jueves, 19 de agosto de 2021

Mi gata no me deja dormir

Es posible que lo que os voy a contar a continuación ni os vaya ni os venga, pero yo llevo días dándole vueltas y me está costando procesarlo. Y es que este blog cumple hoy cinco años. CINCO AÑOS. Que parece que fue hace nada cuando decidí empezar a registrar por escrito todas las chorradas que se me ocurrían de camino al trabajo y ya ha pasado un lustro. Un lustro durante el que ha ocurrido de todo: os he abierto las puertas de mi mente psicótica (y de mi habitación) con mayor o menor frecuencia (al principio lo hacía cada lunes y no sé cómo fui capaz de mantener el ritmo tanto tiempo), he dejado cosas sin acabar, he narrado un viaje a Japón a entrada por día y he dejado caer en varias ocasiones lo que me está costando aprender alemán, por poner algunos ejemplos. Más de cien entradas, que se dice pronto.

En principio no tenía pensado hacer nada especial para conmemorar el aniversario (y la verdad es que tampoco es que me sobre tiempo, que esto lo estoy escribiendo durante la víspera y aún tengo que regar los potos, ojo), pero creo que lo suyo sería aprovechar el acontecimiento y dedicarle de una vez por todas una entrada en condiciones a quien inspiró el nombre del blog, así que vamos allá.

La historia comienza con un mensaje. Concretamente, el que le mandé a la murciana una fría tarde de principios de febrero de dos mil quince diciéndole que no podría acompañarla al gimnasio para tener una de nuestras largas conversaciones de jacuzzi. En vez de pedir perdón por ello, lo que hice fue usar la siguiente imagen como excusa:


Y es que resultó que, poco antes de enviar dicho mensaje con foto, mientras mi novia y yo nos encontrábamos desatando nuestras bicis a la puerta del call center dublinés en el que currábamos por aquel entonces, los maullidos de un gatito marrón rompieron el silencio del aparcamiento. Mi novia, que es de las que se llevarían un tiro en el culo por cualquier gato de este mundo (filosofía que yo comparto con orgullo), echó mano del abandonado animal, sin que ninguno de los dos tuviésemos muy claro qué hacer con él. Al final, tras reflexionar con varios compañeros que también salían del trabajo en ese momento que cuidar de un gato no requiere demasiado sacrificio, nos dirigimos a la clínica veterinaria del pueblo para que le echasen un ojo.

El vete confirmó que el gato era en realidad una gata (lo que tiró por tierra mi deseo friki de llamarle Tron), que no tenía chip y que, pese a no parecer desnutrida o enferma, convendría darle un baño y unas pastillas para que se deshiciese de posibles pulgas y de tangibles parásitos, los cuales decoraron el salón de casa a los pocos días como si fuesen desagradables fideos. Ñam, oye.

Y así, con la gata metida en una caja de cartón proporcionada por el doctor de animales, volví a nuestro piso buhardilla pensando en qué nombre ponerle mientras mi novia se desviaba al supermercado y adquiría algo de comida, cuencos, caja de arena, arena y una manta, la cual vino atada con una cinta roja que se convirtió en su juguete favorito para siempre. Pensé que "Arya" sonaba bien, en alusión al personaje de Canción de hielo y fuego (no digo Juego de tronos porque soy un poser de mierda), y no sólo mi novia estuvo de acuerdo con ello, sino que la propia gata demostró que tal nombre le venía que ni pintado, pues no fueron pocas las veces que a partir de entonces demostró ser, literalmente, "Arya entrelospiés".

Supe que habíamos hecho lo correcto llevándonosla porque la noche que siguió a aquella tarde fue la más fría que recuerdo haber vivido en Irlanda, con una niebla densísima que ríase usted de la que se forma a orillas del Pisuerga.

Arya tardó poco en investigar y acostumbrarse a los rincones de su nueva vivienda, y al día siguiente nos sacó de la cama a base de maulliditos media hora antes de que sonase el despertador pidiendo que le suministrásemos el correspondiente desayuno (esta costumbre se repetiría casi a diario desde entonces, provocando que mi primer pensamiento de cada mañana fuese una maldición del ciclo circadiano de la puñetera gata).

Aquella misma tarde, la murciana vino a visitar al nuevo miembro de la familia. Estaba tan emocionada que ni siquiera se quitó la tarjeta identificativa del call center que llevaba colgada al cuello:


Durante los meses siguientes, Arya se dedicó a crecer tan a lo bestia como sólo crecen los gatos durante su primer año de vida. Primero fue capaz de alcanzar el sofá y dejar claro que ella era toda una estrella y que nuestro tiempo libre era suyo:


Poco después logró llegar a la mesa de un salto, consiguiendo así robarnos la comida si no prestábamos atención; y de ahí pasó a la encimera, desde donde gustaba de supervisar la preparación de la cena:


Y por último coronó los armarios de la cocina, para después bajar cubierta de roña porque ningún inquilino del piso se había encargado jamás de limpiar por allí. No, nosotros tampoco, faltaría más.


Otras actividades que Arya solía realizar consistían en pelearse con cordones, morder el pelo de mi novia durante la noche, colarse en bolsas de plástico y mochilas o escapar por las ventanas del salón. Durante una de éstas terminó metida en el piso de un vecino, y no sé cómo se las apañó el pobre para traérnosla de vuelta, pues cualquiera que tratase de cogerla en brazos solía fracasar en dicha tarea tras conocer a sus garras y colmillos. Y es que Arya era de un independiente que te cagas. Y un poco bruta, también.

Algunas noches, con el objetivo de que Arya pudiese mover el culo un poco más de lo que el piso se lo permitía, y aprovechando que el edificio de apartamentos era un enorme laberinto de sólo tres plantas, los tres solíamos dar un paseo por sus pasillos y escaleras sin salir al exterior. En alguna ocasión tratamos de acostumbrarla al arnés y la correa, pues teníamos en mente que Arya nos acompañase en toda clase de aventuras como hacen tantos gatos que tienen perfil de Instagram, pero a Arya lo de ir atada no le hacía ninguna gracia. Ella, independiente (insisto), era más de darse garbeos por su cuenta, y nos lo demostró con creces cuando nos tocó mudarnos.

Mi novia y yo, buscando mejorar nuestra situación laboral (pues el sueldo del call center empezaba a ser irrisorio para el nivel de vida irlandés), encontramos diferentes trabajos que, si bien superaban con creces las condiciones, a nivel localización eran una putada: cada día nos tocaba chuparnos dos horas de transporte para llegar a nuestros puestos y otras dos para volver. Por ello, tras seis meses aguantando interminables viajes en los odiosos autobuses urbanos de Dublín, nos mudamos a una casita pija en un barrio pijo del sur de la capital, rodeada de casitas igual de pijas y con las principales vías de tráfico lo suficientemente alejadas como para que fuese seguro dejar a Arya corretear por la calle de vez en cuando. Y Arya agradeció el cambio que no veas. Desde entonces dedicó cada tarde a pedirnos a gritos que le abriésemos la ventana de la cocina para que pudiese arrojarse al patio y, desde aquí, saltar grácilmente la tapia, desaparecer durante un par de horas y luego regresar (muchas veces oliendo a humo de chimenea, no me preguntéis por qué) para descansar de sus aventuras tumbada en lo alto de las enmoquetadas escaleras.


Nunca tuvimos muy claro a dónde se dirigía o qué hacía durante estas escapadas, pero yo agradecía personalmente que cuando éstas tenían lugar no me tocase limpiar su arena, ya que sus visitas a quién sabe dónde solían incluir la evacuación de aguas menores y mayores. A veces nos daba pistas de sus actividades allende la casa, trayéndonos de regalo ratones (o trozos de ratones) que nos recordaban que los gatos, por muy monos que parezcan, no dejan de ser máquinas de matar. De lo que estoy seguro es de que jamás hizo amistades con los gatos de los vecinos (ya he dicho varias veces que era independiente y lo repito una vez más). Y era una pena, pues frente a nuestra puerta vivía Artyom, un gatete marrón de lo más salao que te llamaba a gritos cuando te veía por la calle y se restregaba en tus pies suplicando mimos (y que una vez trató de acercarse en son de paz y acabó encaramado al tejadillo de nuestra entrada). Otra gata del barrio, Chickpea, también solía venir a casa, pero su intención era menos noble y siempre lo hacía buscando gresca y provocando que Arya le llamase de todo desde la cocina. Para que os hagáis una idea de la guerra de bandas que tenían montada las dos gatas, un día hubo pelea y Arya se llevó un mordisco en el culo que terminó en infección y visita al médico, de donde volvió con un cono de la vergüenza que la pobre debió portar durante un par de semanas:


Sin embargo, el mayor desafío social al que tuvo que enfrentarse Arya ocurrió de puertas adentro. No sé si os acordaréis, pero la pobre se vio obligada a compartir sus dominios con Bowie, el gatito de una compañera de mi novia, y aquello terminó como el rosario de la aurora, alejando para siempre de nuestras cabezas la idea de adoptar un segundo minino que hiciese compañía a nuestra gata.

Del tiempo que estuvimos viviendo en la casa pija poco queda por destacar. Aparte de sus peleas y aventuras, la rutina de Arya consistía en dormir mucho, perseguirme con disimulo cuando yo me dirigía al piso de arriba, intentar colarse en nuestro dormitorio cada vez que abríamos la puerta, pues dicha habitación se convirtió en territorio prohibido para Arya desde que mi novia desarrolló alergia al pelo de gato (y si queréis oir una bonita historia sobre lo horrible que es el sistema sanitario irlandés, preguntadle a ella por el calvario que tuvo que seguir hasta conseguir el diagnóstico. Veréis qué risas), tratar de comerse las abejas que revoloteaban junto a la lavanda del patio o corretear por la moqueta persiguiendo bolas de papel de aluminio mientras ignoraba sistemáticamente los juguetes caros que mi madre le compraba cada vez que yo iba de visita a Valladolid.

A ver, que por el cuadro que estoy describiendo va a parecer que Arya andaba corta de luces, pero de eso nada. Fue capaz de aprender varios trucos en plan "siéntate", "choca esos cinco", "date una vuelta", "levántate" y tal, con los que dejaba a visitas y amigos con el culo torcido.

También había veces que dejaba su mala hostia aparcada y se volvía de lo más dulce. Mención especial merece la ocasión en la que se portó conmigo como una eficiente enfermera tras mi accidente friendo churros (esta historia la he enlazado más arriba con lo del viaje a Japón, así que prestad atención, leches), posándose en mi regazo y dándome todos los mimos del mundo para compensar que en aquellos momentos yo estaba viendo las putas estrellas:


Tras algo más de tres años metidos en aquella vivienda, cambiamos Irlanda por Austria, y a Arya no le hizo ninguna gracia el concepto "vuelo con escala". No obstante, los nervios del viaje pasaron rápido, y poco a poco se fue acostumbrando al pisazo, a cambiar nuevamente la moqueta por parquet y a un balcón al que por la noche se acercaban murciélagos.

Por desgracia, Arya no pudo ver concluida la mudanza. Varias habitaciones aún contaban con cajas de la misma en las que le encantaba esconderse cuando, sin venir a cuento, vomitó en el pasillo el royalcanin recién cenado. Como es lógico, perdimos el culo por ir al veterinario, y entonces una radiografía reveló que los riñones se le habían puesto como dos huevos kinder.

Cierto es que la pobre siempre anduvo delicada del sistema urinario (alguna que otra infección sin mayor gravedad y la necesidad de tomar comida especial), pero las revisiones periódicas indicaban que no había nada por lo que preocuparse. No obstante, en esta ocasión la veterinaria nos avisó de que aquello pintaba mal. Muy mal. Y auguró que, si no le daba por comer ni beber en los próximos días, no se podría hacer nada por ella.

Mi novia, tirando de una tenacidad de la hostia, pasó el resto de la semana tratando de que Arya llenase el estómago, pero fue inevitable que Arya se apagase poco a poco. Al final, un viernes que pesaba como un lunes volvimos a llevarla al veterinario con la esperanza de que la cosa hubiese mejorado, y nos volvimos a casa con el transportín vacío. Y entonces, tras casi cinco años, redescubrí que suena muchísimo peor un despertador programado a su hora que una puñetera gata maullando treinta minutos antes porque quiere el desayuno.

Qué bajón, ¿no? Bueno, pues como no quiero que la entrada acabe en este plan, os voy a robar algo más de vuestro tiempo para dejar caer un par de cositas que suban los ánimos. En primer lugar, os voy a presentar a Pulga y Piojo von Toilettenpapier (los nombres se nos ocurrieron mientras nos comíamos un Schnitzel en un restaurante a orillas del lago en el que Schwarzenegger le pidió matrimonio a su primera esposa), dos hermanos austriacos que llevan ya un año coprotagonizando un nuevo capítulo en nuestras vidas y que creo que en realidad son una zarigüeya y un mapache de incógnito que adquieren un nuevo disfraz de gato cada noche, dejando que los anteriores se deshagan. Si no, no me explico que cada mañana nuestro piso tenga más pelusas que una chopera en mayo:


Y en segundo lugar, os voy a pedir que adoptéis, cabrones, que merece la pena.

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