los acontecimientos: mi parada en seco, la mueca de mi rostro fruto del picor en la nariz, el llenado de mis infantiles pulmones y el sonoro bramido que solté al estornudar. Un bramido que, al estar llenísimo de la letra jota, me rebañó la faringe de lo lindo, provocando que mi estornudo llegase a este mundo con una flema ENORME y reluciente de regalo. Semejante monstruo viscoso se estrelló en el suelo entre el padre y yo, a escasos centímetros del rodapié. Si hubiese llegado a girar la cabeza unos pocos grados hacia la derecha durante mi estornudo, la pared de pasillo habría acabado decorada con un Jackson Pollock verde aquella tarde, os lo juro.

El hombre, incapaz de creer que semejante atentado a la urbanidad acababa de cometerse en su propia casa, pasó unos segundos mirando con incredulidad ora al jardo, ora a mí, y finalmente soltó un "¡Pero bueno! ¿Y esto?". Y yo, sin ser muy consciente de que acababa de cometer una marranada de semejante calibre, me limité a encogerme de hombros (sí, con media sonrisa a lo Harrison Ford incluida), como queriendo decir "pues os acabo de decorar el suelo del pasillo. Y gratis". No dije nada. Ni perdón, ni leches. De hecho, tuve los huevazos de quedarme clavado en el sitio con la intención de supervisar al pobre señor mientras se adentraba en el cuarto de baño para acto seguido salir del mismo, papel higiénico en ristre, y agacharse a retirar aquel cadáver de flubber del suelo del pasillo.

Visto lo visto, he cambiado a mejor, ¿no?

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