viernes, 25 de marzo de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 3

La guionista y cómica Carmen Romero dijo una vez en un vídeo de David Suárez (no tenéis ni idea de quiénes son esos dos, ¿verdad?) que el organismo tiene poco que hacer en la zona del estómago cuando uno se va a dormir después de una cena ligera, por lo que se centra en el cerebro y así se tienen sueños lúcidos. Y no sé si será verdad, pero yo la noche anterior había cenado sólo un sandwich y soñé varias veces que perdía mi tarjeta de crédito. No es de extrañar entonces que la llegada del nuevo día me pillase con una ligera angustia. Y si esto no fuese ya suficiente problema del primer mundo, cuando terminé de subir el mugroso estor de la habitación y me lavé las manos descubrí que el sitio al que tenía planeado ir a desayunar desde que supe que vendría a Dubai no abría sus puertas hasta las doce del mediodía.

Dispuesto a no renunciar a que otros preparasen mi primera comida del día, busqué algún local cercano a través de Google Maps (los de Google no me pagan por hacerles publicidad, por cierto. Pero deberían) y di con uno con buenas referencias (y fotos de los platos bastante apetecibles, que en el fondo es lo que importa) llamado Eggspectations. Como mi novia contaba con tiempo antes de empezar su jornada laboral, decidimos apostar por el sitio y nos dirigimos allí a través de una calle forrada de impracticables adoquines y baldosas resbaladizas que a primera hora de la mañana parecía un parque de atracciones cerrado:

De noche, imbéciles metiendo acelerones con sus descapotables y prostitutas. De día, la nada

Al llegar al local nos asignaron una mesa y nos dieron sendos menús repletos de platos de los que garantizan empacho posterior. Y así fue:

Patatas, salchichas, bacon y tortitas. Tortitas gordas, aclaro. Y un huevo frito en todo lo alto cortesía de la casa

Terminamos de comer y rodamos por el empedrado de vuelta al apartamento, y cuando llegamos mi novia agarró su portátil y se largó a currar, pues por lo visto tenía programada una reunión de equipo en una piscina (que no sé yo cómo de productivo puede resultar algo así, pero chico, cuando uno está en Dubai no se para a pensar en esos detalles). Con ella y sus dos compañeras dedicadas a sus quehaceres laborales de dudoso rendimiento, un acompañante que había tomado las de Villadiego a primera hora, y el plus one restante pidiendo permiso para largarse a la playa a dar un paseo con su chiquilla, me tocó quedarme a mí en el piso a esperar a que viniese alguien a revisar las pifias. Y es que resulta que, amén del problema con los enchufes de la víspera (resuelto horas después, por cierto), había varias luces de la planta superior que no funcionaban (esto me daba igual porque nuestra habitación estaba en el piso de abajo), a lo que había que añadir el lavavajillas, que también estaba jodido (y esto ya me daba menos igual, pues soy un vago de cojones y cuando cohabitan seis adultos y un bebé en un mismo sitio el número de cacharros que hay que fregar aumenta exponencialmente con el paso del tiempo). Considerando la "celeridad" con la que se presentaron para arreglar el chivato, aproveché la larga espera que se avecinaba para ponerme al día con Hora Veintipico y resolver los distintos wordles de la mañana.

Tras entregarse a semejante esfuerzo mental, mis siete neuronas acordaron que lo más adecuado en ese momento sería que me echase una siesta, pero no pude llevar a cabo tan placentera tarea porque justo entonces llegaron dos técnicos a revisar el lavaplatos. Su concienzudo análisis consistió en tocar la puerta del inerte electrodoméstico con la punta de un destornillador, mirarse el uno al otro y encogerse de hombros, para acto seguido decirme que el aparato no funcionaba. Y yo, tras pensar que la frase "olé vuestros huevos toreros" pierde mucho si se intenta traducir al inglés, pregunté que qué pensaban hacer, a lo que respondieron, tras un nuevo encogimiento de hombros, que alguien tendría que venir en otro momento para intentar arreglar el lavavajillas o reemplazarlo.

Cinco días después abandonaríamos el apartamento y el mismo lavavajillas, aún estropeado, seguiría allí.

Con Manolo y Benito aún presentes en la cocina, el padre volvió de su paseo por la playa con la bebé, por lo que aproveché para colocarle el marrón y escabullirme. Y es que el día anterior había visto desde el metro de vuelta una zona con bastante actividad comercial que prometía ser interesante, y mi plan consistía en ver si de verdad valía la pena patear por allí. Mientras me dirigía al metro por una nueva ruta, descubrí que las pocas veces que los coches no hacían demasiado ruido, se podía oír a unos pajarillos cuyo trino sonaba igual que los semáforos de Madrid cuando están en verde para los peatones. Dichos pájaros, por cierto, tenían un plumaje peculiar por el cual parecía que llevasen unas gafas amarillas. También descubrí por enésima vez que aquí te multan por todo:

Multaca por cruzar como no es debido

No muy lejos de allí, un horrendo rascacielos mostraba el nombre de la inmobiliaria a cargo, y su nombre me daba risa floja porque me recordaba a cierta canción chorras interpretada por no menos chorras autor:

EMAAR... EMAAAAR... EMAAAAAAAAR

Me adentré en el metropolitano con la cancioncilla de los huevos aún metida en la cabeza y me dirigí a la zona prometida. A mi llegada fui recibido por semejante muralaco:

Adoramos al líder. Bueno, a los líderes

Y de lo que vi por allí poco puedo decir, pues me llevé un chasco considerable. Todos los locales que se veían desde lejos resultaron ser un par de supermercados (lo cual en el fondo me vino bien para comprarme agua, todo sea dicho) y una tienda de ropa de deporte con descuento (algo que yo no necesito a estas alturas de la vida, que con esto de trabajar en mi casa desde hace dos años, llevo desde entonces poniéndome el mismo pantalón a diario). Intentando sin éxito dar con algún emplazamiento interesante, callejeé por la zona descubriendo que lo que más abundaba en ese barrio eran locales de masajes. Y ganas de entrar en alguno me dieron, ya que mi espalda no paraba de recordarme que mucho estaba yo caminando aquellos días. Sin embargo, la expectativa de tener que confirmar disponibilidad y deshacerme de todos mis enseres mientras alguien que no conocía trasteaba mis doloridos músculos, me echó para atrás.

Mientras rechazaba tozudamente recibir tratamiento fisioterapéutico, di con un todo a cien inmenso al que me adentré cual marino siguiendo el canto de las sirenas. Y, al igual que los navegantes de las leyendas estrellaban sus barcos contra las rocas, yo me di una metafórica hostia al comprobar que allí no había ningún artilugio a la venta lo suficientemente kitsch como para merecer que echase mano de mi cartera. Abandoné la tienda apesadumbrado y crucé una calle plagada de restaurantes de comida india. Habida cuenta de que la gusa empezaba a rondarme, creeréis que jalé en alguno de ellos, pero de eso nada. No soy ningún experto en la gastronomía asiática y no quería jugármela pidiendo algo que no me gustase o con tal cantidad de picante que terminase horadándome el intestino.

¿Dónde comí entonces? Pues podéis odiarme, porque mira que es grande Dubai y yo terminé yendo... a un triste Pizza Hut dentro del mismo centro comercial al que fui el día anterior. Eso sí, esta vez entré por otra puerta y me di cuenta de que el sitio contaba con pista de ski propia:

Dubai y Móstoles. Ciudades hermanas

Con su telesilla y todo, ojo

¿Qué tienen en común Dubai y Móstoles? Que las dos cuentan con un centro comercial con pista de ski y que no me quedaría a vivir en ninguna de ellas NI DE COÑA

Me comí la pizza (que no tenía nada que envidiar a las del restaurante Luna Rosa) en un cubículo muy parecido a los que salen en las películas cuando alguien va a visitar a otro alguien a la cárcel y se hablan por teléfono y decidí que un café remataría muy bien el almuerzo de aquel día. Antes, pasé por el baño, frente a cuyos lavabos encontré a varios hombres lavándose la cara y la nuca. Dicha actividad, aunque no lo he mencionado hasta ahora, solía tener lugar en casi todos los servicios públicos en los que me adentré, y como no sé si esto obedecía a algún tipo de rito religioso y no quiero meterme en líos, mejor no diré que aquellos señores parecían camioneros dándose un agua en un área de servicio de Castilla-la Mancha. Además, este chiste se lo leí a Garzari y robar chistes está muy feo.

Mientras buscaba algún establecimiento dentro del centro comercial (pues no me apetecía complicarme la vida) en el que poder encafetarme, pasé junto a una cafetería con pinta bastante pija cuyo mostrador contaba con varios dispensadores de frutos secos acompañados por un tarro de Nutella de tamaño industrial, como si de una crepería se tratase. Y entonces me entró un antojo terrible de crêpe. Un antojo que superaba mis ganas de huir de allí ante la clavada que se avecinaba. Le pregunté al de la entrada que si servían crêpes de chocolate, y me dijo que no. Y a mí ya se me estaba poniendo cara de Mackenzie Davis cuando el mismo empleado se corrigió a sí mismo y dijo que sí, que tenían crêpes, que me sentase donde quisiera.

Al poco rato, este mismo personaje se acercó a mi sitio para explicarme su contradictoria respuesta: algo relativo al chef de aquel sitio que no entendí en absoluto. Minutos después vino por segunda vez, portando en esta ocasión una bandeja con mi café y... una porción de tarta. Y yo, que me estaba mosqueando porque aquello empezaba a parecer una escena de Seinfeld, me disponía a preguntar que de qué iba aquella pantomima, pero antes de que pudiese decir nada, el jambo depositó la taza en mi mesa y se dio media vuelta, llevándole la tarta a otro cliente.

Confuso ante los acontecimientos, busqué disimuladamente la cámara oculta, pero mi mosqueo se disipó pronto. Concretamente, lo que tardaron en traerme, ahora sí, la deseada crêpe de los huevos:


He de aclarar que lo que me sirvieron no fue exactamente una crêpe con chocolate. Fue chocolate con una crêpe que me dio un subidón de azúcar de la hostia, y a mí este tipo de estímulos me llevan a hacer chorradas. En este caso, volver a la librería en la que el día anterior compré un libro en árabe para mi madre con la intención de hacerme con un estuche decorado con dinosauritos. Sin embargo, cuando agarré el plumier y vi su precio, se me pasó el subidón azucarero y decidí que con una clavada al día había sido más que suficiente.

Aprovechando que tenía el estómago lleno, bajé al hipermercado Carrefour con el que contaba el centro comercial (niños, nunca vayáis a comprar con hambre), ya que quería ver si allí también tenían cajas con chorrocientos cruasanes como es habitual en Valladolid, y así fue. Como si no me hubiese metido bastante mierda al estómago a lo largo del día, salí del local con una caja repleta de este maravilloso producto de repostería austriaco (habiéndolo pagado, se entiende). Caja, todo sea dicho, que no llegó tan repleta al apartamento, ya que me jalé tres cruasanes de camino al metro (yo no sé dónde tengo yo el hueco para tanta comida, la verdad). Y no fueron cuatro porque no tuve tiempo, pues una vez en el interior del vehículo vi que estaba prohibido comer so pena de, como estaréis imaginando, llevarse una estupenda multa:


Durante el trayecto, y de forma casi serendípica, se comentó en el grupo de Signal que compartíamos los inquilinos que podríamos juntarnos para cenar en un restaurante Libanés. Y yo jamás me había adentrado en un sitio así, pero a diferencia de lo que ocurrió con los indios del mediodía, que tendría que haber encarado en la más absoluta soledad, en este caso contaría con la tutoría de gente entendida en el tema que me orientaría a la hora de elegir platos. Mi llegada al piso coincidió con la de mi novia y sus compañeras, quienes mostraban unos signos de agotamiento y de estar hasta el coño de trabajar de lo más evidente. Pensé con ligera tristeza que esta gente curraba demasiado y, tras pasar allí dentro lo que se tarda en dejar unos portátiles encima de la mesa, bajamos de nuevo con la idea de cenar.

Y yo ahora debería decir que el restaurante se encontraba en el interior de un hotel cercano al apartamento, pero lo de "se encontraba" es más bien un eufemismo. Resulta que el comedor estaba escondidísimo dentro del edificio, y para poder llegar y sentarse en una de sus mesas había que atravesar tal cantidad de pasillos y puertas que ríase usted de la intro del Superagente 86. El jefe de mi novia dejó caer que conocía el sitio y que casi siempre estaba vacío, y yo pensé que aquello tenía sentido no sólo porque el lugar se hallaba directamente oculto al mundo, sino porque la luz ambiente era de un desagradable que rozaba el mareo. Enseguida os pongo alguna foto para que veáis que no me lo invento.

Una vez dentro del libanés nos reunimos con más compañeros de curro de mi novia cuyos nombres olvidé a los pocos segundos de que me los presentasen porque mis habilidades sociales brillan por su ausencia, y tras más tiempo de lo normal ojeando la carta, pedimos unos cócteles, a cual más estrambótico, que hacían sufrir de lo lindo al camarero encargado de servírnoslos. Y es que el pobre tenía que llevar a cabo performances dignas de La Fura dels Baus: desde verter humo procedente de una "lámpara mágica" sobre un vaso en el que una rama de lavanda se mantenía en equilibrio, hasta filtrar la bebida a través de un depósito lleno de fruta cortada en dados al que el líquido llegaba después de cruzar un tubo en espiral, como el de las pajitas de plástico que regalaban con el Nesquick y que acababan llenas de mierda porque en los noventa no había forma humana de limpiar una pajita por dentro. Y menos aún si tenía espirales, no me jodas.

Al ver al camarero centrado en tan tonta tarea, un pensamiento que se repetiría varias veces durante aquella semana cruzó mi mente: es increíble el nivel de gilipollez que llega a alcanzar el ser humano cuando se trata de inventar chorradas para entretener a gente con pasta.

Mientras reflexionaba acerca de las dichas y desdichas del mundo capitalista, llegó el momento de elegir algo para comer, y lo tuve difícil no tanto por mi desconocimiento acerca de la gastronomía libanesa, sino porque un ligeeero dolor de estómago decidió hacer acto de presencia. Y como soy un neurótico, en vez de atribuirlo a la panzada de cruasanes que me había metido en otro distrito de la ciudad, decidí que aquello tenía pinta de gastroenteritis recién nacida (en serio, hay veces que no me soporto a mí mismo). De todas formas, se acordó que se pedirían platos variados y que compartiríamos su contenido. Por ello, si me preguntáis que qué cené aquel día, os diré que, literalmente, lo que tenía delante en cada momento. Eso, y muchísimo pan de pita, pues no dejaban de traernos cada vez más y me daba apuro que se quedase allí cuando nos marchásemos:

Ojo a la luz. ¿Es o no es desagradable? Joder, que el pan se ve fosforito

Una vez dimos cuenta del ágape, volvimos al piso, y nos quedamos de pie, en el salón, hablando más tiempo del que mi agotado organismo habría deseado. Mientras la tardía charla tenía lugar, una compañera descubrió que había perdido su móvil, y se empezó a considerar la idea de telefonear al libanés para ver si estaba allí. En ese momento apareció el jefe, que había encontrado el aparato y no quiso esperar a la mañana siguiente para devolvérselo a su dueña. Y entonces todos descubrieron lo hijoputa que soy, pues sugerí (en broma, aunque pareció que lo decía en serio) llamar al restaurante de todas formas para comunicar la pérdida del celular y que el personal se volviese loco buscándolo.

Tras unos confusos segundos en los que recibí miradas que claramente decían cosas como "¿de qué coño vas?" o "¿por qué eres así?", se retomó la fluida conversación, la cual, aprovechando la presencia del jefazo, pasó a centrarse en mierdas relacionadas con el curro de mi novia, y se prolongó durante otra interminable hora en la que yo no podía dejar de pensar, por una parte, en que quería meterme en la cama y olvidarme del mundo hasta el día siguiente y, por otra parte, en lo afortunados que eran los integrantes de aquel grupo porque trabajar demasiado es uno de los pocos motivos por los que no te pueden multar en Dubai.

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viernes, 18 de marzo de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 2

Irse tarde a dormir y tener que madrugar al día siguiente es, al menos para mí, la combinación perfecta para no recordar lo que se ha soñado. Por ello, cuando sonó el despertador (bueno, mi móvil) y abrí los ojos, mi cerebro se deshizo de cualquier referencia onírica y dedicó los primeros segundos de vela a intentar recordar dónde coño me había metido la noche anterior. Tras esta ligera angustia (porque yo soy así de dramático), mi GPS mental volvió a funcionar y fui consciente de que el segundo día de mi estancia en Dubai acababa de empezar.

Salí entonces de la cama e hice tres descubrimientos. El primero, que el estor destinado a esconder la habitación de los rayos del sol no contaba con cordón o cadenita para poder recogerlo, provocando que me tocase enrollar el mismo desde arriba. El segundo, que dicho estor estaba lleno de mierda, provocando que mis manos también acabasen llenas de mierda. Y el tercero, que la ducha contaba con una presión y una temperatura decentes, lo cual no provocó nada malo. Tras esta rápida puesta a punto matinal, saqué una foto desde el balcón que mejorase las vistas de la víspera:


Al abandonar la habitación, mi novia y yo nos encontramos con una de sus compañeras, quien nos dio una mala noticia: en el apartamento contábamos con cafetera y contábamos con café, pero no con filtros para prepararlo. También dejó caer que el lugar ya estaba ocupado por un inquilino cuando llegamos: la mugre. Y es que no sólo mi estor estaba sucio: muebles, suelos y todas las superficies en general incluían una capa de porquería tal que hacía pensar que allí acababa de dar un concierto Melendi. Por ello, hicimos una rápida lista de la compra que incluyese bayetas y filtros cafeteros y bajamos al supermercado más cercano. En el ascensor me di cuenta de que faltaban números, y no entendí por qué. Vale que los aviones de Ryanair no tienen fila 13 por supersticiones absurdas, pero es que esto ya era pasarse:


En la tienda, que era prácticamente un Tesco cambiado de país (el noventa por ciento de los productos expuestos estaban importados de Reino Unido, algo por otra parte lógico, pues la zona estaba llena de británicos pijos), adquirimos lo que habíamos ido a buscar, así como una libreta y un boli en el que pudiese tomar nota de mis actividades y chanzas para poder daros el coñazo ahora, y los adaptadores de enchufe que mencioné en ya no recuerdo qué entrada de las dos anteriores. Pagamos, nos dieron gratis todas las bolsas de plástico del mundo (qué gracioso. Toda Europa usando pajitas de papel y limpiándose el culo con hojas de bambú para salvar el planeta y en el resto del mundo pasan olímpicamente del tema) y subimos otra vez al apartamento, donde procedimos a preparar el desayuno de una puñetera vez.

En cuanto estuvo listo mi adorado café decidí que dos tostadas serían un buen acompañamiento, pero el tostador saltó a los pocos segundos de empezar su tarea, y yo estaba empezando a pensar que se había jodido cuando descubrimos que en realidad el piso se había quedado sin electricidad (al menos la parte correspondiente a los enchufes). Debido a este incidente, el internet murió, puteando un poquito a quienes se encontraban allí (recordemos) por motivos de trabajo. Y yo me pregunto: ¿fui responsable de este evento por usar el tostador? De ser así, ¿me arrepiento de ello? Y yo me respondo: pues es posible, y desde luego que no. En todo caso, me callé como un zorro y dejé que otro se encargase de avisar al portero del edificio de la pifia, la cual arreglarían horas después.

Mi novia, viendo que no iba a poder currar desde allí, no tuvo más elección que encaminarse a la oficina, situada a unos veinte minutos a pie, y yo procedí a acompañarla. Mientras salíamos por la puerta, la misma compañera del principio nos comentó que podíamos dejar la puerta abierta sin problema, pues según ella "aquí te cortan la mano o te matan directamente si te pillan robando", y a mí se me levantó la ceja al escuchar semejante burrada, pero no mucho, pues no tenía claro cuánto de cierto y de falso tenía su comentario.  

El camino estuvo entretenido, tanto por lo alto como por lo bajo. Y es que cuando uno miraba hacia arriba podía contemplar los inmensos edificios de la zona:


Mientras que cuando miraba hacia abajo, se encontraba con estos cromos:

Muy parecidos a los que coleccionan los niños madrileños

Tras el agradable paseo llegamos a nuestro destino y me despedí de mi novia con un beso ligeramente cargado de preocupación, pues no tenía claro si los Emiratos Árabes Unidos es uno de esos países en los que inflan a latigazos a quien da muestras de cariño en público. Pero bueno, no hubo ni latigazos, ni lapidación, ni una triste multa. Y eso que aquí motivos para sancionar al personal no faltaban, tal y como recogía este cartel que vi minutos después, una vez solo, al adentrarme por primera vez en el metro dubaití:

Me acordé de cierta escena de Parks and Recreation

En el tiempo que pasé dentro de la estación (¿o se dice "parada"? Lo siento, en Valladolid no somos como los señoritos de Madrid y no tenemos metro, así que no controlo el vocabulario) esperando a la llegada del transporte, eché un ojo a Google Maps (aplicación que me ha salvado el culo demasiadas veces en los últimos diez años, todo sea dicho) y descubrí que "no muy lejos" de allí se encontraba una hamburguesería con estética noventera. En ese momento me pregunté si el lugar sería noventero de verdad, con su tejado de uralita, su carne de vaca atiborrada de clembuterol y sus ceniceros llenos de colillas en cada mesa, y pensé que sólo habría una forma de confirmarlo.

Hago un pequeño inciso (como si esta entrada no estuviese quedando ya suficientemente larga) para contar brevemente mi primera incursión en un McDonalds, pues viene al caso porque fue en el que abrieron en Valladolid a mediados de los noventa, precisamente. Cuando crucé la puerta con mis padres pedí, con toda mi chulería, un menú macroyaljamburguer, porque en esos días anunciaban en la tele el macroyaljamburguer y lo de macroyaljamburguer me sonaba de lo más guay. Me lo sirvieron, y me llevé un chasco enorme al ver que no traía juguete. Pregunté entonces al empleado que qué había de lo mío y el muchacho me aclaró que los juguetes sólo tocaban en los menús de niños.

Otro chafe más que añadir a esta lista de chafes que es mi vida, oye.

Volviendo al tema principal, si he entrecomillado el "no muy lejos" es porque en realidad el local se encontraba a tomar por culo, pero es que a vista de mapa, Dubai engañaba. Algo que comprobé varias veces, muy a mi pesar y de mis pies y espalda, que ya tienen una edad y no están para según qué trotes.

Para empezar, tuve que recorrer varias paradas hasta llegar a la más cercana, de nombre Umm no sé qué o algo así (no me juzguéis, que vosotros tampoco sabéis cómo se llama). Una vez apeado, me tocó cruzar al otro lado de la autopista de DIECISÉIS CARRILES que atraviesa la ciudad de noreste a sudoeste:


Ya en el exterior, la ruta que se antojaba rápida y cómoda en la aplicación de los mapas se convirtió en una caminata de tres cuartos de hora por enormes avenidas pensadas para recorrer exclusivamente en coche. Pasé junto a varios concesionarios pijos, tiendas de mobiliario pijo para cuarto de baño y algún que otro restaurante de los que tienen personal en la puerta diciéndote con la mirada "no entres aquí, pobre". Debido a que las ganas de comer y la fatiga se hicieron muy amigas dentro de mi cerebro, no me dio la gana sacar fotos, por lo que os toca creerme sin más si os digo que me encontré con elementos podotáctiles (vamos, los bultitos que hay en la acera para que los ciegos sepan que llegan a un paso de cebra) de cristal, como el ombligo de un troll, y que a pesar del clima semidesértico, la zona contaba con alfombras de flores kilométricas.

Finalmente, llegué al restaurante, y lo único que tenía de noventero era una recreativa del Street Fighter y el logo escrito con letra pixelada. Ni siquiera tenían macroyaljamburguer. Pero me dio igual. Pedí y ante la pregunta de si quería comer dentro o fuera, decidí erróneamente que fuera, por lo que me tocó jalarme lo de la foto que vais a ver ahora intentando que el vendaval que soplaba no me volase las patatas fritas (las cuales, ignoro por qué, sabían a bocabits):

Aún conservo la chapa de la botella, que tiene cosas escritas en árabe. Si alguien la quiere, se la regalo vendo

Una vez nutrido, me enfrenté a dos opciones: seguir alejándome de la civilización y llegar a la playa, o volver a la zona de la autopista y el metro y tomarme un café. Evidentemente, elegí la segunda, pues hay ocasiones en las que sólo el café me pone a andar, y aquélla era una de dichas ocasiones.

Volví por un camino distinto que además era más corto, y en lugar de concesionarios y tiendas de baño para gente rica, lo que me encontré en esta nueva ruta fueron clínicas de todo tipo. Por ejemplo de medicinas alternativas y pseudociencia sacacuartos:

Dedicado a aquellos incautos que creen sentirse mejor de sus dolencias con sólo ver caracteres chinos sin saber qué coño significan

O, hablando de sacacuartos, un pequeño local de Quirón, quienes hace no mucho me soplaron ciento veinte euros por hacerme una PCR:


También había muchas flores, aunque no tantas como a la ida, pero esta vez me encontraba de mejor humor y sí que hice foto:


Así, caminando entre médicos, casi-médicos, no-médicos-en-absoluto y abundante flora, me hallé a una rotonda de distancia del Centro Comercial de los Emiratos. Pero claro, ya he dicho que esta no es ciudad para peatones, y la susodicha rotonda, que conectaba la megaautopista con otra carreteraza que no se quedaba corta en eso de acumular carriles, no contaba con un paso decente para viandantes, obligándome a dar un rodeo DE LA HOSTIA que me llevaría de vuelta a Umm no sé qué. Pero esto me venía bien, en principio, por dos motivos. El primero, encontrarme con esta gata que, tumbada sobre el adoquinado, disfrutaba del atardecer:

Foto hecha desde lejos para no molestar

El segundo, indirectamente, tenía que ver con mi madre. Resulta que la buena mujer, hace un par de años, adquirió un cuento en euskera durante una excursión a Navarra, empezando así la curiosa afición de coleccionar libros infantiles en distintos idiomas que luego traduce al español con la ayuda de Deepl mientras descubre el follón en que consiste tener que lidiar con más de un lenguaje. Y desde entonces yo le he conseguido varios en alemán, turco, esloveno o inglés, entre otros (hasta Frau Pfefferoni le pilló uno de Grecia el pasado verano). Pues bien, mientras consultaba la ruta hacia mi ansiado café, Maps me dijo que a un par de kilómetros de mi localización se encontraba The Old Library, con lo que mi madre podría añadir un ejemplar en árabe a su colección. Caminé hasta el lugar y descubrí al llegar con gran decepción que yo, que he vivido siete putos años en Irlanda, llevo casi diez comunicándome a diario con compañeros angloparlantes y tengo pensado sacarme este año el avanzado de inglés de la Escuela de Idiomas, me había comido un false friend de primero de Muzzy.

Niños, meteos esto en la cabeza: en inglés, library significa biblioteca, no librería. 

Tras cagarme en mi English level a las puertas de aquella biblio en la que, evidentemente, no vendían libros, decidí compensar la caminata inútil entrando en la cercana Umm no sé qué y dejando que el metro me llevase hasta la siguiente parada, donde estaba el dichoso Mall of the Emirates, un centro comercial grande de cojones en el que me perdí varias veces buscando la tienda de libros anunciada en la pantalla que consulté en la entrada. Para más inri, dio la casualidad de que mi madre me escribió por Whatsapp para preguntarme qué tal me iba y qué andaba haciendo. Y a mí, con la paliza que me estaba dando, me dieron unas ligeras ganas de responder con un "aquí, intentando comprarte un puto libro". Evidentemente, mi madre no recibió tal respuesta. No sólo porque hacer algo así ESTÁ FEO y en aquel jardín me había metido yo solito por voluntad propia, sino porque en ese momento di con la tienda, la cual no sólo tenía muchísimos cuentos en árabe, sino que contaba con un recompensatorio Starbucks en su interior como si de un oasis en mitad del desierto se tratase.

Hago un segundo inciso para deciros que no os voy a contar ahora mi primera vez en un Starbucks, que bastante mal estoy quedando ya.

Me adentré en la cafetería ignorando las miradas de los dependientes (me da mucha ansiedad que me pregunten qué quiero en las tiendas, y ése es uno de los motivos por los que no compraría nada en el mercado de oro días después, pero no adelantemos acontecimientos), apuré un capuccino al que acompañó un paracetamol (pues mi espalda cantaba saetas a esas alturas de la tarde), me hice con el libro y determiné que aquel día ya contaba con aventuras de sobra. Por ello, volví al metro con la intención de dirigirme al apartamento, y mientras esto ocurría mi novia me contó que estaba aún más hecha polvo que yo, pues ella (recordemos) había tenido que currar todo el día. Calculando que nos encontraríamos en el piso en una media hora, me apeé una parada antes y recorrí a pie la Marina de Dubai, cuyos rascacielos iluminados se me antojaron algo distópicos, no sé por qué:


Pasé por un Carrefour Express cercano al piso, pillé un par de sandwiches y, por fin, llegué a nuestro hogar temporal con la intención de cenar ligero en compañía de mi también agotada novia y arrastrarme a la cama, ilusionado ante la perspectiva de desayunar en un sitio interesante al día siguiente.

Y mientras subía en el ascensor, la parte de mi cerebro que aún no estaba frita dio con la solución al misterio: no es que faltasen pisos, es que los apartamentos eran dúplex y las plantas superiores de los mismos no contaban con puertas al exterior, por lo que no merecía la pena que el ascensor parase en dichas plantas.

Sí, hasta cuando estoy cansado soy un puto genio, lo sé.

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viernes, 11 de marzo de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 1

Cuando uno tiene por delante un viaje en tren de tres horas seguido por un vuelo de seis, todo ello unido a la incertidumbre de no saber qué clase de ciudad se va a encontrar al aterrizar, resulta lógico no recordar lo que se ha soñado la noche anterior, pues el cerebro no está para tonterías. Así que no me preguntéis qué soñé antes de partir para Dubai, porque no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi novia y yo, tras ingerir en casa un par de piezas de fruta y un zumo adquiridos el día antes mientras NADIE me robaba los zapatos, pasamos por la ducha, pues (y nunca me cansaré de decirlo) hay que ser muy hijo de puta para meterse en un medio de transporte colectivo sin haberse duchado.

Otro sitio por el que pasamos, justo antes de montar en el tren con destino al aeropuerto de Viena, fue el McDonalds de la estación, donde recogimos sendos desayunos que nos jalamos a bordo del ferrocarril porque a veces me gusta disfrutar de la vida. Y aunque os pueda sorprender, os aseguro que los desayunos del McDonalds son bastante decentes. Creedme.

Del viaje en tren poco puedo destacar. Como he dicho al principio, son tres horas que me toca tragarme cuando vuelo desde la capital austriaca, y cada vez que esto ocurre no puedo evitar pensar que es una putada que un tren que cubre la misma distancia que un Alvia Madrid-Valladolid tarde el triple porque en Austria no saben lo que es la alta velocidad, al tiempo que paradójicamente celebro este hecho, pues el tren serpentea entre montañas y barrancos mu bonicos incompatibles con las catenarias y peraltes que requeriría una vía más rápida.

"Si tan bonito te parece, habrás hecho fotos que lo demuestren, ¿no?" estaréis pensando. Y os digo que no, pero eso me da ideas para una posible entrada futura, oye.

Tras llegar al aeropuerto vienés fuimos derechos a los mostradores de facturación para deshacernos de los maletones, lo cual tuvo lugar con una celeridad asombrosa. Para celebrar que no nos había tocado aguantar una cola muy larga, fuimos por segunda vez a un establecimiento de los de la M dorada con la intención de picar algo mientras hacíamos tiempo. Allí me acordé de un cartel bastante curioso que colgaba en la pared de una cafetería dublinesa a la que solíamos ir a desayunar a menudo hasta que los dueños decidieron reformarla, cambiar su nombre por otro ridículo y cobrar bastante más por unos platos que ofrecían menor cantidad y calidad. El cartel de marras recogía una cita de la humorista norteamericana Erma Bombeck, algo en plan "Aprovecha el momento. Recuerda a todas esas mujeres que rechazaron tomar postre tras su cena en el Titanic", y yo lo tuve en mente de forma algo macabra mientras pedía mi segundo café del día y un trozo de tarta de queso.

Conforme la hora de despegue se acercaba, nos dirigimos al control de seguridad, el cual también cruzamos a toda pastilla, y tras éste al de pasaportes, que también nos quitamos de encima en un santiamén. Y yo ya estaba empezando a mosquearme ante tanta eficacia (pues el proceso anteriormente descrito siempre suele traer de serie algún operario lento y/o máquina que se jode a mi paso) y a pensar en diferentes formas de poder expresar por escrito lo rápido que estaba pasando todo, cuando me di de bruces con este adefesio:

Helena Bonham Creepy

Mé limité a sacar una foto del bicho para plasmarla aquí (dejo en vuestras manos el juicio al gusto artístico austriaco) y acto seguido mi novia y yo nos dirigimos a la puerta de embarque, la cual se abrió a los pocos minutos (en serio, todo muy rápido) para que los pasajeros pudiésemos acceder al mastodonte de dos pisos en el que íbamos a pasar el resto del día. La foto del trasto la hice cuando aterrizamos, así que tened un poco de paciencia, que en un rato os la enseño.

Lo primero que hice al entrar en el avión fue aprovechar para meterme en el baño y obtener unas pocas imágenes del habitáculo antes de que los pasajeros lo llenasen de mierda:

Taza de váter más lujosa que la que tengo yo en casa

Control de temperatura en el grifo del lavabo, ojo

Cajoncitos con compresas, hermana

Vasitos de papel y lociones. Vuestra vida es una mierda después de ver esto

Otra cosa que hice, aprovechando el espejo, fue colocarme la mascarilla. Y digo esto porque puede que alguien (seguramente yo mismo) lea esto dentro de mucho tiempo sin percatarse de que, durante unos años, nos comimos una pandemia riquísima que nos obligó a llevar tapabocas allá donde fuésemos. O tempora, o mores, ¿eh? Para que veáis que no me lo invento, adjunto foto del tubito de gel hidroalcohólico que nos dieron:


Total, que tras la vuelta al asiento y el despegue, empecé a ser consciente de que nos habían tocado buenos sitios, pues nos encontrábamos en la última fila y no se daba la posibilidad de que algún criajo miserable carne de Supernanny sentado detrás decidiese liarse a patadas con mi asiento (situación que, por otra parte, suelo sufrir bastante a menudo). Pues bien, no había terminado de pensar en esto y la hija de puta del asiento de delante decidió reclinarlo a tope:

Por muy poco ecológico que resulte, os juro que si en algún momento tengo oportunidad de volar en avión privado no pienso desaprovecharla. Y que os den a todos

Con la intención de no darle muchas vueltas al encajonamiento recientemente descrito al que me vi sometido, y mientras las azafatas sacaban fotos instantáneas sólo a las familias con niños, me dispuse a entretenerme con los podcasts que me había descargado para hacer más ameno el vuelo, al tiempo que reflexionaba sobre lo hipócrita que resulta escuchar Estirando el chicle, Saldremos mejores o La base metido en un avión de Emirates. No obstante, la llegada de la comida hizo que todo dejase de importarme durante unos minutos:

Nada del otro mundo, pero mi paladar no es que sea muy sibarita

Y del resto del vuelo poco os puedo contar. Intenté leer un rato y me quedé dormido a la segunda línea (hora y media de siesta, como un campeón), despertándome a tiempo de que llegase el segundo café que ingerí dentro del aparato. Al aterrizar, y justo antes de salir, descubrí que a la vuelta de nuestros asientos había un grifo escondido:


Así que aproveché para beberme un par de vasos, pues nos habían contado que el agua del grifo en Dubai es algo a evitar y no sabía cuándo volvería a tener ocasión de hidratarme. Una vez fuera, y mientras esperábamos al resto de nuestro grupo (os recuerdo que todo esto era un viaje de trabajo de mi novia, y un par de compañeras con acompañantes, amén del jefe de todas, venían también), ahora sí, saqué la puñetera foto:

La mancha amarilla debajo del ala es una persona de mediana estatura, para que os hagáis una idea

Cuando abandonamos la zona destinada a embarques y desembarques nos adentramos en un enorme hall que existía para impresionar a los recién llegados y contenerlos hasta la llegada del siguiente trenecito con destino al propio aeropuerto (sí, aquí descubrí que TODO lo hacen a lo grande en este país). En dicho hall saqué esta foto sin tener muy claro por qué:


El viaje en trenecito nos llevó al control de pasaportes, y todos cruzamos el mismo sin hacer chistes ni sacar fotos porque si hay un lugar en el que se te puede caer el pelo por hacer el bobo, sin duda es éste. Tras el solemne trámite (aunque yo no pude evitar sonreír como un bobalicón porque me hace ilusión lo de acumular visados en las hojas del librito como a todo hijo de vecino, ¿qué pasa?) llegamos al cinturón de entrega de maletas para descubrir que alguien ya las había quitado del mismo y dejado en el suelo por nosotros.

Y a mí, que llevaba una cantidad considerable de líquido en el cuerpo, me entraron unas ganas de mear que no os podéis imaginar, pero como no contaba con confianza suficiente con los recién descubiertos integrantes de aquel grupo como para pedirles que parasen un par de minutos en lo que yo hacía las gestiones urinarias oportunas, aguanté estoicamente mientras llevábamos a cabo la primera actividad grupal de la estancia: comprar tarjetas SIM para poder estar comunicados durante los días siguientes. Y vale que el tiempo pasa más despacio cuando se tiene la vejiga llena, pero es que la pachorra del muchacho encargado de vendernos y configurar las tarjetas fue digna de galardón, oye. ¿Cuánto creéis que se puede tardar en lograr que seis guiris tengan un número de los Emiratos en su móvil? Bueno, pues seguro que os habéis quedado cortos.

Con los terminales operativos (y un ligero dolor en la vejiga) nos unimos a la cola de pasajeros que esperaban un taxi, y para mi consuelo avanzamos bastante rápido hasta que me vi dentro de uno de los dos vehículos que nos tocó ocupar debido al tamaño del mencionado grupo. El camino del aeropuerto dubaití al apartamento estuvo entretenido, y pude contemplar desde el asiento delantero del coche varios iconos de la ciudad iluminados (ya era casi medianoche) al tiempo que intentaba no hacerme pis encima. Tras media hora, el taxi paró en la puerta de la que sería nuestra residencia durante la siguiente semana: un edificio que a pie de calle parecía no acabar nunca pero que no destacaba demasiado en la zona (Dubai Marina, aclaro), y es que en aquel enjambre urbanístico los rascacielos competían por ver cuál era más alto. El ascensor nos llevó hasta el piso veinte, donde se encontraba nuestro apartamento, y tras entrar y depositar las maletas en el salón se produjo la clásica pelea de cortesías por adjudicar las habitaciones. A nosotros nos tocó la que tenía vistas a la noria:



Tras retratar la noche desde el balcón, me encerré felizmente en el cuarto de baño durante unos segundos. Con la mente aclarada tras este ejercicio miccionatorio, pasé a centrarme en mi siguiente necesidad, la cual compartían casi todos mis compañeros de apartamento: el hambre. Por suerte para nosotros, el jefe de mi novia se hizo con algo de picoteo (y un huevo de botellas de agua mineral). Entre las viandas que trajo de uno de los muchos supermercados abiertos veinticuatro horas de la zona, se encontraban unas extrañas (y caras de cojones, por lo que pude saber después) frutas con cuyo nombre no llegué a quedarme y de las que sólo se podían aprovechar las blancas semillas interiores. A insistencia del jefe (y de la novia de éste) comí unas pocas, pero no quise abusar so pena de que el exótico manjar no le sentase bien a mi organismo y me obligase a pasar mi estancia en Dubai abrazado al váter que tanta alegría me había dado al principio de este párrafo. Preferí centrarme en el queso y el embutido, al tiempo que oía contar a su comprador que lo había adquirido en una zona del súper llena de carteles que, cual mapamundi medieval, advertían a los consumidores musulmanes de la existencia de carne de cerdo en la zona. Imaginar que el local contaba con una zona "prohibida" me hizo recordar aquella tienda de Osaka en la que adquirí un ejemplar de porno con tentáculos para un amigo. PARA UN AMIGO, JODER.

En fin, que entre pitos y flautas, nos dieron las tres de la madrugada, por lo que los últimos minutos de vigilia del día que llegamos a Dubai los pasé presenciando cómo mi novia y sus compañeras, habida cuenta de lo tarde que se había hecho, declaraban que al día siguiente, si alguien esperaba que se pusieran a currar a primera hora de la mañana, podía esperar sentado.

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viernes, 4 de marzo de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 0

Este blog es como el Guadiana, macho. Lo mismo me tiro meses sin pasarme por aquí que os suelto tal turra que vais a necesitar varios viajes al retrete para poder leerlo todo. Pero es que esta vez no es para menos.

Resulta que hace no mucho, mientras entraba por la puerta de nuestro pisazo tras un largo día de curro, mi novia me espetó que tendría que ausentarse durante una semana por motivos laborales que no me quedaron muy claros (la verdad es que directamente no tengo claro NADA de lo que hace en su trabajo, pero es que para estas cosas yo soy como la infanta Cristina, que bastante tiene ya mi cerebro con resolver los cientos de putos wordles que siguen saliendo a diario). Y la entrada terminaría aquí si no fuese porque añadió que se admitían acompañantes. Y que si quería ir con ella.

Imagino que os estaréis preguntando a dónde tenían pensado mandar a mi novia. Os doy una semipista:

fuente: 20minutos


Casi. Al lado. Si el campechano está actualmente pasando unos días en Abu Dabi por un quítame allá esos millones de euros en comisiones, mi novia me estaba ofreciendo viajar de domingo a domingo a Dubai. A DUBAI, joder.

Y claro, al oír esto, mis siete neuronas convocaron una reunión de Emergencia en la que no quedó muy claro cuál de todas decía qué:

–¿Ha dicho Dubai? Eso está como a cinco o seis horas de vuelo, ¿no? ¿Va a soportar su espalda tanto rato de viaje?

–Su espalda ya no soporta ni media hora de nada. Pero el paracetamol le está yendo bien. Lo preocupante es el destino en sí.

–Eso, y que acaba de volver de una semana de vacaciones en Valladolid. No sé yo si a su jefe le va a parecer bien que se vuelva a largar.

–Y más aún teniendo en cuenta que en un par de meses tiene pensado pirarse a Canarias otra semana. Yo no sé de dónde saca este chico tantos días libres.

–Bueno, mira, que se apañe con su jefe como pueda. De momento vamos a centrarnos en esto. A ver, ¿qué sabemos de Dubai?

–Que está en los Emiratos Árabes, pero no tengo claro si es la capital o no.

–Eso es lo de menos. ¿No es la ciudad que han levantado en medio de la nada a golpe de petrodólar?

–Cierto, la que tiene un huevo de rascacielos y construcciones a lo bestia.

–Es verdad. El Burj Khalifa, el Burj Al-nosequé, lo del marco de fotos ése to grande que se puede ver por dentro, una piscina con una profundidad del copón para poder bucear...

–A éste no le metes a bucear ni a tiros. Ya te lo digo yo.

–¿Sabemos si han empezado a levantar la mierda ésa de Calatrava que iba a medir un kilómetro?

–Creo que no, pero a estas alturas la ciudad ya debe tener chorradas de sobra como para que al pelele éste le compense el viaje.

–Sí. Yo no sé qué le ha dado con estas cosas, pero desde qué leyó el artículo aquél de Vicisitud y Sordidez está que no caga con la arquitectura loca.

–Pues me da que en Dubai se lo va a pasar como un enano. Aquello tiene pinta de ser algo en plan Desmadre a la americana, aunque no tengo muy claro si Desmadre a la americana es una película que describe lo que quiero decir porque no la he visto. ¿La habéis visto alguno?

–No.

–No.

–No.

–No.

–No.

–No.

–Vale, pues entonces queda pendiente ver la película de los huevos. Y si no hay ningún tema más que tratar, yo creo que podemos dar la reunión por finiquitada, ¿no?

–¿Y lo de Dubai?

–¿Qué pasa con Dubai?

Y así durante un buen rato, dejando claro una vez más cómo funciona mi cerebro.

Al final acepté la oferta, entre otros motivos porque, aparte del mencionado sinsentido arquitectónico que me provocaría un síndrome de Stendhal tras otro, el clima de la zona en febrero resulta de lo más apacible, y eso me vendría de lujo para intentar combatir la dermatitis ("die Sonne ist super", me dijo el dermatólogo) que, un año más, está volviendo a colonizar mis brazos. Por otra parte, a mí lo de deambular por calles desconocidas sin rumbo fijo ME CHIFLA, y con mi novia dedicada a sus quehaceres profesionales, tiempo para ello iba a tener de sobra (tiempo, y unas zapatillas de deporte estupendas que me compraron mis padres hace unos meses y que me permiten patear durante kilómetros y kilómetros sin despeinarme).

Así que tocó prepararse para la estancia en Dubai. Lo primero que hice fue darle muchísimas vueltas a si debería o no llevarme la cámara de fotos (tranquis, que en este caso no voy a reproducir mi conversación neuronal), pero decidí que mejor no cargar con peso extra, habida cuenta de que pasaría calor y de que Dubai tiene tanta tontería junta que no iba a saber muy bien a dónde apuntar con el objetivo. De hecho, no iba a saber ni qué objetivo utilizar en cada ocasión. Sí que me llevaría la instax, que no abulta tanto y me vale para sacar fotos majas cuando hace sol.

También estuve planteándome renovar el móvil antes de ir, pues el mío no es que haga unas fotos de la hostia (y ya lo comprobaréis), amén de que su batería empieza a tener la capacidad justita para pasar el día, pero como los últimos modelos vienen sin tarjeta SD, y yo para eso soy muy cabezota, concluí que sería mi actual celular el que me haría compañía a pesar de todo.

De cara a planificar mis rutas por la ciudad, tampoco es que me lo currase mucho, y como la mayoría de imágenes que pude ver en Street View son de hace seis años, sabía que me encontraría un paisaje muy diferente, por lo que decidí que improvisaría sobre la marcha, al igual que improvisaría la adquisición de un adaptador de enchufe (en Emiratos Árabes tienen toma británica). Y es que mi novia y yo descubrimos el día antes de partir que el porrón de adaptadores que teníamos se quedó por el camino cuando nos mudamos de Irlanda a Austria.

Otra cosa que hice antes de partir fue comprarme un par de zapatos. Resulta que yo no uso de eso y empezó a correr el rumor de que en Dubai hay sitios en los que no te dejan entrar con playeras, e imaginad el bochorno si eso llegase a pasar. No voy a contaros cuánto me gasté en el calzado, pero dejaré caer que no poco. Si digo esto es porque, tras pasar por la zapatería, mi novia y yo pedaleamos hasta un centro de test covid en el que nos hicimos sendas PCRs, y de ahí a un supermercado en el que poder comprar un par de cosas que desayunar al día siguiente, antes de partir. Pues bien, el gilipollas que escribe estas líneas se dejó la bolsa con los zapatos nuevos en la cesta de la bici, en plena calle, y se tiró cuarto de hora dentro del supermercado sin percatarse de la situación. Cuando fui consciente de la jugada, salí corriendo del súper y descubrí que, ojo, los zapatos seguían donde los había dejado, y eso que la zona en la que aparqué la bici es de ésas que harían torcer el gesto a alguna que otra imbécil xenófoba. Let that sink in, que diría Ter.

Pues nada, ya estábamos prácticamente listos. Hicimos la maleta y yo me aseguré de meter en la misma la manta eléctrica que me pongo en mi ajada espalda cada noche y un alijo desmedido de paracetamol, le dimos instrucciones a Frau Pfefferoni para que se encargase de nuestros gatos (una semana que se iba a tirar la pobre dedicándose a esa tarea, y lo único que le dejamos para agradecérselo fueron cuatro lonchas de jamón serrano a medio caducar dentro del frigo. Si es que somos la mierda) y nos fuimos a dormir pensando en la paliza viajera a la que nos tendríamos que enfrentar al día siguiente. Pero de eso os hablaré en otra entrada, que sois unos ansiosos.

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