viernes, 7 de agosto de 2020

Yo vs. el alemán. Tercer asalto

No hay nada como que el mundo esté patas arriba para que aflore lo peor del ser humano. En los últimos meses hemos descubierto a ciertos elementos que parecen competir en lo que a miseria se refiere. Que si balconazis, que si cayetanos, que si imbéciles que comparan las mascarillas con bozales, que si Miguel Bosé... Sin embargo, de entre todas estas tribus, la que más repelús me da es la de aquellos que se han propuesto realizar toda clase de manualidades y mierdas por el estilo para no aburrirse durante esta extraña rutina confinada. Y digo esto porque yo soy uno de ellos. Empecé cosiendo unas cortinas, le he preparado a la murciana una sorpresa que pienso mandarle en cuanto me dé sus putas señas, he hecho una especie de joyero para mi novia y mi más reciente proyecto es un marco a punto de cruz en el que se lee "En esta casa obedecemos las leyes de la termodinámica", el cual pienso colgar junto a la puerta del pisazo para recoger las llaves de casa que aún no tienen sitio fijo en el que reposar. Y cuando acabe con eso, una radio de los años cincuenta llena de polvo que no sé si funciona está aguardando a que la destripe y hurgue. ¿Veis? El horror.

Y claro, con tanto proyecto absurdo apilándose en la bandeja de mi tiempo libre, ni estudio alemán ni toco el blog. Sin embargo, hoy he decidido aparcar la aguja por unas horas y teclear una de las mayores pifias relacionadas con la lengua germana que he sufrido hasta la fecha, confiado en que rememorar el ridículo me anime a volver a pelearme con el idioma de una vez.

Lo que voy a relatar hoy ocurrió muy poco después de nuestro aterrizaje en Austria; creo que a las dos o tres semanas o algo así. Podría mirar la factura del médico para confirmarlo, pero dicho papel está en mi oficina y no nos dejan ir por culpa del virus, así que lo voy a dejar en dos semanas. Sí, he dicho "factura del médico", pero no adelantemos acontecimientos.

Una de las muchas cosas que mi novia y yo dejamos atrás al cambiar de país fueron nuestras bicis. Sin arrepentimientos, que la mía era fea de cojones y la suya tenía oxidados hasta los tapones de las cámaras de aire. Al brindársenos la oportunidad de elegir nuevamente máquina de pedales, optamos por un modelo que resultase a la vez estéticamente agradable y práctico, pues en esta ciudad se pedalea mucho. Por ello, optamos por la Elops 520 de Decathlon.

fuente: decathlon
Lo sé, preciosa

La suya en azul marino y con barra baja y la mía en verde guerra mundial con barra alta, como la de la foto. Hasta aquí todo bien pero, ¿cómo podríamos hacernos con ellas, si en nuestra ciudad no había Decathlon? Pues inicialmente nos propusimos ir al de Viena y volver con las bicis en el tren, que son tres horazas de viaje, y no veas qué pereza. Pero había plan B. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que en Maribor hay tienda de deportes gabacha, optamos por dirigirnos a esta ciudad eslovena, a sólo cuarenta minutos en tren, para comprar una de las bicis (la suya. La mía no estaba disponible y me tocó pedirla en la web, recibirla en la oficina y montarla junto a mi escritorio mientras mi compañero me miraba como si yo no estuviese muy bien de la cabeza, pero ésa es otra historia). El plan pintaba bien. Podríamos dar una vuelta por la ciudad, comer en algún restaurante céntrico, hacernos con la bici y volver a una hora decente, pues aquel sábado se celebraba la noche de los museos y nos apetecía participar en el evento.

Pero la cosa se torció una vez en Maribor. Especificamente, cuando llegamos al río Drava. ¿Os imagináis a Julio César, cruzando el Rubicón y pronunciando su lapidaria Alea iacta est para acto seguido soltar un "¡Joder! Que se me ha metido algo en el ojo"? Vaya mierda de historia habría resultado, ¿verdad? Bueno, pues MI historia fue exactamente así. Aunque no enuncié ningún latinajo épico al atravesar el Puente de Tito, el alea que me tocó a mí tuvo cachondeo, ya que una ráfaga de viento decidió que mi ojo era la pista de aterrizaje perfecta para el cuerpo extraño que viajaba con ella. En ese momento me acordé de la frase que mi padre siempre me decía cada vez que ocurría un incidente de este tipo: "deja que te llore y no lo toques" y, como cada vez, ignoré su consejo y me froté como un perro sarnoso esperando librarme de la molestia. Pero no. Ni el frotar, ni el llorar, ni el colirio que mi novia llevaba en el bolso surtieron efecto. Nos adentramos en un centro comercial cercano en busca de ayuda, pero ni en la óptica ni en la farmacia fueron capaces de hacer nada por mi enrojecido órgano visual. Me recomendaron, eso sí, que fuese al hospital, pero (y con esto no pretendo que ningún esloveno se ofenda) no estaba dispuesto a aventurarme en el interior de un centro de salud exyugoslavo cuya localización desconocía, un sábado por la tarde, cuando teníamos en nuestro poder los billetes de vuelta ya comprados.

Hice entonces lo que me pareció más sensato en aquel momento: comprarme unas botas (pues a la semana siguiente iríamos a la montaña y entonces yo no contaba con calzado adecuado) y comer. Así funciona mi cerebro, oye.

Al acabar la manduca nos dirigimos al Decathlon, y estaba claro que, fuese lo que fuese aquello alojado bajo mi párpado, no pensaba irse así como así, por lo que contacté con Frau Pfefferoni en busca de ayuda. Y la pobre se portó, todo sea dicho. Tras investigar qué podría hacer me indicó que fuese al hospital en cuanto estuviese de vuelta aquella tarde, mandándome las señas del mismo y tal (aprende, murciana). Y así fue. En cuanto mi novia tuvo en su poder su flamante Elops 520 azul marino con barra baja fuimos a la estación y tomamos el tren de vuelta. Y yo me casqué una siestaca la mar de reparadora sólo interrumpida por el revisor de turno que iba picando billetes.

Tras dejar la bici en la oficina en la que curramos (pues aún no teníamos pisazo por aquel entonces y dormíamos en un apartahotel sin un triste portabicicletas), subimos en el tranvía con destino al hospital, contando con echar unas cuantas horas esperando mi turno (pocos lugares hay más concurridos que la sala de espera de urgencias un sábado por la noche), pero descubrimos aliviados que no iba a ser el caso: puesto que las urgencias en el hospital ya estaban separadas por especialidades, pudimos ir directamente al edificio de oftalmología, donde había muy pocas personas aquejada de dolencias al uso esperando ser atendidas. Pasados unos veinte minutos de nuestra llegada, la Krankenschwester (he escrito la palabra sin buscarla primero y NO ME HE EQUIVOCADO. Soy la hostia) nos hizo pasar a la consulta y, tras una breve entrevista en la que quedó claro que yo estaba allí sin seguro médico y que la broma me iba a salir por ochenta tazos, el oftalmólogo me hizo sentar ante un aparato para sujetarme la cara. Acto seguido me enchufó un foco a los ojos que me deslumbró durante segundos, por lo que no pude ver, pero sí sentir, como hurgaba con destreza en mi globo ocular para extraer, ojo cuidao (y nunca mejor dicho), una maravillosa astilla. Y no veáis (nunca mejor dicho otra vez) qué alivio y qué agradecido me sentí. Dispuesto a hacerme con una pomada en la farmacia más cercana y de disfrutar de museos con el ojo que no me escocía, mi novia y yo abandonamos la consulta, y fue al final del pasillo del centro donde tuvo lugar el patético desenlace de esta historia.

Al alcanzar la puerta de salida, me encontré con que ésta se hallaba cerrada. Sobre su pomo, la palabra ziehen indicaba qué se debía hacer para poder abrirla. Y, a ver, que yo ya había abierto muchas puertas en Austria a esas alturas, pero aún no me había dado por pararme a pensar en cómo traducir "empujar" y "tirar". Por ello, ahora sí, solte un interno alea iacta est y EMPUJÉ. Pero la puerta no se abrió. En estos casos, una persona inteligente habría probado la otra opción disponible, pero yo de inteligente tengo poco, así que opté por EMPUJAR AÚN MÁS FUERTE, claro que sí.

Y claro que no. La puerta no se abrió.

A aquellas alturas, mi novia (que tiene el nivel de alemán suficiente como para, entre otras cosas, saber abrir una puta puerta) ya estaba tratando de decirme algo en plan "¿qué coño estás intentando hacer, tronco?", pero como yo me encontraba demasiado ocupado en mi obcecación, pasé a considerar la siguiente opción estúpida: siete años viviendo en Irlanda, un país en el que muchas de sus puertas se encuentran cerradas magnéticamente y requieren del pulsado de algún botón para su desbloqueo y apertura, habían hecho mella en mí, así que recorrí el marco ante el que me hallaba con mi ligeramente borrosa mirada en busca de algún pulsador que me permitiese salir del hospital de una vez. Y, efectivamente, allí había un botón con luz y todo. Y no sólo eso. Sobre el mismo una frase en alemán bien grande explicaba algo que, obviamente, no comprendí, pero que asumí se referiría al desbloqueo magnético y bla bla bla:

Quienes controlen un poco el idioma ya estarán doblándose de risa

Apreté el botón al tiempo que mi novia me decía algo que comenzaba con "¡No! Pero...". Y no hizo falta que terminase su frase. Una horrísona alarma comenzó a atronar en todo el ala de oftalmología, pues el botón no desmagnetizaba ninguna puerta (la puerta no estaba ni siquiera bloqueada, joder) y el cartel avisaba de que tal botón debía pulsarse únicamente en caso de emergencia. Mi cerebro, que Dios sabe a qué cojones había estado jugando durante los últimos segundos, resolvió entonces aquel sencillísimo acertijo ante el que me encontraba, y fue entonces cuando agarré el pomo de la puta puerta, TIRÉ y la misma se abrió con una facilidad insultante.

No tuve ocasión de celebrar mi triunfal salida del edificio. Presa del pánico que me causaba el verme dando explicaciones a la Krankenschwester cuando apareciese para apagar la alarma y ver quién había sido el imbécil, aligeré el paso (por no decir que eché a correr directamente) y me largué de allí mientras veía por el rabillo de mi ojo bueno cómo mi pobre novia, tratando de adaptarse a mi cobarde ritmo de huida, sacudía la cabeza en silencio.

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