lunes, 25 de diciembre de 2017

A very cutre Christmas carol

—¿Qué?

La profesora no podía creerse lo que aquellos tres prepúberes le estaban pidiendo.

—Que si nos dejas entrar media hora más tarde este viernes por la tarde, que queremos hacer una función de marionetas para los alumnos de primero de Educación Infantil.

—Me estáis tomando el pelo.

—Que no. Que ya tenemos las marionetas y el guión, y esta tarde vamos a ir a casa de Julio a grabar la banda sonora. Además, a la profesora de Infantil le parece bien.

—Definitivamente, me estáis tomando el pelo.

Pues no. No le estábamos tomando el pelo. Semanas antes de llevar acabo tan surrealista petición se me ocurrió, Dios sabe por qué, que sería buena idea representar una función navideña con títeres teniendo como público a los alumnos más pequeños de mi colegio. Y esta vez, sin que sirviese de precedente, dos compañeros de mi clase pensaron que aquello era una buena idea y decidieron subirse al carro y echarme una mano con el plan.

Elaboramos a los personajes de la obra cosiéndole dos botones a modo de ojos a calcetines y manoplas de cocina, y yo escribí un guión ambientado en la Navidad que se basaba mucho en la sorpresa y el giro inesperado. Unas siete páginas de diálogos y acotaciones que tuve que repasar con rotuladores de colores para indicar a quién de los tres le tocaba decir o hacer tal o cual cosa porque la impresora Starjet SJ-48 conectada a mi orderador sólo imprimía en blanco y negro.

fuente: livejournal
Y qué facilidad que tenía para atascarse, la hija de puta

Pero lo mejor fue la música.

Para poder componer la banda sonora de nuestro espectáculo, nos encerramos en el salón de la casa de uno de los otros dos y nos vimos obligados a hacinarnos bajo una mesa durante un par de horas en las que andamos trajinando con diferentes casetes cuyas canciones eran seleccionadas y pasaban a una cinta virgen TDK comprada aquel mismo día en un todo a cien del barrio. El motivo por el que tuvimos que trabajar como empleados de Inditex era debido a que la mesa que nos cubría tenía montado encima el belén, amén de encontrarse empotrada contra la estantería en cuya balda más inferior se hallaba la minicadena de doble pletina que nos permitió grabar el playlist de la obra. Llegados a aquel punto, sólo quedaba completar el paso más difícil: obtener el permiso de nuestra tutora.

Quizá terminó por convencerse de que, por primera vez en lo que llevábamos de curso, íbamos en serio; o quizá le apetecía quitársenos de encima cuanto antes. La cuestión es que al final logramos que diese su brazo a torcer:

—Bueno, bueno. Allá vosotros con vuestras historias. Pero más os vale estar aquí a la media hora de que suene la sirena. Y que no me entere yo de que habéis aprovechado para largaros por ahí.

Estupendo. Contando con el visto bueno de la funcionaria, ya sólo nos faltaba esperar a que llegase el momento de la actuación y confiar en que los críos echasen un buen rato a nuestra costa. Los días previos a la función pasaron lo suficientemente rápido como para que yo no os tenga que dar el coñazo ahora hablándoos de ellos y llegó el famoso viernes por la tarde en el que tuvo lugar el estreno (y la única representación hasta la fecha) de nuestra creación teatral.

Y se abrió el telón ante un grupo de entre treinta y treinta y cinco chavalillos. El del teatrillo de marionetas que tenían en aquel colegio, quiero decir. Corrimos la cortinilla del biombo desde atrás y pulsamos el botón de play del pequeño radiocasete a pilas con el que contábamos. En ese momento, la cinta que habíamos mezclado días atrás creyéndonos unos jovencitos Daft Punk comenzó a sonar. Sin embargo, lo que se oyó no tenía nada de navideño: era El túnel de las Delicias, de los Celtas Cortos (concretamente, la versión en directo del disco Nos vemos en los bares). Por si no os apetece acceder al enlace con la canción en sí (vagos, que sois unos vagos), os diré que los primeros setenta y cinco segundos de canción no se oye otra cosa que a Jesús Cifuentes echando lamentos al ritmo de un violín mientras el batería se regala lo suyo con los platillos haciendo un efecto que no sé como se llama porque yo no entiendo de estas cosas. Vamos, lo más adecuado para unos críos de cuatro años. Bueno, pues aparte de los "ay aaaay aaaa ayayayyyy" del Cifu, allí no pasaba nada. Ni marionetas ni hostias.

Agazapado tras el teatrillo junto a mis dos compañeros, eché un rápido vistazo a las profesoras de los niños mientras avanzaban los primeros compases de la canción del grupo vallisoletano y creí ver en sus caras una ligera expresión mezcla de arrepentimiento y terror, pues el comienzo de aquello no tenía mucha pinta de función infantil. Pero es a lo que te arriesgas cuando dejas que un chico que ha crecido viendo Pinnic dirija una función escolar. Y es que te puede salir de un dadaísta que te cagas. Lo mejor de todo es que estábamos siguiendo el guión al pie de la letra, ojo.

Afortunadamente, nuestra ida de olla no fue a más. No descolgamos ninguna pancarta con la inscripción GORA ALKA-ETA ni representamos la violación de una monja ni cosas por el estilo y ninguna profesora tuvo que dar explicaciones a padres iracundos a la mañana siguiente. En cuanto el ritmo de la canción cambió, descubriéndose que aquel tema oscuro era en realidad una inocente versión de la giga de Morrison, ahí ya sí. Ahí ya sacamos a las marionetas bailando al ritmo de la música durante un par de minutos y los mocosos la gozaron como enanos que eran ante la inesperada aparición (aún sigo sin entender cómo cojones logramos que dos clases enteras de primero de Educación Infantil aguantasen durante un minuto y quince segundos mirando en silencio a un teatrillo vacío). Tras un par de minutos en el que tres marionetas se sacudían ora hacia un lado ora hacia el otro con rock celta de fondo, la cinta dio paso a los típicos villancicos repelentes (tendríais que ver la cara de mis compañeros de trabajo no españoles cuando les explico cómo son los villancicos) y eso fue todo a nivel de banda sonora. Un villancico detrás de otro. Para esa mierda nos tiramos una tarde casi a oscuras metidos debajo de un belén, sí.

Y poco más puedo contar, sintiéndolo mucho. No logro recordar en qué consistía la historia que representamos. Ni la introducción, ni el nudo ni el desenlace. Qué pena, oye. Sólo me acuerdo de cuatro detalles en particular: el primero es que una de las marionetas "solicitaba" que nevase (puesto que la acción transcurría durante la Navidad), y que en ese momento arrojábamos a los niños desde la parte de atrás del biombo varios puñados de confeti morado. Esto provocaba, por una parte, que los churumbeles flipasen entre carcajadas al descubrir el inesperado fenómeno meteorológico como si fuesen murcianos un día de lluvia y, por otra parte, que la marioneta, visiblemente mosqueada ante el fallo de producción, se rebotase y "exigiese" que aquella obra contase con nieve real, momento en el que, armados con sendos botes de nieve en spray, los tres enchúfabamos los aerosoles hacia arriba, satisfaciendo, ahora sí, los deseos de la puta marioneta, y dotando a la obra de unos efectos especiales que ríase usted de Avatar.

El segundo detalle está relacionado con la crítica recibida al terminar la función, ya que la misma fue un exitazo entre los críos y las profesoras nos acabaron felicitando por habernos currado aquello a pesar de nuestros más que evidentes recursos limitados y por haberles ayudado a rellenar media hora de curso por la que ellas iban a cobrar y nosotros... No.

Lo tercero tuvo que ver con la limpieza del aula tras nuestra obra (pues la cantidad de confeti y nieve en spray que se acumuló alrededor del teatrillo fue memorable), o más bien con la ausencia de la misma, ya que la representación se comió la media hora de libertad condicional que nuestra tutora nos había otorgado y tuvimos que echar patas de allí como si fuésemos la Cenicienta a medio baile, temerosos de que la carroza se nos convirtiese en calabaza, los caballos en ratones y el támpax en tronco y nos cayese un rapapolvo de los que te tienen amargado hasta el día de Reyes.

Y lo último que recuerdo es lo que, una vez hubimos huído miserablemente del lugar del crimen, me hizo saber uno de mis dos compañeros, al preguntarme:

—¿Te has fijado en cómo les hemos llenado de nieve el TECHO de la clase?

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lunes, 18 de diciembre de 2017

A moco tendido

Un año más, la llegada de la Navidad trae consigo un festival de buen rollo, felicidad familiar, colorines y alegría acompañada en todo momento de música interpretada por un coro de churumbeles moñas de los que no han roto un plato en su vida. Al menos, eso es lo que se da a entender en los anuncios, carteles, decoraciones y mensajes varios que nos bombardean mañana, tarde y noche entre finales de septiembre y finales de diciembre: que tenemos permitido dejar aparcado lo malo y disfrutar de los mundos de Yupi durante unas semanas.

Bueno, pues yo hoy quiero aprovechar esa bonita coyuntura para traeros el bajón. Lo sé, soy una mala persona que gusta de meterse allá donde la gente es feliz y donde todo funciona para implantar el caos y la destrucción. Soy un Grinch, un Joker, un Gaspar Llamazares... Bueno, en realidad lo que pasa es que no se me ocurre otra cosa de la que hablaros esta semana. Así que, sin más dilación, os presento cinco canciones que me han hecho llorar alguna vez. O que me han dado ganas de ello.

1 - La del barquito chiquitito


Entre las muchas actividades educativas que llevábamos a cabo los alumnos de primero de preescolar se encontraba el cantar canciones infantiles a coro, dirigidos por la profesora (conocida como "señorita" en el ambiente académico de la época). Bueno, pues descubrir el mensaje que esta tonada lanzaba provocó en mi inocente cerebro un efecto tan devastador como el que causa un grupo de hooligans británicos en los aledaños del Bernabeu cada vez que hay partido de champions. Ese barcucho, diminuto y enclenque, viéndose obligado a enfrentarse a la inmensidad de la mar océana, y sin ser capaz de navegar, el pobre.

Pasados los primeros versos durante nuestro ejercicio de interpretación, no fui capaz de seguir soportando la imagen de la tribulada embarcación y arranqué a llorar desconsoladamente. La señorita, asustada al ver que uno de sus alumnos lloraba sin razón aparente, hizo callar al coro y se puso a mi vera mientras me preguntaba por la razón de mi llanto. Cuando le confesé que mi reacción era debida a la pena que me causaba el barquito chiquitito y su incapacidad de navegar, la funcionaria trató de consolarme haciéndome saber que la historia cuenta con un final feliz, en el que la nave acaba flotando de lujo tras varias semanas poniéndole ganas a la tarea. Pero no hubo manera. La parte mala de la canción se me clavó en el cerebro à la Trotsky (esta coña sólo la van a pillar los frikis de la Historia) y desde aquel entonces el barquito chiquitito fue desterrado de mi clase, so pena de causar un nuevo episodio llorón en mí.

Ni tan siquiera Rosa León (para los que hayan llegado a este mundo hace poco y no la conozcan, aquí os dejo un video de Joaquín Reyes bastante explicativo), protagonista de la banda sonora de mi infancia, fue capaz de romper el bloqueo, y cada vez que la cancioncita de marras sonaba en una de las múltiples cintas de casete de la cantante madrileña con las que yo contaba, le daba al botón de FF hasta que pasaba el peligro.

2 - La de Amigo Félix


Félix Rodriguez de la Fuente fue un ser humano de la hostia, las cosas como son. Es una pena que este planeta no cuente con más personajes de su talla (y así nos luce el pelo por ello) y fue una pena que un accidente de avioneta se lo llevase antes de tiempo.

Aunque para pena, pena, la que da la canción que le dedicaron Enrique y Ana meses después de su muerte: una elegía dirigida al público infantil (lo cual manda cojones) en la que todos los animales se lamentan ante la pérdida del naturalista y divulgador. La primera vez que escuché esta canción fue a los seis años, mientras hacía tiempo en la puerta de mi casa un sábado por la tarde antes de ir con mis padres a dar un paseo vespertino. Junto a mi residencia se encontraba el quiosco responsable de que en los resultados de mis análisis de sangre siempre hubiese más colesterol malo del adecuado; y aquel día, la hija de la quiosquera (a la que yo sacaba un par de años) jugaba con varios amigos y familiares de su edad a bailar al ritmo de una cinta para críos que sonaba de fondo. Bueno, pues Amigo Félix comenzó a atronar a través de los altavoces del aparato y la niña, que se conocía el playlist de memoria, alertó a los demás de que aquello era imbailable, sugiriendo que durante los minutos de duración de la pieza aprovechasen para comer y beber algo o ir al baño. Y yo, que no formaba parte de aquel grupo pero me vi envuelto en los tristes compases, me quedé clavado en la puerta de mi casa hasta que la cinta dio paso a un nuevo tema más alegre, momento en el que pude meterme corriendo en mi habitación y llorar como una Magdalena.

A punto estuvimos de tener que cancelar el paseo familiar aquel día, habida cuenta de mi estado anímico. Pero bueno, al final se me pasó la llorera y pude disfrutar de un buen rato en los columpios poco después.

Claro que, ahora que lo pienso, creo que no ha habido nada relacionado con Enrique del Pozo que no dé ganas de llorar.


3 - La intro de Mofli, el último koala


Hay cosas que no cambian con el paso de los años. Ahora dedico un rato cada mañana antes de marchar a la oficina a desayunar con mi novia mientras vemos un episodio de Bola de Dragón; y durante mi infancia, los minutos previos a mi entrada en el colegio los dedicaba a atiborrarme de galletas Tosta Rica bañadas en leche ante los dibujos animados que emitiesen en la tele.

Durante un tiempo, la serie animada que coincidió con mis desayunos fue Mofli, el último koala. Ambientada en Australia a principios del siglo XXI, narraba la historia de Mofli quien, como el nombre de la serie indicaba, se trataba del último koala vivo sobre la Tierra (¡ay! Si Félix levantara la cabeza...). Esta circunstancia provocaba que cazadores furtivos de todo el mundo tratasen de hacerse con el pobre animal para poder exponer su cadáver disecado a modo de trofeo y compensar así el diminuto tamaño de sus genitales (esto último no salía explícitamente en la serie, pero todos sabemos que la caza va de eso). Y claro, Mofli vivía puteado las veinticuatro horas del día, como si los koalas no tuviesen ya de por sí cara de estar viendo venir una hostia:

fuente: san diego zoo
¿POR QUÉ tanto odio, humanos?

Bueno, pues la sintonía que sonaba al principio y al final, resumiendo las desventuras del animal, no ayudaba en absoluto a levantar los ánimos. Y las tostarica no compensaban, joder. Por ello, no era de extrañar que viajase al colegio con rostro compungido (no tanto como el de un koala, pero casi) en aquella época.

Por cierto, el año pasado por estas fechas aproveché que mi novia pasó las navidades en familia y me tragué La corona mágica, así que igual hago lo mismo con Mofli este año. Ya veremos.

4 - El tema principal de Dirty Dancing


Lo sé, no tiene ningún sentido que esta canción forme parte de mi lista triste, pero es así. Al fin y al cabo, la letra relata el clímax de una historia de amor en la que los dos miembros de la pareja, gracias al momento que están compartiendo, sienten tanta felicidad que no pueden ocultar su relación y necesitan gritar a los cuatro vientos su situación sentimental. Como podéis ver, el tema es atemporal y un poquito premonitorio, pues habla de las parejitas que actualmente dan por culo a sus contactos de redes sociales con estados llenos de corazoncitos, fotos de perfil en las que ambos integrantes de la pareja parecen siameses, tequieromuchosyotequieromases, puesyotequieroinfinitos, entoncesyotequieroinfinitomasunos, enesecasoyotequierodosinfinitos, ahsipuesyotequieroinfinitosinfinitos y moñerías por el estilo. Y esto me da asco, no pena. Idos a un puto motel, en serio. Al Motel Hilbert, por ejemplo (y esta coña va para los frikis de las matemáticas).

Peeero... Mi reacción tiene que ver con todos esos enigmas que rodean al cerebro humano y que aparecen reflejados en los trabajos llevados a cabo por Freud et al.

Me explico. Algo muy chungo debió de pasarme de pequeño aunque, habida cuenta de la acomodada vida que he llevado siempre, en la que nunca me ha faltado comida en el plato y he sido agasajado con todos los caprichos que haya podido tener y más, lo más probable es que se tratase de una pijada sin importancia. Sin embargo, mi cerebro calificó el hecho como lo suficientemente traumático como para enterrarlo en lo más profundo de mi subconsciente y así evitar que pudiese recordar el momento. El problema es que soy capaz de acordarme de un detalle al respecto: cuando "aquello" pasó, o bien estaba sonando Time of my life o bien una televisión estaba reproduciendo la escena final de Dirty Dancing, tema incluido. No soy capaz de asegurar cuál de las dos, ni logro enmarcar la historia en un lugar y momento adecuados, pero la canción sigue siendo para mí un detonante de bajona instantánea y cada vez que la oigo, me vienen un desasosiego y un pesar que no son normales.

Aunque a día de hoy lo llevo mejor, gracias

5 - La de Madre anoche en las trincheras


Ésta es en particular la que más me jode de todas. Resulta que el otro día, mientras una pila de tareas por hacer del tamaño de una baja por estrés laboral se amontonaba en el escritorio de mi curro, aproveché para procrastinar y buscar en Youtube canciones que versionasen obras de poetas de la generación del 27 (sí, así es mi día a día). Poco después, y decidido a trabajar en lo mío de una vez por todas, dejé Youtube como si fuese un coche en punto muerto en mitad de una pendiente y confié en que su reproducción automática me diese buenos ratos.

Pero no fue así. Minutos después de haber comenzado la lista de piezas al azar, comenzó a sonar ESTO a través de mis auriculares. A ver, no tengo nada en contra de Raquel Eugenio. De hecho, he escuchado el resto de canciones que ha tenido a bien subir al portal de vídeos y me gusta bastante su estilo. Y en cuanto a la canción en sí... Que no es para tanto, coño. Que esta canción la cantan los críos en los campamentos. La historia es triste y tal, pero no es como para hacer un drama de ello (si hasta La oreja de Van Gogh tiene una versión, no me jodas). Bueno, pues no sé si fue porque me pilló con el pie cambiado o qué, pero en aquel momento me vinieron unas ganas terribles de hacerme un ovillo bajo mi mesa y vaciarme por los ojos.

No hubo llorera por el canto de un duro, pero sí que tuve que aplazar lo que estaba haciendo durante un rato y dejar la mirada perdida mientras me mordía los carrillos y pensaba en cosas alegres para evitar que mis compañeros descubriesen a un bigardo de treinta y un años gimoteando como una plañidera en su puesto de trabajo. Qué cosas.

Bonus: Cualquier canción de La Fuga elegida al azar


No voy a enlazar aquí ningún tema suyo porque no quiero convertir mi blog en un Gloomy Monday, que bastantes pocos lectores tengo como para que encima os dé por reducir aún más el número al cortaros las venas, saltar por puentes o ver Telecinco. Sólo diré que cuando me enteré de que Rulo dejaba el grupo para formar La Contrabanda, supe que a partir de entonces la humanidad tendría no uno, sino DOS motivos para abandonarse a la desolación y el vacío existencial.

Hasta aquí la entrada de hoy. Espero que mi lista haya ayudado a que recordéis canciones amargas para contrarrestar tanto mensaje buenrollista navideño y tanto villancico. Muajajajaja.

En fin, en lo que empezáis a odiarme por ello, voy a ir terminando, que se me ha metido una cosa en el ojo.

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lunes, 11 de diciembre de 2017

Pif, pif, pif...

Venga, voy a volver a meterme en las obras del centro comercial Vallsur, que a la gente le hizo mucha gracia enterarse de la angustia que pasé con mi compañero de clase aquella tarde y lo de colarnos por el tubarro no fue lo único interesante que hicimos en el lugar.

No obstante, antes quiero hablar un rato acerca del centro comercial en sí. Y lo hago más que nada por rellenar esto un poco, pues si me ciño a la historia no me salen más de tres párrafos, y no es plan. Que una cosa es dedicarme a escribir estos artículos por amor al arte y otra venderos humo y reírme en vuestra puta cara, como si yo fuese Santiago Calatrava.

Recuerdo que la aparición del mastodonte comercial revolucionó bastante nuestras vidas. Hoy en día, esta clase de centros surgen como setas en cualquier lugar del mundo civilizado, pero antes de su inauguración en mil novecientos noventa y ocho no era fácil dar rienda suelta al consumismo en la zona sur de Valladolid: dentro de los límites de mi propio barrio, sólo contábamos con un quiosco y la tienda de Elena, que despachaba los bienes de consumo justos para no morir de inanición, en plan charcutería y cuatro cosas más (por cierto, algún día, si doy con ellos, os enseñaré los dinosaurios que estuvo regalando durante una temporada con el jamón de york y que me hicieron almorzar y merendar dicho fiambre durante meses). También había un diminuto supermercado llamado La Gloria al que nunca íbamos porque era de un carero que te cagas (años después el establecimiento se trasladaría a la entrada de la pija urbanización El Pichón, incrementando más aún si cabe sus precios), y a un kilómetro de donde yo vivía (que era donde comenzaba realmente la civilización, pues para alcanzar mi barrio había que cruzar unos descampados por los que mucha gente no se atrevía a meterse de noche) podía encontrarse el supermercado de la, ojo al dato, Sociedad Cooperativa Nuestra Señora de la Merced. Algún día os contaré más cosas acerca de La Merced, que me huelo entrada aparte.

A pocos metros de este centro había un supermercado El Árbol, por el que yo sentía una relación de amor-odio. Y es que dicho centro contaba con la posibilidad de hacerse con la tarjeta Turyocio, y yo, que siempre he sido muy inocente para esas cosas, pensaba que los turys eran muñequitos de colección que se entregaban en línea de cajas, y no puntos canjeables por viajes y regalos (con los corticoles de El Corte Inglés me pasó lo mismo, no os creáis). Además, la mascota de esta tarjeta era una maleta con el pelo de punta de lo más salao:

fuente: ciao
Pero qué bicho más salao, joder

El problema es que había que ser mayor de edad para poder tener la tarjeta. Y eso me jodía.

Aparte de estos establecimientos que podríamos considerar "menores", Valladolid contaba con sus Pryca y Continente reglamentarios, a los que íbamos una vez cada dos semanas a hacer la compra de las de rellenar el frigorífigo (el cual, no os lo perdáis, le tocó a mi abuela en un sorteo de yogures Danone. Muy loco todo) y en septiembre a por los libros de texto. Y aquéllos no podían considerarse centros comerciales como los conocemos hoy, pues aparte del hipermercado, lo único destacable que poseían era su tintorería reglamentaria, su tienda de revelado de fotos reglamentaria y su Belros reglamentario. Que el Belros mola más que La Rapa. Porque La Rapa es como el canto de una sirena, no me jodas. Te atrapa desde lejos con un olor a palomitas que es una delicia y cuando ya te has metido en el local y tienes las fosas nasales dilatadas a más no poder para disfrutar de la experiencia... Bajona. La peste a vinagre de los encurtidos te arrea una hostia que te quieres morir. Bueno, pues eso no pasa con el Belros, porque allí no venden encurtidos de mierda.

Más o menos eso era lo que teníamos en Valladolid a finales del siglo pasado. Y entonces llegó Vallsur.

El hipermercado de turno que ocupó la planta baja de este nuevo centro comercial fue Eroski, y antes de abrir sus puertas, llevó a cabo la compra de La Merced. Así que, de la noche a la mañana, el supermercado de barrio de toda la vida pasó a tener un nombre VASCO, con artículos que poseían la descripción en castellano, catalán, gallego y VASCO, y quienes salían de allí portaban bolsas de la compra que dejaban bien claro que se había consumido en un local VASCO. Y como la gente de Valladolid, por aquellas fechas, aún pensaba que País Vasco y ETA eran la misma cosa, durante las primeras semanas se vio mucha ceja levantada con desconfianza entre los paisanos que deambulaban por el supermercado... VASCO (para que luego digan que lo de "Fachadolid" no nos viene como anillo al dedo).

A mí, personalmente, lo único que me disgustaba del Eroski era que allí, en lugar de la Turyocio, la tarjeta de puntos de turno era la Travel Club, que tenía un avión en el logo en lugar de una mascota molona. Eso sí, he perdido la cuenta de teléfonos, relojes y juegos de Game Boy que he conseguido en casa gracias a la Travel. Un beso para la Travel.

Aparte del Eroski, Vallsur contaba con varios establecimientos en los que pude echar a perder las frías tardes del invierno castellano durante mi adolescencia: el Bocatta donde probé mis primeros cafés, una sala recreativa de las que dan puntos por partida en la que me vicié tanto al Radikal Bikers que acabé comprándome la Play Station (en otra tienda de Vallsur, por cierto) únicamente para poder jugar a ese juego en mi casa y en la que mi hermano y yo nos dejamos una pasta para poder conseguirle un Squirtle de peluche a un pariente lejano VASCO (es que en mi casa habían sabido cómo educarnos y no teníamos prejuicios), un quiosco cuyo dueño me cobró veinticinco pelas de más por la revista QUO al leer el precio de Canarias en vez de el de península y que me las devolvió cuando volví a pasar por allí al mes siguiente, una tienda muy hippie que siempre tenía música de fondo de la que le gustaba a mi profesora de inglés y que vendía el mejor incienso que he encendido hasta la fecha, una tienda de deportes que siempre le hacía un cinco por ciento de descuento a mi abuela porque ella lo pedía al pagar usando las palabras mágicas "oye, maja, que soy pensonista"... Todas estas tiendas, por cierto, ya no existen. De hecho, Carrefour compró Eroski y los recuerdos de mis primeras visitas al lugar se difuminan un poco más cada vez que vuelvo allí, como la foto de Regreso al futuro.

En fin, que yo realmente no venía a hablaros de eso, y al final me he liado. Lo de las obras.

No recuerdo muy bien si la anécdota que voy a contaros hoy ocurrió antes o después del affaire tubarro, pero los prolegómenos fueron los mismos: los minutos previos a la entrada en el colegio por la tarde, un lugar en construcción libre de albañiles y vigilancia y un grupo de mocosos irresponsables. Digo "grupo" y no "pareja" porque en esta ocasión éramos varios quienes nos colamos en el lugar. Para más inri, nos acompañaban varias compañeras de clase, lo cual era de extrañar, pues chicos y chicas dedicábamos nuestros ratos de ocio a actividades bastante diferenciadas y era difícil mezclarnos por sexos (últimamente estoy dándole muchas vueltas a este asunto y no descarto que me dé para daros la turra al respecto algún lunes). De hecho, esto que acabo de contar se pudo comprobar in situ aquel día, en el preciso instante en el que se alcanzó el clímax de la anécdota, pues habíamos entrado en la zona de obras como un grupo compacto, pero poco después ya nos habíamos separado como si fuésemos los baños de cualquier bar que no sea un Starbucks neoyorkino (porque sólo tienen un baño gender neutral y así únicamente tienen que limpiar la mitad de mierda). Y a ambos "equipos" nos separaba una pila de enormes tuberías de distancia.

Si la memoria no me falla, allí había unas seis u ocho tuberías, apiladas en dos filas, con un diámetro de unos cincuenta centímetros cada una y lo suficientemente largas como para requerir que uno de nosotros tuviese que esforzarse considerablemente si pretendía que una piedra lanzada desde un extremo alcanzase el opuesto.

Porque (se masca la tragedia) a aquella actividad nos estábamos dedicando los chicos en aquel momento, al tiempo que disfrutábamos del curioso sonido que cada piedra arrojada hacía al chocar con el interior del tubo. Algo así como "pif, pif, pif...".

Y ¿qué estaban haciendo ellas mientras tanto? Pues hablar de sus cosas y asomarse inocentemente al interior de las tuberías para comprobar qué se veía al final de las mismas.

No hace falta que os dé muchos detalles acerca de lo que pasó entonces, ¿verdad? Yo, que estaba curtido en esto de tirar piedras porque uno de los pasatiempos favoritos de mi infancia consistía en hacerlas rebotar sobre la superficie de la charca que había a las afueras de mi barrio, no lo tenía nada difícil para conseguir "cruzarme la tubería de una pedrada". Y mi lanzamiento estuvo acompañado de varios "pif" tras los que llegó un suave "toc" en el momento en el que el canto alcanzó el final de la canalización. Acto seguido, del otro extremo del grupo de tuberías vimos como una de las chicas, tapándose una de las cejas con la mano, se incorporaba mientras arrancaba a llorar atrapada por la histeria. Y yo supe que se había terminado aquel juego para siempre. Un poquito más de fuerza, o un par de centímetros de diferencia en la trayectoria, y aún seguiría lamentándome por la desgracia. Pero todo quedó en un susto, tranquilos. No hizo falta coser ninguna ceja y la herida se cerró en pocos días. Al contrario que el odio que aquella chica empezó a profesar por mí desde aquel instante, que seguramente perdure a día de hoy.

Y... Pues sí. Básicamente era eso lo que quería contar esta semana. Lo de la pedrada y tal. ¿Véis como he hecho bien en meter relleno?

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lunes, 4 de diciembre de 2017

Agradecimientos

Al pizzero italiano que sabía más sobre el conflicto catalán que todos vosotros juntos y que aguantó pacientemente diez minutos a que mi novia y yo, con un jet lag sobre los hombros del tamaño del Atlántico Norte, decidiésemos qué pizza queríamos llevarnos a la habitación del hotel.

A la huésped con la que intercambiamos unas palabras en el ascensor y que definió el frío que estaba haciendo aquel día en la ciudad (porque de lo único que se puede hablar con desconocidos dentro de un ascensor es del tiempo) como butthole cold

Al experto en Canon de la tienda B&H de la que salí con un objetivo de focal fija para mi cámara que me dijo "si quieres hacer zoom con esto, mueve los pies" y que nos recomendó acercarnos a The High Line, desde donde pude sacar esta mediocre foto:

Y tengo otras peores

A la recepcionista del hotel que, cada mañana tarde, tenía que soportar a dos españoles remolones pidiéndole que el servicio de habitaciones fuese tan amable de volver a pasarse por nuestra habitación ahora que ya no había nadie para hacer la cama.

Al barista del Starbucks de la calle 48 que nos describió todos los cafés especiales de Navidad y cuando vio que nos tendría que dar cambio de cincuenta dólares puso la misma cara que cuando te sientas en el váter pero está el asiento levantado.

Al empleado del McDonalds de la 6ª avenida que rebuscó entre todos los juguetes de Happy Meal existentes en el local hasta confirmarnos que, lamentablemente, no les quedaba ningún Pikachu.

Al segurata del Empire State que, debido a ciertos privilegios de los que no pienso daros detalles, nos ayudó a llegar a lo más alto del emblemático edificio sin pagar un duro. Y sin hacer cola.

Al encargado de la tienda de lencería erótica que hay en los bajos del Empire State a la que entramos por un asunto que no os incumbe que nos estuvo hablando durante cinco minutos acerca de cómo se ha ido desarrollando la serie One Piece desde la primera temporada.

Al camarero del restaurante de Little Italy que, tras vernos entrar por la puerta tiritando de frío, nos envió a una mesa que se situaba LITERALMENTE sobre uno de los radiadores del local.

Al dependiente del Barnes & Noble que perdió media tarde ayudándome a buscar por toda la tercera planta de la tienda el ejemplar de Matadero Cinco que algún gilipollas había cambiado de sitio.

A las ardillas de Central Park. A las decenas de miles de ardillas de Central Park.

Al empleado de la estación de metro de la calle 28 que nos abrió los tornos para poder pasar sin picar el billete cuando descubrimos que algunas estaciones (como la de la calle 28) no dan opción a cambiar de sentido una vez que ya has pagado por entrar a las mismas si te equivocas, obligándote a salir a la calle, acceder de nuevo por la boca de la acera de enfrente y cruzar los dedos para que un empleado amable (como el de la calle 28) te permita colarte.

Al dueño del quiosco de Wall Street que me dejó esta corbata en cinco dólares:

No. No he tenido tiempo de buscar en Youtube un tutorial para aprender a anudarme la corbata

A la dependienta de la tienda de artículos frikis de Chinatown que aceptó encantada que le pagase una libreta de Totoro que costaba un dólar y medio en monedas de uno y cinco centavos (cuando era pequeño, le pagué a la quiosquera de mi barrio un polo de Miko que costaba cuarenta pelas en monedas de peseta y de duro y casi me las arroja a la cara).

A la camarera del restaurante de Chinatwon, quien se merece su propia entrada en este blog.

A la dueña del puesto de café del mercado de la calle Essex, quien se empeñó en ponerle miel al café de mi novia (comprometiéndose a prepararle otro si la mezcla no le gustaba. Le gustó) y nos regaló una bolsa con seis bagels porque se acercaba la hora de cerrar y tendría que tirarlos.

Al dependiente del Seven Eleven donde compramos queso de untar para cenarnos los bagels que se pasó cuarto de hora pidiéndonos detalles acerca de España tras enterarse de nuestro país de procedencia.

A Santiago Calatrava, que ha sido capaz de colar a los neoyorkinos uno de sus mayores truños (el cual, por cierto, le ha supuesto a la ciudad unos sobrecostes del copón y sigue necesitando de ñapas y parches año y medio después de su inauguración) en el lugar que más simbolismo tiene para ellos después de la cafetería de Friends.

Y con forma de raspa, como todas las mierdas que ha hecho hasta ahora este hombre

A la encargada de seguridad del aeropuerto que me abrió la maleta y, al descubrir en su interior un estuche de My Little Pony lleno de chocolatinas, me preguntó si yo tenía una hija.

A todos ellos, y a otros tantos de los que no me acuerdo porque duermo pocas horas y eso afecta negativamente a mi memoria, gracias por haber hecho que casi ocho horas de avión entre Dublín y Nueva York hayan merecido la pena.

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lunes, 27 de noviembre de 2017

Enterrados vivos. O casi

Soy consciente de que el nivel de calidad de mis últimas entradas ha ido descendiendo al mismo ritmo que el índice de audiencia del programa ése de mierda que por fin le han quitado a Carlos Herrera.

fuente: elnacional
TVE, la televisión de todos

Podría inventarme que existe una relación entre ambos conceptos, colaros un cum hoc ergo propter hoc de manual y fardar de que mis mediocres artículos han servido para dar al traste con el show del almeriense. Pero esto es un blog, no una religión. El único motivo por el que he mencionado la cancelación de ¿Cómo lo ves? es porque me gusta contar que de ahora en adelante va a salir un cuñado menos en televisión.

Y por lo de la pérdida de calidad de mi blog, no os preocupéis, que tengo una solución infalible para levantar esto: contaros una anécdota traumática de mi infancia.

Una pena que Carlos Herrera no haya podido hacer lo mismo, ¿eh?

Mi historia tuvo lugar a finales del siglo pasado, en una época en la que la zona sur de Valladolid estaba sufriendo un cambio radical: donde antes hubo explanadas y huertas, cientos de albañiles estaban construyendo barrios residenciales, carreteras y uno de los primeros centros comerciales que vio la capital del Pisuerga: Vallsur (no, no se quedaron calvos pensando el nombre). Del centro en sí hablaré en otra ocasión (aunque ya conté algo al respecto en su día) porque tengo mucha jeta y, si puedo sacar dos entradas de una sola historia, mejor para mí.

Volviendo a las obras, el inicio de las mismas coincidió con mi último año de colegio. Meses más tarde, pasaría al instituto y no tendría que volver a pisar el centro educativo por las tardes, pero hasta entonces, tocaba chuparse dos horitas de clase entre las tres y media y las cinco y media después de haber comido en casa ante los dibujos animados que emitían en La 2. Y no eran pocas las veces que, aprovechando que mi colegio quedaba a pocos metros del centro comercial en construcción, varios compañeros engullíamos como pavos para poder plantarnos allí mucho antes del comienzo de las lecciones vespertinas y poder disfrutar del peligro que supone para unos críos el colarse en un recinto lleno de maquinaria de construcción, zanjas mal señalizadas y casas a medio derruir.

Una de nuestras atracciones predilectas eran las enormes montañas de tierra extraída para edificar el aparcamiento subterráneo del recinto, pues constituían lo más parecido a una ladera nevada por la que nos deslizábamos sobre cartones recogidos de contenedores próximos (hasta entonces, sólo había podido disfrutar de una situación semejante durante una excursión de padres e hijos al Alto Campoo que hice a los siete años. En aquella ocasión, no había nevado sobre el valle cántabro en semanas, y todos los excursionistas tuvimos que conformarnos con juguetear en un minúsculo nevero de la montaña). Sí, mi infancia ha llegado a parecerse a la de El Vaquilla, pero sin drogas ni delincuencia. De hecho, uno de los miembros de aquella pandilla de chavales para los que, a falta de nieve, buena era tierra, era un muchacho bastante conflictivo que había repetido segundo de primaria y al que mi padre otorgó el sobrenombre de "el buena pieza". Haceos una idea.

Pero fue con otro amigo con quien protagonicé la anécdota que quiero contaros hoy. Y ésta no tuvo lugar en los montones de tierra, sino en otro enclave de nuestro parque de atracciones particular: la Ronda Interior Sur, también conocida como Avenida de Zamora. Bajo el trazado de esta vía corre un tubarro que va a parar al río Pisuerga tras recoger no sé muy bien si agua de alcantarillas, mierda de desagües o qué. Y su interior puede alojar a un adulto de pie con facilidad, tal y como puede apreciarse en la foto que hizo mi padre semanas después de que ocurriese lo que llevo varios párrafos intentando contaros sin terminar de arrancar:

Cada vez que cambiaban una baldosa de sitio en la zona sur de Valladolid, allí estaba mi padre con su cámara para inmortalizar el acontecimiento. Y lo bien que me viene ahora, oye.

Mi cómplice y yo tuvimos la brillante idea de adentrarnos en la tubería para explorar su interior, sin ser conscientes de que el acceso a ésta suponía un desafío digno de un episodio de Al filo de lo imposible narrado por José María del Río. A la ya de por sí nada despreciable profundidad a la que se encontraba el acceso al colector, había que añadir la tierra acumulada a ambos lados de las laderas de descenso, la cual provocaba que las mismas incorporasen unos cuantos metros de altura a mayores. Por si fuera poco, la inclinación que llevaba hasta nuestro objetivo era casi vertical. Vamos, que aquello era prácticamente una trampa para cualquier gilipollas que intentase colarse.

Y aquella tarde de primavera, a veinte minutos del comienzo de las clases, y mientras todos los albañiles de las obras de la Avenida de Zamora y el centro comercial Vallsur sesteaban lejos de su entorno laboral, había dos niños gilipollas que, quizá por la perspectiva que el lugar les ofrecía a ras de suelo, no eran conscientes de que lo que se les estaba pasando por la cabeza NO era una buena idea.

El descenso a la entrada de la tubería fue rápido. Quizá mucho más rápido de lo que yo calculé al principio. Es más, dicho descenso podría calificarse como "caída casi vertical". No recuerdo quién de los dos bajó primero pero, fuese quien fuese, no tuvo las luces suficientes como para advertir al otro de que no repitiese el error y en su lugar fuese a buscar algo en los alrededores con lo que ayudarle a salir de aquel embudo. A los pocos instantes, los dos nos encontrábamos allá abajo contemplando la pared por la que tendríamos que ascender.

Es posible que, de habernos adentrado en el tubarro, hubiésemos acabado en Narnia, en la habitación que sale al final de 2001: Una odisea del espacio, en Belfast o vete tú a saber dónde. No puedo decir qué había al final del túnel, pues todo el rato que pasamos en la trampa lo dedicamos a intentar salir de forma desesperada. Lo de que uno le pusiese al otro las manos en forma de estribo no funcionó (ahora que lo pienso, a esa maniobra la llamábamos hacer espuelas y aquello de espuela no tenía nada), el lugar no contaba con ninguna escalera por la que poder ascender y no teníamos acceso a ninguna salida alternativa. Lo único que podíamos hacer era trepar por la ladera frenéticamente tratando de ser más rápidos que la gravedad, mientras la muy hijaputa nos arrastraba de vuelta al fondo, llevándose de paso cantidades de tierra nada despreciables que arrancábamos con nuestro pataleo y nuestros aspavientos.

Al final, tras unos veinte minutos de desesperación (pues las ideas de llegar tarde a clase y/o tener que ser rescatados por los albañiles una vez éstos volviesen al trabajo se nos antojaban catastróficas), los dos logramos trepar de vuelta a la superficie, sin poder dedicar ni un segundo a celebrar nuestro retorno al mundo de los vivos, ya que la sirena de entrada al colegio estaba a punto de sonar. Mientras corríamos en dirección al gimnasio (pues aquel día teníamos clase de Educación Física), descubrimos que la parte de delante de nuestros respectivos chándales estaba llena de tierra. Llenísima. De esa tierra húmeda que llega a tu ropa para quedarse, porque da igual la técnica de lavado que uses o la fuerza con la que la frotes, que no vas a sacar la mancha ni a tiros.

Aquello era lo que me faltaba. Entre el esfuerzo para salir del agujero, el resuello fruto de la carrera en dirección al pabellón deportivo del colegio y el miedo a que la profesora de Gimnasia nos prohibiese la entrada a su clase por guarros, me encontraba al borde de un ataque de nervios.

Miré a mi amigo, quien corría a mi lado y se encontraba en las mismas. Sin embargo, su rostro mostraba una serenidad incomprensible (y un poco de tierra en las mejillas también). Con toda la parsimonia que pudo permitirse en mitad de aquella loca carrera, contempló la pernera de su pantalón y la sacudió levemente, en un gesto tan inútil como noble. Entonces, miró de nuevo al frente y dijo con calma:

—Bueno, pues si nos preguntan algo, decimos que hemos tropezao.

Y no, no nos preguntaron nada. No nos echaron ninguna bronca y no nos prohibieron la entrada en ningún recinto escolar. Una vez más, me había dejado llevar por la histeria a lo tonto. Y lo peor de todo es que, a día de hoy, mantengo esa filosofía de aterrarme ante lo que no tiene por qué ocurrir.

Quizá debería plantearme ser como aquel chico calmado al que nada sacaba de sus casillas y enfrentarme a la vida de forma más sosegada. Y si, por el motivo que sea, se me viene encima un chaparrón, encogerme de hombros y alegar en mi defensa que "he tropezao" yo también.

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lunes, 20 de noviembre de 2017

Año Franquiano

Cuando el 25 de julio (festividad de Santiago Apóstol) cae en domingo, tiene lugar un Año Jacobeo, y esto implica que, quienes somos cristianos, podemos ir a la catedral compostelana a rezar y confesarnos a cambio de que se nos perdonen todos los pecados como si éstos fuesen un dibujo sobre un telesketch recién sacudido. O las bases ideológicas del PSOE.

Algo parecido ocurre este dos mil diecisiete. Y es que, si bien es cierto que el 25 de julio fue martes, resulta que el 20 de noviembre es lunes. Y como el lunes es el día que yo publico entrada y el 20 de noviembre es el día que muchos españoles muy españoles y mucho españoles conmemoran el Día Nacional de la Naftalina, tal coincidencia me viene tan de perlas como una visita de Carmen Polo a las joyerías de Asturias para sacar una entrada de ello.

El hecho de que lleve ya cinco años viviendo en Irlanda no me ha impedido estar al tanto del coñazo que estáis dando con el tema catalán. Y lo peor es que este tema ha sacado a relucir que el número de españoles que, con todo lo que llevamos ya de siglo veintiuno, sienten nostalgia por el franquismo o directamente piden a gritos que vuelva algo parecido al Generalisisísimo, es mucho mayor de lo deseable (el número deseable sería 0, por cierto).

No voy a dedicar este artículo a justificar desde un punto de vista político por qué es una insensatez desear vivir en una dictadura en pleno dos mil diecisiete (eso os lo dejo a vosotros para que lo discutáis con vuestros cuñados durante la cena de Nochebuena mientras yo me jalo una pizza y disfruto de la compañía de mi gata como he hecho durante las últimas cuatro navidades). Mi argumento en contra de un revival franquista es el siguiente: no me haría gracia.

Supongamos que vivimos en una realidad alternativa en la que, o bien Franco es un ser inmortal (por lo que no existiría el episodio de Cuéntame cómo pasó en el que Antonio Alcántara se queda hasta las tantas viendo la tele a la espera del documental sobre pingüinos), o bien lo dejó todo TAN atado y bien atado que el PP no necesita disimular de dónde viene y adónde va. Pues bien, en dicha realidad alternativa, para empezar, el gran Miguel Gila no habría podido frivolizar con, entre otras cosas, una guerra que vivió en primera persona (muy recomendable echar un ojo a su biografía para descubrir que sobrevivió a un pelotón de fusilamiento por estar los soldados borrachos como cubas o que evitó morir congelado gracias a haber pasado la noche metido en un nicho vacío, entre otras anécdotas sin desperdicio), regalándonos actuaciones épicas en las que negociaba las batallas con el enemigo por teléfono.

fuente: youtube
Este hombre se merece una plaza en cada ciudad y pueblo de España

Y de un gigante de la comedia a otro gigante, pues dudo mucho que Eugenio hubiese tenido permitido empezar sus chistes con su mítico El saben aquell que diu...? bajo un régimen que le tenía tanto "cariño" a las lenguas regionales; y dudo aún más que hubiese podido contar algunos tan magníficos como el del eclipse en el cuartel, o el del enano y el legionario (este último se lo conté en voz baja a mi compañero durante una clase de matemáticas de segundo de bachillerato y el profesor paró la lección para felicitarme por lo bien que lo había hecho).

Ya que estamos con los chistes, el título del programa No te rías, que es peor del que disfrutaba de niño mientras comía, memorizando chistes que luego reproducía en reuniones familiares (provocando que la duración de éstas se alargase varias horas), habría sido bastante literal, y los cuentachistes como Marianico el Corto o Paco Aguilar que en él participaban no lo habrían tenido tan fácil para hacer que me atragantase de la risa mientras daba cuenta del pollo con patatas fritas cocinado por mi abuela con todo su cariño, en tanto que el señor Barragán me daba ganas de echarlo por el retrete, demostrando que dando asco también es posible tener gracia.

En dicho programa también descubrí a Pepe Viyuela (un clásico indiscutible) y a Pedro Reyes. Éste último, por cierto, empezó sus actuaciones en televisión tras ser descubierto actuando en el Retiro con Pablo Carbonell. Si aún viviésemos en esa "utopía" franquista tan añorada por los cortos de mente, Pedro y Pablo habrían ido del Retiro a la celda más próxima por vagos y maleantes. Y en dicha celda, probablemente, habrían coincidido con Faemino y Cansando, quienes también empezaron en esto de hacer reír en el parque madrileño. Lo mínimo que puedo hacer por estos dos para reconocer su gran trabajo en el mundo de la comedia es ponerme en pie mientras escribo acerca de ellos. Cuando su libro Siempre perdiendo entró en mi casa, me dediqué a reproducir la cinta que lo acompañaba una y otra vez hasta prácticamente memorizarla. ¿Os imagináis a la censura franquista dando el visto bueno a su sketch del cocodrilo pornográfico? No, ¿verdad?

No existiría el stand up comedy tal y como lo conocemos hoy (un género que llegó tarde a nuestro país porque Franco vivía y coleaba mientras países como Estados Unidos y Reino Unido se enriquecían culturalmente con este género), y no habrían surgido monologuistas como Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla, Raúl Cimas y tantos otros. Si he mencionado a estos tres en particular es porque, gracias a ellos, tenemos La hora chanante, Muchachada Nui, Museo Coconut y Retorno a Lilifor. Resulta que Macarena Montesinos, diputada del PP, preguntó en el Congreso por la utilidad como servicio público de Muchachada Nui. Supongo que no le vería la gracia a joyas como La academia o las actuaciones tetrales de Phillip Max sobre el 23F y el belén viviente.

Siguiendo con la caja tonta, las noches de mi adolescencia habrían sido menos noches sin El informal, y los domingos habrían sido menos domingos sin Caiga quien caiga, pues ambos programas no se andaban con chiquitas a la hora de criticar todo lo que oliese mínimamente a política. Tampoco habría podido ver en la tele a Académica Palanca cantar la de Me llaman mala persona (canción que llegó a mis manos también en forma de casete y cuya letra copié a lápiz mientras sonaba en mi minicadena para asegurarme de memorizarla).

Y ya que he mencionado la música, son muchos los temas desternillantes que no habría podido oir en un país gobernado por el dictador bajito: Adivina, adivinanza, de La mandrágora; Mi agüita amarilla, de Los toreros muertos (esta última la he cantado varias veces porque está incluida en el SingStar La Edad de Oro del pop español, pero vosotros no tenéis por qué saberlo); o cualquier canción de Mamá Ladilla, quienes monopolizaron mi reproductor mp3 durante varios meses tras haberlos descubierto en bachillerato.

Hablando de lo que sonaba en mi mp3 de camino al instituto, otros afectados por esta censura que tanto echan algunos de menos habrían sido el dúo Gomaespuma, quienes, entre los incontables momentos que dejaron (como la primicia del calcetín), narraron la misma carta a Santa Claus que un compañero de clase me pasó a escondidas durante una clase de informática. Leer aquel documento me hizo tanta gracia que estuve a punto de mearme encima. Os lo juro.Por cierto, la mitad de Gomaespuma que no se fue a hacer las Américas presentó hasta hace pocos meses un programa matinal en M80 cuyo nombre tocó mucho los huevos a quienes dirijo hoy esta entrada. Se llamaba Arriba España.

Siguiendo con la radio, voy a saltar a un ejemplo reciente que lleva alegrándome las mañanas desde que lo descubrí hace poco más de un año: La vida moderna. Quienes aún no habéis escuchado este programa tenéis un montón de deberes, pues está lleno de momentos imperdibles como el haber recibido a la vicesecretaria de Estudios y Programas del Partido Popular Andrea Levy al grito de "fascismo del bueno" o mantener una muy tensa entrevista con el portavoz de la Fundación Nacional Francico Franco. Y saliendo de La vida moderna sin irme muy lejos, pues sigo con uno de sus creadores, no puedo imaginarme que un programa como Loco Mundo, presentado por David Broncano, pudiese existir bajo el franquismo (menos aún tras el vídeo en el que lo criticaban con gran acierto, superando un listón que habían dejado muy alto tras meterse con las religiones).

Y al igual que encuentro en internet fragmentos y episodios de los programas que acabo de mencionar, también puedo, gracias a que ya no vivimos bajo el mismo régimen de hace cuatro décadas, encontrar otros programas magníficos como No te metas en política (nombrado así en honor a una de las más célebres citas del caudillo) o Ilustres ignorantes.

Creo que más o menos se entiende lo que intento decir, ¿verdad? Llegados a este punto, no es necesario que siga dando ejemplos de todo aquello que me ha hecho reír gracias a que, más o menos, España ha sabido pasar página y dejar atrás una época tan oscura. Podría continuar o incluso crear una entrada el doble de larga, pero eso lo dejo para cuando el 20N vuelva a caer en lunes, porque sé que aún habrá gente cometiendo el error de celebrarlo con nostalgia. De todas formas, todos los enlaces que he puesto os van a dar para echar media mañana, así que de nada.

En definitiva, y esperando que quede claro, en esa realidad alternativa añorada por quienes gustan de pasear la bandera de España con pollo estampado en el centro de cuando en cuando nos reiríamos menos, nos reiríamos peor, o no nos querríamos reír en absoluto.

Una pena, oye.

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lunes, 13 de noviembre de 2017

Pesan

El colegio en el que cursé Educación Primaria contaba con un patio ENORME, lleno de pinos que nos permitían dedicar los recreos a lapidarnos con piñas los unos a los otros y con unas pistas polideportivas de una extensión tan grande, que podrían dar cabida a los huevazos que tuvo Fátima Báñez cuando llamó "movilidad exterior" a la fuga de jóvenes al extranjero por culpa de la crisis. Si bien contar con tanta superficie era una bendición cuando de salir al recreo se trataba, también es cierto que tanto patio tenía alguna desventaja. En concreto, para mi profesor de educación física, pues no le quedaba otra que desgañitarse cuando le tocaba impartir las clases al aire libre y debía dar órdenes a alumnos desperdigados por entre los pinos y las múltiples canchas de futbito. Este hábito más propio de un cabrero que de un docente fue haciendo mella en el pobre hombre, y llegó un punto en el que sólo se comunicaba con nosotros a base de gritos, con independencia de la distancia que nos separase de él.

Quizá fue por esta circunstancia por la que uno de sus consejos me influyó bastante durante mi niñez y adolescencia, pues solía decirnos vocearnos que "NO ES RECOMENDABLE HACER PESAS DURANTE EL CRECIMIENTO, QUE LOS MÚSCULOS SE ENDURECEN, NO DEJAN CRECER A LOS HUESOS Y OS QUEDÁIS ENANOS". Ignoro si tal afirmación contaba con una base científica, pero me bastó con el chorrazo de decibelios para decidir que no levantaría una mancuerna mientras tuviese que cambiar mis pesqueros pantalones por otros que me tapasen los calcetines de cuando en cuando. Así, a la edad de diecinueve años, mi cuerpo detuvo su crecimiento tras alcanzar el metro ochenta y nueve y yo decidí que ya no quería seguir siendo un jijas (eso en Valladolid significa estar muy delgado).

Fue entonces cuando me hice socio de la Fundación Municipal de Deportes, ya que una de sus instalaciones era el Polideportivo Pisuerga, el cual contaba con sala de musculación. Comencé a acudir a aquel recinto un par de veces por semana, y a los pocos días de empezar mi rutina me jodí la espalda para siempre por no hacer bien uno de los ejercicios. Desde entonces, cada vez que muevo los hombros, mi caja torácica suena como si estuviese preparando palomitas dentro de ella.

Sin embargo, este contratiempo no provocó que cancelase mis planes musculadores. Tras unas cuantas sesiones de fisioterapia de las de recibir corrientes e infrarrojos, me apunté a otro gimnasio vallisoletano que, cinco años después de haberme venido a Irlanda, aún echo de menos, pues estaba equipadísimo con toda clase de aparatos y tenía un spa del que salía décadas más joven cada vez que lo visitaba.

Una vez puse Mar Cantábrico de por medio y me establecí en Dublín, empecé a ir a un gimnasio próximo a mi casa situado en el primer piso de un centro comercial. Comparado con el maravilloso recinto que había dejado atrás, este nuevo lugar era cutre hasta decir "basta". Sin embargo, habida cuenta de que el objetivo original consistía en acabar la sesión con agujetas, el polvoriento lugar me hacía el apaño. No obstante, mi novia y yo tuvimos que mudarnos al sur de la capital irlandesa por cuestiones laborales, y esto me obligó a cambiar de gimnasio one more time.

Así, pasé un par de años yendo a un centro en el que podía volver a disfrutar de jacuzzi y sauna (muchas veces en compañía de la murciana) después de llevar a cabo mis sesiones de entrenamiento en una sala de cuyo techo colgaban varias televisiones que sintonizaban canales irlandeses. Allí aprendí que la televisión irlandesa es tan detestable como la española o incluso más.

Un nuevo cambio de trabajo volvió a traer consigo su correspondiente mudanza y la búsqueda de un nuevo gimnasio. El elegido en esta ocasión fue un cochambroso complejo por el que no había pasado una escoba en años. Tras un mes de prueba en el que mi descontento aumentaba conforme iba detectando las carencias del lugar, me di de baja para, poco después, unirme a una cadena de gimnasios que cuenta con varios emplazamientos en Dublín, tiene horarios muy cómodos y a veces recibe la visita de relaciones públicas que regalan red bull. Y así hasta hoy.

He de destacar un hecho curioso. Y es que, mientras que mis comienzos en esto de mover pesas tuvieron lugar en una época en la que ni siquiera existía Tuenti (vale que ahora tampoco existe, pero ya me entendéis), hoy en día es más que evidente que las redes sociales son el principal lugar de encuentro y reunión del común de los mortales. Y no menciono este detalle para quedar como un viejo cascarrabias, pero recuerdo que aquel idílico gimnasio vallisoletano estaba plagado de carteles que prohibían expresamente el uso de teléfonos móviles para evitar que gente con la mente sucia sacase fotos de los leggings y mallas a su alrededor, mientras que mi actual gimnasio redbullero no sólo permite el uso de estos aparatos, sino que además no para de dar la turra a sus miembros para que retraten sus ratos de entreno y luego lo compartan TODO en el mayor número de redes sociales posible. Por ello, raro es el día en el que no me encuentro a algún pavo sacando musculitos móvil en ristre ante uno de los espejos para luego descubrir su foto en la cuenta de Instagram del gimnasio con etiquetas en plan #NoPainNoGain #Effort #Crossfit #HereSuffering y expresiones de mierda por el estilo que el Primark pone por defecto en TODAS las prendas de ropa deportiva de mujer. Como si las tías no fuesen capaces de mover el culo sin que alguien tuviese que darles una palmadita en la espalda primero, no me jodas.

Bueno, pues yo no soy así. Con respecto a lo del móvil, quiero decir. Al igual que la inabarcable extensión del patio de mi colegio convirtió a don Pablo en un voceras, la prohibición de usar celular en mi primera etapa gimnasil aún me condiciona. Por ello, mi flamante BQ Aquaris E 4.5 (la E es de "ébola") siempre se queda en la taquilla cuando me ejercito. Así que he tenido que bajarme la siguiente foto de internet en lugar de sacarla yo mismo.

fuente: tradefitnesssolutions

¿Que por qué? Pues porque el otro día, mientras yo descansaba de pie entre serie y serie de press de banca junto al banco en el que las estaba realizando (pues hay varios rótulos en las paredes indicando que los aparatos se tienen que dejar libres para los demás mientras no se están usando), un muchachito situado a mi siniestra ejecutaba un ejercicio de encogimiento de hombros como el siguiente:

fuente: padotribo
Como el cruasán de la foto, pero con discos de veinte kilos en vez de mancuernas

Todo normal, ¿no? Al fin y al cabo, es lo que te esperas de alguien que está en un gimnasio, que levante las pesas que hay por allí y tal. Lo que NO es de esperarse es que esa misma persona, una vez acabe su serie, las deje caer al suelo con gran estrépito. Eso está feo y, a la larga, jode un equipamiento que tenemos que usar todos. Joder, si es que además hay cuarenta carteles repartidos por el lugar pidiéndote que no lo hagas, macho.

Y quizá fue porque al fin y al cabo sí que existe una justicia eterna y universal ante la que yo debería replantearme mi concepción del mundo que me rodea, pero resultó que una de las veces que el chaval soltó despreocupado los discos desde una altura de un metro aproximadamente, éstos cayeron de canto y volcaron hacia el mismo lado, arreando una hostia de cuarenta kilos, señoras y señores, al iPhone que instantes antes había utilizado para fotografiarse frente al espejo.

Os estaréis preguntando: "¿puede un teléfono de Apple, habida cuenta de la pasta que hay que pagar por él, sobrevivir a ligeros accidentes como el que he descrito en el anterior párrafo?" Bueno, pues creo que el pálido gesto de terror que invadió la cara del chaval cuando rescató su sepultado iPhone y el rato que yo estuve contemplando la escena mientras me aguantaba risas como el hijoputa que soy pueden responder a esa pregunta.

La cuestión es que el móvil, que no daba señales de vida a pesar de que su dueño trataba desesperadamente de reanimarlo pulsando una y otra vez sus botones, presentaba un aspecto que difería poco de esto:

fuente: the facts site
(dramatización)

A ver, que yo nunca he tenido un juguete de Apple, pero me da que semejante avería no tiene fácil arreglo. Y creo que el chaval pensó lo mismo, pues no había más que ver su cara mientras abandonaba el gimnasio cargando con su iPhone doblado.

Moraleja: haced siempre caso a lo que pone en los carteles del gimnasio, copón, que por algo están ahí.

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lunes, 6 de noviembre de 2017

Siete hombres sin piedad

La sala de reuniones se encuentra en la última planta de un edificio que, visto a nivel de calle, parece perderse en el cielo. A pesar de que los dos enormes ventanales situados en una de sus cuatro paredes otorgan a dicha sala de más que suficiente luz, todos los fluorescentes del techo se encuentran encendidos (bueno, todos menos los de una fila, porque hay uno que parpadea y da por culo desde hace meses sin que nadie haya pasado por allí para arreglarlo). Este gasto absurdo que incrementa considerablemente el importe de la factura eléctrica es sólo una pequeña muestra de los innumerables despropósitos que afectan a la empresa.

La reunión que está teniendo lugar en el interior es importante, pues el director general preside la descomunal mesa en torno a la que se sientan otros seis encorbatados mandamases que podrían pasar por miembros de un prestigioso club financiero si no fuese porque en el fondo son mindundis que se creen alguien por vivir en chalets a las afueras de Madrid. Instantes antes de que dé comienzo esta junta, todos los asistentes comparten los dos mismos pensamientos: el primero, preguntarse quién ha sido el gilipollas que ha tenido la idea de programar la reunión un viernes a las cuatro de la tarde; el segundo, cagarse en el aire acondicionado que derrama frío sobre sus cogotes y convierte el lugar en una pequeña Antártida.

El director general, queriendo dejar claro que es el líder de aquella manada de yupis, da por iniciada la sesión y cede la palabra a Ortega, el jefe de marketing. Ortega es un niño pijo que ha llegado hasta allí a base de echarle morro: tras comprar en una universidad privada una de esas carreras que se sacan con la chorra, ha ido añadiendo a su currículum toda clase de títulos y másters con nombres e iniciales que ni él sabe lo que significan. Su inutilidad, no obstante, no le impide caer bien dentro de la empresa, pues aquí se premia una actitud como la suya y, las cosas como son, no es la primera vez que alguna de sus ideas absurdas han salvado a la compañía del desastre.

De hecho, todo apunta a que hoy va a ser uno de esos días. Una vez más, la producción va por detrás de lo planificado y no hay ideas frescas. Se podría decir que hace falta poco menos que un milagro para evitar que todo se vaya a la mierda. Ortega conecta el cable del proyector a su portátil y la gran superficie blanca frente al director muestra el powerpoint en el que el de marketing lleva tres días trabajando (y que, las cosas como son, podría haber hecho un niño de siete años en 10 minutos). Entre clic de ratón y clic de ratón, Ortega describe su propuesta con el entusiasmo de quien trata de vender su producto a un duro comprador, aunque es un poco garrulo y eso se nota al oírle hablar:

—Señores, estamos en noviembre y se acaba el año dos mil diecisiete. En pocas semanas habremos perdido la oportunidad de aprovechar el veinte aniversario de este acontecimiento. Por ello, propongo que nuestro próximo lanzamiento gire en torno a este evento tan rompedor. Estoy convencido de que va a ser un éxito porque los noventa están de moda otra vez y la gente va a sentir nostalgia cuando vea esto.

Ortega continúa su discurso usando varias veces más la palabra "rompedor". Finalmente, el proyector muestra la última diapositiva, que sólo incluye la palabra "FIN" en tipografía Times New Roman de 72 puntos. El único en percatarse de tal despropósito es Romagosa, de Finanzas: un cuarentón de los que creen llevar la razón en todo y gusta de mandar callar a los demás cuando le contradicen. Romagosa, que hizo un cursillo de Microsoft Office de veinte horas hace quince años en una de esas academias de entreplanta que sobreviven gracias a Comisiones Obreras, no pondría "FIN" en la última diapositiva como si esto fuese un cuento escrito por un estudiante de colegio. Él pondría un muñequito de ésos que se preguntan algo, para dar a entender que los asistentes pueden plantear sus dudas.

fuente: microsoft
Romagosa, jefe de Finanzas y genio creativo desaprovechado

Pero, para variar, nadie le ha preguntado al pobre Romagosa acerca de algo que él sabe hacer mejor que el resto. Los demás, que acaban de presenciar la presentación de Ortega con ese entrecerrar los ojos de quien finge entender lo que le están diciendo (pues en esa mesa hay garrulismo para dar y tomar) asienten convencidos. Una vez más, las ocurrencias de última hora de Ortega les han salvado el culo. Parece que la admiración por el plan del de marketing es general en aquella fría sala, pero justo cuando el director general está a punto de darle el visto bueno, una vocecilla se alza sobre el murmullo de aprobación:

—No sé yo.

Todos se giran con odio hacia Velasco. El hijoputa de Velasco. Un hombre gris que nunca va a la cena de Navidad porque no hay dios que le soporte y que, por enésima vez, tiene que llevar la contraria al grupo. Montero, el jefe de producción, masculla un "ya está Velasco tocando los cojones otra vez", procurando que todos oigan su improperio. En parte, es lógico que Montero esté enfadado: éste es el fin de semana que él va a tener a los críos y ya estaba despegando el culo de la silla para salir corriendo y llevárselos a la Warner cuando Velasco ha tenido que joder la marrana. No obstante, el director general siente curiosidad ante esta opinión a contracorriente, por lo que ordena que se guarde silencio y da la palabra a Velasco, que explica su postura:

—Cómo se nota que vosotros no lleváis prensa. Si salimos al mercado con esto, teniendo en cuenta cómo están las cosas hoy en día, todos los colectivos se me van a comer vivo.

Márquez y Torres, jefes de recursos humanos y ventas respectivamente, intercambian una divertida mirada al escuchar esta última hipérbole de boca de Velasco, pues ellos también forman parte del numeroso grupo de aquéllos que no pueden verle ni en pintura y no les parecería mala idea que el presagio del de prensa se hiciese realidad.

El director general guarda silencio durante unos instantes, y todos saben que eso es mala señal. Una vez más, todo apunta a que Velasco, usando el comodín de la corrección política, va a dar al traste con una campaña sencilla que no les iba a suponer mucho trabajo. Y lo peor es que a Velasco la corrección política se la trae floja. Lo que pasa es que no quiere mancharse las manos, como de costumbre.

—Creo que Velasco tiene razón. Es demasiado arriesgado que salgamos con algo así y se nos puede venir el mundo encima. Habrá que dedicar los próximos días a pensar en otra cosa. El lunes les quiero aquí con algo fresco que nos sirva. Eso es todo por hoy.

El líder de la manada ha hablado, y aunque nadie se atreve a levantar la voz contra su decisión, todos los miembros de aquella junta vespertina rezuman odio y mala hostia en sus expresiones faciales (todos, menos Velasco, claro). Se avecina un fin de semana de horas extras, mucho trabajo y cancelaciones de planes (algo que fastidia especialmente a Márquez y Torres, pues el primero tiene entradas para el partido del Madrid de mañana y el segundo pensaba pasarse la noche del viernes metido en el Vive). La reunión termina en un clima tenso (Ortega, con los ojos inyectados en sangre, está a punto de lanzarse al cuello de Velasco), y mientras los encorbatados jefazos abandonan sus asientos con la idea de encerrarse en sus despachos y pasar el fin de semana entre órdenes, papeles y llamadas de teléfono, la cámara se aleja y abandona la sala por uno de los dos ventanales (lo de las cámaras atravesando ventanas siempre me deja con el culo torcido) y se descubre que la última planta no es sino una cabeza humana (la mía, concretamente) y que lo que he intentado hacer pasar por una reunión de ejecutivos sólo ha sido el rato que he estado en el baño pensando si debería o no hacer una entrada relativa a una burrada de la que me acordé el otro día.

Sí, acabo de plagiar la peli Del revés sin que se me caiga la cara de vergüenza. A pesar de ello, mantengo la decisión y no voy a contar en este blog el chiste de las dos muertes más notables del año 97.

Le podéis dar las gracias a Velasco.


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lunes, 30 de octubre de 2017

Qué bello es cagarla

El otro día descubrí Stuff no one told me, una colección de pensamientos y frases de un tal Alex Noriega que, si bien quedan un poquito paulocoelheros, en muchos casos dan que pensar. Por otra parte, vienen acompañados de dibujitos de lo más chulo, que ya es más que lo que hace el sacacuartos brasileño. De todos los ejemplos que revisé, me llamó mucho la atención uno que decía "Nadie lleva la cuenta de las veces que has metido la pata", y la verdad, es una idea que viene bien tener en mente cuando se tiende a errar (como en mi caso, por ejemplo). No obstante, he de matizar que conozco a alguien que, aunque no sepa cuántos patinazos de toda clase llevo exactamente, sí que tiene presentes todos y cada uno de ellos. Por cierto, y hablando del tema, mi profesora de matemáticas de primero de ESO me dijo una vez "José, usted me está metiendo la pata hasta las narices", y no tuve muy claro si quería decir que mi error estaba siendo tan garrafal que hacía falta ser contorsionista para representarlo o si la pobre no se aclaraba muy bien con las frases hechas.

Pero mi sufrida maestra no es la persona de quien os estaba hablando. Soy yo.

¿Qué le voy a hacer? En la báscula que uso para juzgarme pesan mucho más los fallos que los aciertos. Y aunque esto que acabo de decir puede servir para que todos los terapeutas en la sala se giren hacia mí con ojos como platos y saliva en los colmillos, lo que quiero hoy no es ponerle solución a mi infravaloración, sino aprovechar el tema para contaros dos historias desternillantes que tuvieron lugar durante mi infancia. Empiezo.

Hace unas semanas mencioné muy por encima el Henar de Cuéllar, y hoy tengo que volver a evocar aquel sitio para poder hablaros de la primera anécdota.

El Henar, a caballo entre las provincias de Valladolid y Segovia, es un enclave que, además de caracterizarse por lo bucólico de su entorno (con sus árboles y sus prados y su riachuelo atravesándolo y tal), posee un santuario, un restaurante y probablemente más emplazamientos que ya no recuerdo porque hace la hostia que no piso por aquel lugar.

(Ojo a las escaleras del fondo) Sí, el que sale en primer plano soy yo. Bueno, fui yo

Es más, para el año que viene, me propongo ir allí otra vez y sacar una entrada de ello, venga.

Volviendo a la historia que aún no he empezado a contar, solía ser costumbre familiar el visitar el Henar al menos una vez al año, bien fuese para comer de fiambrera en sus zonas verdes y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón, bien fuese para festejar algún acontecimiento comiendo en su restaurante y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón. No obstante, recuerdo que el día de autos mi padre vestía traje con chaqueta y todo (algo celebraríamos, digo yo), por lo que de patadas al balón, nada de nada. En su lugar, una vez abandonamos el local de comidas, nos adentramos en la iglesia con la misma intención con la que he entrado acompañado de mis padres en el noventa por ciento de los edificios religiosos del noroeste peninsular: ver cómo era por dentro.

Una vez repasamos visualmente la arquitectura interna del edificio y sus diferentes ornamentos, procedimos a abandonar el lugar, al mismo tiempo que terminaba una misa que se estaba oficiando allí. Esta circunstancia provocó que varias personas (no voy a decir "multitud" porque tampoco es que vaya tanta gente a misa) cruzasen los portones del santuario en dirección a la puta calle al mismo tiempo que lo hacíamos nosotros. Debido a que yo era un mocoso que no levantaba un metro del suelo por aquel entonces, y temeroso de perder a mis progenitores para siempre en aquel microtumulto (insisto, que tampoco es que hubiese tanta peña, pero yo siempre he sido muy de sacar las cosas de quicio), me apresuré a agarrarme al brazo engalanado de mi padre.

Pasados unos segundos de haber llevado a cabo esta acción, y mientras comenzaba a bajar los escalones del exterior del edificio (a la anterior foto me remito), eché un rapido vistazo hacia mi derecha y pude ver a unos dos metros de mí un par de figuras que me resultaban familiares: mi padre y mi madre. Confundido ante este repentino fallo en Matrips (y eso que aún faltaba una década para el estreno de Matrips), miré hacia el lado opuesto y descubrí con horror que el brazo al que mi infantil manita acababa de aferrarse pertenecía a un señor al que no conocía de nada, pero que también iba de traje aquel día (algo celebraría, digo yo). Solté aquella extremidad con la rapidez con la que salta un airbag (y eso que aún faltaba una década para que en mi casa hubiese un coche con airbag) y me arrojé hacia el punto en el que se hallaban mis progenitores, quienes habían sido testigos de mi error en todo momento. Por ello, y mientras yo deseaba que las escaleras que aún no había terminado de descender se abriesen y un agujero enorme se me tragase, ellos y el hombre desconocido intercambiaban miradas de complicidad. De hecho, aquel señor llegó a bromear con la idea de llevárseme a su casa, al haberme descubierto agarrando su brazo con tanta decisión.

"Qué señor más simpático", estaréis pensando. "Qué señor más hijo de puta", pensé yo en aquel ridículo momento.

Mi segunda anécdota transcurrió a cuarenta y cinco kilómetros de aquel santuario. Para ser más exactos, en Valladolid. Y para ser más exactos aún, en un céntrico bloque de viviendas de la capital vallisoletana. Una de aquellas viviendas, situada en el cuarto piso, albergaba a varios familiares de mi abuela de cuyo parentesco concreto nunca he estado seguro del todo, por lo que voy a asumir que se trataba de su hermana, el marido de ésta y alguien más (y si estoy diciendo una burrada, ya me corregirán mis padres cuando hable con ellos por Skype esta tarde, tranquilos). Cada año, allá por enero, mi abuela, mis padres y yo acudíamos al piso que os acabo de describir para celebrar un cumpleaños. Y no me preguntéis el de quién. Sólo recuerdo que en aquel diminuto salón nos reuníamos cuarenta y la madre, y que yo me aburría como una ostra durante toda la velada mientras le hacía ascos a la comida (ensaladilla rusa me hacían comer allí todos los años, no me jodas) y esperaba a que llegase el momento de la tarta. Otras formas que tenía de liberarme del tedio que suponía pasar la tarde en compañía de adultos que sólo sabían hablar de cosas de adultos (años más tarde, gracias a haberme tragado horas y horas de No te rías que es peor desarrollaría una carrera como cuentachistes familiar que me convertiría en el rey de todas las putas reuniones, pero aún no había llegado ese momento), consistían en mirar fijamente a la pared a la espera de que saltase el cuco del reloj o escaparme al baño para vaciar el frasco de perfume con pera incorporada que había sobre el lavabo, pues aparte de en aquel hogar, cucos y frascos de pera sólo existían en los tebeos de Mortadelo y Filemón que devoraba visualmente durante las tardes de mi infancia.

Pues bien, a principios de los noventa yo era puro nervio. Muestra de ello era que una de mis actividades favoritas se basaba en echarle carreras a los ascensores: siempre que acudía con mis padres a algún lugar con varios pisos dotado de elevador, rogaba que me permitiesen lanzarme escaleras arriba mientras ellos eran transportados al mismo sitio dentro del artilugio de metal. La visita anual a los familiares del reloj de cuco en la pared del salón no fue una excepción, y en cuanto nos adentramos en el portal me despedí momentáneamente de mis padres y mi abuela mientras se cerraban las puertas del trasto marca Otis. Procedí entonces a remontar a toda velocidad la hilera de escalones que se retorcía en torno al elevador, y una vez llegado al descansillo, en un gesto de desprecio total hacia mis rivales, pulsé el timbre de la vivienda sin esperar a que el ascensor llegase ni nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré cara a cara con quien abrió la puerta desde el otro lado.

Era un mayordomo. Pero no un mayordomo cualquiera, no. Era un mayordomo ENANO.

Os juro que no me lo estoy inventando. Debido a que aquel hombre era pocos centímetros más alto que yo, su presencia en el umbral cubría casi todo mi campo de visión, por lo que tuve que moverme un poquito hacia un lado para poder asomarme ligeramente al interior del piso y confirmar que, gilipollas de mí, había finalizado mi ascensión una planta antes de lo debido. Aquel desliz, sumado a la presencia del acondroplásico sirviente que aguardaba pacientemente a que le explicase por qué cojones había llamado a ese timbre, me dejaron clavado en el suelo sin posibilidad de articular palabra. Cuando logré vencer a mi parálisis, susurré un tímido "perdón" y me arrastré escaleras arriba hasta alcanzar el piso adecuado, donde mis padres y mi abuela llevaban un buen rato esperándome con un más que evidente "¿dónde coño te habías metido?" escrito en sus ojos.

Y como habían tenido tiempo más que de sobra para ser recibidos, la puerta de la casa de mis parientes en cuarto grado de consanguinidad estaba abierta, por lo que aproveché para colarme dentro, presa de una enorme humillación, sin decir ni "hola" a los anfitriones. Con lo feo que está eso, fíjate.

Evidentemente, el único que consideró que todo aquello era grave fui yo, y cuando la vecina de abajo voceó por el hueco de la escalera a los de arriba que "quería ver a ese niño tan guapo que había llamado a su timbre", "ese niño tan guapo" se encontraba encerrado en el baño y no salió hasta haberse desestresado estrujando una y otra vez la pera del frasco de perfume.

Ay, mi infancia...

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