miércoles, 29 de enero de 2020

Yo vs. el alemán. Primer asalto

Saber que ahora mi novia y yo vivimos en Austria le suele dejar a mis amigos y familiares con el culo torcido. Y razón para ello tienen, la verdad. No es que sea muy habitual el "irse a hacer las austrias", y más aún sabiendo que, insisto, NO SÉ HABLAR ALEMÁN. Pero bueno, al final con el inglés uno puede llegar a casi cualquier parte y de momento controlar la lengua de Shakespeare nos está permitiendo sobrevivir en el país (aunque más de uno y más de dos ya me han colgado el teléfono cuando he requerido de diferentes servicios y les he preguntado si podríamos comunicarnos en cualquier idioma que no fuese el germano).

Sin embargo, que quede esto claro, en Austria se habla alemán, por lo que no nos queda otra que aprenderlo. En ello estamos, y mientras nos peleamos con multitud de cursos, apps, libros y demás parafernalia, rara es la semana en la que no me lleve una hostia lingüística debido a esta barrera.

Y como sé que lo estáis deseando porque sois una panda de miserables, os voy a hablar de ello en este blog con relativa frecuencia. Empezando la serie con la primera que me llevé, allá por el pasado julio, cuando me tiré en el país una semana haciendo de avanzadilla para confirmar que lo de cambiar Irlanda por Austria se podía realmente llevar a cabo y no constituía una idea especialmente estúpida.

Aunque, si soy sincero, todo comenzó (como suele ser habitual en mi vida) por envidia. No recuerdo exactamente qué viernes del mes de junio, o si directamente fue viernes u otro día de la semana, la empresa en la que mi novia y yo trabajamos celebró su "Fiesta de verano". Que lo pongo entre comillas porque, recordemos, yo antes vivía en Irlanda, y allí fiesta toda la que tu quieras, pero lo de verano es algo que está por ver. Y sí, tuvimos una fiesta de quitarse el sombrero, que hasta levantaron una carpa de circo, trajeron una banda de música y a un DJ y pusieron chorrocientos puestos de comida. Pero el tiempo fue una bazofia, como de costumbre. Y no puedes pretender que estás celebrando una barbacoa veraniega si tienes que encasquetarte un abrigo y abrochártelo hasta las cejas mientras miras al nublado permanente con desconfianza, como fue el caso.

Total, que días después de aquella barbacoa polar, mientras mi equipo de Dublín participaba en una videoconferencia con compañeros de la oficina austriaca, a uno de éstos se le coló en la pantalla del pc que estaba compartiendo en aquel momento una notificación relativa a la Fiesta de verano que estaban a punto de celebrar. Y lo pongo sin comillas porque aunque en Austria tienen inviernos de los de cagarse en todo mientras intentas no resbalarte al pisar el hielo que cubre la acera, los veranos tienen la decencia suficiente como para permitirte salir a la calle en manga corta sin acabar con la piel de gallina. Por ello, fue ver la notificación y dejarle caer un "jo, yo quiero" a una de las compañeras. En lugar de un "pues quiérelo mucho" (que, por otra parte, es lo que yo habría respondido porque soy como soy), ella tuvo a bien el investigar si sería posible colarme allí para tal evento, pero no hubo tu tía, pues el aforo era limitadísimo. Eso sí, sugirió como alternativa que, ya que me había entrado el gusanillo, pasase una semana entera currando desde su oficina para así conocer a todos en persona, ver el lugar y etcétera, etcétera, etcétera.

Pues bien, no había terminado el primer "etcétera" y yo ya tenía la maleta hecha. Que esto no lo he dicho antes por no quedar mal, pero en los siete años que mi novia y yo hemos pasado en Irlanda, si hay un sitio en toda la isla que podamos calificar como nuestro favorito, ése siempre ha sido la terminal de salidas del Aeropuerto de Dublín. Así que si me estaban ofreciendo una oportunidad para dejar atrás la isla por unos días, Dios sabía que la iba a aprovechar.

Total, que un mes después me encontraba viajando a la patria de Schwarzenegger en un vuelo con escala que comenzó con una cancelación del segundo trayecto gracias a la cual llegué a mi destino diez horas más tarde de lo planificado, compartiendo furgoneta con siete desconocidos como si estuviésemos protagonizando La diligencia, y con Lufthansa y su mierda de política haciendo el papel de bandoleros. A pesar de este divertidísimo revés inicial, mi estancia allí fue la hostia, y me volví a Dublín convencido de que las uvas de dos mil diecinueve me las iba a comer en Austria. Por mis huevos.

No os voy a dar muchos detalles relativos a aquella semana porque si en mi blog me pusiese a contar cosas bonitas, dejaría de ser mi blog. Además, ya he dicho hace unos párrafos que hoy tocaba empezar a hablar de mis desavenencias con el idioma alemán, por lo que os invito a viajar mentalmente a la terraza de un restaurante sita en la azotea de uno de los céntricos edificios que pueblan la que ahora es, ironías de la vida, la ciudad en la que vivo.

Nos encontrábamos en dicha terraza mi novia (que vino algo después para, entre otras cosas, confirmar que sí, que habría mudanza de país. Por su coño), la compañera que he citado más arriba y yo (más tarde se nos apuntaría otra pareja a la que mi compañera y yo asustamos al mantener una intensa conversación de veinte minutos describiendo las diferentes portadas de todos los discos que ha sacado Bon Jovi hasta la fecha, pero eso es otra historia), con la intención de cascarnos una cenaca de padre y muy señor mío porque habíamos dedicado varias horas a patear la ciudad como peregrinos y el síndrome de Stendhal, las cosas como son, da hambre.

El sitio, al igual que tantos otros en la zona, contaba con menús personalizables. Me explico: en cada mesa había varios tacos de folios relativos a las diferentes comidas: pizzas, hamburguesas, sopas, ensaladas... Y cada folio, a su vez, contenía una especie de quiniela que permitía marcar aquellos ingredientes y componentes deseados de cara a la elaboración del plato.

Y yo, aquella pseudocalurosa tarde de julio, en aquella terraza, quería carne. Mucha carne.

Por ello, elegí la hoja con lo más parecido a pura fritanga de todo el restaurante, y me aseguré de marcar en la misma todos los productos cárnicos existentes: que si ternera, salchichas de vete tú a saber qué, bacon, jamón... A cada X que añadía al papel mi estómago respondía con un rugido de aprobación. Y entonces, cual demasiado ambicioso (y un poquito palurdo) Ícaro, quise volar muy cerca del Sol.

Entre los ingredientes seleccionables se encontraba el Pfefferoni. Que si como yo os habéis criado en un ambiente de lenguas romances aquello os sonará a pepperoni, o sea a salami. Y oye, "salami sobre fritanga" suena casi mejor que "miel sobre hojuelas". Pero como ya soy mayor y no me gusta correr riesgos, quise confirmar que estaba en lo cierto. ¿Buscando la traducción en Internet? Nein. Preguntándole a mi compañera.

Y ella, austriaca de nacimiento, y teniendo el alemán como lengua materna, me miró a los ojos a través de sus ray ban de cristales azules (porque hacía un sol estupendo) y me confirmó que, efectivamente, Pfefferoni, como su nombre "casi" indica, no era ni más ni menos que el salchichón ése rojo que le echan a la pizza en algunos sitios. Así que me marqué un movimiento de lo más carlossoberesco, me dije mentalmente "la marcamos" y al siguiente paso de la camarera junto a nuestra mesa le hice entrega de mi quiniela, con el Pfefferoni subrayado y todo.

Minutos después, la misma camarera apareció con la pitanza y yo, que estaba oliendo aquello desde que salió de la cocina, frotándome las manos como el enano de Twin Peaks. Pero poco tardé en parar el frote, al tiempo que ponía la misma cara de gilipollas que se le debió de quedar a Ícaro cuando el mejunje art attack de las alas empezó a decirle "mira, tronco, yo no aguanto este calorazo". En mi plato había carne a punta pala, sí, pero se encontraba oculta bajo un bosque de pimientos que yo no recordaba haber pedido. En ese momento, mi compi echó un vistazo a mi comida y dejó escapar un "ups" con acento alemán de Austria para, acto seguido, hacer fe de errores y aclararme demasiado tarde qué significa realmente la palabra Pfefferoni.

Entiendo que la historia os haya resultado tan sosa y amarga como la guarnición de mi plato, pero eso es porque no sabéis que pocas cosas me resultan más detestables a nivel gastronómico que los putos pimientos. De todas formas, para no acabar en bajón, voy a meter un pequeño epílogo aquí debajo.

Semanas después, superado el disgusto pimientil, mi compañera nos hizo una visita tras haber viajado a no recuerdo dónde, y tuvo el detalle de comprarnos algo a mi novia y a mí. A ella unos caramelos:

"Toma, te lo he comprado porque sé que te encanta lo dulce", le dijo

Y a mí me compró ESTO:


No. Aún no sé decir en alemán "la madre que te parió".

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jueves, 16 de enero de 2020

¿Soy más tonto que un hámster?

Los más frikis ya sabréis que he aprovechado el título de la entrada para copiar miserablemente homenajear a Los Simpsons, con ese girito tan característico del blog que consiste en tirar piedras a mi propio tejado para que nos riamos todos juntos. Y es que, si Ter (por quien siento una admiración espectacular, todo sea dicho) ha establecido el plot twist como estrategia de vida, yo he descubierto que, sin comerlo ni beberlo, he hecho algo parecido con el más difícil todavía, llevando por bandera tal concepto en mi día a día, pues manda huevos cada jardín en el que me meto, macho. Para que os hagáis una idea, hoy voy a contar un ejemplo que termina conmigo quedando como un imbécil, ojo al dato, por partida TRIPLE.

Como cada año a primeros de enero, he hecho entrega a mis compañeros de oficina del marrón que yo me he estado comiendo en navidades durante su ausencia y me he venido a Valladolid con la intención de pasar unos días en familia, atiborrarme de cruasanes con nocilla y resolver diariamente el sudoku que aparece en la sección de pasatiempos de El Norte de Castilla y que mi padre tiene a bien traer a casa antes de la hora de la comida. Otra actividad que suelo llevar a cabo durante mi estancia es la de sacar fotos de calidad mediocre® si el tiempo y la climatología me lo permiten. Para poder llevar a cabo esta última tarea, tuve que preparar antes de venirme, además de la maleta facturada que pienso llenar de compangos del Mercadona y la maleta de mano, una bolsa con todo el material fotográfico: cámara, objetivo ojo de pez, objetivo gran angular, objetivo de 24mm, objetivo de 50mm, teleobjetivo, filtros de densidad neutra, linterna y set de limpieza.

Revisad la lista anterior. ¿He incluido en la misma el artículo "batería de repuesto"? No, ¿verdad? Pues aquí va la primera imbecilidad que os quería confesar hoy.

A los dos días de llegar a la capital del Pisuerga, saqué la cámara de la bolsa para echarle unas cuantas fotos al portal de Belén y al árbol que mi madre, con todo esmero, coloca año tras año a mediados de diciembre y recoge semanas después mientras se queja de que cada vez le da más pereza completar semejante proceso. ¿Que si le ayudé a recogerlo? No, porque me fui a hacer fotos, pero no adelantemos acontecimientos. Pues eso, que estaba yo en plan "encuadra el árbol", "cuidado, que no te entra la estrella en la foto", "enfoca a la lavandera", "idiota, que has tirado un rey mago con la correa de la cámara" y tal, y me fijé en que la batería del aparato andaba a medio gas. Efectivamente, las siete neuronas que me quedan estaban demasiado ocupadas ignorándose las unas a las otras mientras cargaba la bolsa y aquello afectó a la alimentación de mi Canon, maldita sea.

Al día siguiente, aprovechando que el cielo despejado prometía un atardecer DE LA HOSTIA, salí de casa cargado con bolsa y trípode esquivando cajas a medio llenar de figuritas y espumillones y caminé una media hora hasta alcanzar las afueras de Valladolid, donde esperaba dar buena cuenta de la puesta de sol a nivel fotográfico. Llegado a una huerta con casa abandonada y colinas al fondo, planté el trípode entre unas uralitas rotas porque no le tengo miedo al amianto y me dispuse a retratar un cielo con unos colores que quitaban el aliento. Peeero... Al poco de empezar la sesión, la única batería de cámara Canon existente en kilómetros a la redonda dijo "para, que yo me bajo" y yo agradecí el encontrarme solo en el páramo, pues mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente.

Volví sobre mis pasos ligeramente cabizbajo y con una preocupación notable, ya que me iba a tocar mantener una interacción que yo quería evitar a toda costa, habida cuenta de mi horrible ansiedad social. Me explico: al no contar con batería extra y estar la propia descargada, tendría que, o bien comprar una batería o bien comprar un cargador. En todo caso, quería gastar la menor cantidad de dinero posible, e intuía que el cargador sería lo más caro. Por ello, in my mind me haría con una batería, preguntaría a quien me atendiese que si la misma estaba cargada, recibiría un "no" como respuesta y tendría que (y aquí viene la parte en la que me enfrento a mis demonios) pedir que me hiciesen el favor de cargármela en el establecimiento. La reacción del dependiente o dependienta de turno se antojaba terrorífica en mi cabeza: todas las posibilidades que yo podía imaginar culminaban en una negativa por su parte ("aquí no podemos hacer eso", "pero tú, ¿dónde te has creído que estás?", "mira, jeta, si quieres cargar la batería te compras un cargador y te la cargas en tu casa", etc.) y mi abandono del local con las manos vacías. Tan vacías, como la puta batería que se alojaba en mi cámara mientras mis siete neuronas le daban vueltas a todo esto porque, al parecer, no tenían nada mejor que hacer.

Sí, así funciona mi cerebro. No me juzguéis.

Cuando llegué a casa de mis padres, además de observar el buen trabajo recogedor de belenes que se había hecho en mi ausencia, anuncié que volvería a desaparecer para hacerme con el material que mis descuidadas circunstancias hacían necesario, y me encaminé al Corte Inglés.

"Ah, shit. Here we go again"

Una vez hube entrado en el edificio, llegado a la sección de electrónica, localizado las baterías y los cargadores y mientras sostenía uno de éstos en mi mano (no antes, ojo), tuvo lugar mi segunda imbecilidad en esta historia.

Al contemplar las clavijas en las que van enganchados los bornes de la batería, me imaginé lo placentero que resultaría apretarlas repetidamente (que no me juzguéis, coño), y mis siete neuronas formaron una especie de powermegazord para desenterrar esa acción de entre mis recuerdos y hacerme saber que, durante otra visita a Valladolid años atrás, me pasó EXACTAMENTE LO MISMO y acabé comprando un cargador de baterías de cámara.

Si queréis, le podéis preguntar al segurata de El Corte Inglés que en aquel momento estaba haciendo la ronda por la segunda planta y que "casualmente" llevaba varios minutos pendiente de mí (por cierto, voy a aprovechar para saludarle afectuosamente si da la casualidad de que está leyendo esto: hola, guapetón), pues mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente. De todas formas, en el fondo me alegré ante el ahorro que aquello iba a suponerme, devolví el cargador al estante y aproveché el viaje para echar un ojo a la sección de abrigos, ya que ese mismo día por la mañana había visto uno PRECIOSO en un outlet pero (historia de mi vida) no tenían mi talla. Bueno, pues allí directamente no tenían ni ese modelo.

Voy a hacer un pequeño inciso para decir que, de entre las marcas de ropa El ganso y Spagnolo, no sé cuál de las dos es más putohortera. Fin del inciso.

Abandoné el horroroso edificio (si alguien sabe de un Corte Inglés bonito que me lo diga, que yo lo vea) y volví a casa, sabedor de que en algún lugar de mi destartalada habitación se encontraba el cargador de marras. Pero no fui capaz de dar con él. Al final, tras varias horas de limpieza espectacular (de la que va a salir por lo menos una entrada en este blog, eso seguro) y dejar el lugar como el chalet de José Luis Moreno cuando pasó aquello que todos recordamos, mis siete neuronas volvieron a reunirse, como queriendo rendir tributo a lo que un día fueron y ya no son, y me hicieron recordar, nuevamente tarde, que en casa de mis padres todo lo relacionado con pilas y similares se guarda en un cajón a la entrada del piso, así que tercera y última imbecilidad por hoy, venga. Tras nadar en un mar de bolsas de basura llenas de efectos personales, a la entrada que fui, y en la entrada que estaba el puto cargador.

Mis padres, que me vieron salir corriendo de la habitación y pararme en seco ante el cajón de las pilas, me preguntaron que si me pasaba algo, pues (efectivamente) mi cara de gilipollas en aquel momento era más que evidente. Pero bueno, les hice un resumen del día parecido al que acabo de hacer y, por enésima vez en los últimos treinta y tres años, comprendieron lo que tenían ante sí, se encogieron de hombros y no me juzgaron (ya podríais aprender de ellos, que sois unos miserables).

Al final la historia tuvo final feliz: recargué la batería y puedo seguir sacando fotos de calidad mediocre® hasta que me toque volverme a Austria.

Soy consciente de que la foto está movida. Y de entre las opciones "repetirla" o "pasar de todo porque ya tengo una edad para andar preocupándome por chorradas", adivinad cuál he elegido

Y si dentro de un par de años este blog sigue en pie y escribo una entrada hablando de baterías descargadas y cargadores de los que no me acordaba, NO ME JUZGUÉIS y echadle la culpa a mis siete neuronas, que una vez más me habrán ayudado a lograr el más difícil todavía.

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miércoles, 1 de enero de 2020

La costilla

Hola otra vez.

Siguiendo la tradición que establecí años atrás, vuelvo a poner en marcha el blog con enero recién estrenado sin tener muy claro cuántos meses, o semanas, me durará la tontería esta vez. Me veo obligado a empezar pidiendo disculpas al respetable por haber dejado coja mi serie Descagándola, pues contaba con estirar ese chicle durante todo el año y al final no pudo ser. Pero tengo dos motivos para justificar tal abandono: el primero es que soy un puto dejao; el segundo ha sido que los últimos meses de nuestras vidas (incluyo a mi novia en la vorágine) han tenido una cantidad de altibajos que ríase usted del Ratón Vacilón. Sólo diré que hemos cambiado la verde Irlanda por la no tan verde Austria, que tanto cambio ha dado (y dará, pues no sé hablar alemán. Olé mis Eier) para más de una entrada en el blog y que debido al estrés causado por el proceso mis ojeras han evolucionado a un estado en el que hay una vena cruzándolas como si fuese la N-634 entre Luarca y Tapia de Casariego, con sus puntos negros y todo.

Pero bueno, mi novia y yo hemos decidido parar el tiovivo mientras muere diciembre para reponer fuerzas y dejar de lado la mudanza, aunque en mi caso está resultando más complicado de lo que me gustaría. Digo esto porque, por ejemplo, esta mañana ya ha caído un cajón del Lidl para guardar mierda variada y hace un par de horas me he encaminado al IKEA a por unos taburetes para el balcón tiradísimos de precio (a tres euros el taburete) destinados a hacernos el apaño hasta que vuelva el buen tiempo y con él la oferta de muebles de exterior. Unos taburetes, por otra parte, feos de cojones:

fuente: ikea
Y encima el modelo se llama VÄSTERÖN, válgame Dios

Peeero a medio viaje en el tranvía le he dado un par de vueltas y mira, no. Baratos y lo que tu quieras sí que son, pero no merece la pena. Así que me he apeado en la siguiente parada (os lo juro) y me he vuelto a casa, libre de taburetes feos, planes y responsabilidades. Y aquí estoy ahora, escribiendo esto y recuperando una segunda tradición. Si en dos mil dieciocho y en dos mil diecinueve dediqué el primero de enero a humillarme ante todos vosotros con sendas anécdotas de dudoso gusto, no voy a dejar que este año sea menos, y voy a compartir el que quizá haya sido el momento más ridículo para mí de todo el pasado año. Allá voy.

Podría decirse que el último invierno nos sacudió a mi novia y a mí de forma especialmente intensa. Vale que era el séptimo que pasábamos en Hibernia, pero no sé si fue porque fue bastante desagradable a nivel climático o porque la casa en la que vivíamos daba bastante asco en lo que a aislamiento se refiere (tenéis que ver el piso austríaco en el que vivimos ahora. Una gloria comparado con aquello), pero entrado marzo teníamos los ánimos por los suelos. Nos pusimos entonces a investigar cómo coño lograban los irlandeses sobrevivir cada año a semejante clima de mierda y descubrimos su secreto: los cabrones se piran de viaje a Canarias siempre que pueden para recargar pilas y olvidarse de tanta lluvia, tanto frío, tanto viento y tanto gris. El alcohol también les ayuda, pero no es nuestro estilo.

Así que estaba claro. Las Islas Afortunadas o muerte.

Y nos decantamos por Fuerteventura. Básicamente porque era el destino más barato (pues desde Dublín se puede volar practicamente a cada isla con una frecuencia que haría llorar a Greta Thunberg) y porque un compañero de trabajo, que se la conoce bastante bien (a Fuerteventura, no a la Thunberg), me contó maravillas del lugar y me puso los dientes largos. Las cosas como son: Fuerteventura, o al menos lo poco que pudimos ver (pues íbamos a desconectar más que a otra cosa) nos gustó: comimos bien, descansamos, mi novia descubrió con alegría que había erizos sueltos por las calles y el área cercana al hotel apenas se encontraba inglesizada. Porque yo no entiendo a los turistas British, macho. Allá donde van, lo único que buscan es tener las mismas opciones gastronómicas y de ocio que en su país (las cuales, todo sea dicho, son una mierda del tamaño de la London Eye). Y claro, te metes en un pueblo de la costa tomado por ellos y todo lo que hay son pubs con karaoke y restaurantes donde solo sirven judías y fish and chips barato y malo. Bueno, pues Fuerteventura no es muy así. Por suerte.

Total, que en ésas estábamos, disfrutando de unos días de asueto canario, cuando una de las últimas noches me despertó un dolor en el costado de un intenso que te cagas, y yo lo tuve clarísimo. Aquello apestaba a costilla rota. ¿Que qué me hizo pensar algo así? Pues mis años practicando atletismo de forma semiprofesional. Durante aquel tiempo, era muy habitual que alguno de mis compañeros acabase con articulaciones dislocadas, músculos desgarrados o huesos rotos, lo cual solía ocurrir de la forma más inverosímil o estúpida posible: paseando, levantándose del sofá o dándose la vuelta en la cama, por ejemplo. Y aquella noche de marzo, en aquel hotel con desayuno buffet incluido y spa cerrado por obras de Fuerteventura, me había tocado a mí.

El dolor era insoportable, y daba igual la postura en la que me colocase sobre el colchón, que el muy hijoputa no me abandonaba. Tras varios minutos sufriendo, decidí trincarme un ibuprofeno porque soy así de listo y dejar que el sueño y el cansancio venciesen a aquella tortura. No obstante, la llegada del nuevo día no mejoró la situación, y el desayuno tuvo un sabor agridulce debido a la insoportable molestia (pocas cosas hay en la vida peores que no poder disfrutar en condiciones de un desayuno buffet de hotel, todo sea dicho).

Mi novia, a todo esto, empezaba a mirarme con la misma cara con la que me miraba cuando estuvimos en Japón y yo pensaba que lo de mi mano iba a terminar como un retrato de José Padilla. Sabe que exagero un montón, y aún así me quiere. Pero lo de Fuerteventura no podía ser una exageración, que las costillas rotas hay que tomárselas en serio, coño.

De todas formas, de todos es sabido que esa clase de fracturas no tienen más tratamiento que el reposo y la paciencia. Por ello, tras dar más o menos cuenta del desayuno, me trinqué el segundo ibuprofeno en lo que llevo de entrada porque soy así de listo y decidí que, aprovechando que asomaba el sol, lo más adecuado sería ir a la playa.

Hago un primer inciso para comentar (aunque juraría que ya he hablado de esto aquí) que mi novia y yo hemos tenido la suerte en el culo durante siete años cuando de buscar clima apacible se ha tratado. La mayor parte de nuestros viajes allende Irlanda han tenido como destino lugares en los que, casualmente, hacía un tiempo horrible (muchas veces para sorpresa de los locales), a la vez que, casualmente también (no me jodas) dejábamos en Dublín un clima de lo más agradable.

Así que allí estaba yo, en la Playa del Castillo, doblado por el dolor, pero disfrutando del tibio sol por primera vez en meses. Nos hicimos fotos y todo. Y yo salgo en todas así:

fuente: adobe blog
Parece que no duele pero duele mucho

Tras varias horas de toalla y mar en las que empezaba a imaginar que mi costilla necrosaba, o que me perforaba algún órgano interno (no me lo invento, las molestias eran tan intensas que me hacían tener tales ideas), comimos en un restaurante cercano. Cada bocado de papas con mojo picón sabía a puñalada en el costillar, y muy a mi pesar no nos quedó otra que volver al hotel a preguntar por un hospital cercano mientras el Sol nos miraba con cara de "pero, ¿adónde vais? Si os estoy haciendo de puta madre hoy".

En el hotel nos indicaron que no había UN hospital cerca. Lo que había era EL hospital. Esto provocó que, en el camino en taxi del hotel al centro hospitalario (aprovecho para mandar un afectuoso saludo al taxista que tuvo a bien comerse cada puto bache que había en la carretera, ayudándome con ello a poder ver las estrellas a plena luz del día) yo fuese calculando que la espera para ser atendido iba a chuparse un porcentaje considerable de nuestro periplo vacacional. Pero no fue así, mira tú. El personal administrativo el centro (un cielo de gente, todo sea dicho), tras tomar mis datos y fliparlo un poco porque por lo visto yo era el primer vallisoletano que visitaba el lugar en décadas, me invitó a tomar asiento en una sala de espera casi vacía. Además, el poco rato que pasé dolorido allí se hizo aún más corto gracias a una anécdota dentro de la anécdota que voy a colar aquí a modo de segundo inciso en la historia:

Resulta que, mientras esperaba a ser atendido por los profesionales del eficiente servicio sanitario de la comunidad canaria, otro de los pacientes se me acercó y comenzó a darme charla (con un acentazo canario de lo más peculiar), pues por lo visto había pegado la oreja a mi llegada y su madre era de Valladolid. O él había vivido en Valladolid. O su madre había vivido en Valladolid. Yo qué sé, no me acuerdo. Joder, que esto pasó en marzo y mi memoria es una mierda, dejadme en paz.

Total, que el maromo empezó a relatarme detalles de la capital del Pisuerga de antes de que yo naciese, pero como tengo la cabeza llena de SPAM pude seguir su conversación durante un rato y contribuir a la misma de forma productiva, hasta que me soltó:

—Lo malo es que ahora Valladolid está lleno de rumanos.

Y yo no respondí nada a eso. Me limité a mirarle con los ojos de alguien que ya ha tenido que meter su vida en una maleta y salir de casa con un billete de ida en la mano al menos en una ocasión. El hombre, que por lo visto no estaba precisamente disfrutando de mi silencio, trató de salir del cenagal en el que se acababa de meter con su segunda perla:

—Pero bueno, aquí nos está pasando lo mismo con los moros.

No, tampoco dije nada. Seguí mirándole en silencio y preferí centrarme en las oleadas de dolor que mi costilla le estaba enviando a mi cerebro de forma ininterrumpida aquella tarde. Tras varios segundos esperando una complicidad por mi parte que nunca llegó a haber, el canario dio por terminada su actuación con un leve "bueno, un placer" y desapareció de mi vista para siempre.

Y hasta aquí la anécdota dentro de la anécdota.

Volviendo al tema que nos ocupa, me llamaron enseguida (Dios bendiga a la Seguridad Social) y, tras tomarme la tensión, me hicieron pasar a uno de los boxes, donde un amable facultativo me preguntó por el motivo que me había llevado allí. Le expliqué lo de mi costilla rota y él me hizo recostarme sobre la camilla para, acto seguido, comenzar la exploración de mi cavidad torácica. Y yo cagao de miedo porque sabía la que me esperaba.

Efectivamente, en cuanto puso un dedo en la zona dolorida y me preguntó "¿te duele esto?", de mi boca sólo salió un atormentado hálito que acortó mi esperanza de vida unos diez o quince años. El doctor, cuyos experimentados dedos le habían revelado a aquellas alturas la que se estaba cociendo bajo mi pecho, se apartó ligeramente de mí, y juraría que masculló algo así como "yo no me he pasado tantos años de mi vida estudiando para ESTO" o algo por el estilo. Fue entonces cuando me pidió que me incorporase y ahora llegamos al momento que todos estábais esperando desde que empezásteis a leer esta entrada, pues el galeno me dijo, todo lo serio que le permitió el encontrarse en un plano profesional:

—Lo que tienes no es una costilla rota. Son gases.

¿Qué queréis que os diga? A veces el dolor físico es menos intenso que el que se siente al saberse gilipollas, por lo que no es de extrañar que saliese de aquel box con peor cara que la que tenía al entrar en el mismo. Mi novia, testigo de mi rictus, se alarmó y quiso saber qué había pasado, pero tuve a bien el indicarle que primero quería salir del centro y buscar un lugar al abrigo de orejas indiscretas para contárselo. Una vez fuera le relaté mi diagnóstico.

Media hora se estuvo riendo, llorando y todo. Media hora de reloj. Y con toda la razón del mundo.

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