viernes, 29 de abril de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 8

No voy a empezar esta entrada hablando de lo que soñé durante la última noche que pasé en Dubai. Y es que ni lo recuerdo, ni tomé nota de ello. De hecho, no tomé notas en absoluto y me toca confiar en mi escasa memoria para echarme a escribir. Teniendo en cuenta que todo lo que estoy a punto de contaros ocurrió hace ya dos meses y que apenas saqué fotos durante la jornada, se avecina un post breve, para alivio de todos.

Aunque lo más adecuado habría sido no usar despertador (pues la paliza en la Expo del día anterior pedía a gritos dormir en condiciones), el hecho de que el avión, pese a partir a primera hora de la tarde, no iba a esperar por nosotros, hizo que no nos quedase más remedio que salir bien temprano de la cama. Para ayudarnos a enfrentarnos a la mañana con más ganas, bajamos al mcdondalds en el que prácticamente se sabían mi nombre y recurrimos a su grasienta (aunque deliciosa) opción en lo que a primera comida del día se trata.

Tras dar cuenta de huevos, bacon, hashbrowns y demás (y recoger las bandejas porque vivimos en una sociedad), aprovechamos la cercanía de una tienda Mumuso para terminar de comprar mierdas que habíamos localizado en incursiones previas a dicho establecimiento pero que no nos habíamos atrevido a adquirir por miedo a la sobrecarga maletil. Yo me compré este cojín tan mono:


Otra cosa que hicimos fue deleitarnos con la decoración de dudoso gusto que había en la zona:

Esta foto la hizo mi novia. No pensaba incluirla, pero la entrada va a camino de ser insultantemente breve y tengo que rellenar con algo

Una vez de vuelta en el apartamento procedimos a empaquetar nuestras pertenencias y toda la morralla adquirida durante la semana (os recuerdo que, entre otros objetos, me pillé un órgano Yamaha). Viendo que aún contábamos con un par de horas previas a la vorágine que supone viajar en avión, fuimos a la cercana playa, donde pasamos media hora tumbados al sol para callar a quienes me dijeron al enterarse de mi viaje "sI VAs a Ir a DUbAi TiENeS qUE iR a LA plAyA A tOmAR eL sOL". Lo que no hicimos fue bañarnos, pues la zona reservada a bañistas constituía tan sólo una minúscula cala dentro de un pequeño golfo en un rincón de la costa.

No sé si me he explicado, pero lo que quiero decir es que el agua no podía tener más mierda.

Viendo que se acercaba la hora de decir adiós a Dubai para siempre, abandonamos la playita, nos pegamos una ducha rápida y bajamos a buscar el taxi más cercano disponible (no sé por qué, pero lo de llamar a un taxi siempre me ha dado cosica. Por cierto, tengo pendiente hablar de taxis en general. Que no se me olvide). El taxista nos acercó al aeropuerto y aquí nos tocó hacer una cola importante para poder facturar las maletas. Facturarlas nosotros, ojo, porque Emirates se ha ventilado a casi todo su personal de tierra y ahora es uno mismo el que tiene que encargarse de pesar su maleta, colocarle pegatinas y echarla a la cinta transportadora. ¿Os cuesta a vosotros menos el billete desde que las aerolíneas se ahorran un pastizal con detalles así? A mí tampoco.

Tras trabajar gratis para Emirates durante unos minutos pasamos el control de seguridad, en el cual no pude evitar acojonarme un poquito porque mi pasaporte estaba dando problemas para ser leído, y el agente encargado de darme el visto bueno no estaba por la labor de contarme lo que pasaba mientras revisaba en su ordenador Alá sabe qué. Pero bueno, al final todo salió bien y mi novia y yo pudimos felizmente encaminarnos al trenecito que nos llevaría a las puertas de embarque.

Llegados a dicha zona, y aprovechando que las escaleras mecánicas no se acababan nunca, saqué una foto del interior de la nave para mostrar lo enorme del lugar, pero la verdad es que la foto no hace justicia a lo que estoy defendiendo. La voy a poner aquí igualmente:


La hora de embarcar se acercaba, y de camino a la propia puerta nos tocó cruzar por varios duty free porque los que diseñan aeropuertos son unos coyotes, oye. Que te obligan a pasar por según qué sitios para que te gastes pasta y siempre hay algún primo que no puede evitar comprarse la última gilipollez comercializada por Kinder:


Al final nos plantamos en la puerta en el momento justo de subir al avión, y mientras nos leían las tarjetas de embarque descubrí que las sillas allí presentes tenían pinta de ser muy cómodas:

Y yo perdiendo el tiempo comprándome puñeteras huchitas

Por cierto, en la entrada en la que hablaba de nuestra llegada a Dubai comenté que el avión era monstruoso, y si necesitáis una prueba, os pongo una foto de los TRES pasillos desplegados para acceder al mismo:

No pasa nada si al ver la foto os preguntáis que dónde coño está el tercer pasillo, si sólo se ven dos. A mí me acaba de pasar, demostrando lo tonto que soy al no darme cuenta de que hice la foto desde el tercer pasillo. En fin, estoy cansado

Una vez metidos en el aparato y ocupados nuestros sitios, recordé el vuelo de ida y mi alegría al descubrir que no tenía a nadie detrás que me diese patadas (alegría que me duró lo que tardó la miserable de delante en echar su respaldo hacia atrás). En esta ocasión, también fui feliz durante unos minutos, pues nuestros sitios eran los primeros de la fila y no teníamos a nadie delante dispuesto a joderme reclinando su asiento. Peeero... Lo habéis adivinado: un criajo colocado detrás de mí se pasó todo el vuelo echando un partidito de fútbol con mi asiento.

Y no fue la única criatura que dio por saco. Os juro que ni me lo estoy inventando ni exagero: en las seis horas que duró el viaje no hubo ni un segundo en el que no se oyese a niños gritando o llorando. Semejante coro hizo que entre el despegue y el aterrizaje me entrasen unas ganas cada vez más intensas de emular a Arnold Schwarzenegger en Poli de guardería. A pesar de todo, mi cerebro logró filtrar el estruendo de fondo y pude echar una cabezada de un par de minutos, que fue el tiempo que tardó una mocosa que corría frente a nuestros sitios en despertarme de una patada.

Afortunadamente, nos sirvieron la comida poco después, y antes de echarle el tenedor saqué la foto de rigor para meter algo más de paja por aquí:


Tras comer, y una vez recogidas las bandejas, pasé el resto del tiempo intentando ignorar mi dolor de espalda, escuchando podcasts descargados y tratando de hacer una foto de algo que me parecía curioso: en la pantalla situada ante nosotros, cada cierto rato aparecía una imagen mostrando en qué dirección con respecto al avión se encontraba La Meca, para que quien quisiera rezase y tal. Sin embargo, cada vez que sacaba mi móvil la imagen cambiaba, por lo que esto es lo mejor que pude obtener:

Es lo que hay

A falta de un par de horas para nuestro aterrizaje en Viena nos dieron la merienda:


Una vez encafetado, y consciente de que me iba a pasar el resto del vuelo en vela, traté de leer un rato, pero me resultaba imposible concentrarme en mitad del barullo que estaba teniendo lugar en aquel jardín de infancia con alas. Por ello, lo di por imposible, coloqué mi ebook sobre el asiento a mi derecha (que estaba vacío, aclaro) y dediqué el tiempo restante a oír música.

Aterrizó el avión, salimos del mismo, cruzamos el control de seguridad (en el que dio igual haber elegido la cola de ciudadanos de la Unión Europea o la del resto de pasaportes, pues todas van siempre igual de lentas) y aguardamos pacientemente a que se nos hiciese entrega de las maletas. Mientras esperábamos, desarrollé una teoría absurda: el tiempo que se tarda en ver la maleta propia aparecer en la cinta es directamente proporcional al miedo que se siente al pensar que la han perdido. De todas formas, el ver que la zona sigue llena de gente esperando para lo mismo sirve para darse cuenta de que estamos todos en el mismo barco y la maleta terminará saliendo sí o sí.

No quiero con esto protestar contra el personal maletero, que bastante tienen con pasarse la jornada cargando bultos de otros. Y si a alguien le parece que el tiempo de espera es excesivo, la culpa es que quienes deciden no contratar a suficiente gente.

En fin, una vez nos hicimos con nuestras pertenencias, fuimos a la estación del aeropuerto. Desde aquí, un tren nos llevó a Viena, y fue en la capital austriaca donde hicimos el transbordo que nos dejó, pasadas tres horas, en nuestro destino (y creo que nos colamos en primera clase, pero nadie nos echó la bronca, por lo que no sé si en realidad los asientos eran demasiado cómodos y yo no estoy acostumbrado a viajar en un medio de transporte que no me haga daño).

Ya de vuelta en nuestro destino, caminamos a nuestro pisazo arrastrando las maletas, y como colofón a este día que empezó bien y fue evolucionando hacia cada vez peor fuimos bienvenidos por el siguiente cartelito de los cojones:

Alcensol aberiado, que dirían los de Gomaespuma

Podría terminar aquí esta serie, dejando que imaginéis entre risas cómo mi novia y yo nos dirigimos, maletas en ristre, y tras chuparnos horas y horas de viaje, escaleras arriba hasta el sexto piso. No obstante, queda un pequeño detalle en el aire...

Al describir mi mierda de vuelo he dejado caer que en cierto momento del mismo deposité mi ebook a un lado. ¿Os suena haber leído que después lo recogí? No, ¿verdad? Bueno, pues en la próxima entrada os cuento.

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viernes, 22 de abril de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 7

La hija de una compañera de mi novia se había perdido, no sé muy bien cómo (pues aún está aprendiendo a andar), en el metro de Dubai. Para más inri, esto estaba teniendo lugar en mitad de la noche. Sin ayuda por parte de las autoridades locales, los inquilinos del apartamento decidimos dividirnos para que fuese más fácil y rápido dar con ella. Al final, por fortuna, la chiquilla apareció y se encontraba bien. No sólo bien. Se encontraba pletórica, ya que había pasado la noche metida en una juguetería. Yo tardé en enterarme del hallazgo porque me había alejado bastante del lugar de los acontecimientos mientras intentaba localizar a la niña. Pero como no era capaz de recordar su nombre, lo que gritaba mientras me dedicaba a su búsqueda era el nombre de las paradas de metro que iba recorriendo a pie.

¿Veis? También soy gilipollas en sueños.

Debido a que era sábado, y a que la fiesta del barco del día anterior nos había demostrado a mi novia a mí una vez más que ya tenemos una edad, decidimos que ningún despertador nos sacaría de la cama y que nos tomaríamos la mañana con calma, y así fue. Un ligero desayuno en el apartamento (sin café ni nada. Por Dios, ¿quién soy?) y una ducha rápida sirvieron de prólogo a la que sería la actividad que nos iba a ocupar el resto del día. Y es que, considerando que el evento mundial por excelencia del derroche cutre estaba teniendo lugar en la capital mundial por excelencia del derroche cutre, ¿quién desaprovecharía la ocasión? Nosotros, desde luego que no. Así que salimos a la calle bajo un calor difícilmente soportable y nos dirigimos al metro, el cual nos llevó a través de polígonos industriales inmensos y urbanizaciones pijas con campos de golf y chalets de dudosa estética a nuestro destino: la Expo de Dubai.


Nada más llegar tratamos de hacernos con las invitaciones cortesía de Emirates que nos correspondían por haber volado con ellos. De la entrada nos enviaron a las taquillas, escondidas en una especie de sótano, y allí nos dijeron que ellos no podían darnos las invitaciones, que tendríamos que obtenerlas escaneando el QR del billete de avión y siguiendo los pasos de la web. Y en la web nos dijeron... que vale, que aquí estaban vuestras invitaciones (lo cual fue un alivio porque yo ya empezaba a temerme un nuevo episodio de mis tribulaciones). Tras obtener una forma legal de acceder al recinto y hacer nuestra primera cola del día, pasamos el control de seguridad, donde tuvimos que mostrar nuestro certificado de la vacuna contra el Covid (¿os acordáis del Covid? Porque ahora parece que nunca hubiese existido, oye) y cruzar un arco de seguridad (aprovecho para saludar a la segurata que tuvo a bien examinar mi bolso y ver una cámara Instax por primera vez en su vida). Tras estos trámites apenas incómodos, pudimos acceder al recinto:

Del otro lado de la cúpula había gaiteros, así que el día prometía regalarme mierda surrealista e inesperada

El primer objetivo que yo tenía en mente una vez pudimos pasar era, como estaréis imaginando quienes me conocéis, comer. Echando mano del plano que nos entregaron en la entrada localicé el local de comidas más próximo, que resultó ser un restaurante italiano, y tras unos minutos haciendo la segunda cola del día, pedí una margarita que fue preparada ante mis ojos:


Una vez servido, encontré sitio en un bucólico rincón con vistas a los extintores:


Mi novia, que no tenía hambre, se dedicó a mirar como comía y finalmente decirme "bueno, venga, sí. Dame un poco". Una vez quedó de la pizza sólo el cartón salimos de allí y yo me propuse cumplir mis otros dos objetivos del día: conseguir cosas de balde y meterme en los pabellones de aquellos países bajo dictaduras o regímenes poco democráticos para ver cómo escondían sus miserias. Os voy avanzando que no conseguí NADA gratis (pues las distintas naciones participantes competían no sólo por ver quién tenía la chorra más larga, sino por ver quién era más rata), y el segundo sólo a medias porque no nos apetecía hacer más colas, y la expo estaba llena de gente hasta la bandera. Bueno, hasta las banderas, que había un huevo de ellas, tal y como se puede ver en esta foto de señores bailando que saqué al final del día:


Mi intención al poco de llegar con respecto a la entrada que estáis leyendo consistía en visitar la mayor cantidad de pabellones posibles y rajar aquí de todos ellos. No obstante, debido a las colas interminables ya mencionadas, fueron muchos más los stands de los que pasamos que aquéllos a los que pasamos, por lo que os voy a ahorrar un montón de párrafos de turra y sólo voy a hablaros de algunos, salpicando mi resumen con otras anécdotas de la jornada. Además, al día siguiente de escribir estas líneas me vuelvo a ir de vacaciones, por lo que tengo cosas más importantes que hacer hoy. Yo también os quiero.

Uno de los primeros pabellones que visitamos fue el de Afganistán. Y es que debido a un quítame allá esos talibanes cargándose derechos humanos, me interesaba ver cómo maquillaban el asunto. Por lo visto, la mejor forma de decir que en tu país no hay un gobierno fanático es haciéndote pasar por una tienda de alfombras. Os lo juro:


Al salir de aquella especie de bazar nos encontramos prácticamente de bruces con (y aquí llega un chiste que no todos vais a entender) la tuna de Magisterio:


Tras soportar el espectáculo durante unos diez segundos (hay veces que me siento mal por la gente que, con la emergencia climática que se nos viene encima, se empeña en seguir teniendo hijos, porque vaya truños les toca aguantar para que los mocosos no se aburran ni den guerra) buscamos la forma de hidratarnos, descubriendo que aquí el agua se servía vendía en latas:

Aquafina NO patrocina esta imagen

Echamos un vistazo al mapa y decidimos hacer una ruta con varias paradas intermedias y cuyo destino final era el local de Japón (por razones obvias), situado algo así como en la otra punta del enorme recinto. Por el camino pasamos frente a China:

Yo aquí iba a meter un chiste mencionando Tiananmen, a los uigures o a Winnie the Pooh, pero ni me da el ingenio para ello ni quiero pillarme los dedos, que uno no sabe quién va a cortar el bacalao a nivel mundial el día de mañana

Suiza:

Cientos de personas esperando entrar y los paraguas que daban a la entrada no eran un regalo, que tocaba devolverlos después

Egipto:

No, aquí tampoco entramos


Tiempo después comentaría con varios conocidos austriacos que eso de "Austria tiene sentido" me parecía una trola como un Schnitzel de grande y todos me dieron la razón

O Arabia Saudí, cuya fila de gente esperando para entrar se perdía de vista:


Finalmente, tras lamentar no haber calculado que iba a haber tantos visitantes (recordemos que esto pasó un sábado. Si es que soy gilipollas) llegamos al pabellón de Japón y... bueno. ¿Sabéis que desde mediados de dos mil veinte no se puede viajar a Japón? Yo sí que lo sabía, pues tengo pendiente organizar un viaje con mi novia y mi hermano en cuanto levanten las putas restricciones y suelo cagarme en todo cada vez que echo un ojo a las webs de turismo japota para ver que las fronteras siguen cerradas. Y, ¿sabíais que el acceso al pabellón de Japón de la Expo de Dubai está limitado y que hay que hacer reserva para poder verlo? Bueno, pues yo NO sabía esto y no lo supe hasta que llegué a la puerta y me encontré un puto cartelito avisando de que no se podía entrar.

Para superar la decepción nos acercamos a un puesto de dulces y helados próximo, donde tras (por supuesto) hacer cola para poder pedir, descubrí que todo lo que me apetecía comer se había agotado, lo cual hizo que un sentimiento de arrepentimiento por haber ido a la puta expo empezase a crecer dentro de mi cerebro. Para que os hagáis una idea del sentimiento de decepción reinante en el momento, rechazamos entrar en Israel pese a que la entrada era inmediata porque para acceder al stand había que subir escaleras. Ni siquiera las papeleras inteligentes que te daban las gracias con un mensaje de voz cada vez que las usabas (haciéndote creer que estás salvando el planeta cuando en realidad sólo le estás haciendo el trabajo de clasificar la mierda a la empresa gestora de basuras de turno) levantaron los ánimos:

Gracias por su gesto tan noble como inútil

Dimos media vuelta por otro camino y pasamos junto a Italia, donde intuí que algo tenían que regalar porque no logré encontrar otra explicación a la enorme afluencia. También ignoramos España porque yo ya había visto por la tele que allí básicamente te contaban cómo es la Alhambra. Viendo que había pocas personas aguardando su entrada en Nueva Zelanda, nos unimos al grupito, y así pudimos ver una serie de vídeos explicando que en aquel país hay un huevo de ovejas y que no lo estaban haciendo tan mal (las personas, no las ovejas) en lo respectivo a cuidar el entorno (algo que, por otra parte, también decían de una forma u otra en el resto de pabellones):

No. No había una foto mejor. Dejadme en paz

Siguiendo el mismo motivo que nos llevó a visitar Nueva Zelanda, pasamos a Lituania, un país que en este caso fardaba de tener muchas cosas de ámbar y un agua del grifo cojonuda. Aquí también había una cafetería, atendida por un camarero borde de cojones que nos sirvió un café y un té con cara de asco y lo flipó un rato al descubrir que hay gente que se echa leche en el té. Tras unos minutos reponiendo fuerzas ante la atenta mirada del amable barista, pasamos a Brasil, cuyo pabellón contaba con un diseño que haría las delicias de quienes piensan que Brasilia no es una mierda enorme desde el punto de vista urbanístico:


El recorrido en el interior de este edificio consistía en un camino que serpenteaba sobre un extenso charco. Tras pensar durante un rato en la cantidad de visitantes torpes que habían debido de salir de allí hechos una sopa, fuimos al cercano Qatar, en el que lo único destacable era la mención al mundial de júrgol y el culto a los líderes exhibido en la entrada:


Esto último, por cierto, también pudimos verlo en Camboya:

Aquí al menos había una reproducción de una playa bastante curiosa de la que no saqué foto porque no me dio la gana

La tarde iba cayendo, y de otros sitios que vimos sólo considero destacable el colorido de Cuba:


Que Burkina Faso tuviese el nombre de su presidente tapado con no una, sino DOS tiras de esparadrapo, en plan golpe de estado de última hora (algo que, por otra parte, no ne habría extrañado en absoluto):


O que en el Vaticano contasen con una especie de juego de realidad virtual en el que te convertías en una mano:

Y aquí pensaba meter un chiste sobre abusos de la Iglesia Católica, pero no lo voy a hacer porque ya se han hecho todos

Esos pabellones eran algo decentes, sí, pero ninguno estaba a la altura del que estábamos a punto de visitar: Turkmenistán.

Para que podáis entender mi nivel de excitación mientras esperaba para entrar necesito que antes veáis este corte del programa Last Week Tonight en el que John Oliver habla sobre su presidente, Gurbanguly Berdimuhamedov (sí, lo sé, el vídeo está en inglés, pero vosotros sois unos vagos si no sois capaces de poner los subtítulos, joder): os aseguro que sus veinte espectaculares minutos describiendo a un hombre que claramente no está bien de la cabeza y que tiene una obsesión fetichista con los récords del mundo y con los caballos os van a dejar con el culo torcido. Cuando os recuperéis de la experiencia, mirad lo que presidía la entrada del pabellón:


Y de lo que descubrí dentro también guardo un recuerdo hilarante, pues todos los libros de los que habla John Oliver se encontraban expuestos allí, provocando que se me escapase la risa floja a cada paso.

No os habéis molestado en ver el vídeo, ¿verdad?. Si es que no sé ni para qué lo intento.

Con el síndrome de Stendhal aún fresco, pasamos a Rusia, donde una performance espectacular acerca del cerebro humano y los avances de la ciencia se veía deslucida ante el estruendo que armaban las decenas de críos sin educación allí presentes:


Viendo que ya era algo tarde (y que, por otra parte, nos habíamos dado una paliza a andar importante), consideramos oportuno dar la visita por acabada. De camino a la salida nos cruzamos con una de las mascotas del evento, la cual en ese momento no estaba recibiendo una paliza por parte de varios chiquillos como había sido habitual a lo largo del día

Curro molaba más. Y nos regaló momentos inolvidables

El camino en metro de vuelta se hizo corto, la verdad, y considerando que aquella sería nuestra última noche antes de volvernos, nos despedimos de la Marina de Dubai con una pizza en la zona que tenía mejor sabor que aspecto:


Otros que también cenaron, pero no pizza, fueron los gatos que vivían al pie del apartamento, pues se llevaron un poco de comida húmeda por sus caras bonitas antes de que nos subiésemos a dormir:


Y hasta aquí el sábado. Al final me ha quedado más larga de lo que yo esperaba. A ver si no me pasa lo mismo con la siguiente.

En fin, me voy a hacer la maleta.

Que sí, que yo también os quiero.

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viernes, 15 de abril de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 6

Quienes hayáis tenido el valor de leer mis cinco anteriores entradas habréis notado que suelo empezar cada una contando lo que sueño la noche previa al día con el que pienso daros el coñazo. Pues bien, esta vez no va a ser así. Más que nada porque no recuerdo lo que soñé. Eso sí, he de destacar que descansé de maravilla y me desperté fresco como una rosa. En realidad no es algo destacable, pero es que necesitaba paja para rellenar el primer párrafo y no se me ha ocurrido otra forma de hacerlo.

Si el día anterior decidí que la vitualla disponible en el apartamento no estaba a la altura de mis expectativas desayuniles, en esta ocasión, dispuesto a no complicarme la vida y con un interesante plan en mente que aún no voy a revelar (y que, por supuesto, tiene que ver con papeo), hice de tripas corazón y me trinqué un par de tostadas procedentes del paquete de pan de molde que llevaba con nosotros desde el primer día. Pan de molde, todo sea dicho, que empezaba a exhibir una dureza digna de entrar en la escala de Mohs. De todas formas, las tostadas estuvieron acompañadas por un par de huevos cocidos, así que no sé por qué me quejo, la verdad.

Tras ingerir este desayuno al que mucha gente en este planeta nunca tendrá acceso (y voy a dejar de darle vueltas al tema porque con cada frase que escribo me siento más miserable), pasé por la ducha y aproveché que mi novia tendría que asistir a una reunión que le partiría la mañana en dos para acercarme al área de la noria, la cual había estado divisando desde el balcón del dormitorio cada mañana sin poder encontrar el momento de plantarme allí. El agradable paseo hasta el lugar me hizo cruzar un par de puertas que parecían pertenecer a los hoteles que había por el camino, por lo que no pude evitar pensar durante un buen rato que me estaba colando donde no debía. De todas formas, el que nadie gritase "¡eh, usted!" a mis espaldas me animó a continuar hasta que llegué a mi destino.

El lugar tenía pinta de ser bastante pijo (lo cual, a aquellas alturas de mi estancia en Dubai, no me sorprendía en absoluto), pero el hecho de que aún fuese bastante pronto causó que se encontrase prácticamente vacío de gente con pasta mirándome por encima del hombro, lo cual agradecí sobremanera. Lo primero que hice fue confirmar que las extrañas antenas que se veían desde mi balcón y parecían no tener ninguna utilidad no tenían, efectivamente, ninguna utilidad:


También saqué la obligatoria foto de la noria que presidía esta extraña península. Aprovechando, eso sí, la peor perspectiva posible cuando de fotografiar una noria se trata:


Después de un buen rato deambulando por allí y no encontrar nada interesante que hacer, me comí algo ligero en el sitio más acogedor posible: un puto Mcdonalds.

Y se supone que el café era pequeño, no me jodas

Al poco de sentarme en la desierta terraza con mi recién adquirido piscolabis, un hombre y una mujer de avanzada edad eligieron la mesa más cercana a la mía para hacer lo propio y empezar a comunicarse entre sí a grito pelado. Instantes después, más individuos de su misma quinta hicieron aparición y se unieron a la acalorada conversación, contribuyendo con berridos a un volumen aún más alto si cabe. Mientras se desarrollaba el pandemónium, el viejo original procedió a descalzarse y toquetearse los pies como si aquello fuese el cuarto de baño de su puta casa, y yo agradecí por una parte que tanto el café como el donut de la foto de arriba ya se hallasen en su totalidad camino de mi estómago y, por otra parte, que en ese momento mi novia me mandase un mensaje avisándome de que era un elfo libre (sic.). No tuve que esperar demasiado para que primero se largasen los escandalosos yayos y después apareciese mi novia, quien pudo experimentar por sí misma lo anodino del lugar.

Abandonamos la península de la noria y, malamente guiados por Google Maps, nos metimos en un hotel cuyas entrañas escondían un establecimiento al que llevaba semanas queriendo y no pudiendo ir. Resulta que en la ciudad austriaca donde llevamos viviendo dos años y medio (cómo pasa el tiempo, joder) se puede encontrar de todo menos locales que sirvan un desayuno irlandés en condiciones, y afortunadamente Dubai contaba con buenas noticias para mí:

Ñam

Poco después, echando un ojo a los movimientos de mi tarjeta de crédito, me caería un poquito hacia atrás al comprobar el pastizal pagado por el desayuno, pero ni ese ligero contratiempo ni el guiri sentado cerca de nosotros cuyo smartphone no paraba de reproducir el tono de llamada que vuestras madres tienen por defecto en el suyo impidieron que pudiese disfrutar de la fritanga y las judías, así como del espectáculo que daban los pájaros al otro lado del cristal mientras se bañaban en la piscina del hotel.

Una vez de vuelta en el apartamento, y con el estómago felizmente lleno (mi padre suele decirme cada vez que lee una de estas entradas que me pasé la estancia comiendo y no le falta razón) procedimos a prepararnos para la actividad que ocuparía el resto de nuestro viernes. Vale, en mi caso la preparación consistió en ponerme un pantalón corto y los calcetines adquiridos durante la víspera en el Decathlon, pero es que algo tengo que decir para ligar la primera parte de la entrada con la segunda: la fiesta en el barco.

A primera hora de la tarde, todos los compañeros de apartamento, así como el jefe de mi novia y la novia de aquél, fuimos andando hacia el muelle, encontrándonos por el camino que varias calles a nuestro paso se encontraban cortadas al tráfico rodado. Por una parte, al ver varios coches desperdigados con bacas estrepitosas, asumí que estaba teniendo lugar una carrera ciclista, pero como quienes se encargaban de mantener las avenidas libres de vehículos eran policías con aspecto militar, no pude descartar que se hubiese producido un aviso de bomba (además, no vi ninguna bici por allí). Considerando que llegamos al muelle sanos y salvos y que Dubai no salió en los periódicos al día siguiente, asumo que la primera alternativa fue la correcta.

Subimos a bordo y allí nos unimos a más gente cuya relación con nuestro grupo no terminó de quedarme clara. No sé si eran miembros de filiales de la empresa donde curra mi novia, acompañantes en general o peña que se había colado con todo su morro. Lo que sí que estaba claro es que para todos ellos lo de pasar una tarde de viernes montándose una fiesta en un barco era algo habitual, pues sus ropas y actitudes encajaban perfectamente en aquella mezcla de post de Instagram y anuncio de colonia cara. Los que acabábamos de llegar, por otra parte, estábamos de un perdido que te cagas, sin tener muy claro dónde sentarnos, dónde meternos o qué coño hacer en general. Y el hecho de que el organizador del sarao marítimo, y a la sazón cumpleañero, llegase una hora tarde, no ayudó en absoluto a que me relajase.

Afortunadamente, el momento de zarpar llegó por fin, y mientras el yate se alejaba del muelle y de la línea costera Dubaití, el jefe de mi novia aprovechó para contarnos cosas relativas a los distintos rascacielos y edificios que se divisaban: que si tal hotel es carísimo, que si cual bloque de pisos tiene no sé qué características (no, no me acuerdo muy bien de lo que dijo, ¿qué pasa?), etcétera. Tras varios minutos en movimiento, y estando no muy lejos de la costa, echamos el ancla (bueno, nosotros no. La tripulación, se entiende). Fue entonces cuando la DJ puso en marcha el altavoz y a mí me entró hambre.

La cuestión es que yo había oído la palabra "barbacoa" varias veces estando a bordo de aquel navío, pero tengo por costumbre, por la cuenta que me trae, no dar nada por sentado. Con esta idea en mente me dispuse a explorar el barco en busca de algo que llevarme a la boca, pero no pude llevar a cabo la tarea porque la novia del jefe de mi novia nos pilló a mi novia y a mí por banda y nos sugirió que fuésemos con ella a la proa, pues quería aprovechar para hacernos fotos (lo de "sugirió" es un eufemismo porque prácticamente nos llevó a rastras, pero bueno). Una vez nos colocó a su gusto, se pasó un buen rato dándonos instrucciones sobre cómo posar y llenando la memoria del móvil de mi novia con instantáneas de lo más pasteloso. Instantáneas que, por otra parte, no voy a publicar aquí porque... no. Cuando se hubo cansado de hacer de fotógrafa de parejas, decidió que mi novia era el modelo perfecto para sacar unas pocas más, así que aproveché el momento y me escapé a la otra punta del barco buscando comida y encontrando decepción y sorpresa. Me explico.

Decepción porque la "barbacoa", aparentemente, consistía en una bolsa de comida del Mcdonalds con nuggets y patatas fritas; y sorpresa por el inicio de conversación que tuvo lugar. Resulta que el jefe de mi novia se encontraba de cháchara con otra empleada con la que yo no había hablado hasta la fecha (y que no pertenecía a nuestro grupo de desubicados sociales). Dicha empleada, que contaba con unos dientes blanquísimos, unas pestañas de medio kilómetro y un aura de beautiful people que se podía ver desde la otra orilla del Golfo Pérsico, me miró y me dijo: "¡Anda! A ti te estaba buscando yo. ¿Qué tal estás?". Y yo a cuadros, claro. Porque no sé vosotros, pero yo no estoy acostumbrado a que gente así me dirija la palabra, salvo que sea para pedirme que me aparte de su camino. Mi estupefacción inicial dio paso a una breve (y torpe por mi parte) conversación acerca de lo ocurrido en los últimos días y las actividades llevadas a cabo en la ciudad. Salió el tema del Gold Souk y comenté mi incomodidad ante los vendedores que no paraban de asaltarnos para intentar colocarnos relojes de lujo falsos, "pues me apaño perfectamente con un Casio de diez euros", y entonces ella me enseñó su muñeca, la cual, ojito, lucía un Casio de 10 euros.

(Silencio dramático)

Yo no pude evitar pensar que por allí tenía que haber una cámara oculta o algo (tiempo después, mi novia me aclararía que aquella mujer no tenía nada de ostentoso, que es un cielo de persona y que yo tengo muchos prejuicios y una considerable falta de amor propio). Pero bueno, en ese momento alguien que no recuerdo hizo aparición, la conversación murió y yo pude asaltar la comida basura.

Terminando de masticar un nugget ya frío, me dirigí a la parte de arriba de la embarcación y, Bacardi cola en ristre, eché unos minutos viendo cómo se hacía de noche y yo me perdía la puesta de sol porque éste se hallaba escondido tras unos rascacielos:


Mientras el resto del pasaje se dedicaba a beber y bailar (al fin y al cabo, aquello era una fiesta), yo experimenté uno de los momentos más enriquecedores desde el punto de vista cultural de toda mi estancia en Dubai. Y es que uno de mis compañeros de apartamento, que por lo visto se ha pasado media vida currando y haciendo negocios en esta parte del mundo, me estuvo contando cosas bastante interesantes acerca de las costumbres, la política y los valores del mundo islámico. Al poco, mi novia regresó de su sesión fotográfica con una expresión que decía algo así como "¿qué coño acabo de vivir?" y otros integrantes del grupo de quienes nos sentíamos fuera de lugar se unieron también, haciendo que el número de germanoparlantes constituyese mayoría y la conversación derivase a expresiones y vocabulario en alemán que no recuerdo en absoluto.

El buen rato que estaba pasando mejoró considerablemente cuando un olor a carne invadió el barco, pues al final sí que hubo barbacoa. Y yo agradecí que nos encontrásemos en aquel preciso lugar, bien cerca de la mesita en la que la tripulación iba colocando a intervalos regulares hamburguesas y pinchos que yo mandaba a mi buche sin ningún tipo de reparo mientras pensaba en la frase y título del disco de Mojinos Escozíos "En un cortijo grande, el que es tonto se muere de hambre".

Aprovechando el jolgorio y el descontrol, un miembro de nuestro grupito echó mano de la nevera, sacando de la misma una botella de Möet. En ese momento, como si fuésemos chiquillos robando vino de misa de la iglesia del pueblo, intercambiamos miradas en plan "¿pasará algo si...?", "¿se dará alguien cuenta de que...?", pero no pasó nada, nadie se dio cuenta y al poco rato la botella estaba vacía. Guardadnos el secreto.

El extraño ruido que hace un ancla al ser izada (sí, "ancla" es femenino) nos hizo saber que tocaba dar media vuelta, y no sé si porque la tripulación tenía prisa por irse a casa, pero fuimos a toda hostia. Hicimos una breve parada cerca de la noria de la mañana para poder verla iluminada, pero nadie le hizo ni puto caso porque todo el mundo estaba ocupado bailando.

A ver, lo normal es que la noria mostrase patrones de luz chulos y tal, pero tuve la mala suerte de sacar la foto en ese momento. Y tampoco es que fuese a tirarme media noche pendiente de las lucecitas para hacer una foto decente, coño

Tras este alto nos dirigimos finalmente de vuelta al muelle que nos vio partir horas antes, y una vez atracado el barco se produjo tal desbandada de personal que no pude despedirme de nadie.

Se rumoreó que la fiesta continuaría en no sé qué discoteca, pero uno ya está mayor para según qué trotes, por lo que decidí que el día se podía dar por finiquitado. Mi novia, que aunque es más joven que yo a veces gusta de competir conmigo por ver quién se hace viejo antes, secundó la moción, así que nos volvimos al apartamento pensando que mañana sería otro día.

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viernes, 8 de abril de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 5

Conviene recordar que hace unos añitos dos titiriteros acabaron en prisión preventiva acusados de un delito de enaltecimiento del terrorismo que no fue tal. Menciono este detalle no sólo para dar la razón a Pedro Pacheco, sino porque la cuarta noche que pasé en Dubai soñé que compraba marisco fresco en el Mercadona acompañado de uno de dichos titiriteros (con quien coincidí en el colegio, por cierto), dedicándose éste a vaciar la bolsa sobre la cinta una vez llegados a línea de cajas. Ante tal marranada, yo le increpaba totalmente asqueado que ése sí que era un motivo para acabar en la cárcel. Pues bien, no había terminado de afearle la conducta cuando la alarma de mi móvil me sacó del sueño, y no pude evitar pensar que al que tendrían que encerrar es a mí, pero en un psiquiátrico, por soñar semejante contenido.

Otra cosa que pensé, poco después de salir de la cama, tuvo que ver con el desayuno, y con el capricho de querer comer algo que no me tocase preparar a mí. Por ello, bajé a un Mcdonalds cercano y me metí un cebatil importante mientras lamentaba que no sería capaz de acabarme el tanque de café incluido:


Volví al apartamento con más comida en el estómago de lo sanitariamente aceptable y acordándome de la frase "se llena antes el cuajo que el ojo", que suele decir mi madre, y me uní al grupo formado por mi novia y sus dos compañeras de curro, con quienes compartiría, minutos después, un taxi con destino a una de las sedes de su compañía en la ciudad, o algo así. Debido a esa ley no escrita que casi siempre se aplica conmigo y que consiste en colocar al pasajero más alto en el asiento delantero del coche, me tocó ir de copiloto, soportando que a cada curva se me echasen encima el lector de tarjetas y una caja de pañuelos que el taxista había colocado precariamente entre la palanca de cambios y el salpicadero.

Tras media hora en aquel caótico habitáculo en la que me dediqué a contemplar por la ventanilla los rascacielos dubaitíes mientras el resto del grupo improvisaba una reunión de trabajo, llegamos a nuestro destino, y yo me despedí de todo el mundo y me fui a buscar el Index Mall, pues se me había dicho la noche anterior que dicho centro contaba con una cafetería en la que servían un café con aroma de pistacho de-li-cio-so.

Siguiendo las pocas indicaciones disponibles, acabé en una especie de terraza en la que sólo había jardineros, y tras varios minutos buscando el acceso al centro con una creciente desesperación, me colé por la primera puerta que pillé, como si aquello fuese una prueba de Humor Amarillo, descubriendo con tristeza que el lugar, a pesar de contar con una decoración de lo más pijo, no tenía con ninguna cafetería exótica.

Lo que sí que había, y a patadas, era coworkings y mierdas por el estilo: varios locales con sofás, puffs, hamacas y pupitres nada ergonómicos ubicados estratégicamente detrás de enormes cristaleras para que jovencitos armados con ordenadores portátiles pudiesen sentarse a la vista de todo el mundo y demostrar lo importantíiiiisimo que es lo que cojones sea que hagan en la startup de turno. En plan "miradme todos, que soy project development of synergistic environments manager y estoy aquí con mi portátil desarrollando un framework multinivel para definir un business case y el seguimiento de los diferentes milestones en el workflow de mis huevos morenos" y tal.

Por cierto, hace poco una recruiter me mandó un mensaje con una oferta de empleo llena de pijadas por el estilo y me faltó el canto de un duro para responder con un "compro vocal y resuelvo"

En fin, que tras cruzar aquellos mundos de Yupi con ganas de tomarme un café di con un sitio medio escondido donde apuré tranquilamente un americano que me dio fuerzas para afrontar mi siguiente actividad: comprar cosas.

¿Puede uno enamorarse de una tienda? Pues sí. En mi caso, la tienda se llamaba Mumuso y nadie me está pagando por decir esto. ¿Que qué mierda tenían en el establecimiento para seducirme de esta manera? Pues dinosauritos cuquis, que es la mejor combinación que existe:


Salí de allí con la satisfacción de haber gastado parte de mis ahorros en cosas que no necesito y pasé entre varias galerías de arte en las que olía a colonia antes de dirigirme al exterior por primera vez en mucho tiempo y pensar que Dubai es un gran centro comercial subterráneo. Tras unos pocos minutos disfrutando del aire fresco sazonado con gran cantidad de gases nocivos cortesía de los miles de coches de la ciudad, recibí un mensaje de mi novia haciéndome saber que su jornada laboral había concluido. Varios "¿dónde estás?" e intercambios de localizaciones después, pudimos reencontrarnos, y nos fuimos juntos a la parada de metro más próxima con la idea de dirigirnos al Gold Souk, o mercado del oro.

Mrcado del oro. El sitio da lo que promete

Este distrito, uno de los más famosos del "Dubai clásico" (si es que este concepto realmente existe en esta vorágine de rascacielos y derroche) cuenta con multitud de joyerías y tiendas de especias famosas por ofrecer sus productos a un precio más bajo del habitual. De hecho, no fueron pocas las veces que escuché que Fulanito o Menganito había aprovechado su estancia aquí para llevarse cantidades industriales de azafrán, pues compensa. El problema es que yo no soy precisamente azafranólogo, y a mí me puedes colar teja rallada y decirme que es la major especia que hay, que me lo voy a creer. Por ello, descarté hacerme con el caro aderezo y pensé que, si no se iba mucho de presupuesto, podría comprar alguna que otra cadena (cadenita. Muy fina. MUY MUY fina) de oro para mis familiares. Sin embargo, tras arrimarme a los escaparates de varias tiendas, comprobé que los precios no eran visibles desde el exterior, y como lo de entrar, preguntar, entablar conversación, regatear y demás no son compatibles con mi ansiedad social, decidí que las cadenitas de los cojones se iban a quedar donde estaban.

Nos centramos entonces, ya que estábamos allí, en buscar souvenirs, y tras pasar más rato del que debíamos en una tienda con objetos a cual más horrendo perseguidos descaradamente por uno de los dependientes, probamos suerte en un segundo local en el que mi novia decidió hacerse con un par de pijadas para regalar. No obstante, el sitio no aceptaba tarjetas de crédito, y el dueño, decidido a no perder la venta, ofreció a mi novia ir a un tercer establecimiento dotado de datáfono en el que los souvenirs eran totalmente distintos y que contaba con un dependiente que no paró de intentar vendernos ropa mientras nosotros insistíamos en que sólo queríamos una puta taza y un par de postales.

Abandonamos la orgía tendera en que consistía el Gold Souk y llegamos a una parada de metro que, a pesar de tener un diseño muy original, apestaba a cuarto de baño sin limpiar:


Tras varias paradas nos apeamos en una situada en una zona con varios restaurantes, y nosotros elegimos The Swiss butter: un local en el que el menú estaba escrito en la pared porque consistía en ternera, pollo o hambre, fritos y bañados en mantequilla. ¿Suena asqueroso? Un poco. ¿Sabía asqueroso? Pues la verdad es que no:


Además, el restaurante se encontraba al pie de un hotel la hostia de lujoso, y para ir al baño había que cruzar la recepción del mismo, en la que en esos momentos se encontraba un pianista con bastante talento, algo que uno no espera encontrarse cuando tiene en mente vaciar la vejiga.

Acabamos de comer y nos dirigimos al Dubai Mall, el mastodonte en el que yo me perdí varias veces el día anterior. Por el camino, pasamos junto al Burj Khalifa, que a día de hoy es el rascacielos más alto del mundo.

Tan largo que hay que sacar la foto en diagonal para que quepa

Y nos quedamos sin visitar su interior porque no había entradas disponibles hasta el mes siguiente. Resulta que dichas entradas son limitadas y las agencias de viajes suelen comprarlas casi todas para luego revenderlas más caras. Al menos eso es lo que nos dijo la compañera de mi novia.

Dejamos atrás el fálico icono y llegamos al mall, que está prácticamente al lado. Nos adentramos a través de la entrada más pija de todo el lugar y yo no puede evitar pensar que el ejército de seguratas dispersados por allí se nos iba a echar encima en cualquier momento para decirnos que los pobres no teníamos permitido estar en esa zona. Para que os hagáis una idea, os pongo varias fotos que sacó mi novia en el baño:




Una vez dentro, nos dirigimos a una tienda a la que teníamos echado el ojo desde hacía tiempo: Daiso. Se trata de una especie de todo a cien con productos casi exclusivamente japoneses, y aunque el concepto prometía, lo que encontramos nos defraudó bastante, pues lo único que merecía la pena eran los vasos. Y yo tengo clarísimo que el poco espacio que aún hay en mi alacena será ocupado por mierdas compradas exclusivamente en la tienda Pokémon del Sunshine City de Tokio, si es que alguna vez tenemos la oportunidad de volver allí.

Para compensar, del Daiso fuimos al Mumusu, que estaba prácticamente al lado y que, al igual que el de por la mañana, estaba lleno de mierdas que me pedían a gritos irse conmigo. Y así fue:

La calculadora tiene un laberinto por detrás, ojo

De esta tienda fuimos al Decathlon (sí, también había Decathlon aquí) porque no había metido en la maleta calcetines tobilleros y al día siguiente me tiraría el día entero en pantalón corto por motivos que ya os contaré. Después de pasar por la tienda de deportes gabacha y por una de golosinas, entramos en la megastore de Virgin en la que el día anterior me pillé un porrón de películas para mi Instax, y en esta ocasión salí de allí con el siguiente juguete:

La pegatina no estaba incluida. Se la puse después porque tengo un montón de ellas y ninguna vergüenza

Tal paliza consumista nos empezó a pasar factura, y con evidente cansancio decidimos poner punto y final al día. Recorrimos la galería que conecta el centro comercial con el metro y volvimos al apartamento. Antes de llegar, le dimos un sobre de comida húmeda a una gata callejera que al acabar de papear salió corriendo sin dar las gracias ni nada:


Subimos y dejamos todas las compras en la habitación. Yo probé el piano y confirmé que funcionaba correctamente y que no me tocaría cagarme en todo y volver al Dubai Mall una tercera vez para cambiar el cacharro. Acto seguido, mientras mi novia asaltaba la nevera, bajé al mismo Mcdonalds en el que desayuné al principio de la entrada para hacerme con unos nuggets que rematasen esta jornada llena de caprichos.

Sí, llevo varias entradas largando mierda contra el capitalismo, y no he parado de contar cómo caía una y otra vez en sus garras de forma estúpida (y eso que aún no sabéis la que me esperaría al día siguiente). Podéis denunciarme a la policía de la coherencia, si queréis. 

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