Cuando uno tiene por delante un viaje en tren de tres horas seguido por un vuelo de seis, todo ello unido a la incertidumbre de no saber qué clase de ciudad se va a encontrar al aterrizar, resulta lógico no recordar lo que se ha soñado la noche anterior, pues el cerebro no está para tonterías. Así que no me preguntéis qué soñé antes de partir para Dubai, porque no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi novia y yo, tras ingerir en casa un par de piezas de fruta y un zumo adquiridos el día antes mientras NADIE me robaba los zapatos, pasamos por la ducha, pues (y nunca me cansaré de decirlo) hay que ser muy hijo de puta para meterse en un medio de transporte colectivo sin haberse duchado.
Otro sitio por el que pasamos, justo antes de montar en el tren con destino al aeropuerto de Viena, fue el McDonalds de la estación, donde recogimos sendos desayunos que nos jalamos a bordo del ferrocarril porque a veces me gusta disfrutar de la vida. Y aunque os pueda sorprender, os aseguro que los desayunos del McDonalds son bastante decentes. Creedme.
Del viaje en tren poco puedo destacar. Como he dicho al principio, son tres horas que me toca tragarme cuando vuelo desde la capital austriaca, y cada vez que esto ocurre no puedo evitar pensar que es una putada que un tren que cubre la misma distancia que un Alvia Madrid-Valladolid tarde el triple porque en Austria no saben lo que es la alta velocidad, al tiempo que paradójicamente celebro este hecho, pues el tren serpentea entre montañas y barrancos mu bonicos incompatibles con las catenarias y peraltes que requeriría una vía más rápida.
"Si tan bonito te parece, habrás hecho fotos que lo demuestren, ¿no?" estaréis pensando. Y os digo que no, pero eso me da ideas para una posible entrada futura, oye.
Tras llegar al aeropuerto vienés fuimos derechos a los mostradores de facturación para deshacernos de los maletones, lo cual tuvo lugar con una celeridad asombrosa. Para celebrar que no nos había tocado aguantar una cola muy larga, fuimos por segunda vez a un establecimiento de los de la M dorada con la intención de picar algo mientras hacíamos tiempo. Allí me acordé de un cartel bastante curioso que colgaba en la pared de una cafetería dublinesa a la que solíamos ir a desayunar a menudo hasta que los dueños decidieron reformarla, cambiar su nombre por otro ridículo y cobrar bastante más por unos platos que ofrecían menor cantidad y calidad. El cartel de marras recogía una cita de la humorista norteamericana Erma Bombeck, algo en plan "Aprovecha el momento. Recuerda a todas esas mujeres que rechazaron tomar postre tras su cena en el Titanic", y yo lo tuve en mente de forma algo macabra mientras pedía mi segundo café del día y un trozo de tarta de queso.
Conforme la hora de despegue se acercaba, nos dirigimos al control de seguridad, el cual también cruzamos a toda pastilla, y tras éste al de pasaportes, que también nos quitamos de encima en un santiamén. Y yo ya estaba empezando a mosquearme ante tanta eficacia (pues el proceso anteriormente descrito siempre suele traer de serie algún operario lento y/o máquina que se jode a mi paso) y a pensar en diferentes formas de poder expresar por escrito lo rápido que estaba pasando todo, cuando me di de bruces con este adefesio:
Helena Bonham Creepy |
Mé limité a sacar una foto del bicho para plasmarla aquí (dejo en vuestras manos el juicio al gusto artístico austriaco) y acto seguido mi novia y yo nos dirigimos a la puerta de embarque, la cual se abrió a los pocos minutos (en serio, todo muy rápido) para que los pasajeros pudiésemos acceder al mastodonte de dos pisos en el que íbamos a pasar el resto del día. La foto del trasto la hice cuando aterrizamos, así que tened un poco de paciencia, que en un rato os la enseño.
Lo primero que hice al entrar en el avión fue aprovechar para meterme en el baño y obtener unas pocas imágenes del habitáculo antes de que los pasajeros lo llenasen de mierda:
Taza de váter más lujosa que la que tengo yo en casa |
Control de temperatura en el grifo del lavabo, ojo |
Cajoncitos con compresas, hermana |
Vasitos de papel y lociones. Vuestra vida es una mierda después de ver esto |
Otra cosa que hice, aprovechando el espejo, fue colocarme la mascarilla. Y digo esto porque puede que alguien (seguramente yo mismo) lea esto dentro de mucho tiempo sin percatarse de que, durante unos años, nos comimos una pandemia riquísima que nos obligó a llevar tapabocas allá donde fuésemos. O tempora, o mores, ¿eh? Para que veáis que no me lo invento, adjunto foto del tubito de gel hidroalcohólico que nos dieron:
Total, que tras la vuelta al asiento y el despegue, empecé a ser consciente de que nos habían tocado buenos sitios, pues nos encontrábamos en la última fila y no se daba la posibilidad de que algún criajo miserable carne de Supernanny sentado detrás decidiese liarse a patadas con mi asiento (situación que, por otra parte, suelo sufrir bastante a menudo). Pues bien, no había terminado de pensar en esto y la hija de puta del asiento de delante decidió reclinarlo a tope:
Por muy poco ecológico que resulte, os juro que si en algún momento tengo oportunidad de volar en avión privado no pienso desaprovecharla. Y que os den a todos |
Con la intención de no darle muchas vueltas al encajonamiento recientemente descrito al que me vi sometido, y mientras las azafatas sacaban fotos instantáneas sólo a las familias con niños, me dispuse a entretenerme con los podcasts que me había descargado para hacer más ameno el vuelo, al tiempo que reflexionaba sobre lo hipócrita que resulta escuchar Estirando el chicle, Saldremos mejores o La base metido en un avión de Emirates. No obstante, la llegada de la comida hizo que todo dejase de importarme durante unos minutos:
Nada del otro mundo, pero mi paladar no es que sea muy sibarita |
Y del resto del vuelo poco os puedo contar. Intenté leer un rato y me quedé dormido a la segunda línea (hora y media de siesta, como un campeón), despertándome a tiempo de que llegase el segundo café que ingerí dentro del aparato. Al aterrizar, y justo antes de salir, descubrí que a la vuelta de nuestros asientos había un grifo escondido:
Así que aproveché para beberme un par de vasos, pues nos habían contado que el agua del grifo en Dubai es algo a evitar y no sabía cuándo volvería a tener ocasión de hidratarme. Una vez fuera, y mientras esperábamos al resto de nuestro grupo (os recuerdo que todo esto era un viaje de trabajo de mi novia, y un par de compañeras con acompañantes, amén del jefe de todas, venían también), ahora sí, saqué la puñetera foto:
La mancha amarilla debajo del ala es una persona de mediana estatura, para que os hagáis una idea |
Cuando abandonamos la zona destinada a embarques y desembarques nos adentramos en un enorme hall que existía para impresionar a los recién llegados y contenerlos hasta la llegada del siguiente trenecito con destino al propio aeropuerto (sí, aquí descubrí que TODO lo hacen a lo grande en este país). En dicho hall saqué esta foto sin tener muy claro por qué:
El viaje en trenecito nos llevó al control de pasaportes, y todos cruzamos el mismo sin hacer chistes ni sacar fotos porque si hay un lugar en el que se te puede caer el pelo por hacer el bobo, sin duda es éste. Tras el solemne trámite (aunque yo no pude evitar sonreír como un bobalicón porque me hace ilusión lo de acumular visados en las hojas del librito como a todo hijo de vecino, ¿qué pasa?) llegamos al cinturón de entrega de maletas para descubrir que alguien ya las había quitado del mismo y dejado en el suelo por nosotros.
Y a mí, que llevaba una cantidad considerable de líquido en el cuerpo, me entraron unas ganas de mear que no os podéis imaginar, pero como no contaba con confianza suficiente con los recién descubiertos integrantes de aquel grupo como para pedirles que parasen un par de minutos en lo que yo hacía las gestiones urinarias oportunas, aguanté estoicamente mientras llevábamos a cabo la primera actividad grupal de la estancia: comprar tarjetas SIM para poder estar comunicados durante los días siguientes. Y vale que el tiempo pasa más despacio cuando se tiene la vejiga llena, pero es que la pachorra del muchacho encargado de vendernos y configurar las tarjetas fue digna de galardón, oye. ¿Cuánto creéis que se puede tardar en lograr que seis guiris tengan un número de los Emiratos en su móvil? Bueno, pues seguro que os habéis quedado cortos.
Con los terminales operativos (y un ligero dolor en la vejiga) nos unimos a la cola de pasajeros que esperaban un taxi, y para mi consuelo avanzamos bastante rápido hasta que me vi dentro de uno de los dos vehículos que nos tocó ocupar debido al tamaño del mencionado grupo. El camino del aeropuerto dubaití al apartamento estuvo entretenido, y pude contemplar desde el asiento delantero del coche varios iconos de la ciudad iluminados (ya era casi medianoche) al tiempo que intentaba no hacerme pis encima. Tras media hora, el taxi paró en la puerta de la que sería nuestra residencia durante la siguiente semana: un edificio que a pie de calle parecía no acabar nunca pero que no destacaba demasiado en la zona (Dubai Marina, aclaro), y es que en aquel enjambre urbanístico los rascacielos competían por ver cuál era más alto. El ascensor nos llevó hasta el piso veinte, donde se encontraba nuestro apartamento, y tras entrar y depositar las maletas en el salón se produjo la clásica pelea de cortesías por adjudicar las habitaciones. A nosotros nos tocó la que tenía vistas a la noria:
Tras retratar la noche desde el balcón, me encerré felizmente en el cuarto de baño durante unos segundos. Con la mente aclarada tras este ejercicio miccionatorio, pasé a centrarme en mi siguiente necesidad, la cual compartían casi todos mis compañeros de apartamento: el hambre. Por suerte para nosotros, el jefe de mi novia se hizo con algo de picoteo (y un huevo de botellas de agua mineral). Entre las viandas que trajo de uno de los muchos supermercados abiertos veinticuatro horas de la zona, se encontraban unas extrañas (y caras de cojones, por lo que pude saber después) frutas con cuyo nombre no llegué a quedarme y de las que sólo se podían aprovechar las blancas semillas interiores. A insistencia del jefe (y de la novia de éste) comí unas pocas, pero no quise abusar so pena de que el exótico manjar no le sentase bien a mi organismo y me obligase a pasar mi estancia en Dubai abrazado al váter que tanta alegría me había dado al principio de este párrafo. Preferí centrarme en el queso y el embutido, al tiempo que oía contar a su comprador que lo había adquirido en una zona del súper llena de carteles que, cual mapamundi medieval, advertían a los consumidores musulmanes de la existencia de carne de cerdo en la zona. Imaginar que el local contaba con una zona "prohibida" me hizo recordar aquella tienda de Osaka en la que adquirí un ejemplar de porno con tentáculos para un amigo. PARA UN AMIGO, JODER.
En fin, que entre pitos y flautas, nos dieron las tres de la madrugada, por lo que los últimos minutos de vigilia del día que llegamos a Dubai los pasé presenciando cómo mi novia y sus compañeras, habida cuenta de lo tarde que se había hecho, declaraban que al día siguiente, si alguien esperaba que se pusieran a currar a primera hora de la mañana, podía esperar sentado.

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