"Elegidos por sus lectores". Claro que la democracia tiene sus cosas malas. En este caso, que se les colase "Fin de partida", de Samuel Beckett. Pero bueno, también incluyeron "Los Miserables". Una de cal y otra de arena.
Disfruté como un enano leyendo aquella maravilla de Victor Hugo. Es más, la última vez que estuve en París me hice con una edición en gabacho y ahora sólo me falta echarle œufs para redescubrir la historia de Jean Valjean y así confirmar un detalle del libro que recuerdo vagamente y que, de no ser cierto, me va a hacer quedar muy mal: durante la Batalla de Waterloo, chorromil soldados gabachos terminan liando el petate en una zanja por un malentendido comunicativo entre el guía Lacoste y Napoleón.
Como vosotros no os habréis leído Los Miserables, vamos a suponer que lo que acabo de describir no es una burrada, y así podré enlazarlo con la bonita anécdota que os quiero contar hoy.
Tuve suerte de crecer en un barrio en el que había adultos que se preocupaban por elaborar planes de ocio para los críos como yo. Uno de aquellos adultos era mi padre, que se curraba cada año un certamen de dibujos navideños al que dedicaré una entrada cuando haga más frío. Otro de dichos adultos era Carmen, una vecina que nos congregaba en la sede de la Asociación de Vecinos a todos los renacuajos los sábados que llovía con el objetivo de tenernos entrenenidos mientras elaborábamos todo tipo de manualidades que nos mantenían alejados de las drogas, la delincuencia y la Megadrive.
Fue en uno de aquellos talleres en los que elaboré un marco de fotos con cartón y papel de regalo PRECIOSO en el que, durante años, estuvo expuesta la imagen de un cactus antropomorfo que creció en nuestro patio. ¿Tiene esto algo que ver con mi historia? No, pero me apetecía contarlo.
En fin, vuelvo a encarrilar el artículo. Resultó que, a modo de bonus, la tarde de un viernes de abril de mil novecientos noventa y cuatro, Carmen nos abordó a dos vecinos de mi edad y a mí, quienes en aquel momento hacíamos el imbécil por las calles del barrio, y nos propuso ir a su casa para llevar a cabo una manualidad que podríamos ofrecer a nuestras respectivas madres aprovechando que el siguiente domingo sería el Día de las ídem. Y los tres mocosos nos marcamos un Lacoste de libro que derivó en una escena de lo más divertido. Vayamos por partes.
Lo primero que hicimos fue dirigirnos a nuestras casas con la idea de avisar de nuestra inmediata ausencia. Recuerdo que mi madre, que durante aquellos meses se encontraba gestando a mi hermano pequeño, estaba viendo la televisión en la cocina. Recuerdo que le avisé del proyecto que los tres amigos estábamos a punto de llevar a cabo. Recuerdo que le di un beso y salí por la puerta. Lo que no recuerdo muy bien es si yo le dije algo en plan "Mamá, nos vamos a ir a casa de Carmen AHORA a hacer unas manualidades" y la pobre mujer, por ser la hora de la siesta y encontrarse en estado de buena esperanza, no captó muy bien el mensaje, o si sólo dejé caer que en algún momento entre ese día y el año dos mil cincuenta íbamos a desaparecer durante unas horas debido a cierto tema. Habida cuenta de que siempre he sido bastante atolondrado y un poquito imbécil, estoy casi seguro que la segunda opción es la correcta.
Por otra parte, no sé qué contaron los otros dos en sus casas, pero intuyo que tampoco fueron muy específicos a la hora de dar detalles. Os estaréis haciendo una idea de por qué digo esto, ¿verdad?
La cuestión es que volvimos a juntarnos en la calle a eso de las seis de la tarde y de ahí nos dirigimos a casa de Carmen, que nos esperaba en el salón con un despliegue de folios, cartulinas, pegamentos, papeles charol, pinturas y rotuladores dignos de un especial de Art Attack. Una vez reunidos en torno a la mesa, y siguiendo instrucciones de la mujer, procedimos a elaborar tres magníficas tarjetas de felicitación cuyo diseño consistía en varias flores con pétalos recortados en cartulina y pegados por encima a modo collage. A esto habría que añadir el incluir un texto interior con las típicas chorradas que los niños ponen en las tarjetas de felicitación del Día de la Madre.
Qué detalle, ¿verdad? No como la mierda de collares de macarrones que seguramente hacíais vosotros. Esto era mucho más bonito y elaborado. Sobre todo elaborado, pues no sé si porque no contábamos con la destreza suficiente, o porque el diseño y fabricación de las tarjetas fue realmente laborioso, pero nos tiramos CINCO HORAS con el culo pegado a las sillas del salón de Carmen hasta que, bien entrada la noche primaveral, salimos de su casa portando el trabajo finalizado y una sonrisa de oreja a oreja fruto de la ilusión que iban a sentir nuestras madres el siguiente domingo por la mañana.
Las sonrisas nos duraron poco. ¿Alguna vez habéis visto una de esas películas de mierda que emiten en Antena 3 los sábados por la tarde, en las que el pequeño Timmy desaparece de su pueblo de montaña estadounidente, causando que todos los vecinos se armen con linternas y organicen batidas por el monte para buscarle mientras vocean su nombre? Al final, el cadáver del pequeño Timmy aparece flotando en el lago, la madre grita al conocer la noticia, hay un fundido a negro y tú te preguntas por qué echan semejante bazofia a una hora a la que deberían estar dando dibujos animados.
Cambiad ahora al grupo de yankis embutidos en camisas de cuadros y cazadoras vaqueras con forro de borrego por vecinos de mi barrio y al pequeño pueblecito de montaña por un barrio del sur de Valladolid que lo más parecido a un lago que tenía era una charca a la que nos acercábamos en verano a tirar piedras y os podréis hacer una idea del escenario que los tres amigos nos encontramos aquella noche.
En lo que consistió una operación coordinada una hora antes desde el bar del barrio, todos los vecinos se habían echado a la calle para intentar localizar a los tres críos gilipollas que habían desaparecido aquella tarde sin decir nada en sus casas (o sin haberlo dejado muy claro). Quizá fue debido a que el tema de las niñas de Alcasser aún andaba caliente por aquel entonces, pero la cosa se salió un poquito de madre: creo que alguien llegó a llamar a la policía, hubo sofocos y el perímetro de búsqueda a aquella hora ya incluía los barrios y urbanizaciones colindantes (a los cuales, todo sea dicho, nunca íbamos porque con la oferta de ocio que nos ofrecían las calles de nuestro barrio y la charca nos sobraba para pasar la tarde). Y nosotros flipando ante el pifostio organizado, imaginad.
Uno de los rastreadores encargados de la búsqueda allende nuestra parroquia fue mi padre, quien montado en la bici de montaña que usaba para echar kilómetros por los Montes Torozos algunos domingos por la mañana, se dedicó a tratar de localizarnos en la vecina urbanización de COVARESA (que suena pijo, pero cuando te enteras de que significa "Constructores de Valladolid Reunidos en Sociedad Anónima" pierde todo el glamour). Tras recorrer este lugar recientemente construido y no lograr el objetivo de encontrarnos, retornó al barrio sintiendo que una ligera desazón se adueñaba de su ser.
Mientras el pobre hombre enfilaba la calle principal de nuestro barrio, yo me encontraba al final de la misma rodeado por los vecinos que, en un ambiente ya distendido (pues la idea de que Pepe Navarro fuese a hablar de nosotros años más tarde en Esta noche cruzamos el Mississippi se había desvanecido) aprovechaban las circunstancias que les habían obligado a echarse a la calle aquella templada noche de abril para socializar amistosamente. En cuanto vi aparecer su figura sobre ruedas bañada por la luz de las farolas, y sabiendo la que me iba a caer, abrí los ojos como platos, sentencié un "Mi padre. Me mata" y corrí a esconderme al interior de mi casa mientras quienes me rodeaban se partían de risa ante mi presagio.
¿Qué queréis que os diga? A mí no me hizo ni puta gracia.
Cierto es que la bronca que me comí en cuanto mi padre cruzó la puerta de la cochera en su bici y me encontró en la cocina fue de órdago. Pero seamos sinceros: me la había ganado a pulso.
Pocos minutos después, mientras varios atiteparecenormales, sepuedesaberporquenohasdichonadas, tusabeslaquehabeisliados y estascastigadohastanuevoavisos aún hacían eco entre mis orejas, me dirigí a la mesita que había al final del pasillo de mi casa, bajo cuyo faldón escondía todos los regalos que tocase hacer en función de la festividad pertinente, agarré la tarjeta de los huevos y me planteé romperla en trocitos y arrojarla a la caldera.
Pero no lo hice. Tampoco requerí asistencia psicológica ni llevé el caso ante las cámaras. En los noventa éramos así. Llegado el domingo, salí de la cama a eso de las doce de la mañana (porque yo nunca he sido de madrugar), le di a mi madre el regalo que había llevado cinco putas horas elaborar y disfruté en familia de media docena de churros con chocolate que mi padre había adquirido en una churrería que ya no existe.
¿Queréis ver la tarjeta? Pues queredlo mucho, que mis padres llevan dos semanas removiendo Roma con Santiago por casa en su búsqueda y no han tenido éxito, los pobres. En su lugar, voy a aprovechar para fardar de que sigo siendo un hijo detallista aún en la distancia y voy a subir la foto de la taza que escondí en mi antigua habitación la última vez que estuve en Valladolid y que mi hermano le ha regalado a mi madre en mi nombre:
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Ningún vecino ha tenido que echarse a la calle a buscar a niños perdidos durante la elaboración de esta taza |
Mamá, papá, os lo agradezco mucho, en serio, pero ya no hace falta que sigáis buscando la tarjeta.

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