lunes, 7 de agosto de 2023

Bajo el polvo 7. Me cago otro poco en la puta tecnología

Teniendo en cuenta que la anterior entrada dedicada a enseñaros la morralla hallada en mi habitación vallisoletana apareció hace casi nueve meses (y en mi cumpleaños, por cierto), me imagino que el título de la que estáis a punto de leer os ha sentado como un guantazo. Si a estas alturas queréis una explicación de por qué he sido tan burro encabezándola, echad un ojo al post que publiqué en mi cumple entonces, que no quiero repetirme y si estoy poniendo enlaces es por algo.

Debido a mi afán milenial por adquirir cachivaches electrónicos, no bastaba con escribir una entrada dedicada a ello, y era necesario una segunda parte completando la saga dentro de esta epopeya como si esto fuese la última peli de Harry Potter, o la de Misión Imposible, o la de Los juegos del hambre, o la de cualquier saga cuyos productores hubiesen descubierto que sus seguidores son los suficientemente frikis como para dejarse sangrar los bolsillos por partida doble. Así que retomo el hilo y paso a hablaros de...

Esta traductora


Voy a ser sincero con vosotros. La persona que más disfruta de este blog leyéndose algunas de sus entradas una y otra vez soy yo (de hecho, más de un amigo mío ha reconocido que mis artículos "son demasiado largos", lo que les impide pasar del tercer párrafo de los mismos y me hace pensar con una frecuencia preocupante que necesito amigos mejores). Y una de mis favoritas es la que relata cómo a un compañero de clase se le jodió la tarde por culpa de su falta de nivel de francés y una traductora electrónica no muy eficiente durante uno de mis intercambios en Francia. Aunque no es de extrañar que aquello ocurriese, pues estos trastos eran, hablando en plata, una soberana mierda y no tenían apenas utilidad: su traducción se limitaba a palabras sueltas que no consideraban temas inherentes a un lenguaje como pueden ser la polisemia y otros conceptos de los que ahora no me acuerdo porque yo no es que prestase mucha atención en clase de Lengua (de hecho, una vez, en primero de bachillerato, se me cerraron los ojos un poquito mientras la profesora soltaba alguna turra sobre sintaxis. Cuando los volví a abrir, confuso, toda la clase me estaba mirando, y en ese momento la profe me soltó: "no me importa que te duermas en mi clase. Pero, por favor, no ronques"), lo que te deja en bragas si necesitas llevar a cabo una traducción simultánea.

Claro, este juicio lo puedo emitir ahora que tenemos aplicaciones en nuestros móviles capaces de convertir a cualquier idioma incluso nuestra voz con una capacidad de atinar en la traducción que ríase usted de C3PO. Pero a finales de los noventa esto no era así, y yo, con toda mi ilusión, hice que mis padres soltasen un pastizal por el aparato creyendo que aquello me abriría las puertas de una sesión de las Naciones Unidas, por lo menos. Y al final, si echo cuentas y divido el precio del cacharro entre todas las veces que lo usé, me habría salido más a cuenta contratar a un traductor para hacer lo mismo.

Esta agenda electrónica



Las mierdecitas con botones y tapadera son un fetiche para mí, por lo visto. Y creo que la culpa la tiene Casio, que nos engañó a todos en los noventa haciéndonos creer que una agenda de éstas serviría para ligar y todo. No pude hacerme con la nipona porque tenía un precio insultante, pero la de la foto que estáis viendo (de marca ELCO, que significa Electrónica de Consumo. Hasta hace poco tenían incluso página web y no me respondieron cuando les contacté vía formulario preguntándoles si me podrían arreglar una línea de píxeles muertos de la pantalla de la agenda) si que acabó en mi poder en cuanto la vi en el escaparate de una tienda del centro comercial Vallsur que echo especialmente de menos, pues de dicho establecimiento también salió mi Play Station One, más de un juego para Game Boy y el transistor Philips que me regaló mi abuela del que ya he hablado más veces y que algún cerdo miserable de mi instituto me robó (y una vez más aprovecho para declarar que, si descubro quien fue, le pienso hacer tragar sus propias tripas). Tengo que reconocer que la agenda estaba bastante bien (y lo que más me gustaba de la misma era que tenía luz. Yo en otra vida debí ser polilla o algo), aunque no le pude sacar mucha utilidad porque la adquirí en una etapa en la que no es que tuviese muchos planes. Pero eso sí, me vino DE LUJO a la hora de aprobar la asignatura de Física y Química de cuarto de ESO. Y es que me planté en el examen final con mi calculadora científica (esta sí que era una Casio y aún la conservo como oro en paño) y con la susodicha agenda. La extrañada maestra de turno me pidió una explicación ante tal despliegue tecnológico, y yo le dije con la mejor cara de niño bueno que puede que la calculadora con que contaba la agenda, al no usar notación científica, me servía de ayuda cada vez que me hacía la picha un lío al hacer cuentas con la Casio y obtener un "por diez a la nosécuantos" como resultado.

Lo que no le conté es que la misma agenda tenía una función de notas en la que me había apuntado todas las fórmulas y parte de la teoría que habíamos visto durante el curso.

Este móvil



En lo que respecta al primer móvil que cayó en nuestras manos, podemos dividir a los de nuestra generación en tres grupos: los hijos de yupis que obtuvieron el suyo heredado de algún mamotreto de sus papás pijos, los que tuvieron la potra de ganar uno de los muchos Alcatel One Touch Easy que sorteaba la marca de helados Camy y los hijos de sufridos padres de clase trabajadora que se dejaron engatusar por el capitalismo y se pensaron que este nuevo artefacto era esencial en sus vidas.

Adivinad a qué grupo pertenezco yo.

La cuestión es que se dieron un par de situaciones ligeramente complicadas pero que no fueron para tanto, en plan "voy a llegar tarde a casa o necesito que me vengan a buscar y no hay cabinas de teléfono por aquí para que pueda avisar" o algo por el estilo. Sin embargo, el hecho de que las mismas tuvieran lugar durante ese periodo de tiempo en el que fui especialmente gilipollas conocido como "mi adolescencia", propiciaron que calentase la cabeza a mis padres lo suficiente como para que aceptasen comprarme el puto móvil. Además, los vendían a pares ("Dúo de Amena". No sé si esto os desbloquea recuerdos) y mi madre se hizo con el otro, lo cual le hizo algo de ilusión también. Mi padre, por otra parte, no quería saber nada de móviles. Aunque, paradojas de la vida, hoy no le despegas del Whatsapp. Pero eso es otra historia de la que no voy a hablar aquí porque no es asunto vuestro.

Una de las cosas que me gustaban del celular (con funda incluida de ésas que pronto se convirtieron en complemento exclusivo para señores maduros con dudoso gusto estético) es que tenía un compositor de melodías. Y yo, que a pesar de que nunca he sido ningún experto en notación musical (lo que no me impide ser un poser de la hostia que se plantea hacerse un tatuaje alusivo del que igual os hablo con detalle otro día) y sé lo justo en lo que a corcheas y compases se refiere, me lo pasé teta creando mis propios tonos o buscando en internet ejemplos de canciones conocidas que sonasen con cada llamada y, durante el proceso, descubriendo la música de Vangelis, pues varios de sus temazos aparecían a menudo entre los resultados, mira tú.

Este primer aparato (Ericsson A1018, por cierto. Aunque yo lo llamaba "Ericsson A-diez-diezytocho" por razones obvias) fue reemplazado por el Nokia 3310. Después vendría el Nokia 3510i (que fundí a base de instalar politonos descargados de Movilisto, pues gracias a un bug con un juego de Amena obtuve un pastizal en saldo que me gasté en gilipolleces porque soy así de listo), luego otro Nokia más gordo al que pude instalar un juego en Java que programé como proyecto de FP (era una variación del comecocos en el que los fantasmas eran bebés. Lo llamé Supernanny killer). También tuve un LG con teclado QWERTY desplegable que incluía una edición del juego Burger Time al que dediqué más tiempo del que debía (y así me lució el pelo en la facultad). Y después aparecieron los smartphones y se jodió la nostalgia porque cada uno es igual que el anterior pero más grande y más rápido.

Todos estos artilugios tienen en común que me dieron un buen servicio y que yo les saqué a los mismos bastante partido. Por ello, he omitido otro teléfono que tuve y que se merece, no sé muy bien por qué, su propio apartado.

Este otro móvil



Como si de un inversor idiota que adquiere un bien y lo atesora a la espera de que se revalorice, aproveché la promoción de Lacasitos para poder hacerme con el Motorola W377 de la foto. Una vez lo tuve en mis manos, lo encendí para confirmar que funcionaba, dejé que su batería se consumiese por completo y lo volví a guardar en su caja, contando con que su precio aumentaría muchísimo con el paso del tiempo.

Al final, lo único que aumentó con el paso del tiempo fue mi nivel de azúcar en sangre, habida cuenta de la cantidad de Lacasitos que me tocó comprar y jalarme después para poder adquirir el trasto (os voy a dar una pista del número de tubos: rima con "cinco" y está entre 74 y 76). Y no, no os puedo hablar de si funcionaba bien o mal porque, tal y como he descrito en el anterior párrafo, jamás hice uso del mismo. De todas formas, han pasado quince años de aquello, por lo que lo suyo es, llegados a este punto, continuar la tendencia y no tocarlo en otros quince, por lo menos, para entonces descubrir que seguramente no sea posible ni encenderlo. La obsolescencia programada es lo que tiene, chicos.

Este beeper



Viendo que los teléfonos móviles empezaban a asomar la patita, y vaticinando que la tecnología SMS provocaría que Movistar se tuviese que comer con patatas un excedente brutal de chismes como el de la foto, los de la compañía telefónica se hicieron amigos de los del departamento comercial de Coca Cola y supusieron que en España habría algún que otro pardillo capaz de hacerse con un buscapersonas. Y ahí estaba yo, dispuesto a darles la razón.

Para poder adquirirlo había que trincarse quince botellas de medio litro del líquido negro con burbujas (eso son ochocientos diez gramos de azúcar, pero por aquel entonces nos daba igual), retirar del interior de sus tapones sendas láminas de goma azul que hoy en día ya no tienen y llevarlas a una tienda de electrónica sita en el vallisoletano barrio de Pajarillos. Esto último lo hizo mi padre. Y lo de pagar mil quinientas pelas a mayores por el cacharro, también lo hizo él.

Si habéis visto alguna peli o serie americana (cómo no) ambientada en hospitales, coincidiréis conmigo en que lo del busca mola un huevo cuando se da la típica escena en la que al facultativo de turno le pita la cadera y en la pantallita del aparato se muestra el código de emergencia de marras que le hace salir cagando leches mientras suena música intensa.

Pues bien, decidme ahora qué tiene de intenso que un niño de Valladolid tenga un puto busca. Lo más interesante que me pasó fue que durante los primeros meses recibía mensajes promocionales y gracias a uno de ellos gané un frasco de colonia Puzzle. Eso, y que uno de los chicos con los que produje y representé una función de marionetas para niños también tenía uno, y nos coordinábamos a través de esta clase de mensajes. Lo cual, por otra parte, era bastante absurdo porque había que llamar a un teléfono de tarificación especial (es decir, caro de cojones), y luego dar el número de busca del destinatario y dictar el mensaje al operador u operadora de turno. Algo que, las cosas como son, habría sido más eficiente resolver llamando de fijo a fijo.

Pero es que eso no molaba. Lo que molaba, o eso creíamos, era buscar la forma de tener el aparato más innecesario posible. Y yo, como acabáis de ver, me dediqué en cuerpo, alma y cartera (cartera de mis padres, más bien) a creer que molaba mucho durante gran parte de mi infancia y adolescencia.

Hasta otra, que ya casi hemos acabado.

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1 comentario:

  1. "lo que les impide pasar del tercer párrafo de los mismos y me hace pensar con una frecuencia preocupante que necesito amigos mejores)"

    A LO MEJOR LO QUE NECESITAS ES UN EDITOR.

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