lunes, 25 de diciembre de 2017

A very cutre Christmas carol

—¿Qué?

La profesora no podía creerse lo que aquellos tres prepúberes le estaban pidiendo.

—Que si nos dejas entrar media hora más tarde este viernes por la tarde, que queremos hacer una función de marionetas para los alumnos de primero de Educación Infantil.

—Me estáis tomando el pelo.

—Que no. Que ya tenemos las marionetas y el guión, y esta tarde vamos a ir a casa de Julio a grabar la banda sonora. Además, a la profesora de Infantil le parece bien.

—Definitivamente, me estáis tomando el pelo.

Pues no. No le estábamos tomando el pelo. Semanas antes de llevar acabo tan surrealista petición se me ocurrió, Dios sabe por qué, que sería buena idea representar una función navideña con títeres teniendo como público a los alumnos más pequeños de mi colegio. Y esta vez, sin que sirviese de precedente, dos compañeros de mi clase pensaron que aquello era una buena idea y decidieron subirse al carro y echarme una mano con el plan.

Elaboramos a los personajes de la obra cosiéndole dos botones a modo de ojos a calcetines y manoplas de cocina, y yo escribí un guión ambientado en la Navidad que se basaba mucho en la sorpresa y el giro inesperado. Unas siete páginas de diálogos y acotaciones que tuve que repasar con rotuladores de colores para indicar a quién de los tres le tocaba decir o hacer tal o cual cosa porque la impresora Starjet SJ-48 conectada a mi orderador sólo imprimía en blanco y negro.

fuente: livejournal
Y qué facilidad que tenía para atascarse, la hija de puta

Pero lo mejor fue la música.

Para poder componer la banda sonora de nuestro espectáculo, nos encerramos en el salón de la casa de uno de los otros dos y nos vimos obligados a hacinarnos bajo una mesa durante un par de horas en las que andamos trajinando con diferentes casetes cuyas canciones eran seleccionadas y pasaban a una cinta virgen TDK comprada aquel mismo día en un todo a cien del barrio. El motivo por el que tuvimos que trabajar como empleados de Inditex era debido a que la mesa que nos cubría tenía montado encima el belén, amén de encontrarse empotrada contra la estantería en cuya balda más inferior se hallaba la minicadena de doble pletina que nos permitió grabar el playlist de la obra. Llegados a aquel punto, sólo quedaba completar el paso más difícil: obtener el permiso de nuestra tutora.

Quizá terminó por convencerse de que, por primera vez en lo que llevábamos de curso, íbamos en serio; o quizá le apetecía quitársenos de encima cuanto antes. La cuestión es que al final logramos que diese su brazo a torcer:

—Bueno, bueno. Allá vosotros con vuestras historias. Pero más os vale estar aquí a la media hora de que suene la sirena. Y que no me entere yo de que habéis aprovechado para largaros por ahí.

Estupendo. Contando con el visto bueno de la funcionaria, ya sólo nos faltaba esperar a que llegase el momento de la actuación y confiar en que los críos echasen un buen rato a nuestra costa. Los días previos a la función pasaron lo suficientemente rápido como para que yo no os tenga que dar el coñazo ahora hablándoos de ellos y llegó el famoso viernes por la tarde en el que tuvo lugar el estreno (y la única representación hasta la fecha) de nuestra creación teatral.

Y se abrió el telón ante un grupo de entre treinta y treinta y cinco chavalillos. El del teatrillo de marionetas que tenían en aquel colegio, quiero decir. Corrimos la cortinilla del biombo desde atrás y pulsamos el botón de play del pequeño radiocasete a pilas con el que contábamos. En ese momento, la cinta que habíamos mezclado días atrás creyéndonos unos jovencitos Daft Punk comenzó a sonar. Sin embargo, lo que se oyó no tenía nada de navideño: era El túnel de las Delicias, de los Celtas Cortos (concretamente, la versión en directo del disco Nos vemos en los bares). Por si no os apetece acceder al enlace con la canción en sí (vagos, que sois unos vagos), os diré que los primeros setenta y cinco segundos de canción no se oye otra cosa que a Jesús Cifuentes echando lamentos al ritmo de un violín mientras el batería se regala lo suyo con los platillos haciendo un efecto que no sé como se llama porque yo no entiendo de estas cosas. Vamos, lo más adecuado para unos críos de cuatro años. Bueno, pues aparte de los "ay aaaay aaaa ayayayyyy" del Cifu, allí no pasaba nada. Ni marionetas ni hostias.

Agazapado tras el teatrillo junto a mis dos compañeros, eché un rápido vistazo a las profesoras de los niños mientras avanzaban los primeros compases de la canción del grupo vallisoletano y creí ver en sus caras una ligera expresión mezcla de arrepentimiento y terror, pues el comienzo de aquello no tenía mucha pinta de función infantil. Pero es a lo que te arriesgas cuando dejas que un chico que ha crecido viendo Pinnic dirija una función escolar. Y es que te puede salir de un dadaísta que te cagas. Lo mejor de todo es que estábamos siguiendo el guión al pie de la letra, ojo.

Afortunadamente, nuestra ida de olla no fue a más. No descolgamos ninguna pancarta con la inscripción GORA ALKA-ETA ni representamos la violación de una monja ni cosas por el estilo y ninguna profesora tuvo que dar explicaciones a padres iracundos a la mañana siguiente. En cuanto el ritmo de la canción cambió, descubriéndose que aquel tema oscuro era en realidad una inocente versión de la giga de Morrison, ahí ya sí. Ahí ya sacamos a las marionetas bailando al ritmo de la música durante un par de minutos y los mocosos la gozaron como enanos que eran ante la inesperada aparición (aún sigo sin entender cómo cojones logramos que dos clases enteras de primero de Educación Infantil aguantasen durante un minuto y quince segundos mirando en silencio a un teatrillo vacío). Tras un par de minutos en el que tres marionetas se sacudían ora hacia un lado ora hacia el otro con rock celta de fondo, la cinta dio paso a los típicos villancicos repelentes (tendríais que ver la cara de mis compañeros de trabajo no españoles cuando les explico cómo son los villancicos) y eso fue todo a nivel de banda sonora. Un villancico detrás de otro. Para esa mierda nos tiramos una tarde casi a oscuras metidos debajo de un belén, sí.

Y poco más puedo contar, sintiéndolo mucho. No logro recordar en qué consistía la historia que representamos. Ni la introducción, ni el nudo ni el desenlace. Qué pena, oye. Sólo me acuerdo de cuatro detalles en particular: el primero es que una de las marionetas "solicitaba" que nevase (puesto que la acción transcurría durante la Navidad), y que en ese momento arrojábamos a los niños desde la parte de atrás del biombo varios puñados de confeti morado. Esto provocaba, por una parte, que los churumbeles flipasen entre carcajadas al descubrir el inesperado fenómeno meteorológico como si fuesen murcianos un día de lluvia y, por otra parte, que la marioneta, visiblemente mosqueada ante el fallo de producción, se rebotase y "exigiese" que aquella obra contase con nieve real, momento en el que, armados con sendos botes de nieve en spray, los tres enchúfabamos los aerosoles hacia arriba, satisfaciendo, ahora sí, los deseos de la puta marioneta, y dotando a la obra de unos efectos especiales que ríase usted de Avatar.

El segundo detalle está relacionado con la crítica recibida al terminar la función, ya que la misma fue un exitazo entre los críos y las profesoras nos acabaron felicitando por habernos currado aquello a pesar de nuestros más que evidentes recursos limitados y por haberles ayudado a rellenar media hora de curso por la que ellas iban a cobrar y nosotros... No.

Lo tercero tuvo que ver con la limpieza del aula tras nuestra obra (pues la cantidad de confeti y nieve en spray que se acumuló alrededor del teatrillo fue memorable), o más bien con la ausencia de la misma, ya que la representación se comió la media hora de libertad condicional que nuestra tutora nos había otorgado y tuvimos que echar patas de allí como si fuésemos la Cenicienta a medio baile, temerosos de que la carroza se nos convirtiese en calabaza, los caballos en ratones y el támpax en tronco y nos cayese un rapapolvo de los que te tienen amargado hasta el día de Reyes.

Y lo último que recuerdo es lo que, una vez hubimos huído miserablemente del lugar del crimen, me hizo saber uno de mis dos compañeros, al preguntarme:

—¿Te has fijado en cómo les hemos llenado de nieve el TECHO de la clase?

Licencia Creative Commons

lunes, 18 de diciembre de 2017

A moco tendido

Un año más, la llegada de la Navidad trae consigo un festival de buen rollo, felicidad familiar, colorines y alegría acompañada en todo momento de música interpretada por un coro de churumbeles moñas de los que no han roto un plato en su vida. Al menos, eso es lo que se da a entender en los anuncios, carteles, decoraciones y mensajes varios que nos bombardean mañana, tarde y noche entre finales de septiembre y finales de diciembre: que tenemos permitido dejar aparcado lo malo y disfrutar de los mundos de Yupi durante unas semanas.

Bueno, pues yo hoy quiero aprovechar esa bonita coyuntura para traeros el bajón. Lo sé, soy una mala persona que gusta de meterse allá donde la gente es feliz y donde todo funciona para implantar el caos y la destrucción. Soy un Grinch, un Joker, un Gaspar Llamazares... Bueno, en realidad lo que pasa es que no se me ocurre otra cosa de la que hablaros esta semana. Así que, sin más dilación, os presento cinco canciones que me han hecho llorar alguna vez. O que me han dado ganas de ello.

1 - La del barquito chiquitito


Entre las muchas actividades educativas que llevábamos a cabo los alumnos de primero de preescolar se encontraba el cantar canciones infantiles a coro, dirigidos por la profesora (conocida como "señorita" en el ambiente académico de la época). Bueno, pues descubrir el mensaje que esta tonada lanzaba provocó en mi inocente cerebro un efecto tan devastador como el que causa un grupo de hooligans británicos en los aledaños del Bernabeu cada vez que hay partido de champions. Ese barcucho, diminuto y enclenque, viéndose obligado a enfrentarse a la inmensidad de la mar océana, y sin ser capaz de navegar, el pobre.

Pasados los primeros versos durante nuestro ejercicio de interpretación, no fui capaz de seguir soportando la imagen de la tribulada embarcación y arranqué a llorar desconsoladamente. La señorita, asustada al ver que uno de sus alumnos lloraba sin razón aparente, hizo callar al coro y se puso a mi vera mientras me preguntaba por la razón de mi llanto. Cuando le confesé que mi reacción era debida a la pena que me causaba el barquito chiquitito y su incapacidad de navegar, la funcionaria trató de consolarme haciéndome saber que la historia cuenta con un final feliz, en el que la nave acaba flotando de lujo tras varias semanas poniéndole ganas a la tarea. Pero no hubo manera. La parte mala de la canción se me clavó en el cerebro à la Trotsky (esta coña sólo la van a pillar los frikis de la Historia) y desde aquel entonces el barquito chiquitito fue desterrado de mi clase, so pena de causar un nuevo episodio llorón en mí.

Ni tan siquiera Rosa León (para los que hayan llegado a este mundo hace poco y no la conozcan, aquí os dejo un video de Joaquín Reyes bastante explicativo), protagonista de la banda sonora de mi infancia, fue capaz de romper el bloqueo, y cada vez que la cancioncita de marras sonaba en una de las múltiples cintas de casete de la cantante madrileña con las que yo contaba, le daba al botón de FF hasta que pasaba el peligro.

2 - La de Amigo Félix


Félix Rodriguez de la Fuente fue un ser humano de la hostia, las cosas como son. Es una pena que este planeta no cuente con más personajes de su talla (y así nos luce el pelo por ello) y fue una pena que un accidente de avioneta se lo llevase antes de tiempo.

Aunque para pena, pena, la que da la canción que le dedicaron Enrique y Ana meses después de su muerte: una elegía dirigida al público infantil (lo cual manda cojones) en la que todos los animales se lamentan ante la pérdida del naturalista y divulgador. La primera vez que escuché esta canción fue a los seis años, mientras hacía tiempo en la puerta de mi casa un sábado por la tarde antes de ir con mis padres a dar un paseo vespertino. Junto a mi residencia se encontraba el quiosco responsable de que en los resultados de mis análisis de sangre siempre hubiese más colesterol malo del adecuado; y aquel día, la hija de la quiosquera (a la que yo sacaba un par de años) jugaba con varios amigos y familiares de su edad a bailar al ritmo de una cinta para críos que sonaba de fondo. Bueno, pues Amigo Félix comenzó a atronar a través de los altavoces del aparato y la niña, que se conocía el playlist de memoria, alertó a los demás de que aquello era imbailable, sugiriendo que durante los minutos de duración de la pieza aprovechasen para comer y beber algo o ir al baño. Y yo, que no formaba parte de aquel grupo pero me vi envuelto en los tristes compases, me quedé clavado en la puerta de mi casa hasta que la cinta dio paso a un nuevo tema más alegre, momento en el que pude meterme corriendo en mi habitación y llorar como una Magdalena.

A punto estuvimos de tener que cancelar el paseo familiar aquel día, habida cuenta de mi estado anímico. Pero bueno, al final se me pasó la llorera y pude disfrutar de un buen rato en los columpios poco después.

Claro que, ahora que lo pienso, creo que no ha habido nada relacionado con Enrique del Pozo que no dé ganas de llorar.


3 - La intro de Mofli, el último koala


Hay cosas que no cambian con el paso de los años. Ahora dedico un rato cada mañana antes de marchar a la oficina a desayunar con mi novia mientras vemos un episodio de Bola de Dragón; y durante mi infancia, los minutos previos a mi entrada en el colegio los dedicaba a atiborrarme de galletas Tosta Rica bañadas en leche ante los dibujos animados que emitiesen en la tele.

Durante un tiempo, la serie animada que coincidió con mis desayunos fue Mofli, el último koala. Ambientada en Australia a principios del siglo XXI, narraba la historia de Mofli quien, como el nombre de la serie indicaba, se trataba del último koala vivo sobre la Tierra (¡ay! Si Félix levantara la cabeza...). Esta circunstancia provocaba que cazadores furtivos de todo el mundo tratasen de hacerse con el pobre animal para poder exponer su cadáver disecado a modo de trofeo y compensar así el diminuto tamaño de sus genitales (esto último no salía explícitamente en la serie, pero todos sabemos que la caza va de eso). Y claro, Mofli vivía puteado las veinticuatro horas del día, como si los koalas no tuviesen ya de por sí cara de estar viendo venir una hostia:

fuente: san diego zoo
¿POR QUÉ tanto odio, humanos?

Bueno, pues la sintonía que sonaba al principio y al final, resumiendo las desventuras del animal, no ayudaba en absoluto a levantar los ánimos. Y las tostarica no compensaban, joder. Por ello, no era de extrañar que viajase al colegio con rostro compungido (no tanto como el de un koala, pero casi) en aquella época.

Por cierto, el año pasado por estas fechas aproveché que mi novia pasó las navidades en familia y me tragué La corona mágica, así que igual hago lo mismo con Mofli este año. Ya veremos.

4 - El tema principal de Dirty Dancing


Lo sé, no tiene ningún sentido que esta canción forme parte de mi lista triste, pero es así. Al fin y al cabo, la letra relata el clímax de una historia de amor en la que los dos miembros de la pareja, gracias al momento que están compartiendo, sienten tanta felicidad que no pueden ocultar su relación y necesitan gritar a los cuatro vientos su situación sentimental. Como podéis ver, el tema es atemporal y un poquito premonitorio, pues habla de las parejitas que actualmente dan por culo a sus contactos de redes sociales con estados llenos de corazoncitos, fotos de perfil en las que ambos integrantes de la pareja parecen siameses, tequieromuchosyotequieromases, puesyotequieroinfinitos, entoncesyotequieroinfinitomasunos, enesecasoyotequierodosinfinitos, ahsipuesyotequieroinfinitosinfinitos y moñerías por el estilo. Y esto me da asco, no pena. Idos a un puto motel, en serio. Al Motel Hilbert, por ejemplo (y esta coña va para los frikis de las matemáticas).

Peeero... Mi reacción tiene que ver con todos esos enigmas que rodean al cerebro humano y que aparecen reflejados en los trabajos llevados a cabo por Freud et al.

Me explico. Algo muy chungo debió de pasarme de pequeño aunque, habida cuenta de la acomodada vida que he llevado siempre, en la que nunca me ha faltado comida en el plato y he sido agasajado con todos los caprichos que haya podido tener y más, lo más probable es que se tratase de una pijada sin importancia. Sin embargo, mi cerebro calificó el hecho como lo suficientemente traumático como para enterrarlo en lo más profundo de mi subconsciente y así evitar que pudiese recordar el momento. El problema es que soy capaz de acordarme de un detalle al respecto: cuando "aquello" pasó, o bien estaba sonando Time of my life o bien una televisión estaba reproduciendo la escena final de Dirty Dancing, tema incluido. No soy capaz de asegurar cuál de las dos, ni logro enmarcar la historia en un lugar y momento adecuados, pero la canción sigue siendo para mí un detonante de bajona instantánea y cada vez que la oigo, me vienen un desasosiego y un pesar que no son normales.

Aunque a día de hoy lo llevo mejor, gracias

5 - La de Madre anoche en las trincheras


Ésta es en particular la que más me jode de todas. Resulta que el otro día, mientras una pila de tareas por hacer del tamaño de una baja por estrés laboral se amontonaba en el escritorio de mi curro, aproveché para procrastinar y buscar en Youtube canciones que versionasen obras de poetas de la generación del 27 (sí, así es mi día a día). Poco después, y decidido a trabajar en lo mío de una vez por todas, dejé Youtube como si fuese un coche en punto muerto en mitad de una pendiente y confié en que su reproducción automática me diese buenos ratos.

Pero no fue así. Minutos después de haber comenzado la lista de piezas al azar, comenzó a sonar ESTO a través de mis auriculares. A ver, no tengo nada en contra de Raquel Eugenio. De hecho, he escuchado el resto de canciones que ha tenido a bien subir al portal de vídeos y me gusta bastante su estilo. Y en cuanto a la canción en sí... Que no es para tanto, coño. Que esta canción la cantan los críos en los campamentos. La historia es triste y tal, pero no es como para hacer un drama de ello (si hasta La oreja de Van Gogh tiene una versión, no me jodas). Bueno, pues no sé si fue porque me pilló con el pie cambiado o qué, pero en aquel momento me vinieron unas ganas terribles de hacerme un ovillo bajo mi mesa y vaciarme por los ojos.

No hubo llorera por el canto de un duro, pero sí que tuve que aplazar lo que estaba haciendo durante un rato y dejar la mirada perdida mientras me mordía los carrillos y pensaba en cosas alegres para evitar que mis compañeros descubriesen a un bigardo de treinta y un años gimoteando como una plañidera en su puesto de trabajo. Qué cosas.

Bonus: Cualquier canción de La Fuga elegida al azar


No voy a enlazar aquí ningún tema suyo porque no quiero convertir mi blog en un Gloomy Monday, que bastantes pocos lectores tengo como para que encima os dé por reducir aún más el número al cortaros las venas, saltar por puentes o ver Telecinco. Sólo diré que cuando me enteré de que Rulo dejaba el grupo para formar La Contrabanda, supe que a partir de entonces la humanidad tendría no uno, sino DOS motivos para abandonarse a la desolación y el vacío existencial.

Hasta aquí la entrada de hoy. Espero que mi lista haya ayudado a que recordéis canciones amargas para contrarrestar tanto mensaje buenrollista navideño y tanto villancico. Muajajajaja.

En fin, en lo que empezáis a odiarme por ello, voy a ir terminando, que se me ha metido una cosa en el ojo.

Licencia Creative Commons

lunes, 11 de diciembre de 2017

Pif, pif, pif...

Venga, voy a volver a meterme en las obras del centro comercial Vallsur, que a la gente le hizo mucha gracia enterarse de la angustia que pasé con mi compañero de clase aquella tarde y lo de colarnos por el tubarro no fue lo único interesante que hicimos en el lugar.

No obstante, antes quiero hablar un rato acerca del centro comercial en sí. Y lo hago más que nada por rellenar esto un poco, pues si me ciño a la historia no me salen más de tres párrafos, y no es plan. Que una cosa es dedicarme a escribir estos artículos por amor al arte y otra venderos humo y reírme en vuestra puta cara, como si yo fuese Santiago Calatrava.

Recuerdo que la aparición del mastodonte comercial revolucionó bastante nuestras vidas. Hoy en día, esta clase de centros surgen como setas en cualquier lugar del mundo civilizado, pero antes de su inauguración en mil novecientos noventa y ocho no era fácil dar rienda suelta al consumismo en la zona sur de Valladolid: dentro de los límites de mi propio barrio, sólo contábamos con un quiosco y la tienda de Elena, que despachaba los bienes de consumo justos para no morir de inanición, en plan charcutería y cuatro cosas más (por cierto, algún día, si doy con ellos, os enseñaré los dinosaurios que estuvo regalando durante una temporada con el jamón de york y que me hicieron almorzar y merendar dicho fiambre durante meses). También había un diminuto supermercado llamado La Gloria al que nunca íbamos porque era de un carero que te cagas (años después el establecimiento se trasladaría a la entrada de la pija urbanización El Pichón, incrementando más aún si cabe sus precios), y a un kilómetro de donde yo vivía (que era donde comenzaba realmente la civilización, pues para alcanzar mi barrio había que cruzar unos descampados por los que mucha gente no se atrevía a meterse de noche) podía encontrarse el supermercado de la, ojo al dato, Sociedad Cooperativa Nuestra Señora de la Merced. Algún día os contaré más cosas acerca de La Merced, que me huelo entrada aparte.

A pocos metros de este centro había un supermercado El Árbol, por el que yo sentía una relación de amor-odio. Y es que dicho centro contaba con la posibilidad de hacerse con la tarjeta Turyocio, y yo, que siempre he sido muy inocente para esas cosas, pensaba que los turys eran muñequitos de colección que se entregaban en línea de cajas, y no puntos canjeables por viajes y regalos (con los corticoles de El Corte Inglés me pasó lo mismo, no os creáis). Además, la mascota de esta tarjeta era una maleta con el pelo de punta de lo más salao:

fuente: ciao
Pero qué bicho más salao, joder

El problema es que había que ser mayor de edad para poder tener la tarjeta. Y eso me jodía.

Aparte de estos establecimientos que podríamos considerar "menores", Valladolid contaba con sus Pryca y Continente reglamentarios, a los que íbamos una vez cada dos semanas a hacer la compra de las de rellenar el frigorífigo (el cual, no os lo perdáis, le tocó a mi abuela en un sorteo de yogures Danone. Muy loco todo) y en septiembre a por los libros de texto. Y aquéllos no podían considerarse centros comerciales como los conocemos hoy, pues aparte del hipermercado, lo único destacable que poseían era su tintorería reglamentaria, su tienda de revelado de fotos reglamentaria y su Belros reglamentario. Que el Belros mola más que La Rapa. Porque La Rapa es como el canto de una sirena, no me jodas. Te atrapa desde lejos con un olor a palomitas que es una delicia y cuando ya te has metido en el local y tienes las fosas nasales dilatadas a más no poder para disfrutar de la experiencia... Bajona. La peste a vinagre de los encurtidos te arrea una hostia que te quieres morir. Bueno, pues eso no pasa con el Belros, porque allí no venden encurtidos de mierda.

Más o menos eso era lo que teníamos en Valladolid a finales del siglo pasado. Y entonces llegó Vallsur.

El hipermercado de turno que ocupó la planta baja de este nuevo centro comercial fue Eroski, y antes de abrir sus puertas, llevó a cabo la compra de La Merced. Así que, de la noche a la mañana, el supermercado de barrio de toda la vida pasó a tener un nombre VASCO, con artículos que poseían la descripción en castellano, catalán, gallego y VASCO, y quienes salían de allí portaban bolsas de la compra que dejaban bien claro que se había consumido en un local VASCO. Y como la gente de Valladolid, por aquellas fechas, aún pensaba que País Vasco y ETA eran la misma cosa, durante las primeras semanas se vio mucha ceja levantada con desconfianza entre los paisanos que deambulaban por el supermercado... VASCO (para que luego digan que lo de "Fachadolid" no nos viene como anillo al dedo).

A mí, personalmente, lo único que me disgustaba del Eroski era que allí, en lugar de la Turyocio, la tarjeta de puntos de turno era la Travel Club, que tenía un avión en el logo en lugar de una mascota molona. Eso sí, he perdido la cuenta de teléfonos, relojes y juegos de Game Boy que he conseguido en casa gracias a la Travel. Un beso para la Travel.

Aparte del Eroski, Vallsur contaba con varios establecimientos en los que pude echar a perder las frías tardes del invierno castellano durante mi adolescencia: el Bocatta donde probé mis primeros cafés, una sala recreativa de las que dan puntos por partida en la que me vicié tanto al Radikal Bikers que acabé comprándome la Play Station (en otra tienda de Vallsur, por cierto) únicamente para poder jugar a ese juego en mi casa y en la que mi hermano y yo nos dejamos una pasta para poder conseguirle un Squirtle de peluche a un pariente lejano VASCO (es que en mi casa habían sabido cómo educarnos y no teníamos prejuicios), un quiosco cuyo dueño me cobró veinticinco pelas de más por la revista QUO al leer el precio de Canarias en vez de el de península y que me las devolvió cuando volví a pasar por allí al mes siguiente, una tienda muy hippie que siempre tenía música de fondo de la que le gustaba a mi profesora de inglés y que vendía el mejor incienso que he encendido hasta la fecha, una tienda de deportes que siempre le hacía un cinco por ciento de descuento a mi abuela porque ella lo pedía al pagar usando las palabras mágicas "oye, maja, que soy pensonista"... Todas estas tiendas, por cierto, ya no existen. De hecho, Carrefour compró Eroski y los recuerdos de mis primeras visitas al lugar se difuminan un poco más cada vez que vuelvo allí, como la foto de Regreso al futuro.

En fin, que yo realmente no venía a hablaros de eso, y al final me he liado. Lo de las obras.

No recuerdo muy bien si la anécdota que voy a contaros hoy ocurrió antes o después del affaire tubarro, pero los prolegómenos fueron los mismos: los minutos previos a la entrada en el colegio por la tarde, un lugar en construcción libre de albañiles y vigilancia y un grupo de mocosos irresponsables. Digo "grupo" y no "pareja" porque en esta ocasión éramos varios quienes nos colamos en el lugar. Para más inri, nos acompañaban varias compañeras de clase, lo cual era de extrañar, pues chicos y chicas dedicábamos nuestros ratos de ocio a actividades bastante diferenciadas y era difícil mezclarnos por sexos (últimamente estoy dándole muchas vueltas a este asunto y no descarto que me dé para daros la turra al respecto algún lunes). De hecho, esto que acabo de contar se pudo comprobar in situ aquel día, en el preciso instante en el que se alcanzó el clímax de la anécdota, pues habíamos entrado en la zona de obras como un grupo compacto, pero poco después ya nos habíamos separado como si fuésemos los baños de cualquier bar que no sea un Starbucks neoyorkino (porque sólo tienen un baño gender neutral y así únicamente tienen que limpiar la mitad de mierda). Y a ambos "equipos" nos separaba una pila de enormes tuberías de distancia.

Si la memoria no me falla, allí había unas seis u ocho tuberías, apiladas en dos filas, con un diámetro de unos cincuenta centímetros cada una y lo suficientemente largas como para requerir que uno de nosotros tuviese que esforzarse considerablemente si pretendía que una piedra lanzada desde un extremo alcanzase el opuesto.

Porque (se masca la tragedia) a aquella actividad nos estábamos dedicando los chicos en aquel momento, al tiempo que disfrutábamos del curioso sonido que cada piedra arrojada hacía al chocar con el interior del tubo. Algo así como "pif, pif, pif...".

Y ¿qué estaban haciendo ellas mientras tanto? Pues hablar de sus cosas y asomarse inocentemente al interior de las tuberías para comprobar qué se veía al final de las mismas.

No hace falta que os dé muchos detalles acerca de lo que pasó entonces, ¿verdad? Yo, que estaba curtido en esto de tirar piedras porque uno de los pasatiempos favoritos de mi infancia consistía en hacerlas rebotar sobre la superficie de la charca que había a las afueras de mi barrio, no lo tenía nada difícil para conseguir "cruzarme la tubería de una pedrada". Y mi lanzamiento estuvo acompañado de varios "pif" tras los que llegó un suave "toc" en el momento en el que el canto alcanzó el final de la canalización. Acto seguido, del otro extremo del grupo de tuberías vimos como una de las chicas, tapándose una de las cejas con la mano, se incorporaba mientras arrancaba a llorar atrapada por la histeria. Y yo supe que se había terminado aquel juego para siempre. Un poquito más de fuerza, o un par de centímetros de diferencia en la trayectoria, y aún seguiría lamentándome por la desgracia. Pero todo quedó en un susto, tranquilos. No hizo falta coser ninguna ceja y la herida se cerró en pocos días. Al contrario que el odio que aquella chica empezó a profesar por mí desde aquel instante, que seguramente perdure a día de hoy.

Y... Pues sí. Básicamente era eso lo que quería contar esta semana. Lo de la pedrada y tal. ¿Véis como he hecho bien en meter relleno?

Licencia Creative Commons

lunes, 4 de diciembre de 2017

Agradecimientos

Al pizzero italiano que sabía más sobre el conflicto catalán que todos vosotros juntos y que aguantó pacientemente diez minutos a que mi novia y yo, con un jet lag sobre los hombros del tamaño del Atlántico Norte, decidiésemos qué pizza queríamos llevarnos a la habitación del hotel.

A la huésped con la que intercambiamos unas palabras en el ascensor y que definió el frío que estaba haciendo aquel día en la ciudad (porque de lo único que se puede hablar con desconocidos dentro de un ascensor es del tiempo) como butthole cold

Al experto en Canon de la tienda B&H de la que salí con un objetivo de focal fija para mi cámara que me dijo "si quieres hacer zoom con esto, mueve los pies" y que nos recomendó acercarnos a The High Line, desde donde pude sacar esta mediocre foto:

Y tengo otras peores

A la recepcionista del hotel que, cada mañana tarde, tenía que soportar a dos españoles remolones pidiéndole que el servicio de habitaciones fuese tan amable de volver a pasarse por nuestra habitación ahora que ya no había nadie para hacer la cama.

Al barista del Starbucks de la calle 48 que nos describió todos los cafés especiales de Navidad y cuando vio que nos tendría que dar cambio de cincuenta dólares puso la misma cara que cuando te sientas en el váter pero está el asiento levantado.

Al empleado del McDonalds de la 6ª avenida que rebuscó entre todos los juguetes de Happy Meal existentes en el local hasta confirmarnos que, lamentablemente, no les quedaba ningún Pikachu.

Al segurata del Empire State que, debido a ciertos privilegios de los que no pienso daros detalles, nos ayudó a llegar a lo más alto del emblemático edificio sin pagar un duro. Y sin hacer cola.

Al encargado de la tienda de lencería erótica que hay en los bajos del Empire State a la que entramos por un asunto que no os incumbe que nos estuvo hablando durante cinco minutos acerca de cómo se ha ido desarrollando la serie One Piece desde la primera temporada.

Al camarero del restaurante de Little Italy que, tras vernos entrar por la puerta tiritando de frío, nos envió a una mesa que se situaba LITERALMENTE sobre uno de los radiadores del local.

Al dependiente del Barnes & Noble que perdió media tarde ayudándome a buscar por toda la tercera planta de la tienda el ejemplar de Matadero Cinco que algún gilipollas había cambiado de sitio.

A las ardillas de Central Park. A las decenas de miles de ardillas de Central Park.

Al empleado de la estación de metro de la calle 28 que nos abrió los tornos para poder pasar sin picar el billete cuando descubrimos que algunas estaciones (como la de la calle 28) no dan opción a cambiar de sentido una vez que ya has pagado por entrar a las mismas si te equivocas, obligándote a salir a la calle, acceder de nuevo por la boca de la acera de enfrente y cruzar los dedos para que un empleado amable (como el de la calle 28) te permita colarte.

Al dueño del quiosco de Wall Street que me dejó esta corbata en cinco dólares:

No. No he tenido tiempo de buscar en Youtube un tutorial para aprender a anudarme la corbata

A la dependienta de la tienda de artículos frikis de Chinatown que aceptó encantada que le pagase una libreta de Totoro que costaba un dólar y medio en monedas de uno y cinco centavos (cuando era pequeño, le pagué a la quiosquera de mi barrio un polo de Miko que costaba cuarenta pelas en monedas de peseta y de duro y casi me las arroja a la cara).

A la camarera del restaurante de Chinatwon, quien se merece su propia entrada en este blog.

A la dueña del puesto de café del mercado de la calle Essex, quien se empeñó en ponerle miel al café de mi novia (comprometiéndose a prepararle otro si la mezcla no le gustaba. Le gustó) y nos regaló una bolsa con seis bagels porque se acercaba la hora de cerrar y tendría que tirarlos.

Al dependiente del Seven Eleven donde compramos queso de untar para cenarnos los bagels que se pasó cuarto de hora pidiéndonos detalles acerca de España tras enterarse de nuestro país de procedencia.

A Santiago Calatrava, que ha sido capaz de colar a los neoyorkinos uno de sus mayores truños (el cual, por cierto, le ha supuesto a la ciudad unos sobrecostes del copón y sigue necesitando de ñapas y parches año y medio después de su inauguración) en el lugar que más simbolismo tiene para ellos después de la cafetería de Friends.

Y con forma de raspa, como todas las mierdas que ha hecho hasta ahora este hombre

A la encargada de seguridad del aeropuerto que me abrió la maleta y, al descubrir en su interior un estuche de My Little Pony lleno de chocolatinas, me preguntó si yo tenía una hija.

A todos ellos, y a otros tantos de los que no me acuerdo porque duermo pocas horas y eso afecta negativamente a mi memoria, gracias por haber hecho que casi ocho horas de avión entre Dublín y Nueva York hayan merecido la pena.

Licencia Creative Commons