lunes, 16 de enero de 2017

Hijo, haz un poco de limpieza

Las tres leyes de la robótica. Los frikis de la ciencia ficción dura habréis aplaudido con la entrepierna al leer la frase. Los demás, o bien tendréis una ligera idea de a qué me refiero, o bien tenéis deberes: en primer lugar, repasar esta entrada de Wikipedia que explica qué son las puñeteras leyes, y en segundo lugar, leeros la Saga de la Fundación de Isaac Asimov antes de que Jonathan Nolan se presente sin avisar con su serie alusiva para la HBO. Que la parte de naves espaciales, robots e idas de olla futuristas les vaya a salir de lujo no lo dudo (ya lo han demostrado con Westworld), pero aún quiero saber cómo van a encajar la obra de Asimov, tan célibe y mojigata ella, bajo el sello de la HBO, cuyas producciones se caracterizan por colarte una picha o un par de tetas en dos de cada tres escenas.

Bien. Ahora que todos sabemos de qué estoy hablando, voy a cambiar de tema. No sé vuestros abuelos, pero los míos vivieron la Guerra Civil. Y no sé vuestros padres, pero los míos vivieron la posguerra. Estas dos infelices circunstancias han dado lugar a que en mi casa se apliquen las tres leyes del hogar español de mediados del siglo XX:

1. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe terminarse toda la ración que tenga en el plato (y el pan que sobra al final del día se guarda para hacer pan rallado), que la comida vale un dinero.

2. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe apagar las luces cuando vaya a salir de la habitación y no vaya a quedar nadie en la misma, que la luz vale un dinero.

3. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe conservar todos sus bienes materiales y no tirar nada a la basura, que las cosas valen un dinero.

Recuerdo que hace un par de meses, mi novia y yo nos jalamos sendos desayunacos irlandeses en un pub a las afueras de Dublín y contemplamos horrorizados cómo los locales dejaban la mitad de la comida en el plato antes de irse. Nosotros no. Nosotros incluso rebañamos hasta el extremo con las tostadas la yema de los huevos fritos y la salsa de las judías, para sorpresa de la camarera que vino a recoger la mesa, pues exclamó: "¡Vaya! Si que os ha gustado el desayuno". Que yo pensé: "No, hija de puta. Lo que pasa es que no se deja comida en el plato, que la comida vale un dinero", pero fui educado y no dije nada.

Por otra parte, siempre intento reducir al máximo mi gasto energético, especialmente ahora que vivo en una casa en la que el patético aislamiento térmico y el irrisorio sistema de calefacción eléctrica se dan la mano para jodernos a mí y a mi novia cada dos meses, cuando la factura de la luz hace su aparición estelar y pregunta "¿qué hay de lo mío?".

El problema llega al intentar cumplir la tercera ley, pues vivir en una época de consumismo alocado radicalmente distinta a la que le tocó sufrir a mis ancestros entra en conflicto directo con dicha ley. El resultado es que me paso el día comprando cosas que no necesito y de las que no puedo deshacerme, no vaya a deshonrar a mis antepasados. Así que aquí estoy, acumulando mierda.

Esta situación alcanza un límite desmesurado en la que hasta hace pocos años fue mi habitación en la casa de mis padres. Allí hay ropa, juguetes, libros y toda clase de material al que nadie hace ni puto caso, pero no me atrevo a tirar nada a la basura. Y claro, mi última visita a Valladolid ha incluido el obligatorio "a ver si recoges esto un poco" por parte de mi madre. Yo, con toda mi buena intención, he tratado de cumplir sus deseos, pero al abrir la primera caja he descubierto mi juego de Mighty Max (al que mi padre, con gran acierto, definió como "Mighty Max, una chorrada más" el día que me lo compró), la versión para niños de Polly Pocket (sí, millenials. Antes los juguetes se diferenciaban por sexos descaradamente), y me he dado cuenta de que la araña gigante de plástico es, en realidad, un piso del centro de Dublín.

Veinticinco años de polvo os contemplan

¿Que por qué sé que es un piso de Dublín? Pues porque es un habitáculo pequeño con un aislamiento térmico muy deficiente, tiene humedades y en el centro de una de las habitaciones hay un agujero enorme por el que se cuela en frío en invierno. Y lo peor de todo es que Max está pagando mil doscientos euros al mes por este cuchitril, sin contar lo que le cuesta la mierda de internet de Virgin Media.

Y Max tuvo que pedir una carta de recomendación en el trabajo para poder entrar a vivir aquí, no os lo perdáis

Al menos Max no tiene que compartir su piso con otros doscientos expatriados (se han dado casos), y cada tarde, tras salir del trabajo y pasarse dos horas atrapado en un atasco dentro de un maloliente autobús de dos pisos dublinés, llega a su casa, donde disfruta de unos instantes de tranquilidad.

Los esqueletos del suelo ya estaban cuando Max entró a vivir, pero es mejor que Max no los tire, no vaya a perder el depósito

Una noche, Max se olvida de cerrar con llave, provocando que un extraño ser se cuele en su piso. Max sabe que no se trata de un yonki ávido de metadona, pues el bicho tiene cabeza de mosca, cuatro brazos y unos músculos que ya me gustaría tener a mí, y los yonkis suelen estar bastante esmirriados, las cosas como son.

He probado a meterle a la foto filtros nocturnos del Snapseed para darle un toque Sin City, pero el resultado ha sido un desastre

Tras unos instantes de desconcierto en los que Max trata de averiguar quién puede ser ese bicho y a qué ha venido, el muchacho deduce que se trata de un fiscal que quiere endosarle a Max dos años y medio de cárcel por aquella vez en la que publicó un tweet que empezaba con un "Silke, ¿a qué huelen las nubes?", continuaba con Silke pidiendo el comodín de la llamada y terminaba con cierto presidente del gobierno franquista poniéndose al teléfono para ayudar a Silke a responder la pregunta. Y Max, siguiendo sus más primarios instintos, echa a correr para intentar alejarse lo más posible del diabólico fiscal. Sin embargo, en el piso tamaño zulo en el que vive Max no hay mucho margen de maniobra, por lo que nuestro protagonista es irremediablemente acorralado ante el agujero absurdo que hay en medio de la habitación.

Arquitectura irlandesa. No le busquéis una explicación

Max, a punto de ser arrojado al abismo, puede mirar al ser a los ojos y darse cuenta de que el fiscal es en realidad una cortina de humo (porque cada acto de presencia de la Fiscalía es una cortina de humo para distraernos de alguna gorda que prepara el Gobierno), y lo que tiene frente a sí no es más que el conjunto de todos sus miedos (la explicación a semejante ida de olla por parte del joven puede estar en la gran cantidad de plomo que hay en el agua del grifo de Dublín, quién sabe). Es entonces cuando recuerda lo que dice Karra Elejalde cuando hace de fraile adicto al opio en Los últimos de Filipinas: que a lo que más miedo tenemos es a aquello que al final nunca ocurre (tampoco tengo muy claro si dice eso exactamente porque a Karra Elejalde no se le entiende muy bien cuando habla). Y esta revelación, mira tú, le da fuerza a Max para enfrentarse al conjunto de todos sus miedos. Bueno, la revelación y una viuda negra enorme interpretada por Florinda Chico que curiosamente pasa por allí (véase Deus ex machina) y que no sólo está de parte de Max, sino que tiene un hueco en lo alto del lomo en el que Max encaja perfectamente de pie.

¡Ataca, Florinda Chico!

Max, con la ayuda de la araña, arroja al conjunto de todos sus miedos al interior de la jaula de los esqueletos. Y eso que Max, cuando entró a vivir al piso, creía que lo de tener una jaula en el salón era una estupidez y que sólo le iba a servir para guardar maletas vacías. Lo que es la vida.

Muy apañao, lo de la jaula

Encerrado y carente de todo poder, el conjunto de todos sus miedos pierde su forma de mutante adicto a los anabolizantes y se transforma en una imagen del mismo Max, que puede volver a disfrutar libremente del agua del grifo con una concentración alarmante de plomo en su carísimo piso de Dublín. Colorín colorado, señores.

Seguro que esto lo hace Kubrick y decís que es la hostia, pero lo hago yo y es una mierda, ¿no? Os podéis ir a cagar

Escena de después de los títulos de crédito, en plan peli de Marvel: Max, en lo que constituye la máxima fantasía erótica a la que un hombre pueda aspirar, se lo monta consigo mismo en lo alto de una araña gigante de plástico.

+18

A pesar de mi escasa creatividad (algo que dejé bien claro cuando hablé de La casa sola), he de reconocer que me cuesta poco entretenerme con cualquier gilipollez. Y mi habitación sigue sin recoger, oye.

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