lunes, 20 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIIII

En la que los protagoniCIERVOS, JODER. CIERVOS.


La mañana de nuestro nosecuantésimo día en Japón (porque con la tontería de los palotes en los títulos he perdido la cuenta) me desperté dándole mentalmente las gracias a la recepcionista que la tarde anterior tuvo a bien el cambiarnos a una habitación tan tranquila. El ascensor que nos llevó a la planta baja (sí, el del váter de emergencia en un rincón que mencioné en la anterior entrada) incluía el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 10:

No existe la planta baja. Los edificios aquí empiezan en el primero

Vale, lo confieso. Lo de los pisos sin bajo lo llevaba viendo desde el primer día, pero es que tengo detalles guardados para cuando intuyo que la entrada me va a quedar más insulsa de lo habitual. De todas formas, si tenéis alguna queja relativa a alguna entrada de esta serie, os invinto a expresar vuestra opinión en la sección de comentarios viajar a Japón, hacer cosas allí y, cuando volváis, sacar tiempo los domingos a última hora de la tarde para contarlo por escrito.

Sigo. El restaurante del onsen contaba con un buffet que cumplía con las tres condiciones que yo le pongo siempre al buffet de un hotel. A saber:

  1. Ser abundante.
  2. Ser abundante.
  3. Ser abundante.

Por ello, cuando terminamos con el desayuno (que incluía, entre otros productos, distintos tipos de sopa y unas bolas de arroz y pescado envueltas en hojas de las que me jalé diez o doce) yo me encontraba más contento que Obélix en una granja de Elpozo (perdonad el bajo nivel de las coñas hoy, pero ando corto de creatividad), sensación que se acentuó cuando mi novia, en el papel de eficiente enfemera, cambió mi vendaje y aquel desastre tuvo menos pinta de desastre que los días anteriores.

Y encima íbamos a pasar el resto de la mañana viendo ciervos. ¿Es que el día podría mejorar aún más?

Pues sí, podría. Quienes me conocéis sabéis que no siento especial cariño por las crías de ser humano. Eso, y que soy bastante cabrón. Por ello, el poder contemplar en Nara cómo un niño de unos tres años, tras acercarse a putear a un ciervo, recibía una valiosa lección de vida en forma de persecución, topetazo y costalada, hizo que quien escribe estas líneas visualizase la escena completa con regocijo y una sonrisa miserable. Como epílogo al sainete, ver a la madre histérica perdida me hizo comprobar por segunda vez (creo que lo comenté en la anterior entrada, o en la anterior a la anterior) en este viaje que la gilipollez del ser humano no conoce de razas ni culturas.

Tras un paseo entre estos animales (los ciervos, no los humanos) que incluyó darles galletas y descubrir que, para pedírtelas, algunos de ellos inclinan la cabeza y otros te muerden el culo, nos acercamos a ver el gran Buda de Nara. Y FUA.

De entrada, el templo donde se encuentra, la estructura de madera más grande del mundo (al menos en 1973, que es cuando se publicó un libro de viajes que tienen mis padres en el salón de su casa):

Ya os he dicho que FUA.

Y dentro del mismo, tras la horda de turistas imbéciles que posaban imitando la postura de sus manos, un bicho de dieciséis metros cuya construcción dejó al país sin bronce.

Que sí, que FUA

Siento que el haber elegido un objetivo gran angular no permita apreciar lo mastodóntico del Buda, pero no tenía yo entonces la mano muy en condiciones de dedicarme a intercambiar objetivos en mi cámara, así que creedme, joder.

Tanto FUA nos dio hambre, por lo que salimos de allí y nos metimos en una cafetería que servía unas crêpes dignas de una última cena:

De FUA a ÑAM y tiro porque me toca

Bueno, pues fue pegarle el primer mordisco al deliciosísimo postre y el Diablo, que si no vive en Nara al menos estaba allí de visita aquel día, entró en ese momento en el restaurante, se acercó a nuestra mesa y me dijo: "Que no te gustan los niños, ¿no? Que te hace gracia ver a un mocoso cobrando por meterse con un ciervo, ¿no? Pues toma un poquito de karma para acompañar a esa crêpe tan rica, colega". Tras esta sentencia, me dio dos palmaditas en el hombro al tiempo que señalaba la mesa más cercana a la nuestra, donde pude ver a una madre japonesa que se dedicaba con gran esmero a cambiar el pañal de su hijo.

Cuando quise girarme para cagarme en su madre, el Diablo había desaparecido. No puedo decir que hubiese dejado un rastro de olor a azufre, porque el aroma que en ese momento flotaba en el ambiente no me habría dejado percibirlo.

Salimos de allí invadidos por sentimientos encontrados y, tras patearle el culo a un machamp en un gimnasio Pokémon de la zona para consolarnos, recorrimos el mismo camino que por la mañana, cruzándonos con grupos de adolescentes que arrastraban los pies al caminar sobre la tierra (lo de la gilipollez del ser humano y tal) y sacando fotos y vídeos a los ciervos que no pienso compartir aquí porque soy un miserable. Una vez de vuelta en el centro de Nara, aprovechamos las muchas tiendas de souvenirs para comprar infinidad de mierdas alusivas a los ciervos y nos acercamos a un puesto de takoyaki (sé que tako significa "pulpo" porque Chaozu se lo llama a Krilin en Bola de Dragón) que tardó un montón en servirnos por un motivo que desconozco. En lo que esperábamos a recibir las deseadas bolas de pulpo, aproveché para hacer esta foto del sitio:

Venden pulpo y el puesto está decorado con pulpos. Me gusta que vayan de frente

También aproveché para tomarme el antibiótico (porque os recuerdo que la herida de mi mano tonteaba con la infección aquellos días) y para aprender una lección valiosísima que voy a compartir gratis con todos vosotros:

Procurad tener agua a mano y tragar rápido una cápsula en cuanto os la metáis en la boca. De lo contrario, os arriesgáis a que se abra y terminéis con la lengua y los dientes teñidos de azul al tiempo que os toca experimentar un sabor horrible.

De nada.

Tras comer el takoyaki y reemplazar el sabor a polvo de antibiótico por el de pulpo con salsa tonkatsu, volvimos al onsen (parando por el camino en un puesto que vendía fresas rellenas. No es relevante, pero lo digo para fardar), y yo dediqué el resto de la tarde a descansar un rato (que los antibióticos, aunque fuesen flojos, pegaban) y bajar a tomarme un zumo mientras mi novia, libre de quemaduras vendadas, disfrutaba del balneario.

A Dios pongo por testigo (y no es la primera ni será la última vez que lo digo) de que volveré a Japón y me meteré en un onsen en condiciones.

Una vez que los dos terminamos nuestras actividades de ocio por separado, nos reunimos y fuimos al restaurante del hotel, pues a todo lo bueno que llevo contando del sitio hasta ahora hay que añadir que cada noche invitaban a los huéspedes a cenar sopa de noodles (una pena que no nos enterásemos el día anterior). Sí, había que estar descalzo, por supuesto, que el restaurante, al igual que el resto del edificio, también estaba tatamizado:

Que a mí me das de cenar gratis y me quito lo que me pidas, también te lo digo

Terminamos de cenar y de ver (pero no entender) un rato la tele en el comedor y nos volvimos a la habitación a lamentarnos de que aquélla fuese nuestra última noche en semejante lugar. Y eso fue todo aquel día.

He tardado menos en escribir la entrada que el ordenador de mi madre en instalar las putas actualizaciones de Windows 10, no os lo perdáis. Aunque tengo que reconocer que no he contado mucho. En fin, a ver si la siguiente entrada me queda un poco más larga.

Esperad, esperad. "Más contento que Juan José Padilla en una ortopedia". ¿No? ¿"Más contento que el duque de Feria en una fiesta de la espuma"? ¿Tampoco? Bueno, pues nada.

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