lunes, 30 de agosto de 2021

Yo vs. el alemán. Sexto asalto

Vale, los dos últimos años han sido una mierda pandemialmente hablando, y resulta aún más descorazonador pensar que tras tantos meses padeciendo contagios y confinamientos, lo único que podemos sacar en claro es que el ser humano es gilipollas. Con tanto tener que aguantar a negacionistas, conspiranoicos, inconscientes y quejicas en general, no sé vosotros, pero yo paso por momentos en los que me falta el canto de un duro para ponerme del lado del virus.

Sin embargo, he de darle las gracias a la pandemia por algo en particular: ya no voy a cortarme el pelo. Pensaréis que soy un cínico por poseer un sistema de valores tan lamentable con la que está cayendo, y os doy la razón. Pero es que, tal y como ya dejé claro, el meterme en una peluquería está entre mis miedos más chungos, y como aquí en Austria el gremio tuvo que cerrar a cal y canto durante lo peor de la pandemia, pasadas unas semanas empecé a echarme a perder a nivel capilar como el Señor Burns en aquel episodio. Y es que todas las máquinas cortapelos del universo se agotaron de la noche a la mañana (así como las impresoras, algo que no me explico. Si ya no hay que imprimir nada, ¿no?). No obstante, como si de un milagro se tratase, resultó que en una de las droguerías (las cuales, recordemos, estaban abiertas) del barrio había varios modelos a buen precio, y una de ellas pasó desde entonces a habitar mi cuarto de baño.

Sólo se me ocurre un motivo que pueda explicar el que hubiera existencias en el local, y es que a nadie se le habría ocurrido mirar allí. Porque, insisto, se trataba de una droguería, el último sitio en el mundo donde podrían tener estos utensilios. Pero bueno, considerando que hace casi diez años encontré adaptadores de enchufe UK-Europa en una farmacia de Irlanda, ya no me asombro por nada.

Pues bien, ya han sido varias las ocasiones en las que mi novia, con gran destreza, hace uso del artilugio y me pega un rapado al siete (y al once en lo alto) que da gusto verlo, convirtiéndose así en mi peluquera particular y ahorrándome la pasta (aunque eso es lo de menos) y el mal rato que paso yo cuando tengo que cortarme el pelo fuera de casa.

A esto le estaba dando vueltas hace un rato, porque (si ningún imprevisto de última hora lo jode todo) estoy a pocos días de pasar una semana tocándome los huevos y releyéndome la serie de la Fundación en una playa de Granada y mi novia me acaba de convertir, capilarmente hablando, en Regular Sized Rudy  (si no habéis visto YA Bob's Burgers, no sé a qué coño estáis esperando), pues el orden correcto consiste en primero cortarse el pelo y luego tomar el sol, que cuando se hace al revés quedan unas marcas horrendas. Total, que mientras mi cabellera alfombraba el suelo del baño, me he dado cuenta de que aún no os he contado cómo me fue a nivel barberos por aquí antes de que dos mil veinte nos pasase a todos la mano por la cara. Como fueron pocos los meses de normalidad que pudimos disfrutar, tal acontecimiento sólo se dio en dos ocasiones. La primera no tuvo nada de especial: la peluquería, sita en un centro comercial de la ciudad, contaba con personal que habla inglés mejor que yo, por lo que el proceso no contó con ningún detalle destacable más allá de mi miedo a que me rajasen la yugular por error. Pero la segunda tuvo más chicha, sí. Así que os voy a contar lo que recuerdo de ella para que os cachondeéis un rato de mí y de mi falta total de destreza en eso de usar la lengua germana.

No recuerdo por qué no volví a ir a la peluquería angloparlante, con lo bien que me había ido en la ocasión anterior. Quizá fue porque por aquel entonces aún íbamos a una oficina a trabajar en lugar de hacerlo en gayumbos desde nuestros dormitorios, o porque soy imbécil y me apetecía complicarme la vida, pero decidí que aquella tarde de diario me pelasen en una barbería cercana a mi casa a la que acudiría en cuanto terminase mi turno. Temeroso de que allí sólo hablasen alemán, le pedí a mi compañero (que aunque también es español lleva más tiempo viviendo en Austria y controla el idioma) que me enseñase algunos conceptos para poder defenderme, y la lección consistió en:

  • Corto: kurz
  • Máquina: Maschine
  • Tijeras: Schere (y esto último lo he tenido que buscar AHORA porque se me había olvidado. Qué vergüenza)

Con lo anterior en mente, me dirigí a la peluquería convencido de que me haría entender sin problema, pero... ¡Ay mísero de mí, y ay, infelice! Tres palabras sueltas no le dan a uno para hablar un idioma. Al entrar por la puerta, descubrí que sólo había un cliente siendo atendido por el único peluquero, y cuando le pregunté a éste si hablaba inglés, y él me dijo que nein sin soltar las tijeras, me senté en uno de los sillones de espera en vez de hacer caso a mi cerebro, que me pedía a gritos que saliese corriendo de allí. Llegado mi turno, pasé a la silla de marras que el estilista me señaló con su brazo, y respondí a su primera frase (cuyo significado no logré descifrar) con un entrecortado "Maschine und Schere, bitte" (algo que tuve que repetir varias veces porque, habida cuenta de mi pronunciación, sabe Dios qué estaba diciendo en realidad). El hombre me preguntó por el número y yo, que me había tirado siete años cortándomelo al five en Irlanda, le dije que fünf. Entonces él puso la máquina al fünf, me la acercó al lateral derecho de la cabeza y arreó el primer viaje de Maschine. Y yo me cagué en todo.

No sé si es que no hay una normativa en la Unión Europea que estandarice los cortes de pelo o qué, pero aquel fünf no tenía nada que ver con el five al que estaba acostumbrado. Mientras trataba de disimular mi expresión de pavor al contemplar en el espejo la fantástica calva que acababa de plantarme sobre la oreja, el pavo me preguntó que si me parecía bien, y yo estuve a punto de decirle que no, que qué cojones entendía él por "cinco", que se había pasado tres pueblos y que por aquel hueco de mi pelo se me estaban empezando a escapar las ideas. Pero, como imaginaréis, no le dije nada de eso. En primer lugar, porque no sabía (ni sé aún, QUÉ VERGÜENZA) decir todo eso en alemán; y en segundo lugar porque no habría servido de mucho, que estas cosas no tienen controlzeta. Porque, ¿qué iba a hacer el peluquero si le llego a decir que la había cagado? ¿Recoger el mechón del suelo y pegármelo con celo? Pues eso, que le mentí como un bellaco y le dije que todo bien, que adelante con aquella mierda del fünf que tenía más pinta de three o de two que otra cosa mientras pensaba en el frío que iba a pasar durante las próximas semanas.

El resto de la sesión transcurrió sin incidentes, y entre ambos se mantuvo un silencio algo tenso sólo roto cuando me preguntó que de dónde era yo. Tras responder le devolví la pregunta, y creo que él dijo ser de Turquía, pero no estoy muy seguro porque mis siete neuronas estaban tan ocupadas dándose codazos entre sí y señalando al espejo mientras contemplaban con atención morbosa la escabechina que el recuerdo de la conversación no se grabó muy bien en mi memoria.

Hablando de grabar. Hace años grabé la peli de Mr. Bean en una cinta virgen y días después mi hermano, que quiso grabar a su vez dibujos animados, usó esa misma cinta sin darse cuenta, pero en vez de La 2, el vídeo tenía seleccionado el canal 1, así que a mi cinta de Mr. Bean le faltan unos minutos del principio en los que sale un hombre siendo entrevistado por un reportero del informativo territorial de Castilla y León durante una protesta agraria. Que esto no tiene NADA que ver con la historia, pero es que estoy a punto de acabar y la entrada me está quedando muy corta. En fin, sigo.

Una vez el proceso llegó a su fin, el peluquero me preguntó por mi opinión ante el resultado, y yo mentí por segunda vez diciéndole que me gustaba. Al ir a pagar (doce euros) presenté un billete de veinte (el único que tenía), y el hombre puso mala cara y me dio con pesar un billete de diez al cambio, pues no tenía monedas con las que darme las vueltas exactas (y tampoco datáfono, así que de pagar con tarjeta nada, monada). Salí del lugar y, quizá fue porque el invierno austriaco le estaba afectando a mis meninges más de lo normal, pero me sentí mal por haber recibido un descuento inmerecido. Por ello, me metí en el Lidl cercano, me hice con un cruasán con chocolate que pagué con el billete de diez y, aprovechando que entre el cambio había dos euros, volví a la peluquería para dárselos, recibiendo a cambio una sonrisa.

Y entonces sí, ahí ya sí que me fui a mi casa mientras daba cuenta del cruasán y pensaba "qué buena persona soy. Y qué puto frío tengo".

fuente: philips
Recordad: se dice Maschine. Y el fünf es MUY corto


Licencia Creative Commons

jueves, 19 de agosto de 2021

Mi gata no me deja dormir

Es posible que lo que os voy a contar a continuación ni os vaya ni os venga, pero yo llevo días dándole vueltas y me está costando procesarlo. Y es que este blog cumple hoy cinco años. CINCO AÑOS. Que parece que fue hace nada cuando decidí empezar a registrar por escrito todas las chorradas que se me ocurrían de camino al trabajo y ya ha pasado un lustro. Un lustro durante el que ha ocurrido de todo: os he abierto las puertas de mi mente psicótica (y de mi habitación) con mayor o menor frecuencia (al principio lo hacía cada lunes y no sé cómo fui capaz de mantener el ritmo tanto tiempo), he dejado cosas sin acabar, he narrado un viaje a Japón a entrada por día y he dejado caer en varias ocasiones lo que me está costando aprender alemán, por poner algunos ejemplos. Más de cien entradas, que se dice pronto.

En principio no tenía pensado hacer nada especial para conmemorar el aniversario (y la verdad es que tampoco es que me sobre tiempo, que esto lo estoy escribiendo durante la víspera y aún tengo que regar los potos, ojo), pero creo que lo suyo sería aprovechar el acontecimiento y dedicarle de una vez por todas una entrada en condiciones a quien inspiró el nombre del blog, así que vamos allá.

La historia comienza con un mensaje. Concretamente, el que le mandé a la murciana una fría tarde de principios de febrero de dos mil quince diciéndole que no podría acompañarla al gimnasio para tener una de nuestras largas conversaciones de jacuzzi. En vez de pedir perdón por ello, lo que hice fue usar la siguiente imagen como excusa:


Y es que resultó que, poco antes de enviar dicho mensaje con foto, mientras mi novia y yo nos encontrábamos desatando nuestras bicis a la puerta del call center dublinés en el que currábamos por aquel entonces, los maullidos de un gatito marrón rompieron el silencio del aparcamiento. Mi novia, que es de las que se llevarían un tiro en el culo por cualquier gato de este mundo (filosofía que yo comparto con orgullo), echó mano del abandonado animal, sin que ninguno de los dos tuviésemos muy claro qué hacer con él. Al final, tras reflexionar con varios compañeros que también salían del trabajo en ese momento que cuidar de un gato no requiere demasiado sacrificio, nos dirigimos a la clínica veterinaria del pueblo para que le echasen un ojo.

El vete confirmó que el gato era en realidad una gata (lo que tiró por tierra mi deseo friki de llamarle Tron), que no tenía chip y que, pese a no parecer desnutrida o enferma, convendría darle un baño y unas pastillas para que se deshiciese de posibles pulgas y de tangibles parásitos, los cuales decoraron el salón de casa a los pocos días como si fuesen desagradables fideos. Ñam, oye.

Y así, con la gata metida en una caja de cartón proporcionada por el doctor de animales, volví a nuestro piso buhardilla pensando en qué nombre ponerle mientras mi novia se desviaba al supermercado y adquiría algo de comida, cuencos, caja de arena, arena y una manta, la cual vino atada con una cinta roja que se convirtió en su juguete favorito para siempre. Pensé que "Arya" sonaba bien, en alusión al personaje de Canción de hielo y fuego (no digo Juego de tronos porque soy un poser de mierda), y no sólo mi novia estuvo de acuerdo con ello, sino que la propia gata demostró que tal nombre le venía que ni pintado, pues no fueron pocas las veces que a partir de entonces demostró ser, literalmente, "Arya entrelospiés".

Supe que habíamos hecho lo correcto llevándonosla porque la noche que siguió a aquella tarde fue la más fría que recuerdo haber vivido en Irlanda, con una niebla densísima que ríase usted de la que se forma a orillas del Pisuerga.

Arya tardó poco en investigar y acostumbrarse a los rincones de su nueva vivienda, y al día siguiente nos sacó de la cama a base de maulliditos media hora antes de que sonase el despertador pidiendo que le suministrásemos el correspondiente desayuno (esta costumbre se repetiría casi a diario desde entonces, provocando que mi primer pensamiento de cada mañana fuese una maldición del ciclo circadiano de la puñetera gata).

Aquella misma tarde, la murciana vino a visitar al nuevo miembro de la familia. Estaba tan emocionada que ni siquiera se quitó la tarjeta identificativa del call center que llevaba colgada al cuello:


Durante los meses siguientes, Arya se dedicó a crecer tan a lo bestia como sólo crecen los gatos durante su primer año de vida. Primero fue capaz de alcanzar el sofá y dejar claro que ella era toda una estrella y que nuestro tiempo libre era suyo:


Poco después logró llegar a la mesa de un salto, consiguiendo así robarnos la comida si no prestábamos atención; y de ahí pasó a la encimera, desde donde gustaba de supervisar la preparación de la cena:


Y por último coronó los armarios de la cocina, para después bajar cubierta de roña porque ningún inquilino del piso se había encargado jamás de limpiar por allí. No, nosotros tampoco, faltaría más.


Otras actividades que Arya solía realizar consistían en pelearse con cordones, morder el pelo de mi novia durante la noche, colarse en bolsas de plástico y mochilas o escapar por las ventanas del salón. Durante una de éstas terminó metida en el piso de un vecino, y no sé cómo se las apañó el pobre para traérnosla de vuelta, pues cualquiera que tratase de cogerla en brazos solía fracasar en dicha tarea tras conocer a sus garras y colmillos. Y es que Arya era de un independiente que te cagas. Y un poco bruta, también.

Algunas noches, con el objetivo de que Arya pudiese mover el culo un poco más de lo que el piso se lo permitía, y aprovechando que el edificio de apartamentos era un enorme laberinto de sólo tres plantas, los tres solíamos dar un paseo por sus pasillos y escaleras sin salir al exterior. En alguna ocasión tratamos de acostumbrarla al arnés y la correa, pues teníamos en mente que Arya nos acompañase en toda clase de aventuras como hacen tantos gatos que tienen perfil de Instagram, pero a Arya lo de ir atada no le hacía ninguna gracia. Ella, independiente (insisto), era más de darse garbeos por su cuenta, y nos lo demostró con creces cuando nos tocó mudarnos.

Mi novia y yo, buscando mejorar nuestra situación laboral (pues el sueldo del call center empezaba a ser irrisorio para el nivel de vida irlandés), encontramos diferentes trabajos que, si bien superaban con creces las condiciones, a nivel localización eran una putada: cada día nos tocaba chuparnos dos horas de transporte para llegar a nuestros puestos y otras dos para volver. Por ello, tras seis meses aguantando interminables viajes en los odiosos autobuses urbanos de Dublín, nos mudamos a una casita pija en un barrio pijo del sur de la capital, rodeada de casitas igual de pijas y con las principales vías de tráfico lo suficientemente alejadas como para que fuese seguro dejar a Arya corretear por la calle de vez en cuando. Y Arya agradeció el cambio que no veas. Desde entonces dedicó cada tarde a pedirnos a gritos que le abriésemos la ventana de la cocina para que pudiese arrojarse al patio y, desde aquí, saltar grácilmente la tapia, desaparecer durante un par de horas y luego regresar (muchas veces oliendo a humo de chimenea, no me preguntéis por qué) para descansar de sus aventuras tumbada en lo alto de las enmoquetadas escaleras.


Nunca tuvimos muy claro a dónde se dirigía o qué hacía durante estas escapadas, pero yo agradecía personalmente que cuando éstas tenían lugar no me tocase limpiar su arena, ya que sus visitas a quién sabe dónde solían incluir la evacuación de aguas menores y mayores. A veces nos daba pistas de sus actividades allende la casa, trayéndonos de regalo ratones (o trozos de ratones) que nos recordaban que los gatos, por muy monos que parezcan, no dejan de ser máquinas de matar. De lo que estoy seguro es de que jamás hizo amistades con los gatos de los vecinos (ya he dicho varias veces que era independiente y lo repito una vez más). Y era una pena, pues frente a nuestra puerta vivía Artyom, un gatete marrón de lo más salao que te llamaba a gritos cuando te veía por la calle y se restregaba en tus pies suplicando mimos (y que una vez trató de acercarse en son de paz y acabó encaramado al tejadillo de nuestra entrada). Otra gata del barrio, Chickpea, también solía venir a casa, pero su intención era menos noble y siempre lo hacía buscando gresca y provocando que Arya le llamase de todo desde la cocina. Para que os hagáis una idea de la guerra de bandas que tenían montada las dos gatas, un día hubo pelea y Arya se llevó un mordisco en el culo que terminó en infección y visita al médico, de donde volvió con un cono de la vergüenza que la pobre debió portar durante un par de semanas:


Sin embargo, el mayor desafío social al que tuvo que enfrentarse Arya ocurrió de puertas adentro. No sé si os acordaréis, pero la pobre se vio obligada a compartir sus dominios con Bowie, el gatito de una compañera de mi novia, y aquello terminó como el rosario de la aurora, alejando para siempre de nuestras cabezas la idea de adoptar un segundo minino que hiciese compañía a nuestra gata.

Del tiempo que estuvimos viviendo en la casa pija poco queda por destacar. Aparte de sus peleas y aventuras, la rutina de Arya consistía en dormir mucho, perseguirme con disimulo cuando yo me dirigía al piso de arriba, intentar colarse en nuestro dormitorio cada vez que abríamos la puerta, pues dicha habitación se convirtió en territorio prohibido para Arya desde que mi novia desarrolló alergia al pelo de gato (y si queréis oir una bonita historia sobre lo horrible que es el sistema sanitario irlandés, preguntadle a ella por el calvario que tuvo que seguir hasta conseguir el diagnóstico. Veréis qué risas), tratar de comerse las abejas que revoloteaban junto a la lavanda del patio o corretear por la moqueta persiguiendo bolas de papel de aluminio mientras ignoraba sistemáticamente los juguetes caros que mi madre le compraba cada vez que yo iba de visita a Valladolid.

A ver, que por el cuadro que estoy describiendo va a parecer que Arya andaba corta de luces, pero de eso nada. Fue capaz de aprender varios trucos en plan "siéntate", "choca esos cinco", "date una vuelta", "levántate" y tal, con los que dejaba a visitas y amigos con el culo torcido.

También había veces que dejaba su mala hostia aparcada y se volvía de lo más dulce. Mención especial merece la ocasión en la que se portó conmigo como una eficiente enfermera tras mi accidente friendo churros (esta historia la he enlazado más arriba con lo del viaje a Japón, así que prestad atención, leches), posándose en mi regazo y dándome todos los mimos del mundo para compensar que en aquellos momentos yo estaba viendo las putas estrellas:


Tras algo más de tres años metidos en aquella vivienda, cambiamos Irlanda por Austria, y a Arya no le hizo ninguna gracia el concepto "vuelo con escala". No obstante, los nervios del viaje pasaron rápido, y poco a poco se fue acostumbrando al pisazo, a cambiar nuevamente la moqueta por parquet y a un balcón al que por la noche se acercaban murciélagos.

Por desgracia, Arya no pudo ver concluida la mudanza. Varias habitaciones aún contaban con cajas de la misma en las que le encantaba esconderse cuando, sin venir a cuento, vomitó en el pasillo el royalcanin recién cenado. Como es lógico, perdimos el culo por ir al veterinario, y entonces una radiografía reveló que los riñones se le habían puesto como dos huevos kinder.

Cierto es que la pobre siempre anduvo delicada del sistema urinario (alguna que otra infección sin mayor gravedad y la necesidad de tomar comida especial), pero las revisiones periódicas indicaban que no había nada por lo que preocuparse. No obstante, en esta ocasión la veterinaria nos avisó de que aquello pintaba mal. Muy mal. Y auguró que, si no le daba por comer ni beber en los próximos días, no se podría hacer nada por ella.

Mi novia, tirando de una tenacidad de la hostia, pasó el resto de la semana tratando de que Arya llenase el estómago, pero fue inevitable que Arya se apagase poco a poco. Al final, un viernes que pesaba como un lunes volvimos a llevarla al veterinario con la esperanza de que la cosa hubiese mejorado, y nos volvimos a casa con el transportín vacío. Y entonces, tras casi cinco años, redescubrí que suena muchísimo peor un despertador programado a su hora que una puñetera gata maullando treinta minutos antes porque quiere el desayuno.

Qué bajón, ¿no? Bueno, pues como no quiero que la entrada acabe en este plan, os voy a robar algo más de vuestro tiempo para dejar caer un par de cositas que suban los ánimos. En primer lugar, os voy a presentar a Pulga y Piojo von Toilettenpapier (los nombres se nos ocurrieron mientras nos comíamos un Schnitzel en un restaurante a orillas del lago en el que Schwarzenegger le pidió matrimonio a su primera esposa), dos hermanos austriacos que llevan ya un año coprotagonizando un nuevo capítulo en nuestras vidas y que creo que en realidad son una zarigüeya y un mapache de incógnito que adquieren un nuevo disfraz de gato cada noche, dejando que los anteriores se deshagan. Si no, no me explico que cada mañana nuestro piso tenga más pelusas que una chopera en mayo:


Y en segundo lugar, os voy a pedir que adoptéis, cabrones, que merece la pena.

Licencia Creative Commons

miércoles, 11 de agosto de 2021

Bajo el polvo 4. Yo no fui a EGB; fui a Primaria

Hace unas semanas pasé unos días en Valladolid. Sí, visitando a la familia y tal. Estando allí decidí dedicar una de mis pocas tardes libres a acercarme hasta la calle Me falta un tornillo, situada en las afueras de la capital del Pisuerga, con el objetivo de hacerme una foto bajo la placa de dicha vía y demostrarle a mi compañera de curro argentina que tal lugar existe. Y como soy imbécil, fui andando (estamos hablando de más de seis kilómetros de ida y otros seis de vuelta, ojo). Tras llegar a mi destino (a eso de las nueve peeme, atardeciendo), hacerme la foto y tal, me metí en el Mcdonalds cercano, pedí a través del quiosco/pantalla (porque ya sabéis que me aterra hablar con la gente) un café con helado y me fui a mear mientras me lo preparaban. Al salir del aseo, estuve esperando un rato ante el mostrador a que se me hiciese entrega de la orden, pero el personal estaba de un ocupado que te cagas con los pedidos del mcauto y mi helado con café no llegaba. Tras unos cinco minutos, decidí interpelar (con educación) al que tenía pinta de encargado para que me aclarase qué había de lo mío. El empleado, tras echar un vistazo rápido en derredor, localizó mi bebida-postre, echó una ligera bronca a cuantos le rodeaban por no haberse hecho cargo, me pidió disculpas por la tardanza y me preparó un nuevo café con helado, haciéndome acto seguido entrega de ambos para mi disfrute.

Y yo, que soy un cagao considerable, no tuve lo que hay que tener para decir "oye, que esto ha sido culpa mía porque habrán cantando mi número mientras yo estaba en el baño y tal". En lugar de ello me limité a agradecer el dosporuno inesperado y me trinqué aquella doble ración de cafeína y azúcar sentado en uno de los bancos del exterior del local mientras contemplaba cómo el sol, avergonzado de mí, se escondía tras los cerros de Zaratán.

Por ello no es de extrañar que el karma me visitase a las pocas horas y me dijese: "mucho vas fardando tú de working class y mucha hostia, pero los curritos mcdonaleros se han comido un pollo del jefe por tu culpa y no has dicho esta boca es mía para deshacer el entuerto, ¿eh? ¿Estaban ricos los dos cafés que te has trincado? Pues ahora te vas a tirar en vela hasta las cuatro de la mañana. Gilipollas".

Y como no tenía nada que hacer durante el tiempo que duró tal feliz y merecidísima alteración en mi ciclo circadiano, me puse a darle vueltas a la entrada que vais a leer ahora (porque todo esto no ha sido más que intro), que ya va siendo hora de que continúe hablando de las mierdas que redescubrí en mi habitación hace ya más de un año. En esta ocasión os voy a hablar del cole. Para empezar...

Este muñequillo



Lo tengo desde antes de que empezase a acumular recuerdos, así que imaginad la de años que lleva conmigo. Llegó a mis manos por azar, ya que estaba dentro de una bola de plástico de ésas que, si eras tan caprichoso como yo y dabas la suficiente turra a los padres, podías conseguir por veinte duros en las máquinas que había en algunos bares y que los frikis de lo japota llamáis gachapon.

Vale que esta pelusa con ojos y boca no tiene nada que ver con la enseñanza, pero desde muy pequeño decidí que iba a acompañarme en mi periplo educativo (y a darme suerte, porque yo antes creía en esas tonterías), llamé al bicho Estudiante (sí, como Pepe Sancho en Curro Jiménez. Me acabo de dar cuenta) y me encargué de que siempre estuviese presente en mi mesa de estudio, vigilando que hiciese los deberes y me aprendiese las lecciones correspondientes. Desde la primaria hasta el año en que decidí dejar la carrera a medias. Y como ya no estudio, Estudiante pasa los días recogiendo polvo en una estantería. Qué penica.

Quizá debería recuperarlo para que me echase una mano con el alemán, que falta me hace.

Este estuche



Por favor, si es que es precioso. Fue un regalo que mis abuelos me hicieron cuando aún cursaba preescolar y desde el primer momento me pareció uno de los objetos más bonitos que he poseído nunca, con esos dos mininos en la tapa. Y eso que por aquel entonces aún no era la loca de los gatos que soy hoy en día. Si ya entonces lo atesoraba, ahora sería capaz de pisarle la mano al primer miserable que se atreviese a tocarlo sin mi permiso. Es que, por favor, dos gatitos. Dos gatitos MONÍSIMOS. ¿Se puede pedir algo más?

Pues sí, otros dos gatetes igual de salaos si se le da la vuelta al estuche:

Con pajarita y todo. Me muero, os lo juro

Esta regla



¿Qué tal andáis de interpretación de onomatopeyas? Porque os voy a pedir que hagáis un esfuerzo e imaginéis cómo sonaría lo siguiente:

CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA


¿Lo tenéis, más o menos? A ver, otra vez:

CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA


Bueno, pues ahora multiplicad ese mismo sonido por cinco o seis, que es el número de alumnos de mi clase de quinto de primaria que teníamos la puñetera reglita y os haréis una idea de por qué la profesora de turno las acabó prohibiendo. Vale que el artilugio venía bien para trazar líneas rectas y onduladas, pero al resto de compañeros (y a la susodicha maestra) no les compensaba soportar el por culo que dábamos cada vez que poníamos una de éstas en posición vertical con la intención de montar una carrera entre los dos coches situados en el medio de la misma. Y es que éstos, en su caída, iban rebotando contra las barritas de plástico, y de ahí el jaleo que con mayor o menor precisión os habréis imaginado.

Visto con perspectiva, yo también las habría prohibido.

Este payaso



Había una curiosa tradición en mi colegio consistente en joder a los alumnos cada vez que llegaba el tercer trimestre, obligándoles a llevar a cabo alguna titánica manualidad en la clase de Educación Plástica que consumía una de tiempo y recursos del copón. La de sexto de primaria fue el payasete de la foto, que será todo lo cuqui que tú quieras, pero tuvo su polémica. Recuerdo que cuando la profe nos dijo que necesitaríamos tela suficiente como para poder obtener CINCUENTA putos circulitos de quince centímetros de diámetro con los que formar el cuerpo y las extremidades del muñeco, no fueron pocos los padres y madres que pusieron el grito en el cielo en plan "¿esta señora se cree que yo tengo una tienda de telas o qué?". Por suerte para mí, en mi casa siempre hemos sido de conservar una cantidad de retales y ropa vieja que ríase usted de las performances de Christo, pero eso fue sólo el principio. Que igual parece que recortar, hilvanar y fruncir los círculos de los huevos es fácil y se hace enseguida, pero de eso nada. Las clases de Plástica se nos quedaron cortas, y nos tocó llevarnos el trabajo a casa y hacer que nuestros hogares se pareciesen a los bonitos talleres que tiene Amancio diseminados por el tercer mundo y de los que nadie quiere hablar.

No sé qué objetivo tenía el esclavizarnos de aquella manera, pero en mi caso la actividad sirvió para unir aún más a mi familia: mientras mi madre, mi abuela y yo organizábamos un sistema fordista cada tarde para poder formar el cuerpo del payaso, mi padre se dedicaba a recorrer tiendas y mercerías vallisoletanas en busca de cascabeles y bolas de corcho con las que completar el proyecto.

Al final, como si hubiese descubierto un nuevo continente, dio con una tienda de curtidos en el centro ("Lobejón", se llamaba. Y para mi sorpresa, aún existe. Que tiene hasta página de Facebook, ojo) con un ambiente propio de un cuento de Dickens (mi señor padre dixit) en la que disponían de todo tipo de utensilios de corcho, y yo me convertí en héroe por un día cuando se lo conté a mis compañeros, ya que sus desesperados (y reconvertidos en explotados costureros) progenitores aún no sabían de dónde coño sacar el material restante para que sus hijos no cateasen la asignatura.

Finalicé el curso (aprobando Plástica, por supuesto) y el colegio, y yo pensaba que al entrar en el instituto se acabarían las actividades chorras, pero no. Veréis.

Esta escultura



Tras meses peleándonos con el dibujo técnico, las perspectivas caballera e isométrica, la obtención de polígonos regulares y los rotrings de 0.2, 0.4 y 0.8, el profesor de Plástica (pero qué asco le pude coger a esa asignatura, joder) de tercero de ESO decidió dar un giro a su materia y pedir que elaborásemos una escultura, pero que tuviese algún tipo de significado especial más allá del propio objeto.

Y yo ya estaba hasta los cojones de todo y sólo quería terminar el curso y despedirme de Plástica para siempre, por lo que supe que iba a aplicar por enésima vez en mi vida la Ley del Mínimo Esfuerzo. Y así fue. De hecho, el trabajo se podía realizar en grupo o de forma individual, y yo, sabiendo que una sola persona acaba antes porque no tiene que perder el tiempo discutiendo decisiones, me puse a ello esa misma tarde, terminando la obra en dos días, dos horas y un segundo: un segundo para pensar "hay que joderse"; dos horas para hacer unos chorizos de papel de periódico, cubrirlos de papel de culo con mejunje Art attack, pegarlos con cola entre sí dándoles la forma que veis, clavar al resultado dos trozos de alambre y posar todo sobre una tablilla de madera cubierta de cinta aislante roja que hiciera de soporte; y dos días para dejar que se secase. Plis, plas (eso es la onomatopeya de sacudirse las manos). A tomar por culo.

Aquello representaba a un niño jugando con un aro, sin más. La inspiración me vino porque pocos años antes habían inaugurado en el sur de Valladolid una escultura con dos críos haciendo salto de pídola. De hecho, dicha obra está medio escondida al lado de una iglesia fea y casi nadie la conoce (para que os hagáis una idea, mi padre, que para calles y detalles de Valladolid es como un Google Maps andante, aún anda desconcertado porque se enteró de su existencia hace sólo un mes).

Mi falta de motivación e imaginación provocó que, llegado el día de presentar los trabajos, el profesor acabase un pelín decepcionado conmigo. Tres chicos habían esculpido en cerámica una cabeza sin ojos que representaba "la ceguera humana y todo aquello que el hombre no puede ver por culpa de la sociedad y blablabla"; otras dos compañeras se plantaron con un tubo de cartón sobre el que flotaban estrellitas y dijeron que su obra era "un canto a las estrellas y al cosmos, que está lleno de enigmas esperando ser resueltos" o algo por estilo. Y entonces me tocó a mí:

—¿Qué representa tu escultura?

—Es un niño jugando con un aro.

—Ya veo. Pero... ¿cuál es el mensaje de la obra?

—No tiene mensaje. Es un niño con un aro y ya.

—A lo mejor es una representación de la infancia, no sé. 

—Pues no.

—O de la importancia de mantener la mente joven, ¿no crees? Del juego como actividad que...

—Que no. Que sólo es un niño que juega con su aro.

—...

—...

—Vale, José. Puedes volver a tu sitio.

Seco, como me gusta a mí. Y mientras esperáis a una nueva entrega de la serie, esta entrada también va a acabar de forma seca.

Licencia Creative Commons