lunes, 3 de septiembre de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIIIIII y ya, joder

En el que los protagonistas de la historia vuelven de Japón y por fin se acaba este tostón. Por Dios, qué coñazo de verano, sacando tiempo de debajo de las piedras para escribir cada puta entrada. Que vosotros estaréis muy bien en la playa rascándoos los huevos o lo que sea que os rasquéis en vuestro tiempo de ocio, pero servidor se ha pasado julio y agosto currando como un negro (sí, con la que está cayendo digo cosas así. ¿Algún problema?) y me he visto con la hora pegada al culo semana sí y semana también para poder sacar esto a tiempo. Qué angustia, en serio.


Quienes hayáis seguido esta serie y estéis al tanto de la totalidad o parte de su contenido pensaréis que tengo una memoria prodigiosa que me ha permitido recordar todo cuanto hemos hecho en Japón con un nivel de detalle acojonante. Nada más lejos. Lo que pasa es que me dediqué a tomar notas de aquello que me parecía más gracioso o destacable. Bueno, pues para la jornada que nos ocupa no lo hice, así que la entrada de hoy se antoja escasa y sosa. Y encima sólo tiene dos fotos.

Y, por si fuera poco, hasta ayer yo tenía un borrador de este post con dos párrafos. Anoche me tiré hasta las dos de la madrugada escribiendo el resto desde la aplicación de Blogger (desde la PUTA MIERDA de la aplicación de Blogger) y cuando esta mañana he querido publicarlo, cerciorándome de que estaba todo en orden, la PUTA MIERDA de la aplicación dd Blogger me ha publicado el borrador de dos párrafos, dejando que todo el trabajo posterior se perdiese como lágrimas en la lluvia. Tras pasar media hora con la mirada de los mil metros y cagarme en muchos dioses de diferentes religiones y cultos, voy a intentar reescribirlo. Pero no soy Rainman, así que no prometo nada.

Nuestra última mañana comenzó prontísimo. Creo recordar que amanecimos a eso de las cinco de la mañana y, tras una ducha rápida y un nuevo vendaje, montamos en el shuttle bus del hotel con destino al aeropuerto.

Que, por cierto, el otro día me metí en un artículo de esos clickbait de Facebook en el que aparecían los diez aeropuertos más peligrosos del mundo según un estudio que se habían sacado de los huevos, y en el que nos encontrábamos ocupaba el tercer puesto. Y tiene su lógica, pues los japos serán todo lo listos y eficientes que tú quieras, pero lo de construir un aeródromo internacional en una isla artificial levantada de la nada en una zona donde los tsunamis, los terremotos (precisamente hubo uno en Osaka dos días después de nuestra partida) y los ataques de monstruos gigantes radiactivos, a pocas décadas de que el cambio climático ante el que no estamos haciendo NADA haga que el nivel del mar suba varios "os lo dijimos" se me antoja un poco temerario.

Pero no hubo que lamentar desgracias durante nuestra estancia allí. Lo primero que hicimos al llegar fue echar en un buzón de correos el enorme sobre que contenía el Wi-Fi portátil que tantas veces nos salvó el culo los días anteriores (pues incluso ciudades tan pequeñas y cuquis como Nara son auténticas colmenas en lo que a trazado de calles se refiere) y que recogimos el primer día en cuanto pisamos Tokio. El cacharro tenía su gracia: contaba con el tamaño de una cinta de casete gorda y se calentaba un huevo. Además, su batería no duraba todo el día, y más de una vez nos dijo "ahí os quedáis" antes de que estuviésemos de vuelta en el hotel correspondiente. A pesar de todo ello, nos vino bien para tirar de Google Maps, buscar sitios en los que meternos y jugar a Pokemon GO, por lo que le dijimos adiós con cierta emotividad (pero no mucha, que recuperar la fianza era más importante que aquel cacharro).

Lo siguiente que hicimos fue deshacernos de nuestra maleta grande tras pasar por una cola de facturación más rápida y eficiente que la que nos tocó soportar en Dublín el día que empezamos todo esto, y de ahí fuimos al control de seguridad aeroportuaria más laxo de la historia:

Uno está acostumbrado a los estrictos controles occidentales, donde te hacen despojarte del contenido de tus bolsillos, la mitad de tu ropa y toda tu dignidad antes de vaciar la maleta sobre la cinta transportadora (aunque después te la vayan a revisar igualmente por si llevas sangre de unicornio en ella o algo), donde tienes que jugar al Tetris con los líquidos al meterlos en esa raquítica bolsa de plástico en la que no cabe ni un escupitajo, y donde te van a meter mano si al arco le da por pitar. Y con esta idea en mente me dirigí al arco del de Osaka, para descubrir que todas las mierdas anteriormente descritas no van con ellos: cuando le dije al segurata de turno que llevaba un portátil en la maleta, el hombre me miró como diciendo "Y a mí, ¿qué?", y como lo único calificable como "líquido" que llevaba encima era el maravilloso Azunol que me estaba curando la mano, se lo enseñé a otra segurata de la fila (sin bolsa ni leches), quien a su vez se lo enseñó a su jefe, recibiendo de éste un encogimiento de hombros como única respuesta. Ella, a su vez, me alcanzó el bote de vuelta encogiéndose también de hombros, yo me encogí de hombros al recogerlo para no desentonar con aquel ambiente encogersedehombril, agarré mi maleta y me fui de allí. Y eso fue todo. Han pasado semanas de aquello y aún estoy flipando.

La siguiente pantalla del juego "Aeropuerto de Osaka" transcurrió en el control de pasaportes", al cual nos dirigimos un poco acojonados. Creo que ya he mencionado por aquí que a los guiris nos descontaban la parte de impuestos en muchos comercios, a condición de que los bienes adquiridos no fuesen consumidos dentro del país. Y para llevar la cuenta de lo que íbamos gastando, los comerciantes escaneaban un código QR incluido en el sello del pasaporte y pegaban los tickets de compra entre las páginas del mismo. El problema es que, entre otras cosas, yo llevaba puesta una camiseta adquirida a través de este método, y casi todo lo demás iba en la maleta facturada. Por ello, imaginábamos al encargado de turno como a una especie de agente de la Gestapo oriental ante quien se nos iba a caer el pelo por no poder declarar como intactos los bienes recogidos entre las páginas de nuestros pasaportes.

Pero no. En lo que constituyó un nuevo episodio de este "Te preocupas por nada" que es mi vida, el amable hombre sólo confirmó que las fechas del visado y el pasaporte estuviesen en regla y nos dejó pasar a la terminal de salidas, donde pudimos por fin disfrutar de nuestro último desayuno en la isla:

Hasta el sushi descongelado del aeropuerto está bueno en este país

Tras dar cuenta de lo que se ve en la foto anterior, montamos en una especie de monorraíl que nos acercó a nuestra puerta de embarque, y allí tuvimos que hacer un huevo de tiempo porque es posible que yo me pase un poquito con esto de ser previsor a la hora de calcular con cuánta antelación hay que ir al aeropuerto. Mientras esperábamos, y aprovechando que nos sobraban monedas, mi novia se ofreció a ir a la máquina de bebidas de aquel sitio para sacar algo. Me preguntó que qué quería, le dije que me sorprendiese y me sorprendió.

Pedazo de invento la cocacola clear, macho

Al rato tuvo lugar el embarque, que pareció más un sorteo extraño que otra cosa, habida cuenta de la gran cantidad de zonas y filas con que contaba el aparato. Una vez dentro, descubrimos que nos tocaba sentarnos en una fila de tres asientos a compartir con un hombre con el que mantuvimos un silencio incómodo durante las once horas y media que tardamos en llegar a Amsterdam.

Del vuelo en sí no puedo destacar muchas cosas. Se me hizo corto, me vi entre otras las pelis Una verdad muy incómoda (que se podría haber llamado Al Gore hace cosas 2) y Salyut-7, que me gustó mucho y va de dos cosmonautas arreglando cosas en el espacio para no morirse, tuve que cambiarme de sitio con mi novia porque el leviatán que tenía sentado delante echó su asiento para atrás y al tercero de la fila, vegetariano, le dieron de comer antes que al resto porque pidió menú especial, pero no se atrevió a tocarlo y estuvo esperando veinte minutos a que las atareadas azafatas sirviesen la comida al resto del pasaje hasta que pudo enganchar a una y decirle con un punto de pánico que su ensalada olía a marisco y él era de un alérgico que te cagas. Pero la azafata le tranquilizó diciéndole que aquel plato era marisco-free y que, en el peor de los casos, todos los integrantes de la tripulación sabían hacer traqueotomías.

Tras cruzar medio mundo de vuelta, aterrizamos en el aeropuerto holandés (sé cómo se llama pero no cómo se escribe exactamente, así que no voy a poner su nombre aquí. Que vale que tardaría menos en buscarlo que en poner esta excusa tan larga, pero mi blog funciona así. Punto), mi favorito hasta la fecha porque tiene DE TODO, y nos acercamos al McDonalds a por sendos happymeales (Dios bendiga las pantallas de autopedido que evitan que tengas que mirar a un empleado a los ojos para pedirle un menú de niños) y nos atiborramos de queso en una de las tiendas.

Un par de horas después embarcamos en el avión con destino a Dublín, y entonces el jet lag dijo "aquí estoy" y se quedó conmigo hasta el final de esta entrada.

Porque yo nunca he tomado drogas sintéticas, pero teniendo en cuenta lo que he oído al respecto, el rato que pasé a bordo del vuelo fue lo más parecido a un mal viaje de ácido (o a la escena de Dumbo borracho) que voy a experimentar: tras sumergirme en un estado de duermevela constante (del que mi novia me sacó durante cinco minutos para ingerir algo que nos dieron de comer o de beber), lo que veía dentro del aparato se confundía con los sonidos que llegaban a mis oídos, en una incómoda sinestesia que parecía no acabar nunca.

Y hablando de acabar, esta entrada se acaba aquí. Y no es que no quiera seguir contándoos mis mierdas (que también, pues os recuerdo que es la segunda vez que escribo esto gracias a la PUTA MIERDA de la aplicación de Blogger), lo que ocurre es que no guardo ningún recuerdo del aterrizaje, el paso del control de frontera dublinés, la recogida del equipaje y el traslado del aeropuerto a casa (para que luego digan que el jet lag son los padres). Nada de nada. Lo cual viene bien, porque así puedo meter un fundido a blanco sobre el que, si os fijás mucho, se puede leer la palabra "owari" que, según Google, significa "fin" en japonés.

Y dicho esto, vuelvo a darle al botón de pausa del blog. Bueno, al de pausa no. Mejor al de stop, que en mi casa siempre ha existido la creencia de que el botón de pausa jodía las cintas de vídeo.

Pues eso, que volveré en unas semanas, meses o años y mientras tanto voy a descansar de teclear y a disfrutar de los pequeños placeres que nos ofrece la vida, como volver a usar los abrigos que han pasado meses en el armario, fotografiar bosques disfrazados de otoño o leer la última payasada que haya tuiteado José Manuel Soto.

Hasta pronto.

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lunes, 27 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIIIII

En el que los protagonistas de la historia se chupan un viaje en tren detrás de otro como si esto fuese una puta novela de Agatha Christie.


Y llegó el día en el que nos tocó irnos de Nara. A ver, que no era plan de quedarnos en la ciudad de los ciervos para siempre, pero no me habría dolido demasiado dormir un par de noches más en el onsen quasiperfecto. Y alguno dirá: "y, ¿por qué no le das un 10 al lugar, que no has dejado de ponerlo por las nubes?" Pues porque para mí, las gilipolleces restan. Y la que vi pegada al espejo de la habitación era de las gordas:

Agua magnética, la favorita de los imbéciles que en su día pagaron por una powerbalance

Comenzamos el día bajando a desayunar al restaurante que albergaba el fabuloso buffet, donde yo confiaba en superar mi marca personal en lo relativo a la ingesta de bolas de arroz y pescado envueltas en hojas del día anterior. En esta ocasión, en el lugar se encontraba una cocinera que, al verme arramplar con el manjar, me indicó educadamente que no me comiese las hojas, y yo me sentí tan imbécil como un mesetario recién llegado a Murcia que se jala una docena de paparajotes sin recibir instrucciones previas mientras los locales le miran entre risitas y se dan codazos.

Poco más puedo destacar de aquel desayuno. Para seguir con la tradición, consistió en un cebatil de los de caminar ligeramente inclinado hacia delante de vuelta a la habitación porque en esas condiciones es imposible mantenerse erguido, y mientras daba cuenta de todo lo que podía comer descubrí por enésima vez que lo de masticar con la boca cerrada debe de estar mal visto entre la gente de este país o algo. Antes de irnos del edificio para siempre, pasé por un nuevo cambio de vendaje, y mientras mi novia retiraba la venda yo me acordé de la frase que los Eagles cantan en Hotel California, la de "this could be Heaven or this could be Hell". Frase, por cierto, que recuerdo también cada vez que voy al baño de mi oficina y me encuentro la tapa bajada.

Y aquello seguía teniendo una pinta fea (lo de mi mano, no el retrete de mi oficina), aunque no tan horrible como cuando me planté en el hospital de Kioto por segundo día consecutivo, que el pobre médico se encontró un panorama como el que va a haber en el Valle de los Caídos si al final se dan prisa con lo del unboxing (que la cosa va para largo, pero soñar es gratis).

Una vez aplicada una venda nueva que me permitiese tirar de maleta, nos hicimos a la calle con destino a la estación de tren (que estaba a veinte metros del onsen, mira tú qué paseo más tonto), y en la propia plaza que tuvimos que atravesar descubrimos a un trío de japoneses tocando las claves como cuando las campanas del pueblo doblan a muerto, en lo que parecía una especie de performance religiosomística.

Porque no lo he mencionado hasta ahora, pero considero (y a lo mejor me meto en un follón por ello) que la religión y la espiritualidad en Japón son como ese pantalón de chándal viejo que tienes y que sólo te pones para estar en casa cuando sabes que no va a venir nadie de visita. Llevo semanas con la frase anterior clavada in my mind, y con una explicación bastante coherente para semejante argumento. Peeeero... como soy así de vago y he dejado las entradas para muy adelante, lo de razonar mi respuesta se ha ido borrando como los McFly en las fotos de Regreso al fututo.

Así que voy a intentar explicarme, pero no esperéis una disertación maravillosa.

No me ha parecido ver que haya una institución religiosa que se les meta a los japoneses hasta la cocina, como nos ha pasado en occidente desde hace siglos. Aquí adoran al dios que más les conviene en cada momento, se acercan al altar que tienen en el barrio a echar unas monedas en la fuentecilla y ya han cumplido con la cuota de fe diaria. Sin despeinarse.

No sé si me explico, pero hace calor y la cabeza no me da para desarrollar más el tema.

En fin, que subimos al tren con destino a Osaka y el trasto se puso en movimiento, serpenteando entre campos de arroz de los que pude sacar un par de fotos sin valor artístico alguno...

Foto de campo de arroz sin valor artístico alguno 1

Foto de campo de arroz sin valor artístico alguno 2


...y ríos feos de cojones porque están todos canalizados. Cada nueva parada en el trayecto era anunciada por megafonía por una voz triste como la del coche eléctrico que salía en Los Simpsons, como por ejemplo la de Kyuhoji. La destaco porque pude ver desde la ventanilla de nuestro vagón que en el andén de la misma había zonas de espera sólo para mujeres. Pero no tengo una foto de ese detalle. En su lugar, me dediqué a retratar un puto edificio cercano, que no tiene mucho interés, pero lo voy a colar aquí:

Puto edificio

De lo que también hice una foto es de un curioso cartel que pedía a los pasajeros de forma muy kawaii que no se comportasen como hijos de puta:

A mí, si me lo piden con dibujitos, soy capaz hasta de invadir Polonia. Bueno, en este caso Manchuria

Tras no recuerdo cuánto tiempo, llegamos a la capital osaqueña, donde tuvimos que cambiar de tren para llegar al hotel (porque somos previsores, y viendo que el vuelo de vuelta iba a ser MUY pronto por la mañana y el aeropuerto de Osaka está MUY apartado del centro, optamos por buscar un alojamiento cercano al aeródromo, aunque esto nos supusiera perder medio día metidos en el tren). El nuevo tren se dividía en dos a mitad de trayecto, y para evitar que acabásemos donde no debíamos, tuvimos que cruzarnos casi todos los vagones mientras arrastrábamos las maletas, terminando en uno que olía a mierda.

Hago un pequeño inciso para comentar algo no relacionado en absoluto con la entrada de hoy: la gente que se descalza en el aeropuerto mientras espera que llegue el momento de embarcar merece la muerte.

Nos bajamos en la estación correspondiente y al salir descubrimos que el edificio del hotel era mastodóntico, y que no aceptaban huéspedes nuevos antes de las dos de la tarde, por lo que dejamos las maletas en recepción y nos volvimos a Osaka en un nuevo tren.

¿Sabíais que el rail pass que habíamos comprado antes de ir a Japón para no tener que pagar por viajar en tren no cubría aquél en el que nos encontrábamos? Pues nosotros no lo sabíamos, y fue un agente de estación el que nos indicó amablemente, cuando le enseñamos sendos pases con la idea de que nos dejase salir de la estación, que de eso nada, monada. Y que bien en efectivo, bien con tarjeta, nos tocaba apoquinar. Amablemente, he dicho.

NO COMO LA MIERDA DE LOS SEGURATAS DEL METRO DE PARÍS, que nos cascaron dos multas de padre y muy señor mío hace unos años porque nos metimos con las maletas en una estación sin validar los billetes que habíamos comprado. Pero vamos a ver, monsieur Touchemoilesoeufs, que dos días atrás hicimos la misma jugada cuando la chica de ventanilla nos abrió la entrada de minusválidos para poder pasar con los maletones. Que hemos pagado el billete. Regarde, joder, regarde.

Bueno, pues aquella vez no hubo manera. La escena me causó un trauma que, como habéis podido cerciorar al ser testigos de este flashback tan chungo, aún no he sido capaz de superar. Menos mal que en la estación nipona la cosa terminó bien y pudimos dirigirnos civilizadamente hacia el parque del Castillo de Osaka con la idea de visitar... el castillo. Sin sorpresas.

Antes de llegar a la fortaleza, hicimos un alto en una pequeña cafetería que por dentro parecía un restaurante de carretera nacional a su paso por Castilla-La Mancha (pero sin moscas) y nos comimos dos platos de algo así como tortilla rellena de arroz. No me preguntéis cómo se llamaba aquello porque estoy escribiendo en pleno vuelo Madrid-Dublín y no tengo forma de buscar el nombre.

Mis vistas en estos momentos. Por si no me creéis

Tras comernos "aquello", nos encaminamos hacia el castillo, cruzando el parque anteriormente mencionado, el cual debió de servir de inspiración para el campo de fútbol de Oliver y Benji, porque el hijoputa no se acababa nunca. Llegados a la entrada del castillo, mi novia y yo debatimos sobre si valía la pena pagar la entrada para verlo por dentro o si debíamos irnos directamente a Nipponbashi y echar el resto del día viendo cosas frikis. Al final acabamos entrando. Y valió la pena, que dentro hay un montón de armas, armaduras, cuadros y demás parafernalia que uno se espera encontrar cuando entra a un castillo pagando.

Y de allí, a Nipponbashi (que si nos tocó andar un huevo para ir de la estación al castillo, el camino de vuelta equivalió a otro huevo similar). Las calles de este distrito contaban con multitud de tiendas en las que poder agenciarse con todo lo que no cayó en Akihabara. También había multitud de tiendas de manga, y esto me vino bien porque soy un muchacho cumplidor que semanas antes de iniciar este viaje le aseguré a un amigo holandés, medio en broma medio en serio, que compraría para él en Japón un ejemplar de cómic para adultos. Con tentáculos.

Y no fue fácil dar con dicho ejemplar, pero si uno está dispuesto a cruzar las secciones de las librerías cuya entrada está prohibida a menores de dieciocho años y a navegar en un mar de publicaciones eróticas de dudoso gusto y aún más dudosa moral, puede acabar encontrando lo que buscaba. Estoy deseando ver qué cara pone el holandés.

¿Qué? ¿Que queréis ver una foto del cómic? Estáis enfermos, joder.

Por allí tambien había varios puestos de melonpan, por lo que di rienda suelta a mi golosería con la excusa de que nos quedaba poco en el país. Esta ingesta no impidió que desease con locura jalarme un último okonomiyaki antes de poner Eurasia de por medio, y como mi novia compartía este sentimiento conmigo, nos adentramos en las bulliciosas calles del centro de Osaka en busca de algún restaurante que lo preparase.

Tuvimos que descartar uno demasiado lleno con una cola de gente interminable a la entrada, y acabamos metidos en otro que parecía una tasca. Los cocineros, manteniendo un ritmo de trabajo frenético que hacía que aquel sitio pareciese el plató de El Hormiguero bañado en cocaína, gritaban no sé qué de vez en cuando y yo me lo pasé en grande viéndoles trabajar así al tiempo que flipaba un rato, porque yo echo siete horas y media en una oficina y a media mañana ya parezco el perezoso de Zootropolis.

El restaurante nos satisfizo no sólo por lo entretenido del lugar, sino por semejante maravilla gastronómica:

No voy a dar detalles porque no es asunto vuestro, pero me ha costado UN HUEVO conseguir meter aquí esta foto. Así que más os vale disfrutar de ello


Cuando nos terminamos lo de la foto de arriba nos dirigimos a la estación de tren para volver al hotel. Por el camino hice una foto de este cartel y no recuerdo por qué (y os juro que me encontraba sobrio):

¿?

El camino de vuelta fue un coñazo. El tren tardó un huevo en aparecer y el interior del vagón olía a bodega porque sus pasajeros se habían dedicado a dejar la ciudad seca en lo que a existencias de sake se refería (aunque tenía su gracia ver a alguno tratar de mantener el equilibro agarrado a la barra. Recordad: los borrachos tienen gracia; los alcohólicos, no). Además, cuando nos disponíamos a hacer el trasbordo y montar en el dichoso ferrocarril (es que he usado la palabra "tren" demasiadas veces hoy) de pago con destino al hotel, descubrimos que el último de la noche había salido hacía media hora. Un vigilante de la estación nos respondió con un escueto "taxi" cuando le preguntamos por alternativas para dirigirnos al área del aeropuerto, y siguiendo su consejo fuimos a la parada que había en la puerta de la estación.

Los taxis japoneses son la hostia. No sé si es por motivos legales, turísticos o qué, pero son vehículos antiquísimos (con amortiguadores antiquísimos gracias a los cuales cada bache en la carretera se traduce en un estupendo masaje de perineo) que tienen visillos por todas partes: en los respaldos, en el reposacabezas, en el salpicadero, en la bandeja de atrás... Y los taxistas visten uniforme que incluye gorra y todo. De hecho, cuando nos adentramos en el vehículo pensé que si le pedíamos que nos llevase a la Plaza de Oriente para ver al Caudillo en lugar de al hotel, el conductor no se habría extrañado lo más mínimo. Una vez en el hotel recogimos las maletas y la llave y subimos a nuestra habitación, parando antes en el conbini que había dentro del propio edificio y haciéndonos con diferentes guarradas que nos servirían de desayuno a la mañana siguiente en caso de no poder sentarnos como es debido a disfrutar de mi comida preferida del día:

Guarradas varias

Y en eso consistió nuestro día en Osaka. Lo último que hice aquella noche fue esta foto desde la habitación del hotel:

Antes, todo esto era campo. O arrozales

Y a dormir. Pero sólo cuatro horas, que al día siguiente nos tocaría madrugar MUCHO. Ya os contaré.

P.D.: Omuraisu, coño. Se llama omuraisu. No lo busquéis vosotros, no. No sea que os vayan a entrar agujetas o algo.


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lunes, 20 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIIII

En la que los protagoniCIERVOS, JODER. CIERVOS.


La mañana de nuestro nosecuantésimo día en Japón (porque con la tontería de los palotes en los títulos he perdido la cuenta) me desperté dándole mentalmente las gracias a la recepcionista que la tarde anterior tuvo a bien el cambiarnos a una habitación tan tranquila. El ascensor que nos llevó a la planta baja (sí, el del váter de emergencia en un rincón que mencioné en la anterior entrada) incluía el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 10:

No existe la planta baja. Los edificios aquí empiezan en el primero

Vale, lo confieso. Lo de los pisos sin bajo lo llevaba viendo desde el primer día, pero es que tengo detalles guardados para cuando intuyo que la entrada me va a quedar más insulsa de lo habitual. De todas formas, si tenéis alguna queja relativa a alguna entrada de esta serie, os invinto a expresar vuestra opinión en la sección de comentarios viajar a Japón, hacer cosas allí y, cuando volváis, sacar tiempo los domingos a última hora de la tarde para contarlo por escrito.

Sigo. El restaurante del onsen contaba con un buffet que cumplía con las tres condiciones que yo le pongo siempre al buffet de un hotel. A saber:

  1. Ser abundante.
  2. Ser abundante.
  3. Ser abundante.

Por ello, cuando terminamos con el desayuno (que incluía, entre otros productos, distintos tipos de sopa y unas bolas de arroz y pescado envueltas en hojas de las que me jalé diez o doce) yo me encontraba más contento que Obélix en una granja de Elpozo (perdonad el bajo nivel de las coñas hoy, pero ando corto de creatividad), sensación que se acentuó cuando mi novia, en el papel de eficiente enfemera, cambió mi vendaje y aquel desastre tuvo menos pinta de desastre que los días anteriores.

Y encima íbamos a pasar el resto de la mañana viendo ciervos. ¿Es que el día podría mejorar aún más?

Pues sí, podría. Quienes me conocéis sabéis que no siento especial cariño por las crías de ser humano. Eso, y que soy bastante cabrón. Por ello, el poder contemplar en Nara cómo un niño de unos tres años, tras acercarse a putear a un ciervo, recibía una valiosa lección de vida en forma de persecución, topetazo y costalada, hizo que quien escribe estas líneas visualizase la escena completa con regocijo y una sonrisa miserable. Como epílogo al sainete, ver a la madre histérica perdida me hizo comprobar por segunda vez (creo que lo comenté en la anterior entrada, o en la anterior a la anterior) en este viaje que la gilipollez del ser humano no conoce de razas ni culturas.

Tras un paseo entre estos animales (los ciervos, no los humanos) que incluyó darles galletas y descubrir que, para pedírtelas, algunos de ellos inclinan la cabeza y otros te muerden el culo, nos acercamos a ver el gran Buda de Nara. Y FUA.

De entrada, el templo donde se encuentra, la estructura de madera más grande del mundo (al menos en 1973, que es cuando se publicó un libro de viajes que tienen mis padres en el salón de su casa):

Ya os he dicho que FUA.

Y dentro del mismo, tras la horda de turistas imbéciles que posaban imitando la postura de sus manos, un bicho de dieciséis metros cuya construcción dejó al país sin bronce.

Que sí, que FUA

Siento que el haber elegido un objetivo gran angular no permita apreciar lo mastodóntico del Buda, pero no tenía yo entonces la mano muy en condiciones de dedicarme a intercambiar objetivos en mi cámara, así que creedme, joder.

Tanto FUA nos dio hambre, por lo que salimos de allí y nos metimos en una cafetería que servía unas crêpes dignas de una última cena:

De FUA a ÑAM y tiro porque me toca

Bueno, pues fue pegarle el primer mordisco al deliciosísimo postre y el Diablo, que si no vive en Nara al menos estaba allí de visita aquel día, entró en ese momento en el restaurante, se acercó a nuestra mesa y me dijo: "Que no te gustan los niños, ¿no? Que te hace gracia ver a un mocoso cobrando por meterse con un ciervo, ¿no? Pues toma un poquito de karma para acompañar a esa crêpe tan rica, colega". Tras esta sentencia, me dio dos palmaditas en el hombro al tiempo que señalaba la mesa más cercana a la nuestra, donde pude ver a una madre japonesa que se dedicaba con gran esmero a cambiar el pañal de su hijo.

Cuando quise girarme para cagarme en su madre, el Diablo había desaparecido. No puedo decir que hubiese dejado un rastro de olor a azufre, porque el aroma que en ese momento flotaba en el ambiente no me habría dejado percibirlo.

Salimos de allí invadidos por sentimientos encontrados y, tras patearle el culo a un machamp en un gimnasio Pokémon de la zona para consolarnos, recorrimos el mismo camino que por la mañana, cruzándonos con grupos de adolescentes que arrastraban los pies al caminar sobre la tierra (lo de la gilipollez del ser humano y tal) y sacando fotos y vídeos a los ciervos que no pienso compartir aquí porque soy un miserable. Una vez de vuelta en el centro de Nara, aprovechamos las muchas tiendas de souvenirs para comprar infinidad de mierdas alusivas a los ciervos y nos acercamos a un puesto de takoyaki (sé que tako significa "pulpo" porque Chaozu se lo llama a Krilin en Bola de Dragón) que tardó un montón en servirnos por un motivo que desconozco. En lo que esperábamos a recibir las deseadas bolas de pulpo, aproveché para hacer esta foto del sitio:

Venden pulpo y el puesto está decorado con pulpos. Me gusta que vayan de frente

También aproveché para tomarme el antibiótico (porque os recuerdo que la herida de mi mano tonteaba con la infección aquellos días) y para aprender una lección valiosísima que voy a compartir gratis con todos vosotros:

Procurad tener agua a mano y tragar rápido una cápsula en cuanto os la metáis en la boca. De lo contrario, os arriesgáis a que se abra y terminéis con la lengua y los dientes teñidos de azul al tiempo que os toca experimentar un sabor horrible.

De nada.

Tras comer el takoyaki y reemplazar el sabor a polvo de antibiótico por el de pulpo con salsa tonkatsu, volvimos al onsen (parando por el camino en un puesto que vendía fresas rellenas. No es relevante, pero lo digo para fardar), y yo dediqué el resto de la tarde a descansar un rato (que los antibióticos, aunque fuesen flojos, pegaban) y bajar a tomarme un zumo mientras mi novia, libre de quemaduras vendadas, disfrutaba del balneario.

A Dios pongo por testigo (y no es la primera ni será la última vez que lo digo) de que volveré a Japón y me meteré en un onsen en condiciones.

Una vez que los dos terminamos nuestras actividades de ocio por separado, nos reunimos y fuimos al restaurante del hotel, pues a todo lo bueno que llevo contando del sitio hasta ahora hay que añadir que cada noche invitaban a los huéspedes a cenar sopa de noodles (una pena que no nos enterásemos el día anterior). Sí, había que estar descalzo, por supuesto, que el restaurante, al igual que el resto del edificio, también estaba tatamizado:

Que a mí me das de cenar gratis y me quito lo que me pidas, también te lo digo

Terminamos de cenar y de ver (pero no entender) un rato la tele en el comedor y nos volvimos a la habitación a lamentarnos de que aquélla fuese nuestra última noche en semejante lugar. Y eso fue todo aquel día.

He tardado menos en escribir la entrada que el ordenador de mi madre en instalar las putas actualizaciones de Windows 10, no os lo perdáis. Aunque tengo que reconocer que no he contado mucho. En fin, a ver si la siguiente entrada me queda un poco más larga.

Esperad, esperad. "Más contento que Juan José Padilla en una ortopedia". ¿No? ¿"Más contento que el duque de Feria en una fiesta de la espuma"? ¿Tampoco? Bueno, pues nada.

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lunes, 13 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIII

En la que los protagonistas de la historia, tras una tercera visita al hospital, comen en el suelo y vuelven a cambiar de ciudad en busca de ciervos.


Ya dije en mi anterior entrada que la noche previa no había sido ninguna maravilla en lo que a descanso se refiere. Bueno, pues la del día que nos ocupa fue ligeramente mejor gracias a la nutritiva cena. Lo malo es que no desayunamos en el ryokan, pues teníamos que presentarnos a primera hora en el hospital para que el especialista echase un ojo a mi mano, por lo que hicimos el checkout y le pedimos al personal de recepción que nos cuidase las maletas en lo que hacíamos estas gestiones al otro lado de la ciudad y tal.

Del alojamiento al centro sanitario fuimos en metro, lo que nos permitió experimentar cómo es la hora punta en Kioto. Y ¡joder, cómo es la hora punta en Kioto! ¿Alguna vez habéis adelantado a un camión de transporte de ganado? Bueno, pues eso es business class comparado con el metro kioteño minutos antes de que todo dios entre a trabajar. Para que os hagáis una idea de la aglomeración, tuvimos que dejar pasar dos metros antes de que llegase uno con el espacio suficiente para que mi vendada extremidad no sufriese el roce de otros seres humanos (lo que, por otra parte, habría provocado que yo perpetrase una masacre).

Total, que llegamos al hospital cuando estaba a punto de empezar el horario de consultas (no como las dos veces anteriores, que entramos derechos en urgencias), y a la entrada nos recibió una empleada del centro cuyo puesto no sé muy bien cómo calificar, pues se encargaba de indicar a los pacientes dónde sentarse para que respetasen el orden de llegada una vez comenzase el turno del personal administrativo (te cagas). A las ocho de la mañana en punto comenzó la asignación de citas, y a mí me mandaron a la segunda planta, donde debía esperar a ser llamado por el especialista en averías chungas de la piel.

Y vaya coñazo de espera.

Durante las dos horas que tardamos en ser atendidos, descubrí que varias personas que habían llegado más tarde que yo entraban a la consulta, y alcancé un punto en el que me acabé mosqueando. Pero claro, como yo lo único que sé decir en japonés es sumimasen, que es como aquí dicen "oiga, disculpe" cuando se dirigen a alguien, cada vez que la enfermera aparecía por el pasillo yo sólo podía susurrar un leve "sumimasen" que se perdía en el aire con olor a productos de limpieza no tóxicos:

—Sumimasen.

 Ni caso.

—Sumimasen.

Nada.

 Bueno, pues poco me faltó para soltar un "SUMIMASEN, SEÑORA, QUE LLEVAMOS AQUÍ DOS HORAS VIENDO CÓMO SE NOS CUELAN Y NO HAY DERECHO", aunque al final fue mi novia la que, muy educadamente, preguntó que a qué se debía que tardasen tanto en llamarnos, y resultó que lo del orden de llegada se lo estaban pasando por el torii porque había otra clase de prioridades a la hora de aceptar pacientes, mira tú. Pero bueno, al final oí mi nombre por megafonía y accedí a la consulta. El especialista se limitó a confirmar que tenía armada una buena en la palma de mi mano, y tras lavar la zona y renovar el vendaje, me recomendó que fuese al hospital en cuanto volviese a Irlanda porque aquello tenía pinta de ir para largo y requerir un tratamiento (spoiler alert: no fui. Bueno, no me aceptaron, y tuve que limitarme a visitar la clínica/salón de belleza que hay bajo mi oficina y hace las veces de ambulatorio, pero eso es otra historia que, amén de otras muchas anécdotas relacionadas con el estado de la sanidad en Irlanda, contaré cuando la gente que critica el sistema sanitario español me toque especialmente los huevos). Antes de pagar la factura y abandonar el hospital, nos acercamos a una máquina expendedora aparcada dentro del edificio y nos hicimos con sendos zumos que constituyeron el desayuno del día. Qué triste.

Frente al complejo hospitalario se encontraba la farmacia en la que tuve que hacerme con una nueva ración de antibióticos, y allí dentro sólo había dos documentos redactados en inglés: el primero fue un formulario que me tocó rellenar para declarar que aceptaba que me colocasen medicamentos genéricos (y yo estoy muy a tope con los genéricos). El segundo era un post-it que la farmacéutica (que sólo hablaba japonés) paseó delante de mis ojos con alegría mientras me hacía entrega de las medicinas, en plan "mira qué bien, que gracias a este papel que tengo aquí nos podemos entender tú y yo". A mí no me hizo tanta gracia, pues en el susodicho post-it ponía lo siguiente:

Symptoms → Diarrhea

No hace falta que os lo traduzca, ¿no?

Montamos nuevamente en el metro, encontrándolo esta vez más vacio que a la ida, y durante el trayecto mi novia me confesó que "llevaba varios días con ganas de soba". Que si no controláis de gastronomía japonesa estaréis pensando que mi novia me estaba proponiendo una guarrada, pero nada más lejos. Aprovechamos que teníamos acceso a internet (algo que he olvidado mencionar hasta ahora y de lo que hablaré detalladamente en otra entrada si es que me acuerdo) y buscamos algún local por la zona que sirviese esta típica sopa de fideos gordos. Resultó que había uno, escondido a la vuelta de la esquina de un estrecho callejón oculto entre dos calles interiores. Cuando finalmente dimos con el sitio, descubrimos que estaba cerrado, pero en lugar de cagarnos en todo y largarnos a comer al McDonalds, decidimos mantener la fe, pues había gente haciendo tiempo en el lugar y supusimos que ellos también tenían ganas de soba libre de connotaciones eróticas.

A los pocos minutos, la puerta del restaurante se abrió desde dentro y una camarera entrada en años nos invitó a todos a pasar, a descalzarnos y a ocupar las mesas del interior.

El local era "curioso", pues la decoración y disposición del mobiliario le hacían pensar a uno que se encontraba en una época pasada. Concretamente, de antes de que se inventasen las sillas. Y es que nos tocó comer en el suelo y las mesas no superaban los cuarenta centímetros de altura. Que si se tiene flexibilidad no hay problema: se adopta la postura del escriba sentado del Louvre y ya. Pero no es mi caso. Mido casi un metro noventa y cada vez que voy de vacaciones a la playa y la gente con la que estoy en la arena sugiere que nos sentemos en corro a jugar a las cartas me dan ganas de echarme a llorar. Y si a esto le añadimos que mi mano derecha se encontraba vendada, cuando me acabé el cuenco de soba estaba sudando. Eso sí, me sobraron fuerzas para hacer una foto del cuadro:

Dolor

Mi novia, por su parte, y cómodamente sentada frente a mí, se pasó toda la comida pidiéndome perdón por haber tenido la idea al tiempo que se descojonaba internamente a causa de mi imitación de Pepe Viyuela. Tras acabar el rancho y recibir dos caramelos como cortesía al pagar la cuenta (que es una pijada, pero me hizo ilusión y me ayudó a que mis músculos recuperasen la glucosa perdida durante el esfuerzo), volvimos al ryokan a por las maletas y por el camino descubrí el detalle de Japon que me dejó con el culo torcido número 7:

Allí estaban en campaña electoral o algo por el estilo, y en lugar de engrudo guarro, lo que utilizaban para pegar carteles eran pegatinas cuquis

Salimos por última vez del ryokan y fuimos a la estación de tren, desde donde nos dirigimos a la tercera ciudad de nuestro tour japota: Nara. Sí, la de los ciervos.

Del trayecto sólo puedo deciros dos cosas: que la mayor parte del mismo la pasé durmiendo como un ceporro y que por la ventanilla del vagón no se veía otra cosa que arrozales. Venga arrozales. Y más arrozales. Etcétera.

En la estación de Nara descubrí el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 8: los andenes contaban con áreas para acceder a los trenes sólo para mujeres, porque aquí hay señores que tienen la mano muy larga. No, no hice foto.

Nuestro alojamiento designado estaba a tiro de piedra de la estación, y si las noches de Kioto las pasamos en un ryokan, para Nara teníamos reservado un onsen, que es un balneario típico japonés (mi novia, que sabe cómo montárselo que da gusto a la hora de elegir dónde meterse estando en Japón). Lo primero que nos dijeron al acercarnos a la recepción fue que nos descalzásemos, pues todo el suelo del edificio estaba cubierto de tatami y el calzado estaba prohibido. Para que me creáis, hice una foto de la sala en la que los huéspedes teníamos que dejar nuestros zapatos:

Todo el mundo descalzo, pero respetando un orden. Como debe de ser

En el ascensor que nos llevó a nuestra habitación encontré el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 9:

Una sillita-WC en un rincón del ascenson con agua, linterna, papel higiénico y desodorante para utilizar en caso de emergencia. EN CASO DE EMERGENCIA, marranos

Del hotel fuimos a dar un paseo vespertino por las tranquilas calles de Nara, y me enamoré particularmente de Sanjo Dori: una calle llena de cafeterías, tiendas y restaurantes con hilo musical propio en el que sonaba jazz de muy buen gusto. Accedimos a una de las cafeterías (con pinta bastante lujosa y música de piano sonando de fondo. Pero qué asco doy) y allí pude degustar algo que llevaba años deseando probar: el café Blue Mountain. Los que no seáis muy frikis del café no habréis oído hablar de esta variedad, pero es muy conocida entre la gente pija y especialita, ya que se le considera uno de los cafés más suaves (si no directamente el que más) y sólo se produce en Jamaica. De hecho, el 80% se exporta directamente a Japón. Ah, y es caro de cojones.

Bueno, pues ya que me gané el odio de todos comparando el centro de Kioto con un barrio de Valladolid o llamando "comida de hospital" al desayuno japonés, que no haya dos sin tres: el Blue Montain es aguachirri. Pero eso no quita que comprase café para preparar en mi casa cuando estuviese de vuelta, faltaría más.

Tras el rato cafetero salimos de nuevo a callejear, y yo me puse como un gorrino gracias a las muchas pastelerías que hay en Nara y al arte que tienen elaborando bollos, lo que hace que merezca la pena probarlos todos. Cuando empezó a caer la noche y las tiendas fueron cerrando sus puertas, volvimos a la habitación del onsen y descubrimos horrorizados que las máquinas de aire acondicionado del exterior del edificio metían un ruido similar al que hacía ALF para mosquear a Willie en la serie homónima. Bajamos a recepción a preguntar si aquel estruendo iba a cesar en algún momento de la tarde, y la recepcionista nos confesó apesadumbrada que no. Y pensaréis que nos lo dijo con un "os jodéis" en la mirada, pero la hospitalidad japonesa no funciona así. Antes de que pudiésemos decir nada, la muchacha ya estaba buscando alguna habitación libre a la que poder trasladarnos. Y no sólo eso, sino que nos acompañó mientras hacíamos la mudanza, ayudándonos a cargar con las maletas y dándole conversación a mi novia relativa a la serie Attack on Titan cuando vio todos los llaveros y pijadas que colgaban de su mochila. Al saber de labios de mi novia que aquel merchandising procedía de Akihabara y que nuestro viaje concluía en Osaka, nos recomendó que visitásemos Nipponbashi. Pero qué maja, joder.

Una vez establecidos en la habitación libre de ruidos de ALF, nos pusimos la ropa de onsen suministrada por el hotel (camiseta y pantalón de lino holgados) y bajamos a la zona de balneario.

El área estaba separada por sexos, y para poder acceder a la zona de mujeres era necesario usar una clave que cambiaban cada día y que había que pedir en recepción (ya os estaréis dando cuenta de que aquí hay mucho pervertido suelto). Otra cosa que nos tocó solicitar fueron pegatinas para taparnos los tatuajes, pues está prohibido acceder a estos sitios mostrando esta clase de pintura corporal, ya que lo contrario puede interpretarse como un "Bienvenido mister yakuza". Mi novia y yo nos dijimos "luego te veo" y entramos en nuestras zonas designadas.

Y yo ahora podría contaros que pasé horas metido en el lugar, disfrutando de los múltiples beneficios que proporciona al organismo el meterse en un sitio así, pero no. Lo de tener la mano vendada limita mucho cuando uno entra en un lugar cálido y húmedo a más no poder, así que este párrafo va a ocupar poco: tras quitarme toda la ropa y cerciorarme de que no se me veía el tatuaje, pasé a la zona de duchas. Éstas se encontraban a baja altura, por lo que tocaba sentarse en taburetes para asearse en condiciones. De allí fui a una gran piscina de agua caliente, donde pasé sumergido unos cinco minutos con la mano en alto. En cuanto se empezó a acumular sudor en mi piel, volví a dirigirme a la zona de duchas mientras miraba con pena a la piscina de agua fría y a la sauna a las que no podría acceder [emoticono de cara triste]. Tras la ducha de salida, ligeramente más rápida que la de entrada, me vestí una vez más con la ropa de lino (un poco acojonado, porque se me estaba despegando la pegatína que cubría mi tatuaje y pensé que acabaría liándola) y me prometí a mí mismo que volvería a Japón en un futuro no muy lejano y disfrutaría en condiciones de estas cosas que me estaba perdiendo por no tener cuidado al preparar los putos churros (pues al final ha quedado un párrafo más largo de lo que esperaba, mira tú).

Venga, fardaré un poco diciendo que le sacaba dos cabezas al siguiente más alto de todo el balneario. Y no me pidais más detalles comparativos porque no me fijé en nada más. Y tampoco quiero repetirme en este blog.

Como mi novia sí que podía aprovechar su visita (me dijo que incluso había piscinas al aire libre. AL AIRE LIBRE, joder), decidí esperar a que saliese en una salita cercana a la recepción que contaba con una máquina expendedora de leche y una televisión que mostraba en bucle un vídeo promocional de Seúl (tranquilos, que de momento no tengo pensado dar la turra con una serie Big in South Korea). Cuando mi novia hizo aparición, subimos a vestirnos a la habitación y volvimos a salir a la calle con la idea de cazar algo para cenar.

El lugar elegido fue un restaurante de Sanjo Dori cercano a la cafetería del Blue Mountain. Allí nos metimos un montón de platitos pequeños cuya composición no recuerdo mientras un niño sentado en una mesa cercana le preguntaba a su padre insistentemente mientras me miraba de reojo que quién era ese señor tan alto.

Poco más pasó ese día. Al salir del restaurante pasamos por una especie de casino que tenía cientos de miles de máquinas de gachapon (pero ninguna interesante) y luego aprovechamos que una de las tiendas cerraba de madrugada para comprar dulces que le acabé regalando a mi hermano.

Y a dormir hasta el día siguiente.

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lunes, 6 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIII

En el que los protagonistas de la historia pasan su segundo día completo en Kioto, se ven envueltos en una masa de turistas procedentes de todas partes y acaban OTRA VEZ en el hospital.


Pues mal. Aquella mañana me levanté mal. Tener al fantasma de la infección rondando mi mano desde el día anterior hizo que, a pesar de encontrarnos en un ryokan en el corazón de Kioto, pasase el rato del desayuno con la cabeza en otro sitio y el estómago ligeramente revuelto. Aunque el hecho de que el desayuno fuese todo lo contrario a la bomba grasienta a la que estoy acostumbrado a jalarme en Irlanda ayudó a que me asentase y pudiese afrontar el día con fuerza y ganas:

Ya os lo dije en la entrada anterior. ¿Parece o no parece una comida de hospital?

O, al menos, gran parte del día. Pero no adelantemos acontecimientos.

Nuestra jornada comenzó con un segundo paseo por el barrio de Gion, recorriendo una vez más las calles por las que paseamos dos días atrás, pero esta vez bajo la luz del sol de un nublado espantoso que nos acompaña desde Irlanda allá donde vayamos. Tras sacar varias fotos a escondidas a turistas coreanos disfrazados de geishas, dimos a parar a otro templo de la hostia de los que apenas aparecen en los mapas. En esta ocasión se trataba del Kennin-ji, con su tejado de cornisa curva, sus jardines, sus estanques y las ganas que me dan de volver allí cuando evoco estas cosas, tú.

En fin, que dejamos atrás el templo y yo comencé a necesitar un descanso acompañado de café porque los antibióticos que había comenzado a suministrarme (porque me los recetó el médico. NUNCA hay que automedicarse, niños), aunque tenían una concentración flojilla, me hacían sentirme como si fuese un jugador de la selección de Brasil en el partido de octavos contra Argentina del mundial del noventa. Entramos entonces en una cafetería de lo más cuqui en la que no había nadie más que nosotros, y la camarera, haciendo gala de una amabilidad extrema, nos invitó a sentarnos al tiempo que nos enseñaba la carta de postres y nos ofrecía sendos tés verdes con hielo (muy de agradecer, pues el que estuviese nublado no quitaba que hiciese un calor potente en la calle). La especialidad del lugar consistía en cualquier clase de dulce elaborado a base de soja molida, lo que provocó que lo flipase un poco y me pidiese el producto más ostentoso de la carta (no me miréis así, que andaba bajo de defensas), amén de un café con leche como pocos he probado hasta la fecha.

Mi novia se pidió algo más ligero, asegurándome que echaría mano de mi plato y se cobraría la girlfriend tax, de lo que no la culpo, porque ojo a lo que la camarera plantó frente a mí:

Vaya presencia de postre. VAYA PRESENCIA

Una vez nos hubimos azucarado como Buda manda, lamentamos no poder dar propina para agradecer el excelente servicio (porque no sé si ya lo he dicho en alguna entrada anterior, pero en Japón está MUY MAL VISTO eso de dejar propina, que para ellos es casi una forma de mendicidad) y volvimos a salir a la calle para dirigirnos esta vez al templo Kodai-ji. Y éste sí que sale en los mapas. Vaya que si sale. Ahora, que tiene su lógica, porque el sitio es increíble. De hecho, voy a poner aquí un par de fotos que saqué del lugar y que no le hacen justicia porque aún no controlo mucho esto de la cámara:




Os lo dije (y si no subo más que dos es porque en el resto sale mi novia y no es asunto vuestro).

Caminar por el pequeño bosquecillo y los jardines del complejo pedía a gritos un helado o algo como colofón, y a la salida nos pasamos por un puesto en el que cayó uno con sabor a melón de los que preparan aquí rallando hielo, de ésos que te dejan la lengua verde para el resto del día sin que le des mucha importancia porque estás en Kioto y eso es lo que de verdad cuenta.

Antes de irnos de allí, aprovechamos que el memorial de las guerras del Pacífico estaba a tiro de piedra para visitarlo también, y no sé si porque salimos obnubilados del Kodai-ji o por qué, pero aquel lugar no me pareció tan espectacular como su nombre prometía (a pesar de la ENORME estatua de Buda que lo presidía).

Nuestra siguiente parada requería que tirásemos de tren para llegar hasta allí, lo que nos obligó a caminar un buen trozo hasta llegar a la estación de Gion-Shijo. Por el camino paré en un Starbucks, y antes de que os lancéis a por mí por haber hecho algo así estando en Kioto, diré en mi defensa que lo hice porque los donuts del escaparate tenían una pinta buenísima. Por cierto, que a estas alturas del día empezó a dolerme la mano de la ampolla (y todo el mundo debería saber ya de qué estoy hablando, pero vuelvo a enlazar aquí el prólogo por si acaso).

El tren nos llevó hasta la estación de Inari, en el sur de la capital, y desde aquí fuimos al que probablemente sea el lugar más visitado de todo Kioto. Esperad, que lo confirmo.

[Se mete en Google a buscarlo y confía en que los resultados no le mientan]

Pues sí, es el lugar más visitado de todo Kioto, mira tú: el Fushimi Inari-taisha.

De este lugar se han escrito miles de artículos y se han hecho millones de fotos, por lo que no voy a extenderme demasiado en hablar acerca de él. Sólo resaltaré tres cosas de nuestra visita:

  • No lo vimos entero. Resulta que el complejo es mucho más grande de lo que aparenta, pues el mapa situado a la entrada indica que el recorrido completo consiste en una enorme curva hacia la izquierda recorriendo la montaña. Y cuando la curva termina, las indicaciones revelan que el camino no ha hecho más que empezar.
  • Estaba lleno de gatos, y eso siempre es bueno:






El crédito de las fotos es de mi novia, que a ella le flipan los gatos muchísimo más que a mí
  • La mano empezó a escocerme.

Vale, lo último no tiene nada que ver con el lugar, pero es que me ardía de verdad, como si acabase de sufrir la quemadura. La situación hizo que comenzase a plantearme la opción de volver al hospital del día anterior, y cuando montamos en el tren de vuelta al centro y me dio por levantar un pelín la venda y oler aquello, una voz en mi interior empezó a preguntarme a gritos que a qué cojones estaba esperando para ponerme en manos de un médico que hiciese algo con semejante desastre. Para que os hagáis una idea de la sensación olfativa, os diré que me acordé de esta entrada.

"Hola otra vez" dije cuando cruzamos la puerta del hospital. Bueno, en realidad no dije eso. No dije nada y dejé que mi novia, que es quien controla de japonés, pusiese al personal de recepción en situación. Nuestra segunda entrada en la consulta fue dirigida esta vez por dos enfermeras muy tímidas que mostraron un interés desmedido por mi situación (y no, en los hospitales tampoco se deja propina) y que llamaron al médico de guardia para que se enfrentase a mi mano.

Como anécdota patético-cuqui, os diré que mi novia y yo nos quedamos solos en la consulta durante unos instantes y ella, viendo mi cara de cristo de Borja, me preguntó si quería que me cogiese de la mano. Para indicarle que todo iba (relativamente bien), le apoyé la mano en el muslo delicadamente, y en ese momento hizo entrada una de las enfermeras. Al encontrarse semejante escena, la pobre (que a saber qué clase de educación había recibido en el país nipón en lo que respecta a afecto y cosas por el estilo) no pudo evitar girarse como accionada por un resorte y decir "sorry" unas cuarenta veces al tiempo que huía de la sala.

Y entonces llegó el doctorrrrrr, manejando un un cuatrimotorrrrr (y yo pido un aplauso para quienes hayáis pillado esta referencia).

Antes de seguir describiendo los acontecimientos que tuvieron lugar dentro de aquella salita, quiero avisaros de que si sois aprensivos, más os vale que saltéis directamente a la foto del ciervo que hay un poquito más abajo, porque vienen curvas.
El doctor se sentó entonces frente a mí, me pidió que apoyase el brazo con la palma hacia arriba en la camilla y procedió a retirar la venda que cubría el ampollón y parte de mi mano con la prudencia y delicadeza propias de quien se está adentrando en territorio inexplorado y puede encontrarse con cualquier cosa, y fue al retirar el último trozo de apósito cuando pasó esto.

Ahora que lo pienso, creo que he batido mi propio récord de miserabilidad© al enlazar el vídeo de una explosión nuclear mientras hablo de Japón. Lo que ocurre es que la visión me impactó lo suyo. Entre otras cosas, porque se trataba de MI MANO, joder. Y es que parte de la piel que cubría la ampolla se quedó en la venda, revelando una superficie de un intenso color rojo rodeado por jirones en los que la infección era más que evidente.

¿Qué habéis desayunado hoy? Porque imagino que estaréis acordándoos de ello ahora, ¿no?

Habida cuenta de la que se había montado en mi mano, el doctor consideró que lo mejor era hacer con ella lo mismo que Xavier García Albiol pensaba hacer con Badalona, pero usando tijeras y suero en lugar de fascismo. Y mientras el hombre vertía litros de la salina sustancia sobre mi herida y retiraba piel como quien hace jijas de un chorizo, quise saber si aquello pintaba mal. Me confesó que sí, que pintaba mal, y aunque su nivel de inglés no era óptimo (tampoco lo es el mío, seamos honestos), pude comprender perfectamente lo que dijo al contarme cómo podría acabar aquello porque la palabra "necrosis" se pronuncia prácticamente igual en inglés y en español.

Tragué saliva, respiré hondo, sentí que mi rostro palidecía y me dije a mí mismo: "vas a volver de Japón con dedos de menos, gilipollas. Y sin meter a la yakuza de por medio".

En fin, para compensar el rato desagradable, voy a saltar en el tiempo y a poner aquí una foto de un ciervo que hice en Nara un par de días después:


Ola k ase, versión cervuna

Una duda que me quedó y que quise resolver con aquel doctor, era que si el hecho de que la dosis de antibióticos que yo consumo cuando me toca (porque me los receta el médico. NUNCA hay que automedicarse, niños) no baja de los 500 mg, y que en aquella ocasión estuviese ingiriendo cápsulas de 250, podría influir en lo que había pasado, porque yo me imaginaba a aquella infección montando una blitzkrieg en mi organismo mientras mis defensas trataban de enfrentarse a ella con palos, piedras e insultos en polaco, y el facultativo se limitó a encogerse de hombros y responderme que "en Japón las dosis son más pequeñas". Y yo estuve a punto de replicarle con un "Y A MÍ, ¿QUÉ COJONES ME IMPORTAN VUESTRAS DOSIS DE PIGMEOS? QUE EL QUE TIENE LA INFECCIÓN SOY YO, JODER", pero no lo hice. En primer lugar porque al personal médico SE LE RESPETA. Y en segundo lugar porque no estaba yo muy en condiciones de levantar la voz. Sin embargo, y creo que debido a que el hombre vio el pavor en mis ojos, le encargó a las enfermeras que me pusieran una vía y me chutasen un gramo de antibiótico.

Mi novia, a estas alturas, y viendo el numerito tragicómico que estaba montando, se meaba de risa internamente y me decía que yo era peor que un bebé, la muy cabrona. Pero también se dedicaba a consolarme al hacerme ver que aquello podría ser mucho peor si, por ejemplo, la avería me la hubiese hecho en el pie en vez de en la mano o si estuviésemos en un país con carencias a nivel sanitario. También me dijo que la vía que suministraba antibiótico a mis venas NO iba a meterme aire aunque se acabase el contenido de la bolsa, pero mi paranoia entonces alcanzaba niveles estratosféricos, así que no pude evitar salir de aquel hospital previendo un futuro muy negro para mi pobre mano. Máxime cuando las instrucciones que recibí incluían la visita al día siguiente al especialista de cirugía de reconstrucción plástica. ¿Es o no es para acojonarse?

Para atenuar un poco mi nerviosismo, y porque ya tocaba, fuimos a cenar. El lugar en el que nos metimos obligaba a sus comensales a descalzarse antes de sentarse a la mesa, y como sabía que no me íbais a creer, hice una foto de la escena:

Los calcetines son del Don Quijote, que me llevé ropa de menos

Y como mi novia y yo somos como dos quinceañeros, de entre todos los platos disponibles, tuvimos que elegir el bukkake, ¿cómo no?

Quien quiera más explicaciones, que las busque en Google. Pero no desde el trabajo

Pues estaba bueno, fíjate. Y no sólo eso, sino que salí de allí bastante menos nervioso con respecto al tema de mi mano. De hecho, esa noche dormí bastante bien y fui capaz de afrontar el día siguiente con energía y optimismo.

Si es que ya lo dice el refrán: "las penas, con un bukkake se van".

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lunes, 30 de julio de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIII

En el que los protagonistas de la historia despiertan en Kioto por primera vez, viajan en tren y autobús para visitar algunos lugares interesantes y descubren cómo es el sistema sanitario japonés.


Voy a comenzar esta entrada ganándome el odio de la gente. Imaginad un entramado de callejuelas estrechas en las que no se distingue la acera de la calzada, por las que apenas circulan coches y en las que se pueden encontrar casi exclusivamente casitas de como mucho dos plantas de altura, ya que apenas hay negocios y restaurantes en la zona.

Tras haber descrito lo anterior, ¿qué pensáis de Kioto? Suena bonito, ¿verdad? Pues acabo de describir el barrio de Valladolid en el que crecí. Porque sí, el centro de Kioto y aquella barriada vallisoletana son practicamente iguales, así que menos fliparse.

Ahora en serio, Kioto es una ciudad preciosa que merece la pena visitar más de una vez en la vida. Y como nosotros nos encontrábamos en ella en el día que ocupa este post, os voy a dar un poco la turra al respecto.

La jornada comenzó con un desayuno típico japota en el ryokan en el que llevábamos albergados desde el día anterior. Tal desayuno contaba con sopa, arroz, algas y salmón. Y diría que constituía lo más parecido a una comida de hospital que me he metido entre pecho y espalda, pero no lo voy a hacer, que ya he cumplido el cupo diario de odio hacia mi persona.

Mientras dabamos cuenta de aquello, bajaron al comedor dos huéspedes vistiendo las tradicionales yukatas (amén de las zapatillas destinadas a utilizarse EXCLUSIVAMENTE dentro de la habitación para no joder el tatami) y sintiéndose avergonzadísimos por ser los únicos en el lugar con semejantes fachas. ¿Especifico aquí que eran españoles y abro debate sobre si somos especialistas en dar la nota allá donde vamos? Mejor no, que tengo bastantes cosas de las que hablar y no quiero alargar mucho esto.

Tras el desayuno, caminamos en dirección a la estación central, y por el camino dimos con un templo DE LA HOSTIA que apenas aparecía mencionado en los mapas. No tengo muchas fotos del mismo debido a ciertas dificultades que me impedían manejar bien la cámara de fotos: una era la lluvia, que me obligaba a sujetar mi paraguas transparente e inutilizaba una de mis manos, y la otra era el escozor que comenzaba a apoderarse de mi mano (vuelvo a remitirme al prólogo a modo previously en este blog). Por ello, si alguien quiere más información acerca del susodicho templo, que tire por aquí.

Desde la estación tomamos el tren (pues habiamos adquirido semanas atrás el rail pass que nos permitía viajar de balde en los trenes de la línea JR y en el tren bala que nos trajo aquí, que no lo había dicho hasta ahora) con destino a Saga-Arashiyama. Al bajar del mismo me invadió una sed sobrenatural, por lo que una vez más jugué a la lotería de las máquinas expendedoras:

El misterio

En esta ocasión saqué una botella de café con leche frío. Y me supo mal. ¿Qué le vamos a hacer? Las máquinas expendedoras de Japón constituyen un juego de azar en el que a veces se gana y a veces se pierde, ¿no? Eso sí, apuré el brebaje hasta la última gota, que costó un dinero.

Al lado de aquella máquina también había un par de carteles relativos a los gatos de la zona, y como no sé japonés, ignoro si el contenido de los mismos hacía referencia a algo positivo para los animalillos o si tengo que cagarme en Kioto porque a estas alturas de la vida yo sería capaz de matar por un gato.

Seguro que todos sabéis japonés y entendéis lo que pone. PUES ENHORABUENA

Una vez apuré el café (y es que aquí está mal visto lo de ir comiendo o bebiendo por la calle, ojo, así que toca meterse entre pecho y espalda todo a la puerta de la tienda o al pie de la expendedora) nos dirigimos al bosque de bambú de Arashiyama. Que si buscáis fotos del mismo en Google os vais a quedar con la boca abierta, pero cuando fuimos estaba a reventar de turistas, lo que provocó que las imágenes que recogió mi cámara no estén a la altura.

Así que no hay fotos.

Que, por cierto, el camino de dicho bosque llega a un punto en el que se debe atravesar la vía del tren (una vía del tren con un tráfico ferroviario bastante intenso, todo sea dicho), por lo que es habitual encontrarse con aglomeraciones de visitantes aguardando bajo la barrera bajada. El rato de espera podría dedicarse a leer los muchos carteles y pictogramas que prohíben expresamente el detenerse sobre las vías a hacerse fotitos mientras se cruzan las mismas. Bueno, pues parece ser que lo de fijarse en esto no constituía un pasatiempo lo suficientemente entretenido para la gente, pues perdí la cuenta del número de imbéciles que ignoraron las instrucciones y no pudieron evitar sacarse putos selfies sobre los raíles. Eso sí, me congratuló descubrir que la estupidez humana no conoce de nacionalidades, razas ni creencias religiosas.

Tras un rato caminando entre bambús (¿bambúes? ¿Bambuses?) volvimos al tren y la molestia en la palma de mi mano alcanzó un punto preocupante. Debido a ello, eché mano de la pomada que me vendió la farmacéutica de Akihabara y que estaba usando en la pequeña herida de mi dedo, pensé "que sea lo que Buda quiera" y me embadurné el dolorido ampollón. Mira, si antes hablo de estupidez humana...

Nos bajamos del tren en la estación de Emmachi, cuyo hilo musical atronaba una especie de música del país que me hizo comparar a los intérpretes de aquel estruendo con los Puagh japoneses (no habíais oido hablar nunca de Puagh, ¿verdad? No me extraña), y aprovechamos la existencia de un restaurante cercano para meternos un plato de ramen antes de subir al bus que nos llevaría a Kinkaku-ji. Y fue en este vehículo donde descubrí el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 6: se paga al salir. Tal cual. La salida del vehículo se lleva a cabo por la parte delantera, y tras el conductor se encuentra el lector de bonobuses y la máquina para introducir las monedas en caso de querer pagar un billete individual.

—Pero... ¿La máquina da cambio?

—No. Hay que meter el importe justo.

—Y... ¿Si no lo tienes?

—No pasa nada, porque al lado de esa máquina hay otra para cambiar billetes y monedas.

—Joder, tú.

Lo que yo os decía. Con el culo torcido.

Del Kinkaku-ji, o templo dorado, sí que os puedo enseñar una foto medio decente, ya que llegamos allí a pocos minutos del cierre y la afluencia de visitantes no era tan grande:

Me he propuesto visitar la mayor cantidad de lugares catalogados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad antes de que algún gilipollas apriete un botón rojo y lo mande todo a la mierda

Eso sí, para poder sacar esta foto tuve que esperar a que un grupo de franceses saliese del plano, pues los muy [inserte insulto aquí, que yo ya me he quedado sin palabras disponibles para meterse con Francia] decidieron que CADA UNO DE ELLOS quería una foto individual ante el templo.

A la salida del recinto volví a probar suerte en una máquina de bebidas, optando esta vez por el dulce:

Elegir una bebida sin conocer su sabor de antemano y sentir la mano del fantasma de Joaquín Prat sobre tu hombro

Y aquello sabía a calimocho sin alcohol. Bueno, no estaba mal. Podríamos decir que esta vez sí que gané. Pero la alegría no pudo durarme mucho, ya que en el bus de vuelta descubrí en mi ampollón una pequeña grieta por la que se escapaba (aprensibles abstenerse de seguir leyendo) un líquido demasiado denso como para considerarse líquido y demasiado amarillento como para que no cundiese el pánico, lo que provocó que, usando la mano sana, buscase un hospital de urgencias en el que pudiese relatar cómo preparo yo los churros. La web que consulté me recomendó uno de la Cruz Roja, y allá que fuimos.

El recepcionista no sabía ni una palabra de inglés, por lo que plantó un iPad sobre el mostrador en el que pude hablar a través de videoconferencia con una chica que chapurreaba la lengua de Shakespeare. No obstante, mi conversación con ella no fue todo lo fluida que me hubiese gustado, ya que la mitad de mis neuronas se encontraban en alerta roja ante la incipiente infección y la otra mitad se hallaban preocupadas tras descubrir en la previsualización de la camara del iPad que, en ese plano en el que se me forzaba a mirar hacia abajo, se me veía una papada que te cagas. La chica nos indicó que debíamos esperar a que un profesional del centro nos llamase, y nosotros ocupamos dos sillas del pasillo, aguardando entre japoneses aquejados de las más diversas dolencias.

Fui atendido minutos después por dos jóvenes que tenían pinta de haber llegado allí aquella misma tarde. Mientras que uno de ellos me decía entre titubeos que "era probable que existiese una posibilidad en la que a lo mejor mi ampolla quizá estuviese infectada", el otro se dedicaba a buscar por todas partes material con el que tratarme. Finalmente, me aplicaron una capa del milagroso mejunje "azunol" (no habíais oido hablar nunca del azunol, ¿verdad? No me extraña), me vendaron la mano, me recetaron antibióticos para cinco días y me hicieron pasar por ventanilla para sacar a pasear la cartera. Me tocó pagar una cantidad parecida a la que me cobran en Irlanda cada vez que voy al médico, por lo que quiero aprovechar el final de este párrafo para dirigirme a quienes tienen quejas de la Seguridad Social española: Me cago en vuestras madres, en serio.

No recuerdo donde cenamos aquella noche. Mi cabeza estaba demasiado ocupada y preocupada con el tema de la mano y el follón que se iba a haber al respecto, por lo que no guardo un recuerdo demasiado nítido de los minutos que transcurrieron entre la salida del hospital y la entrada en el futón.

Sí, la cosa fue a peor. En la siguiente entrada os cuento.

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