lunes, 13 de agosto de 2018

Big in Japan. Episodio IIIIIIII

En la que los protagonistas de la historia, tras una tercera visita al hospital, comen en el suelo y vuelven a cambiar de ciudad en busca de ciervos.


Ya dije en mi anterior entrada que la noche previa no había sido ninguna maravilla en lo que a descanso se refiere. Bueno, pues la del día que nos ocupa fue ligeramente mejor gracias a la nutritiva cena. Lo malo es que no desayunamos en el ryokan, pues teníamos que presentarnos a primera hora en el hospital para que el especialista echase un ojo a mi mano, por lo que hicimos el checkout y le pedimos al personal de recepción que nos cuidase las maletas en lo que hacíamos estas gestiones al otro lado de la ciudad y tal.

Del alojamiento al centro sanitario fuimos en metro, lo que nos permitió experimentar cómo es la hora punta en Kioto. Y ¡joder, cómo es la hora punta en Kioto! ¿Alguna vez habéis adelantado a un camión de transporte de ganado? Bueno, pues eso es business class comparado con el metro kioteño minutos antes de que todo dios entre a trabajar. Para que os hagáis una idea de la aglomeración, tuvimos que dejar pasar dos metros antes de que llegase uno con el espacio suficiente para que mi vendada extremidad no sufriese el roce de otros seres humanos (lo que, por otra parte, habría provocado que yo perpetrase una masacre).

Total, que llegamos al hospital cuando estaba a punto de empezar el horario de consultas (no como las dos veces anteriores, que entramos derechos en urgencias), y a la entrada nos recibió una empleada del centro cuyo puesto no sé muy bien cómo calificar, pues se encargaba de indicar a los pacientes dónde sentarse para que respetasen el orden de llegada una vez comenzase el turno del personal administrativo (te cagas). A las ocho de la mañana en punto comenzó la asignación de citas, y a mí me mandaron a la segunda planta, donde debía esperar a ser llamado por el especialista en averías chungas de la piel.

Y vaya coñazo de espera.

Durante las dos horas que tardamos en ser atendidos, descubrí que varias personas que habían llegado más tarde que yo entraban a la consulta, y alcancé un punto en el que me acabé mosqueando. Pero claro, como yo lo único que sé decir en japonés es sumimasen, que es como aquí dicen "oiga, disculpe" cuando se dirigen a alguien, cada vez que la enfermera aparecía por el pasillo yo sólo podía susurrar un leve "sumimasen" que se perdía en el aire con olor a productos de limpieza no tóxicos:

—Sumimasen.

 Ni caso.

—Sumimasen.

Nada.

 Bueno, pues poco me faltó para soltar un "SUMIMASEN, SEÑORA, QUE LLEVAMOS AQUÍ DOS HORAS VIENDO CÓMO SE NOS CUELAN Y NO HAY DERECHO", aunque al final fue mi novia la que, muy educadamente, preguntó que a qué se debía que tardasen tanto en llamarnos, y resultó que lo del orden de llegada se lo estaban pasando por el torii porque había otra clase de prioridades a la hora de aceptar pacientes, mira tú. Pero bueno, al final oí mi nombre por megafonía y accedí a la consulta. El especialista se limitó a confirmar que tenía armada una buena en la palma de mi mano, y tras lavar la zona y renovar el vendaje, me recomendó que fuese al hospital en cuanto volviese a Irlanda porque aquello tenía pinta de ir para largo y requerir un tratamiento (spoiler alert: no fui. Bueno, no me aceptaron, y tuve que limitarme a visitar la clínica/salón de belleza que hay bajo mi oficina y hace las veces de ambulatorio, pero eso es otra historia que, amén de otras muchas anécdotas relacionadas con el estado de la sanidad en Irlanda, contaré cuando la gente que critica el sistema sanitario español me toque especialmente los huevos). Antes de pagar la factura y abandonar el hospital, nos acercamos a una máquina expendedora aparcada dentro del edificio y nos hicimos con sendos zumos que constituyeron el desayuno del día. Qué triste.

Frente al complejo hospitalario se encontraba la farmacia en la que tuve que hacerme con una nueva ración de antibióticos, y allí dentro sólo había dos documentos redactados en inglés: el primero fue un formulario que me tocó rellenar para declarar que aceptaba que me colocasen medicamentos genéricos (y yo estoy muy a tope con los genéricos). El segundo era un post-it que la farmacéutica (que sólo hablaba japonés) paseó delante de mis ojos con alegría mientras me hacía entrega de las medicinas, en plan "mira qué bien, que gracias a este papel que tengo aquí nos podemos entender tú y yo". A mí no me hizo tanta gracia, pues en el susodicho post-it ponía lo siguiente:

Symptoms → Diarrhea

No hace falta que os lo traduzca, ¿no?

Montamos nuevamente en el metro, encontrándolo esta vez más vacio que a la ida, y durante el trayecto mi novia me confesó que "llevaba varios días con ganas de soba". Que si no controláis de gastronomía japonesa estaréis pensando que mi novia me estaba proponiendo una guarrada, pero nada más lejos. Aprovechamos que teníamos acceso a internet (algo que he olvidado mencionar hasta ahora y de lo que hablaré detalladamente en otra entrada si es que me acuerdo) y buscamos algún local por la zona que sirviese esta típica sopa de fideos gordos. Resultó que había uno, escondido a la vuelta de la esquina de un estrecho callejón oculto entre dos calles interiores. Cuando finalmente dimos con el sitio, descubrimos que estaba cerrado, pero en lugar de cagarnos en todo y largarnos a comer al McDonalds, decidimos mantener la fe, pues había gente haciendo tiempo en el lugar y supusimos que ellos también tenían ganas de soba libre de connotaciones eróticas.

A los pocos minutos, la puerta del restaurante se abrió desde dentro y una camarera entrada en años nos invitó a todos a pasar, a descalzarnos y a ocupar las mesas del interior.

El local era "curioso", pues la decoración y disposición del mobiliario le hacían pensar a uno que se encontraba en una época pasada. Concretamente, de antes de que se inventasen las sillas. Y es que nos tocó comer en el suelo y las mesas no superaban los cuarenta centímetros de altura. Que si se tiene flexibilidad no hay problema: se adopta la postura del escriba sentado del Louvre y ya. Pero no es mi caso. Mido casi un metro noventa y cada vez que voy de vacaciones a la playa y la gente con la que estoy en la arena sugiere que nos sentemos en corro a jugar a las cartas me dan ganas de echarme a llorar. Y si a esto le añadimos que mi mano derecha se encontraba vendada, cuando me acabé el cuenco de soba estaba sudando. Eso sí, me sobraron fuerzas para hacer una foto del cuadro:

Dolor

Mi novia, por su parte, y cómodamente sentada frente a mí, se pasó toda la comida pidiéndome perdón por haber tenido la idea al tiempo que se descojonaba internamente a causa de mi imitación de Pepe Viyuela. Tras acabar el rancho y recibir dos caramelos como cortesía al pagar la cuenta (que es una pijada, pero me hizo ilusión y me ayudó a que mis músculos recuperasen la glucosa perdida durante el esfuerzo), volvimos al ryokan a por las maletas y por el camino descubrí el detalle de Japon que me dejó con el culo torcido número 7:

Allí estaban en campaña electoral o algo por el estilo, y en lugar de engrudo guarro, lo que utilizaban para pegar carteles eran pegatinas cuquis

Salimos por última vez del ryokan y fuimos a la estación de tren, desde donde nos dirigimos a la tercera ciudad de nuestro tour japota: Nara. Sí, la de los ciervos.

Del trayecto sólo puedo deciros dos cosas: que la mayor parte del mismo la pasé durmiendo como un ceporro y que por la ventanilla del vagón no se veía otra cosa que arrozales. Venga arrozales. Y más arrozales. Etcétera.

En la estación de Nara descubrí el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 8: los andenes contaban con áreas para acceder a los trenes sólo para mujeres, porque aquí hay señores que tienen la mano muy larga. No, no hice foto.

Nuestro alojamiento designado estaba a tiro de piedra de la estación, y si las noches de Kioto las pasamos en un ryokan, para Nara teníamos reservado un onsen, que es un balneario típico japonés (mi novia, que sabe cómo montárselo que da gusto a la hora de elegir dónde meterse estando en Japón). Lo primero que nos dijeron al acercarnos a la recepción fue que nos descalzásemos, pues todo el suelo del edificio estaba cubierto de tatami y el calzado estaba prohibido. Para que me creáis, hice una foto de la sala en la que los huéspedes teníamos que dejar nuestros zapatos:

Todo el mundo descalzo, pero respetando un orden. Como debe de ser

En el ascensor que nos llevó a nuestra habitación encontré el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 9:

Una sillita-WC en un rincón del ascenson con agua, linterna, papel higiénico y desodorante para utilizar en caso de emergencia. EN CASO DE EMERGENCIA, marranos

Del hotel fuimos a dar un paseo vespertino por las tranquilas calles de Nara, y me enamoré particularmente de Sanjo Dori: una calle llena de cafeterías, tiendas y restaurantes con hilo musical propio en el que sonaba jazz de muy buen gusto. Accedimos a una de las cafeterías (con pinta bastante lujosa y música de piano sonando de fondo. Pero qué asco doy) y allí pude degustar algo que llevaba años deseando probar: el café Blue Mountain. Los que no seáis muy frikis del café no habréis oído hablar de esta variedad, pero es muy conocida entre la gente pija y especialita, ya que se le considera uno de los cafés más suaves (si no directamente el que más) y sólo se produce en Jamaica. De hecho, el 80% se exporta directamente a Japón. Ah, y es caro de cojones.

Bueno, pues ya que me gané el odio de todos comparando el centro de Kioto con un barrio de Valladolid o llamando "comida de hospital" al desayuno japonés, que no haya dos sin tres: el Blue Montain es aguachirri. Pero eso no quita que comprase café para preparar en mi casa cuando estuviese de vuelta, faltaría más.

Tras el rato cafetero salimos de nuevo a callejear, y yo me puse como un gorrino gracias a las muchas pastelerías que hay en Nara y al arte que tienen elaborando bollos, lo que hace que merezca la pena probarlos todos. Cuando empezó a caer la noche y las tiendas fueron cerrando sus puertas, volvimos a la habitación del onsen y descubrimos horrorizados que las máquinas de aire acondicionado del exterior del edificio metían un ruido similar al que hacía ALF para mosquear a Willie en la serie homónima. Bajamos a recepción a preguntar si aquel estruendo iba a cesar en algún momento de la tarde, y la recepcionista nos confesó apesadumbrada que no. Y pensaréis que nos lo dijo con un "os jodéis" en la mirada, pero la hospitalidad japonesa no funciona así. Antes de que pudiésemos decir nada, la muchacha ya estaba buscando alguna habitación libre a la que poder trasladarnos. Y no sólo eso, sino que nos acompañó mientras hacíamos la mudanza, ayudándonos a cargar con las maletas y dándole conversación a mi novia relativa a la serie Attack on Titan cuando vio todos los llaveros y pijadas que colgaban de su mochila. Al saber de labios de mi novia que aquel merchandising procedía de Akihabara y que nuestro viaje concluía en Osaka, nos recomendó que visitásemos Nipponbashi. Pero qué maja, joder.

Una vez establecidos en la habitación libre de ruidos de ALF, nos pusimos la ropa de onsen suministrada por el hotel (camiseta y pantalón de lino holgados) y bajamos a la zona de balneario.

El área estaba separada por sexos, y para poder acceder a la zona de mujeres era necesario usar una clave que cambiaban cada día y que había que pedir en recepción (ya os estaréis dando cuenta de que aquí hay mucho pervertido suelto). Otra cosa que nos tocó solicitar fueron pegatinas para taparnos los tatuajes, pues está prohibido acceder a estos sitios mostrando esta clase de pintura corporal, ya que lo contrario puede interpretarse como un "Bienvenido mister yakuza". Mi novia y yo nos dijimos "luego te veo" y entramos en nuestras zonas designadas.

Y yo ahora podría contaros que pasé horas metido en el lugar, disfrutando de los múltiples beneficios que proporciona al organismo el meterse en un sitio así, pero no. Lo de tener la mano vendada limita mucho cuando uno entra en un lugar cálido y húmedo a más no poder, así que este párrafo va a ocupar poco: tras quitarme toda la ropa y cerciorarme de que no se me veía el tatuaje, pasé a la zona de duchas. Éstas se encontraban a baja altura, por lo que tocaba sentarse en taburetes para asearse en condiciones. De allí fui a una gran piscina de agua caliente, donde pasé sumergido unos cinco minutos con la mano en alto. En cuanto se empezó a acumular sudor en mi piel, volví a dirigirme a la zona de duchas mientras miraba con pena a la piscina de agua fría y a la sauna a las que no podría acceder [emoticono de cara triste]. Tras la ducha de salida, ligeramente más rápida que la de entrada, me vestí una vez más con la ropa de lino (un poco acojonado, porque se me estaba despegando la pegatína que cubría mi tatuaje y pensé que acabaría liándola) y me prometí a mí mismo que volvería a Japón en un futuro no muy lejano y disfrutaría en condiciones de estas cosas que me estaba perdiendo por no tener cuidado al preparar los putos churros (pues al final ha quedado un párrafo más largo de lo que esperaba, mira tú).

Venga, fardaré un poco diciendo que le sacaba dos cabezas al siguiente más alto de todo el balneario. Y no me pidais más detalles comparativos porque no me fijé en nada más. Y tampoco quiero repetirme en este blog.

Como mi novia sí que podía aprovechar su visita (me dijo que incluso había piscinas al aire libre. AL AIRE LIBRE, joder), decidí esperar a que saliese en una salita cercana a la recepción que contaba con una máquina expendedora de leche y una televisión que mostraba en bucle un vídeo promocional de Seúl (tranquilos, que de momento no tengo pensado dar la turra con una serie Big in South Korea). Cuando mi novia hizo aparición, subimos a vestirnos a la habitación y volvimos a salir a la calle con la idea de cazar algo para cenar.

El lugar elegido fue un restaurante de Sanjo Dori cercano a la cafetería del Blue Mountain. Allí nos metimos un montón de platitos pequeños cuya composición no recuerdo mientras un niño sentado en una mesa cercana le preguntaba a su padre insistentemente mientras me miraba de reojo que quién era ese señor tan alto.

Poco más pasó ese día. Al salir del restaurante pasamos por una especie de casino que tenía cientos de miles de máquinas de gachapon (pero ninguna interesante) y luego aprovechamos que una de las tiendas cerraba de madrugada para comprar dulces que le acabé regalando a mi hermano.

Y a dormir hasta el día siguiente.

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