Casi siempre que llueve es durante la noche, y en estos casos la lluvia no es más que un rumor repiqueteando tan débilmente contra el cristal-claraboya de mi cuarto de baño que no puede despertarme. Y uno sabe que ha llovido porque el suelo amanece mojado. A veces, ni eso.
Otras veces, la lluvia aparece mientras salgo a correr por la mañana, acompañándome hasta que vuelvo a casa y haciendo que aprecie el doble la ducha caliente, el desayuno pantagruélico y el episodio de Bola de Dragón que comparto con mi novia inmediatamente después.
También es posible que llueva mientras pedaleo en dirección a mi trabajo. Esto no me supone ningún problema, pues siempre tengo a mano un chubasquero y unos pantalones impermeables con los que me disfrazo de bolsa de basura y evito calarme. Además, mis jefes aún no se han quejado de que convierta mi lugar de trabajo en un improvisado tendedero durante la mitad de la jornada.
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A mí la lluvia |
De hecho, hay veces que soy más rápido que estas chaparradas, y cuando éstas hacen acto de presencia yo ya he llegado a la oficina. En dichas ocasiones celebro el trabajar en un sexto piso poseedor de grandes ventanales que permiten ver todo lo que se extiende hasta una distancia de veinte kilómetros, pues el contemplar el espectáculo que se presenta ante mis ojos mientras las nubes se deshacen sobre la ciudad del Liffey es la excusa perfecta para aparcar durante unos minutos mi productividad.
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Y el café es gratis |
Si llueve por la tarde, una vez que ya estoy de vuelta en casa, mi gata y yo solemos sentarnos frente a la puerta que da al patio, dejándola abierta para que el petricor y el olor a menta se adentren en el hogar mientras celebramos por adelantado que mis geranios darán flores el día menos pensado. Hay veces que mi gata, que no es que tenga muchas luces, sale al jardín y juega a corretear bajo las gotas, para luego dedicar las siguientes dos horas a secarse con la lengua tendida junto al sofá, demostrando una vez más que en esta vida quien se aburre es porque quiere.
También es probable que llueva los sábados o los domingos. Muy probable, de hecho. Cuando esto ocurre, cuando el agua llega sin avisar mientras mi novia y yo nos dirigimos al centro, lo único que podemos hacer es correr a refugiarnos en el pub más cecano y desayunar por segunda vez. No puedo decir que esta situación me desagrade, las cosas como son.
O, ¿por qué no? También nos ha pillado más de un aguacero en el camino de vuelta. Sin embargo, saber que a nuestro regreso van a caer sendos chocolates con bizcochos al calor de la chimenea del salón hace que reciba estas inesperadas lluvias incluso con alegría.
Muchas veces he visto llover con fuerza desde el interior de un coche de alquiler perdido en medio de una carreterucha irlandesa dejada de la mano de Dios. Y, la verdad, a cada barrido del limpiaparabrisas se descubre una preciosa postal en la que el brillante verde del suelo irlandes se funde con el gris del cielo que baña el campo sin descanso.
No obstante, hay veces que algún chubasco decide que es buena idea acompañarme en mi camino al autobús que lleva al aeropuerto. La distancia entre mi casa y la parada es de un kilómetro aproximadamente, por lo que da tiempo más que de sobra para que el enclenque paraguas falle estrepitosamente en la realización de la única tarea para la que ha sido diseñado y yo llegue empapado a la marquesina, justo a tiempo para ver cómo el bus pasa de largo y me toque esperar media hora hasta que llegue el siguiente, calado hasta los huesos y muerto de frío y sueño, consciente de que ni siquiera he llegado al aeropuerto, y de que cuando el avión al que voy a subir aterrice en otro país, mi ropa seguirá mojada.
Es entonces cuando me cago en la puta lluvia.

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