La guionista y cómica Carmen Romero dijo una vez en un vídeo de David Suárez (no tenéis ni idea de quiénes son esos dos, ¿verdad?) que el organismo tiene poco que hacer en la zona del estómago cuando uno se va a dormir después de una cena ligera, por lo que se centra en el cerebro y así se tienen sueños lúcidos. Y no sé si será verdad, pero yo la noche anterior había cenado sólo un sandwich y soñé varias veces que perdía mi tarjeta de crédito. No es de extrañar entonces que la llegada del nuevo día me pillase con una ligera angustia. Y si esto no fuese ya suficiente problema del primer mundo, cuando terminé de subir el mugroso estor de la habitación y me lavé las manos descubrí que el sitio al que tenía planeado ir a desayunar desde que supe que vendría a Dubai no abría sus puertas hasta las doce del mediodía.
Dispuesto a no renunciar a que otros preparasen mi primera comida del día, busqué algún local cercano a través de Google Maps (los de Google no me pagan por hacerles publicidad, por cierto. Pero deberían) y di con uno con buenas referencias (y fotos de los platos bastante apetecibles, que en el fondo es lo que importa) llamado Eggspectations. Como mi novia contaba con tiempo antes de empezar su jornada laboral, decidimos apostar por el sitio y nos dirigimos allí a través de una calle forrada de impracticables adoquines y baldosas resbaladizas que a primera hora de la mañana parecía un parque de atracciones cerrado:
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De noche, imbéciles metiendo acelerones con sus descapotables y prostitutas. De día, la nada |
Al llegar al local nos asignaron una mesa y nos dieron sendos menús repletos de platos de los que garantizan empacho posterior. Y así fue:
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Patatas, salchichas, bacon y tortitas. Tortitas gordas, aclaro. Y un huevo frito en todo lo alto cortesía de la casa |
Terminamos de comer y rodamos por el empedrado de vuelta al apartamento, y cuando llegamos mi novia agarró su portátil y se largó a currar, pues por lo visto tenía programada una reunión de equipo en una piscina (que no sé yo cómo de productivo puede resultar algo así, pero chico, cuando uno está en Dubai no se para a pensar en esos detalles). Con ella y sus dos compañeras dedicadas a sus quehaceres laborales de dudoso rendimiento, un acompañante que había tomado las de Villadiego a primera hora, y el plus one restante pidiendo permiso para largarse a la playa a dar un paseo con su chiquilla, me tocó quedarme a mí en el piso a esperar a que viniese alguien a revisar las pifias. Y es que resulta que, amén del problema con los enchufes de la víspera (resuelto horas después, por cierto), había varias luces de la planta superior que no funcionaban (esto me daba igual porque nuestra habitación estaba en el piso de abajo), a lo que había que añadir el lavavajillas, que también estaba jodido (y esto ya me daba menos igual, pues soy un vago de cojones y cuando cohabitan seis adultos y un bebé en un mismo sitio el número de cacharros que hay que fregar aumenta exponencialmente con el paso del tiempo). Considerando la "celeridad" con la que se presentaron para arreglar el chivato, aproveché la larga espera que se avecinaba para ponerme al día con Hora Veintipico y resolver los distintos wordles de la mañana.
Tras entregarse a semejante esfuerzo mental, mis siete neuronas acordaron que lo más adecuado en ese momento sería que me echase una siesta, pero no pude llevar a cabo tan placentera tarea porque justo entonces llegaron dos técnicos a revisar el lavaplatos. Su concienzudo análisis consistió en tocar la puerta del inerte electrodoméstico con la punta de un destornillador, mirarse el uno al otro y encogerse de hombros, para acto seguido decirme que el aparato no funcionaba. Y yo, tras pensar que la frase "olé vuestros huevos toreros" pierde mucho si se intenta traducir al inglés, pregunté que qué pensaban hacer, a lo que respondieron, tras un nuevo encogimiento de hombros, que alguien tendría que venir en otro momento para intentar arreglar el lavavajillas o reemplazarlo.
Cinco días después abandonaríamos el apartamento y el mismo lavavajillas, aún estropeado, seguiría allí.
Con Manolo y Benito aún presentes en la cocina, el padre volvió de su paseo por la playa con la bebé, por lo que aproveché para colocarle el marrón y escabullirme. Y es que el día anterior había visto desde el metro de vuelta una zona con bastante actividad comercial que prometía ser interesante, y mi plan consistía en ver si de verdad valía la pena patear por allí. Mientras me dirigía al metro por una nueva ruta, descubrí que las pocas veces que los coches no hacían demasiado ruido, se podía oír a unos pajarillos cuyo trino sonaba igual que los semáforos de Madrid cuando están en verde para los peatones. Dichos pájaros, por cierto, tenían un plumaje peculiar por el cual parecía que llevasen unas gafas amarillas. También descubrí por enésima vez que aquí te multan por todo:
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Multaca por cruzar como no es debido |
No muy lejos de allí, un horrendo rascacielos mostraba el nombre de la inmobiliaria a cargo, y su nombre me daba risa floja porque me recordaba a cierta canción chorras interpretada por no menos chorras autor:
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EMAAR... EMAAAAR... EMAAAAAAAAR |
Me adentré en el metropolitano con la cancioncilla de los huevos aún metida en la cabeza y me dirigí a la zona prometida. A mi llegada fui recibido por semejante muralaco:
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Adoramos al líder. Bueno, a los líderes |
Y de lo que vi por allí poco puedo decir, pues me llevé un chasco considerable. Todos los locales que se veían desde lejos resultaron ser un par de supermercados (lo cual en el fondo me vino bien para comprarme agua, todo sea dicho) y una tienda de ropa de deporte con descuento (algo que yo no necesito a estas alturas de la vida, que con esto de trabajar en mi casa desde hace dos años, llevo desde entonces poniéndome el mismo pantalón a diario). Intentando sin éxito dar con algún emplazamiento interesante, callejeé por la zona descubriendo que lo que más abundaba en ese barrio eran locales de masajes. Y ganas de entrar en alguno me dieron, ya que mi espalda no paraba de recordarme que mucho estaba yo caminando aquellos días. Sin embargo, la expectativa de tener que confirmar disponibilidad y deshacerme de todos mis enseres mientras alguien que no conocía trasteaba mis doloridos músculos, me echó para atrás.
Mientras rechazaba tozudamente recibir tratamiento fisioterapéutico, di con un todo a cien inmenso al que me adentré cual marino siguiendo el canto de las sirenas. Y, al igual que los navegantes de las leyendas estrellaban sus barcos contra las rocas, yo me di una metafórica hostia al comprobar que allí no había ningún artilugio a la venta lo suficientemente kitsch como para merecer que echase mano de mi cartera. Abandoné la tienda apesadumbrado y crucé una calle plagada de restaurantes de comida india. Habida cuenta de que la gusa empezaba a rondarme, creeréis que jalé en alguno de ellos, pero de eso nada. No soy ningún experto en la gastronomía asiática y no quería jugármela pidiendo algo que no me gustase o con tal cantidad de picante que terminase horadándome el intestino.
¿Dónde comí entonces? Pues podéis odiarme, porque mira que es grande Dubai y yo terminé yendo... a un triste Pizza Hut dentro del mismo centro comercial al que fui el día anterior. Eso sí, esta vez entré por otra puerta y me di cuenta de que el sitio contaba con pista de ski propia:
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Dubai y Móstoles. Ciudades hermanas |
Con su telesilla y todo, ojo
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¿Qué tienen en común Dubai y Móstoles? Que las dos cuentan con un centro comercial con pista de ski y que no me quedaría a vivir en ninguna de ellas NI DE COÑA |
Me comí la pizza (que no tenía nada que envidiar a las del restaurante Luna Rosa) en un cubículo muy parecido a los que salen en las películas cuando alguien va a visitar a otro alguien a la cárcel y se hablan por teléfono y decidí que un café remataría muy bien el almuerzo de aquel día. Antes, pasé por el baño, frente a cuyos lavabos encontré a varios hombres lavándose la cara y la nuca. Dicha actividad, aunque no lo he mencionado hasta ahora, solía tener lugar en casi todos los servicios públicos en los que me adentré, y como no sé si esto obedecía a algún tipo de rito religioso y no quiero meterme en líos, mejor no diré que aquellos señores parecían camioneros dándose un agua en un área de servicio de Castilla-la Mancha. Además, este chiste se lo leí a Garzari y robar chistes está muy feo.
Mientras buscaba algún establecimiento dentro del centro comercial (pues no me apetecía complicarme la vida) en el que poder encafetarme, pasé junto a una cafetería con pinta bastante pija cuyo mostrador contaba con varios dispensadores de frutos secos acompañados por un tarro de Nutella de tamaño industrial, como si de una crepería se tratase. Y entonces me entró un antojo terrible de crêpe. Un antojo que superaba mis ganas de huir de allí ante la clavada que se avecinaba. Le pregunté al de la entrada que si servían crêpes de chocolate, y me dijo que no. Y a mí ya se me estaba poniendo cara de Mackenzie Davis cuando el mismo empleado se corrigió a sí mismo y dijo que sí, que tenían crêpes, que me sentase donde quisiera.
Al poco rato, este mismo personaje se acercó a mi sitio para explicarme su contradictoria respuesta: algo relativo al chef de aquel sitio que no entendí en absoluto. Minutos después vino por segunda vez, portando en esta ocasión una bandeja con mi café y... una porción de tarta. Y yo, que me estaba mosqueando porque aquello empezaba a parecer una escena de Seinfeld, me disponía a preguntar que de qué iba aquella pantomima, pero antes de que pudiese decir nada, el jambo depositó la taza en mi mesa y se dio media vuelta, llevándole la tarta a otro cliente.
Confuso ante los acontecimientos, busqué disimuladamente la cámara oculta, pero mi mosqueo se disipó pronto. Concretamente, lo que tardaron en traerme, ahora sí, la deseada crêpe de los huevos:
He de aclarar que lo que me sirvieron no fue exactamente una crêpe con chocolate. Fue chocolate con una crêpe que me dio un subidón de azúcar de la hostia, y a mí este tipo de estímulos me llevan a hacer chorradas. En este caso, volver a la librería en la que el día anterior compré un libro en árabe para mi madre con la intención de hacerme con un estuche decorado con dinosauritos. Sin embargo, cuando agarré el plumier y vi su precio, se me pasó el subidón azucarero y decidí que con una clavada al día había sido más que suficiente.
Aprovechando que tenía el estómago lleno, bajé al hipermercado Carrefour con el que contaba el centro comercial (niños, nunca vayáis a comprar con hambre), ya que quería ver si allí también tenían cajas con chorrocientos cruasanes como es habitual en Valladolid, y así fue. Como si no me hubiese metido bastante mierda al estómago a lo largo del día, salí del local con una caja repleta de este maravilloso producto de repostería austriaco (habiéndolo pagado, se entiende). Caja, todo sea dicho, que no llegó tan repleta al apartamento, ya que me jalé tres cruasanes de camino al metro (yo no sé dónde tengo yo el hueco para tanta comida, la verdad). Y no fueron cuatro porque no tuve tiempo, pues una vez en el interior del vehículo vi que estaba prohibido comer so pena de, como estaréis imaginando, llevarse una estupenda multa:
Durante el trayecto, y de forma casi serendípica, se comentó en el grupo de Signal que compartíamos los inquilinos que podríamos juntarnos para cenar en un restaurante Libanés. Y yo jamás me había adentrado en un sitio así, pero a diferencia de lo que ocurrió con los indios del mediodía, que tendría que haber encarado en la más absoluta soledad, en este caso contaría con la tutoría de gente entendida en el tema que me orientaría a la hora de elegir platos. Mi llegada al piso coincidió con la de mi novia y sus compañeras, quienes mostraban unos signos de agotamiento y de estar hasta el coño de trabajar de lo más evidente. Pensé con ligera tristeza que esta gente curraba demasiado y, tras pasar allí dentro lo que se tarda en dejar unos portátiles encima de la mesa, bajamos de nuevo con la idea de cenar.
Y yo ahora debería decir que el restaurante se encontraba en el interior de un hotel cercano al apartamento, pero lo de "se encontraba" es más bien un eufemismo. Resulta que el comedor estaba escondidísimo dentro del edificio, y para poder llegar y sentarse en una de sus mesas había que atravesar tal cantidad de pasillos y puertas que ríase usted de la intro del Superagente 86. El jefe de mi novia dejó caer que conocía el sitio y que casi siempre estaba vacío, y yo pensé que aquello tenía sentido no sólo porque el lugar se hallaba directamente oculto al mundo, sino porque la luz ambiente era de un desagradable que rozaba el mareo. Enseguida os pongo alguna foto para que veáis que no me lo invento.
Una vez dentro del libanés nos reunimos con más compañeros de curro de mi novia cuyos nombres olvidé a los pocos segundos de que me los presentasen porque mis habilidades sociales brillan por su ausencia, y tras más tiempo de lo normal ojeando la carta, pedimos unos cócteles, a cual más estrambótico, que hacían sufrir de lo lindo al camarero encargado de servírnoslos. Y es que el pobre tenía que llevar a cabo performances dignas de La Fura dels Baus: desde verter humo procedente de una "lámpara mágica" sobre un vaso en el que una rama de lavanda se mantenía en equilibrio, hasta filtrar la bebida a través de un depósito lleno de fruta cortada en dados al que el líquido llegaba después de cruzar un tubo en espiral, como el de las pajitas de plástico que regalaban con el Nesquick y que acababan llenas de mierda porque en los noventa no había forma humana de limpiar una pajita por dentro. Y menos aún si tenía espirales, no me jodas.
Al ver al camarero centrado en tan tonta tarea, un pensamiento que se repetiría varias veces durante aquella semana cruzó mi mente: es increíble el nivel de gilipollez que llega a alcanzar el ser humano cuando se trata de inventar chorradas para entretener a gente con pasta.
Mientras reflexionaba acerca de las dichas y desdichas del mundo capitalista, llegó el momento de elegir algo para comer, y lo tuve difícil no tanto por mi desconocimiento acerca de la gastronomía libanesa, sino porque un ligeeero dolor de estómago decidió hacer acto de presencia. Y como soy un neurótico, en vez de atribuirlo a la panzada de cruasanes que me había metido en otro distrito de la ciudad, decidí que aquello tenía pinta de gastroenteritis recién nacida (en serio, hay veces que no me soporto a mí mismo). De todas formas, se acordó que se pedirían platos variados y que compartiríamos su contenido. Por ello, si me preguntáis que qué cené aquel día, os diré que, literalmente, lo que tenía delante en cada momento. Eso, y muchísimo pan de pita, pues no dejaban de traernos cada vez más y me daba apuro que se quedase allí cuando nos marchásemos:
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Ojo a la luz. ¿Es o no es desagradable? Joder, que el pan se ve fosforito |
Una vez dimos cuenta del ágape, volvimos al piso, y nos quedamos de pie, en el salón, hablando más tiempo del que mi agotado organismo habría deseado. Mientras la tardía charla tenía lugar, una compañera descubrió que había perdido su móvil, y se empezó a considerar la idea de telefonear al libanés para ver si estaba allí. En ese momento apareció el jefe, que había encontrado el aparato y no quiso esperar a la mañana siguiente para devolvérselo a su dueña. Y entonces todos descubrieron lo hijoputa que soy, pues sugerí (en broma, aunque pareció que lo decía en serio) llamar al restaurante de todas formas para comunicar la pérdida del celular y que el personal se volviese loco buscándolo.
Tras unos confusos segundos en los que recibí miradas que claramente decían cosas como "¿de qué coño vas?" o "¿por qué eres así?", se retomó la fluida conversación, la cual, aprovechando la presencia del jefazo, pasó a centrarse en mierdas relacionadas con el curro de mi novia, y se prolongó durante otra interminable hora en la que yo no podía dejar de pensar, por una parte, en que quería meterme en la cama y olvidarme del mundo hasta el día siguiente y, por otra parte, en lo afortunados que eran los integrantes de aquel grupo porque trabajar demasiado es uno de los pocos motivos por los que no te pueden multar en Dubai.

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