lunes, 10 de julio de 2017

Feel the music como puedas

No falla. Vale, reconozco que parte de la culpa es mía. Me explico: si he de pasar la noche en un hotel, tiendo a retrasar la hora de salir de la cama a la mañana siguiente hasta tal punto que el personal ya ha empezado a recoger las mesas del restaurante cuando aparezco por allí para desayunar. Y si el buffet en general es escaso a esas horas, el panorama en lo que respecta a huevos fritos es desolador: o ya han desaparecido todos, o me encuentro con uno o dos a mi disposición en un estado lamentable, tras haber sido pisoteados por la espátula que decenas de huéspedes han manejado con torpeza para hacerse con otros óvulos de gallina de aspecto más lozano mientras yo roncaba como un ceporro entre sábanas con olor a lavandería. Pero bueno, al final tengo que resignarme y ser consciente de que un par de huevos son un par de huevos, y es preferible poder disponer de los dos últimos del lote por muy mala pinta que tengan a quedarme sin ellos.

Ahora cambiad "huevos" por "orejas" en el párrafo anterior y os podréis hacer una idea de por lo que tuvo que pasar Dios cuando le tocó colocarme las mías.

El principal problema que me causa tener unos apéndices auditivos que me hacen parecer un híbrido entre Piccolo y Marco Pantani se presenta cuando gusto de salir a correr, pues acaba siendo un coñazo el tirarse de media hora a una hora dando zancadas sin otra cosa que escuchar que la propia respiración. Y dar con unos cascos que estén en su sitio cuando la superficie a la que tienen que agarrarse es tan irregular es prácticamente imposible. La verdad, no pensaba daros la turra con la odisea que me supone encontrar auriculares deportivos en condiciones, pero el pasado sábado tuve una revelación. Era una de esas mañanas en las que mi madre se dedica a saturarme la memoria del teléfono enviándome por Whatsapp cientos de fotos de todo aquello que encuentra por casa. Y en esta ocasión fueron fotos de mi infancia:

Mi madre dice que estoy para comerme. Qué va a decir, la pobre

Y ahí estoy yo, con unos cascos antediluvianos e inmerso en la feliz ignorancia que suponía el no ser consciente de que, años más tarde, me veo obligado a pasarlas PUTAS si quiero correr y escuchar música al mismo tiempo sin tener que llevarme la mano a la oreja cada dos pasos con cara de cabreo para colocar los puñeteros auriculares, como si fuese un escolta de la Familia Real recibiendo la enésima orden absurda de la jornada y preguntándose: "¿qué coño le pica esta vez a doña Elena?".

Los primeros auriculares deportivos que cayeron en mis manos llegaron en una época en la que yo estaba haciendo la transición del walkman al mp3 (a uno de 56MB de capacidad, para que os hagáis una idea). Y eran la hostia. Se trataba de unos Philips de color negro de los que no he logrado encontrar imágenes en la Internet, así que os quedáis sin ver cómo eran. No obstante, os diré que debido a que se contaban con varios puntos de ajuste, podía adaptarlos perfectamente al irregular contorno de mis pabellones auditivos y cruzarme al trote el Pinar de Antequera sin que me diesen nada de guerra. Pero claro, el paso del tiempo y la obsolescencia programada hicieron su trabajo y una tarde descubrí horrorizado, tras darle al play de mi reproductor, que el esperado atronar de Rage Against the Machine se había convertido en un episodio de Mr. Bean sin risas enlatadas. Mis adorados Philips habían enmudecido para siempre.

Y empezó mi odisea.

La compañía holandesa (qué fuerte. Philips es holandesa, tía) había dejado de fabricar tan maravilloso producto, por lo que volví del Eroski ligeramente decepcionado y con unos Sony de color azul cuyos ganchos destinados a agarrarse a la oreja tenían una forma de lo más estrambótica. Cuando me los puse en casa y me miré al espejo me sentí como un saltimbanqui del Cirque du Soleil. No, tampoco tengo foto de éstos, y aunque juraría que siguen en casa de mis padres, no he conseguido dar con ellos la última vez que he pasado por allí. De todas formas, dichos auriculares no eran ninguna maravilla, por lo que no formaron parte del equipaje con el que me vine a Irlanda años después de adquirirlos.

Una vez establecido en la Isla Esmeralda y decidido a continuar con mi afición musicoatlética, me acerqué a una de las muchas tiendas de electrónica de una conocida marca de aquí cuyo nombre no considero adecuado nombrar para no liarla. En dicho establecimiento me compré estos otros Philips:

fuente: philips
Naranja, mi color favorito

Pensaréis que, habiendo sido fabricados por la misma marca que trajo al mundo años atrás la perfección hecha cascos, este nuevo modelo estaría a la altura, ¿verdad? PUES NO. El cable era demasiado corto, el volumen demasiado bajo y el ajuste a la oreja totalmente pésimo. Y encima pagué por ellos treinta tazos. Sintiéndome estafado, volví a guardarlos en su estuche original (cuyo precinto había despegado MUY cuidadosamente para no romperlo, pues con estas cosas nunca se sabe) y me dirigí a la tienda que los parió. Allí, un dependiente borde y con pinta de tener menos luces que el belén de la ONCE, aparte de negarse a mirarme a la cara durante nuestra conversación y de ROMPER el precinto del estuche cuando sacó los auriculares para probarlos, me dijo que no podía devolverme el dinero porque conectados a su iPhone se oían perfectamente. Fue entonces cuando le pregunté "¿Me das tu iPhone entonces para que yo pueda usarlos en condiciones?". Y como el muy imbécil seguía sin mirarme a la cara, agarré el paquete y me fui de allí de mala hostia.

Caminé entonces hasta otra de las muchas tiendas de la innombrable cadena, y le conté a la dependienta que me atendió en esta ocasión (y que al menos tuvo la decencia de mirarme a los ojos) que mis compañeros de trabajo me habían regalado esos cascos sin saber que yo ya tenía unos iguales en casa y que quería devolverlos y aprovechar el dinero de los mismos para invitarles a unas pizzas o algo, pues soy una persona muy bondadosa y angelical que vive pensando en cómo complacer a quienes me rodean y que nunca le mentiría a la dependienta una tienda de electrónica. Y coló. Con precinto roto y todo ("cuando desenvolví el regalo ya estaba así. Habrá sido alguno de mis compañeros, que habrá querido comprobar que funcionan antes de dármelos"). Habiendo recuperado mis treinta euros, me volví a casa sin cascos pero convencido de que no volvería a gastarme ni un duro en el puto Currys.

Semanas después encontré unos cascos de marca blanca en el TK Maxx que, si bien no eran exactamente iguales a mis añorados Philips, sí que tenían una forma parecida. Me dieron un buen servicio durante varios años, pero una mañana de ésas en las que llueve tanto que parece que es de noche no pude evitar que se mojasen como si me hubiese caído al río con ellos, y su calidad auditiva descendió drásticamente. Cómo explicarlo... Imaginad la canción Rock you like a Hurricane, de los Scorpions (la versión buena, la del disco Moment of Glory). ¿Estamos? Ahora imaginad que los de Hannover, sin filarmónica de Berlín ni pollas, la están tocando en el polideportivo de vuestro pueblo contando con un megáfono de sindicalista de UGT como único equipo de sonido. Bueno, pues así se oía la música a través de mis auriculares de marca blanca después de aquel día de lluvia.

Viéndome de nuevo sin nada que llevarme a los oídos, me hice con unos Skullcandy:

Osea, tía, qué monos

Que vosotros diréis: "Ah, con sus calaveritas y su diseño semipijo y tal. Bien, ¿no?". PUES NO. Esa mierda de ganchitos no se agarran a nada, y no es que me toque colocarlos cada cuatro pasos, es que toca directamente recogerlos, pues son muy de hacer puenting desde mi oreja hasta mi cintura. Sé que debería haberlos mandado a la mierda ya, pero poseo el absurdo principio de no deshacerme de algo por lo que he pagado. De hecho, es este mismo principio el que ha provocado que, junto con los Skullcandy, estén cogiendo polvo estos TDK:

El dolor

O, como yo los llamo, los "Antonio González Pacheco". Me los compré cuando visité Sofía con mi novia hace unas semanas, y tras esperar unos diez minutos a que algún dependiente de la tienda de electrónica se dignase a venir y quitarles el candado que los mantenía atados a la pared (porque la obsesión que tienen en las tiendas de Sofía con que todo el mundo va a robarles el género daría para otra entrada), pude llevármelos al hotel y, una vez allí, comprobar que quien los había diseñado es, por decirlo suavemente, un sádico hijo de puta. Eso, o que usó unas orejas no humanas para el molde. Y es que el espacio tan pequeño que hay entre auricular y gancho provoca que los cascos se claven en la carne con más fuerza que los colmillos de mi gata cuando se le cruzan los cables y me arrea un bocao en la mano. Es más, he llegado a romperlos (los cascos, no los colmillos de mi gata, animales) para poder ajustarlos en condiciones y no convertir mis entrenamientos en un viacrucis. De todas formas, no han sido más de tres las veces que he salido a correr con ellos, que mi sensibilidad y mi paciencia tienen un límite, hombre. Por lo menos mi novia puede aprovechar las almohadillas extra, mira tú.

Una vez más, me veía huérfano de cascos (pues, insisto, no pensaba volver a calzarme semejante corona de espinas auricular), pero la congoja me duró poco. Resulta que mi gimnasio posee una máquina expendedora con todo tipo de mejunjes, amén de toallas, candados y... Sí, auriculares deportivos:

Y por sólo cuatro euros, señora

Su forma es casi perfecta, muy similar a aquellos primeros Philips pobladores de una Arcadia auditiva que cada vez me resulta más lejana e irrecuperable, peeero... Cuando un producto de estas características ha costado cuatro euros, no es de extrañar que su calidad sea una basura y que su clavija, pobremente soldada, constituya un ecualizador aleatorio cada vez que me guardo el mp3 en el bolsillo y echo a correr. Vuelta a la casilla de salida, tú.

¿Cuándo termina esta historia? Pues no lo sé. De momento, el último capítulo se escribió precisamente cuando estuve en España hace unas semanas. Quienes me conocen saben que mis visitas a Valladolid suelen ser bastante completas.

En esta ocasión, entre el millar de cosas que hice, aproveché para desayunar con una amiga a la que suelo mandar postales desde todos los lugares que visito. Tras el desayuno, nos acercamos al Corte Inglés sin demasiadas esperanzas, y la de las postales me sugirió estos auriculares:

Philips one more time

Calificaré estos cascos como "decentes": el cable es largo, tienen buen sonido y aunque no se pueden ajustar perfectamente a mi surrealista fisionomía orejil, al menos se agarran como Mufasa.

Qué coño, son buenos. He de reconocer que la de las postales ha tenido buen ojo.

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