Tendría yo unos nueve o diez años. El hecho de pertenecer a una generación afortunada con toda clase de opciones de ocio a mi alcance hacía que me aburriese como una ostra con demasiada frecuencia. Y aquella tarde de verano no fue una excepción. Además, esto ocurrió a la hora de la siesta, que es cuando los críos están más activos y porculeros. En un arranque de creatividad alquímica fruto de la inspiración recibida a partes iguales por los espíritus de Antoine Lavoisier y la bruja Avería, decidí que la siguiente hora iba a desentramar los secretos de la química y a investigar el resultado de combinar distintos tipos de compuestos. Vamos, que trinqué un tarro de Nescafé vacío y me dediqué a recorrer la casa echando dentro del mismo cualquier mierda líquida o en polvo que caía en mis manos.
Empecé por la cocina, añadiendo a mi pócima leche, cocacola, pan rallado, café, mayonesa, aceite (de girasol, que si me llegan a pillar malgastando el de oliva se me cae el pelo Y CON RAZÓN), tomate frito, harina, maizena, azúcar, sal y especias de toda clase, desde perejil a ajo en polvo pasando por pimentón y comino, que no sé por qué teníamos comino si mi madre nunca lo añadía a la comida. Aquel puto bote de comino llevaba en mi casa más años que yo, y al final era yo precisamente el único que lo aprovechaba. Ironías de la vida.
Por cierto, aunque suene temerario, los productos de limpieza también estaban en la cocina. A ras de suelo, para más inri. Aproveché esta circunstancia y añadí a mi mezcla unos cuantos chorros de lejía y limpiacristales, amén de algo de volvone y lavavajillas.
De la cocina pasé al baño, donde pude disponer de champú, gel, alcohol, colonia, aftershave, espuma de afeitar, mercromina (porque aún no había betadine) y agua oxigenada que incluir en mi creación.
Debido a que el cuarto en el que mi padre jugaba a presentar Bricomanía se encontraba al otro lado del patio, aproveché que tenía que cruzar el mismo para acercarme a uno de sus rincones, donde reposaba un enorme montón de arena de playa. El motivo por el que dicho montón se encontraba en un lugar alejado doscientos kilómetros del mar más cercano no tenía ningún misterio: el facultativo de la ortopedia Cañamares encargado de tratar mis pies planos (espera, ¿eran planos o cavos? Bueno, da igual) le había dicho a mis padres que sería beneficioso para mi condición caminar sobre este tipo de terreno, y mi padre encargó a un constructor del barrio que convirtiese el fondo de mi patio en una recreación en miniatura de El Sardinero. Así, mientras yo disponía de un rincón para levantar castillos y fuertes de arena los doce meses del año sin necesidad de viajar a la costa, todos los gatos del barrio disponían de un bonito emplazamiento en el que poder cagar por las noches. Pues bien, un poco de aquella arena no necesariamente libre de deposiciones felinas también acabó dentro del tarro. Con el recipiente bastante lleno a aquellas alturas, alcancé la zona de bricolaje y reparaciones de mi hogar e incluí algo de pintura, barniz y aguarrás.
Como colofón, rocié a gusto aquel mejunje con spray matacucarachas del que había en el garaje hasta que empecé a sentir frío en el dedo con el que presionaba el pulverizador. Satisfecho con el resultado, cerré la tapa del frasco y escondí mi creación bajo una mesa de la cochera durante un par de semanas, confiando en que el tiempo y la paciencia trabajasen todos aquellos ingredientes. Muy mal se tendría que dar la cosa para que aquel año el Nobel de Química no llevase mi nombre.
Pasados quince días rescaté el bote de su reposo y descubrí que el potingue había tomado un color negruzco brillante de lo más sospechoso, casi hipnótico. Encontrándome poseído por el embriagador encanto de aquella producción y por mi gilipollecez infantil, sentí la imperiosa necesidad de averiguar a qué olía la mezcla. Desestimando todas las precauciones que hubiesen podido frenar mi curiosidad y dejando a un lado por enésima vez en mi vida el sentido común, abrí la tapa, arrimé los hocicos al frasco y aspiré con fuerza por la nariz.
Vomité tres veces seguidas (la última estando ya al borde de la inconsciencia) mientras sufría un mareo atroz que me hizo tambalearme en todas direcciones sin que pudiese distinguir si las superficies contra las que me estaba fostiando pertenecían a las paredes o al suelo del garaje. Vamos, como cuando configurabas el salvapantallas del laberinto de Windows 98 con las texturas cambiadas, pero pasando un mal rato de cojones.
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fuente: youtube
A tope sin drogas |
Apenas pude recuperar el equilibrio, gateé malamente de vuelta hacia el frasco infernal y, casi a tientas (pues mis ojos llorosos e irritados apenas me permitían ver), cerré la tapa y pasé el resto de la tarde con el estómago revuelto y aquella pestilencia grabada a fuego en mis fosas nasales.
¿Que qué me ha hecho recordar una escena de mi infancia tan desagradable? Pues el pavo que tengo sentado a mi lado en el avión, que huele igual que aquel puto mejunje, el tío gorrino. Cuando pase el azafato con el carrito de las colonias le pienso comprar TODAS y convertir nuestra fila en la planta baja del Corte Inglés. No me jodas, tan tiquismiquis que se ponen con las dimensiones de las maletas y los líquidos y chorradas por el estilo, y a la gente que se presenta en la cola de embarque oliendo a rayos la dejan pasar como si nada. Que vale que este detalle no supone una amenaza terrorista, pero yo ahora mismo me siento como si estuviese en plena batalla de Ypres.
En serio, Ryanair, en tus manos está convertir en realidad mi utopía:
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fuente: ryanair
Un mundo feliz |
Aunque también sería todo un avance de la tecnología el desarrollar auriculares nasales. Igual que ahora llevo uno en cada oído atronando con Los Beatles para no tener que escuchar al criajo llorón que hay dos filas por delante, podría existir un dispositivo similar que, incrustado en la tocha, nos permitiese sintonizar lavanda o vainilla en situaciones como la que estoy viviendo en este momento.
Mientras tanto, la única solución que se me ocurre es tirarme las dos horas de vuelo respirando por la boca.
Virgen santa, lo que hay que oler.

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