lunes, 27 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIIIII

En el que los protagonistas de la historia se chupan un viaje en tren detrás de otro como si esto fuese una puta novela de Agatha Christie.


Y llegó el día en el que nos tocó irnos de Nara. A ver, que no era plan de quedarnos en la ciudad de los ciervos para siempre, pero no me habría dolido demasiado dormir un par de noches más en el onsen quasiperfecto. Y alguno dirá: "y, ¿por qué no le das un 10 al lugar, que no has dejado de ponerlo por las nubes?" Pues porque para mí, las gilipolleces restan. Y la que vi pegada al espejo de la habitación era de las gordas:

Agua magnética, la favorita de los imbéciles que en su día pagaron por una powerbalance

Comenzamos el día bajando a desayunar al restaurante que albergaba el fabuloso buffet, donde yo confiaba en superar mi marca personal en lo relativo a la ingesta de bolas de arroz y pescado envueltas en hojas del día anterior. En esta ocasión, en el lugar se encontraba una cocinera que, al verme arramplar con el manjar, me indicó educadamente que no me comiese las hojas, y yo me sentí tan imbécil como un mesetario recién llegado a Murcia que se jala una docena de paparajotes sin recibir instrucciones previas mientras los locales le miran entre risitas y se dan codazos.

Poco más puedo destacar de aquel desayuno. Para seguir con la tradición, consistió en un cebatil de los de caminar ligeramente inclinado hacia delante de vuelta a la habitación porque en esas condiciones es imposible mantenerse erguido, y mientras daba cuenta de todo lo que podía comer descubrí por enésima vez que lo de masticar con la boca cerrada debe de estar mal visto entre la gente de este país o algo. Antes de irnos del edificio para siempre, pasé por un nuevo cambio de vendaje, y mientras mi novia retiraba la venda yo me acordé de la frase que los Eagles cantan en Hotel California, la de "this could be Heaven or this could be Hell". Frase, por cierto, que recuerdo también cada vez que voy al baño de mi oficina y me encuentro la tapa bajada.

Y aquello seguía teniendo una pinta fea (lo de mi mano, no el retrete de mi oficina), aunque no tan horrible como cuando me planté en el hospital de Kioto por segundo día consecutivo, que el pobre médico se encontró un panorama como el que va a haber en el Valle de los Caídos si al final se dan prisa con lo del unboxing (que la cosa va para largo, pero soñar es gratis).

Una vez aplicada una venda nueva que me permitiese tirar de maleta, nos hicimos a la calle con destino a la estación de tren (que estaba a veinte metros del onsen, mira tú qué paseo más tonto), y en la propia plaza que tuvimos que atravesar descubrimos a un trío de japoneses tocando las claves como cuando las campanas del pueblo doblan a muerto, en lo que parecía una especie de performance religiosomística.

Porque no lo he mencionado hasta ahora, pero considero (y a lo mejor me meto en un follón por ello) que la religión y la espiritualidad en Japón son como ese pantalón de chándal viejo que tienes y que sólo te pones para estar en casa cuando sabes que no va a venir nadie de visita. Llevo semanas con la frase anterior clavada in my mind, y con una explicación bastante coherente para semejante argumento. Peeeero... como soy así de vago y he dejado las entradas para muy adelante, lo de razonar mi respuesta se ha ido borrando como los McFly en las fotos de Regreso al fututo.

Así que voy a intentar explicarme, pero no esperéis una disertación maravillosa.

No me ha parecido ver que haya una institución religiosa que se les meta a los japoneses hasta la cocina, como nos ha pasado en occidente desde hace siglos. Aquí adoran al dios que más les conviene en cada momento, se acercan al altar que tienen en el barrio a echar unas monedas en la fuentecilla y ya han cumplido con la cuota de fe diaria. Sin despeinarse.

No sé si me explico, pero hace calor y la cabeza no me da para desarrollar más el tema.

En fin, que subimos al tren con destino a Osaka y el trasto se puso en movimiento, serpenteando entre campos de arroz de los que pude sacar un par de fotos sin valor artístico alguno...

Foto de campo de arroz sin valor artístico alguno 1

Foto de campo de arroz sin valor artístico alguno 2


...y ríos feos de cojones porque están todos canalizados. Cada nueva parada en el trayecto era anunciada por megafonía por una voz triste como la del coche eléctrico que salía en Los Simpsons, como por ejemplo la de Kyuhoji. La destaco porque pude ver desde la ventanilla de nuestro vagón que en el andén de la misma había zonas de espera sólo para mujeres. Pero no tengo una foto de ese detalle. En su lugar, me dediqué a retratar un puto edificio cercano, que no tiene mucho interés, pero lo voy a colar aquí:

Puto edificio

De lo que también hice una foto es de un curioso cartel que pedía a los pasajeros de forma muy kawaii que no se comportasen como hijos de puta:

A mí, si me lo piden con dibujitos, soy capaz hasta de invadir Polonia. Bueno, en este caso Manchuria

Tras no recuerdo cuánto tiempo, llegamos a la capital osaqueña, donde tuvimos que cambiar de tren para llegar al hotel (porque somos previsores, y viendo que el vuelo de vuelta iba a ser MUY pronto por la mañana y el aeropuerto de Osaka está MUY apartado del centro, optamos por buscar un alojamiento cercano al aeródromo, aunque esto nos supusiera perder medio día metidos en el tren). El nuevo tren se dividía en dos a mitad de trayecto, y para evitar que acabásemos donde no debíamos, tuvimos que cruzarnos casi todos los vagones mientras arrastrábamos las maletas, terminando en uno que olía a mierda.

Hago un pequeño inciso para comentar algo no relacionado en absoluto con la entrada de hoy: la gente que se descalza en el aeropuerto mientras espera que llegue el momento de embarcar merece la muerte.

Nos bajamos en la estación correspondiente y al salir descubrimos que el edificio del hotel era mastodóntico, y que no aceptaban huéspedes nuevos antes de las dos de la tarde, por lo que dejamos las maletas en recepción y nos volvimos a Osaka en un nuevo tren.

¿Sabíais que el rail pass que habíamos comprado antes de ir a Japón para no tener que pagar por viajar en tren no cubría aquél en el que nos encontrábamos? Pues nosotros no lo sabíamos, y fue un agente de estación el que nos indicó amablemente, cuando le enseñamos sendos pases con la idea de que nos dejase salir de la estación, que de eso nada, monada. Y que bien en efectivo, bien con tarjeta, nos tocaba apoquinar. Amablemente, he dicho.

NO COMO LA MIERDA DE LOS SEGURATAS DEL METRO DE PARÍS, que nos cascaron dos multas de padre y muy señor mío hace unos años porque nos metimos con las maletas en una estación sin validar los billetes que habíamos comprado. Pero vamos a ver, monsieur Touchemoilesoeufs, que dos días atrás hicimos la misma jugada cuando la chica de ventanilla nos abrió la entrada de minusválidos para poder pasar con los maletones. Que hemos pagado el billete. Regarde, joder, regarde.

Bueno, pues aquella vez no hubo manera. La escena me causó un trauma que, como habéis podido cerciorar al ser testigos de este flashback tan chungo, aún no he sido capaz de superar. Menos mal que en la estación nipona la cosa terminó bien y pudimos dirigirnos civilizadamente hacia el parque del Castillo de Osaka con la idea de visitar... el castillo. Sin sorpresas.

Antes de llegar a la fortaleza, hicimos un alto en una pequeña cafetería que por dentro parecía un restaurante de carretera nacional a su paso por Castilla-La Mancha (pero sin moscas) y nos comimos dos platos de algo así como tortilla rellena de arroz. No me preguntéis cómo se llamaba aquello porque estoy escribiendo en pleno vuelo Madrid-Dublín y no tengo forma de buscar el nombre.

Mis vistas en estos momentos. Por si no me creéis

Tras comernos "aquello", nos encaminamos hacia el castillo, cruzando el parque anteriormente mencionado, el cual debió de servir de inspiración para el campo de fútbol de Oliver y Benji, porque el hijoputa no se acababa nunca. Llegados a la entrada del castillo, mi novia y yo debatimos sobre si valía la pena pagar la entrada para verlo por dentro o si debíamos irnos directamente a Nipponbashi y echar el resto del día viendo cosas frikis. Al final acabamos entrando. Y valió la pena, que dentro hay un montón de armas, armaduras, cuadros y demás parafernalia que uno se espera encontrar cuando entra a un castillo pagando.

Y de allí, a Nipponbashi (que si nos tocó andar un huevo para ir de la estación al castillo, el camino de vuelta equivalió a otro huevo similar). Las calles de este distrito contaban con multitud de tiendas en las que poder agenciarse con todo lo que no cayó en Akihabara. También había multitud de tiendas de manga, y esto me vino bien porque soy un muchacho cumplidor que semanas antes de iniciar este viaje le aseguré a un amigo holandés, medio en broma medio en serio, que compraría para él en Japón un ejemplar de cómic para adultos. Con tentáculos.

Y no fue fácil dar con dicho ejemplar, pero si uno está dispuesto a cruzar las secciones de las librerías cuya entrada está prohibida a menores de dieciocho años y a navegar en un mar de publicaciones eróticas de dudoso gusto y aún más dudosa moral, puede acabar encontrando lo que buscaba. Estoy deseando ver qué cara pone el holandés.

¿Qué? ¿Que queréis ver una foto del cómic? Estáis enfermos, joder.

Por allí tambien había varios puestos de melonpan, por lo que di rienda suelta a mi golosería con la excusa de que nos quedaba poco en el país. Esta ingesta no impidió que desease con locura jalarme un último okonomiyaki antes de poner Eurasia de por medio, y como mi novia compartía este sentimiento conmigo, nos adentramos en las bulliciosas calles del centro de Osaka en busca de algún restaurante que lo preparase.

Tuvimos que descartar uno demasiado lleno con una cola de gente interminable a la entrada, y acabamos metidos en otro que parecía una tasca. Los cocineros, manteniendo un ritmo de trabajo frenético que hacía que aquel sitio pareciese el plató de El Hormiguero bañado en cocaína, gritaban no sé qué de vez en cuando y yo me lo pasé en grande viéndoles trabajar así al tiempo que flipaba un rato, porque yo echo siete horas y media en una oficina y a media mañana ya parezco el perezoso de Zootropolis.

El restaurante nos satisfizo no sólo por lo entretenido del lugar, sino por semejante maravilla gastronómica:

No voy a dar detalles porque no es asunto vuestro, pero me ha costado UN HUEVO conseguir meter aquí esta foto. Así que más os vale disfrutar de ello


Cuando nos terminamos lo de la foto de arriba nos dirigimos a la estación de tren para volver al hotel. Por el camino hice una foto de este cartel y no recuerdo por qué (y os juro que me encontraba sobrio):

¿?

El camino de vuelta fue un coñazo. El tren tardó un huevo en aparecer y el interior del vagón olía a bodega porque sus pasajeros se habían dedicado a dejar la ciudad seca en lo que a existencias de sake se refería (aunque tenía su gracia ver a alguno tratar de mantener el equilibro agarrado a la barra. Recordad: los borrachos tienen gracia; los alcohólicos, no). Además, cuando nos disponíamos a hacer el trasbordo y montar en el dichoso ferrocarril (es que he usado la palabra "tren" demasiadas veces hoy) de pago con destino al hotel, descubrimos que el último de la noche había salido hacía media hora. Un vigilante de la estación nos respondió con un escueto "taxi" cuando le preguntamos por alternativas para dirigirnos al área del aeropuerto, y siguiendo su consejo fuimos a la parada que había en la puerta de la estación.

Los taxis japoneses son la hostia. No sé si es por motivos legales, turísticos o qué, pero son vehículos antiquísimos (con amortiguadores antiquísimos gracias a los cuales cada bache en la carretera se traduce en un estupendo masaje de perineo) que tienen visillos por todas partes: en los respaldos, en el reposacabezas, en el salpicadero, en la bandeja de atrás... Y los taxistas visten uniforme que incluye gorra y todo. De hecho, cuando nos adentramos en el vehículo pensé que si le pedíamos que nos llevase a la Plaza de Oriente para ver al Caudillo en lugar de al hotel, el conductor no se habría extrañado lo más mínimo. Una vez en el hotel recogimos las maletas y la llave y subimos a nuestra habitación, parando antes en el conbini que había dentro del propio edificio y haciéndonos con diferentes guarradas que nos servirían de desayuno a la mañana siguiente en caso de no poder sentarnos como es debido a disfrutar de mi comida preferida del día:

Guarradas varias

Y en eso consistió nuestro día en Osaka. Lo último que hice aquella noche fue esta foto desde la habitación del hotel:

Antes, todo esto era campo. O arrozales

Y a dormir. Pero sólo cuatro horas, que al día siguiente nos tocaría madrugar MUCHO. Ya os contaré.

P.D.: Omuraisu, coño. Se llama omuraisu. No lo busquéis vosotros, no. No sea que os vayan a entrar agujetas o algo.


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