Conviene recordar que hace unos añitos dos titiriteros acabaron en prisión preventiva acusados de un delito de enaltecimiento del terrorismo que no fue tal. Menciono este detalle no sólo para dar la razón a Pedro Pacheco, sino porque la cuarta noche que pasé en Dubai soñé que compraba marisco fresco en el Mercadona acompañado de uno de dichos titiriteros (con quien coincidí en el colegio, por cierto), dedicándose éste a vaciar la bolsa sobre la cinta una vez llegados a línea de cajas. Ante tal marranada, yo le increpaba totalmente asqueado que ése sí que era un motivo para acabar en la cárcel. Pues bien, no había terminado de afearle la conducta cuando la alarma de mi móvil me sacó del sueño, y no pude evitar pensar que al que tendrían que encerrar es a mí, pero en un psiquiátrico, por soñar semejante contenido.
Otra cosa que pensé, poco después de salir de la cama, tuvo que ver con el desayuno, y con el capricho de querer comer algo que no me tocase preparar a mí. Por ello, bajé a un Mcdonalds cercano y me metí un cebatil importante mientras lamentaba que no sería capaz de acabarme el tanque de café incluido:
Volví al apartamento con más comida en el estómago de lo sanitariamente aceptable y acordándome de la frase "se llena antes el cuajo que el ojo", que suele decir mi madre, y me uní al grupo formado por mi novia y sus dos compañeras de curro, con quienes compartiría, minutos después, un taxi con destino a una de las sedes de su compañía en la ciudad, o algo así. Debido a esa ley no escrita que casi siempre se aplica conmigo y que consiste en colocar al pasajero más alto en el asiento delantero del coche, me tocó ir de copiloto, soportando que a cada curva se me echasen encima el lector de tarjetas y una caja de pañuelos que el taxista había colocado precariamente entre la palanca de cambios y el salpicadero.
Tras media hora en aquel caótico habitáculo en la que me dediqué a contemplar por la ventanilla los rascacielos dubaitíes mientras el resto del grupo improvisaba una reunión de trabajo, llegamos a nuestro destino, y yo me despedí de todo el mundo y me fui a buscar el Index Mall, pues se me había dicho la noche anterior que dicho centro contaba con una cafetería en la que servían un café con aroma de pistacho de-li-cio-so.
Siguiendo las pocas indicaciones disponibles, acabé en una especie de terraza en la que sólo había jardineros, y tras varios minutos buscando el acceso al centro con una creciente desesperación, me colé por la primera puerta que pillé, como si aquello fuese una prueba de Humor Amarillo, descubriendo con tristeza que el lugar, a pesar de contar con una decoración de lo más pijo, no tenía con ninguna cafetería exótica.
Lo que sí que había, y a patadas, era coworkings y mierdas por el estilo: varios locales con sofás, puffs, hamacas y pupitres nada ergonómicos ubicados estratégicamente detrás de enormes cristaleras para que jovencitos armados con ordenadores portátiles pudiesen sentarse a la vista de todo el mundo y demostrar lo importantíiiiisimo que es lo que cojones sea que hagan en la startup de turno. En plan "miradme todos, que soy project development of synergistic environments manager y estoy aquí con mi portátil desarrollando un framework multinivel para definir un business case y el seguimiento de los diferentes milestones en el workflow de mis huevos morenos" y tal.
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Por cierto, hace poco una recruiter me mandó un mensaje con una oferta de empleo llena de pijadas por el estilo y me faltó el canto de un duro para responder con un "compro vocal y resuelvo" |
En fin, que tras cruzar aquellos mundos de Yupi con ganas de tomarme un café di con un sitio medio escondido donde apuré tranquilamente un americano que me dio fuerzas para afrontar mi siguiente actividad: comprar cosas.
¿Puede uno enamorarse de una tienda? Pues sí. En mi caso, la tienda se llamaba Mumuso y nadie me está pagando por decir esto. ¿Que qué mierda tenían en el establecimiento para seducirme de esta manera? Pues dinosauritos cuquis, que es la mejor combinación que existe:
Salí de allí con la satisfacción de haber gastado parte de mis ahorros en cosas que no necesito y pasé entre varias galerías de arte en las que olía a colonia antes de dirigirme al exterior por primera vez en mucho tiempo y pensar que Dubai es un gran centro comercial subterráneo. Tras unos pocos minutos disfrutando del aire fresco sazonado con gran cantidad de gases nocivos cortesía de los miles de coches de la ciudad, recibí un mensaje de mi novia haciéndome saber que su jornada laboral había concluido. Varios "¿dónde estás?" e intercambios de localizaciones después, pudimos reencontrarnos, y nos fuimos juntos a la parada de metro más próxima con la idea de dirigirnos al Gold Souk, o mercado del oro.
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Mrcado del oro. El sitio da lo que promete |
Este distrito, uno de los más famosos del "Dubai clásico" (si es que este concepto realmente existe en esta vorágine de rascacielos y derroche) cuenta con multitud de joyerías y tiendas de especias famosas por ofrecer sus productos a un precio más bajo del habitual. De hecho, no fueron pocas las veces que escuché que Fulanito o Menganito había aprovechado su estancia aquí para llevarse cantidades industriales de azafrán, pues compensa. El problema es que yo no soy precisamente azafranólogo, y a mí me puedes colar teja rallada y decirme que es la major especia que hay, que me lo voy a creer. Por ello, descarté hacerme con el caro aderezo y pensé que, si no se iba mucho de presupuesto, podría comprar alguna que otra cadena (cadenita. Muy fina. MUY MUY fina) de oro para mis familiares. Sin embargo, tras arrimarme a los escaparates de varias tiendas, comprobé que los precios no eran visibles desde el exterior, y como lo de entrar, preguntar, entablar conversación, regatear y demás no son compatibles con mi ansiedad social, decidí que las cadenitas de los cojones se iban a quedar donde estaban.
Nos centramos entonces, ya que estábamos allí, en buscar souvenirs, y tras pasar más rato del que debíamos en una tienda con objetos a cual más horrendo perseguidos descaradamente por uno de los dependientes, probamos suerte en un segundo local en el que mi novia decidió hacerse con un par de pijadas para regalar. No obstante, el sitio no aceptaba tarjetas de crédito, y el dueño, decidido a no perder la venta, ofreció a mi novia ir a un tercer establecimiento dotado de datáfono en el que los souvenirs eran totalmente distintos y que contaba con un dependiente que no paró de intentar vendernos ropa mientras nosotros insistíamos en que sólo queríamos una puta taza y un par de postales.
Abandonamos la orgía tendera en que consistía el Gold Souk y llegamos a una parada de metro que, a pesar de tener un diseño muy original, apestaba a cuarto de baño sin limpiar:
Tras varias paradas nos apeamos en una situada en una zona con varios restaurantes, y nosotros elegimos The Swiss butter: un local en el que el menú estaba escrito en la pared porque consistía en ternera, pollo o hambre, fritos y bañados en mantequilla. ¿Suena asqueroso? Un poco. ¿Sabía asqueroso? Pues la verdad es que no:
Además, el restaurante se encontraba al pie de un hotel la hostia de lujoso, y para ir al baño había que cruzar la recepción del mismo, en la que en esos momentos se encontraba un pianista con bastante talento, algo que uno no espera encontrarse cuando tiene en mente vaciar la vejiga.
Acabamos de comer y nos dirigimos al Dubai Mall, el mastodonte en el que yo me perdí varias veces el día anterior. Por el camino, pasamos junto al Burj Khalifa, que a día de hoy es el rascacielos más alto del mundo.
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Tan largo que hay que sacar la foto en diagonal para que quepa |
Y nos quedamos sin visitar su interior porque no había entradas disponibles hasta el mes siguiente. Resulta que dichas entradas son limitadas y las agencias de viajes suelen comprarlas casi todas para luego revenderlas más caras. Al menos eso es lo que nos dijo la compañera de mi novia.
Dejamos atrás el fálico icono y llegamos al mall, que está prácticamente al lado. Nos adentramos a través de la entrada más pija de todo el lugar y yo no puede evitar pensar que el ejército de seguratas dispersados por allí se nos iba a echar encima en cualquier momento para decirnos que los pobres no teníamos permitido estar en esa zona. Para que os hagáis una idea, os pongo varias fotos que sacó mi novia en el baño:
Una vez dentro, nos dirigimos a una tienda a la que teníamos echado el ojo desde hacía tiempo: Daiso. Se trata de una especie de todo a cien con productos casi exclusivamente japoneses, y aunque el concepto prometía, lo que encontramos nos defraudó bastante, pues lo único que merecía la pena eran los vasos. Y yo tengo clarísimo que el poco espacio que aún hay en mi alacena será ocupado por mierdas compradas exclusivamente en la tienda Pokémon del Sunshine City de Tokio, si es que alguna vez tenemos la oportunidad de volver allí.
Para compensar, del Daiso fuimos al Mumusu, que estaba prácticamente al lado y que, al igual que el de por la mañana, estaba lleno de mierdas que me pedían a gritos irse conmigo. Y así fue:
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La calculadora tiene un laberinto por detrás, ojo |
De esta tienda fuimos al Decathlon (sí, también había Decathlon aquí) porque no había metido en la maleta calcetines tobilleros y al día siguiente me tiraría el día entero en pantalón corto por motivos que ya os contaré. Después de pasar por la tienda de deportes gabacha y por una de golosinas, entramos en la megastore de Virgin en la que el día anterior me pillé un porrón de películas para mi Instax, y en esta ocasión salí de allí con el siguiente juguete:
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La pegatina no estaba incluida. Se la puse después porque tengo un montón de ellas y ninguna vergüenza |
Tal paliza consumista nos empezó a pasar factura, y con evidente cansancio decidimos poner punto y final al día. Recorrimos la galería que conecta el centro comercial con el metro y volvimos al apartamento. Antes de llegar, le dimos un sobre de comida húmeda a una gata callejera que al acabar de papear salió corriendo sin dar las gracias ni nada:
Subimos y dejamos todas las compras en la habitación. Yo probé el piano y confirmé que funcionaba correctamente y que no me tocaría cagarme en todo y volver al Dubai Mall una tercera vez para cambiar el cacharro. Acto seguido, mientras mi novia asaltaba la nevera, bajé al mismo Mcdonalds en el que desayuné al principio de la entrada para hacerme con unos nuggets que rematasen esta jornada llena de caprichos.
Sí, llevo varias entradas largando mierda contra el capitalismo, y no he parado de contar cómo caía una y otra vez en sus garras de forma estúpida (y eso que aún no sabéis la que me esperaría al día siguiente). Podéis denunciarme a la policía de la coherencia, si queréis.

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