lunes, 27 de noviembre de 2017

Enterrados vivos. O casi

Soy consciente de que el nivel de calidad de mis últimas entradas ha ido descendiendo al mismo ritmo que el índice de audiencia del programa ése de mierda que por fin le han quitado a Carlos Herrera.

fuente: elnacional
TVE, la televisión de todos

Podría inventarme que existe una relación entre ambos conceptos, colaros un cum hoc ergo propter hoc de manual y fardar de que mis mediocres artículos han servido para dar al traste con el show del almeriense. Pero esto es un blog, no una religión. El único motivo por el que he mencionado la cancelación de ¿Cómo lo ves? es porque me gusta contar que de ahora en adelante va a salir un cuñado menos en televisión.

Y por lo de la pérdida de calidad de mi blog, no os preocupéis, que tengo una solución infalible para levantar esto: contaros una anécdota traumática de mi infancia.

Una pena que Carlos Herrera no haya podido hacer lo mismo, ¿eh?

Mi historia tuvo lugar a finales del siglo pasado, en una época en la que la zona sur de Valladolid estaba sufriendo un cambio radical: donde antes hubo explanadas y huertas, cientos de albañiles estaban construyendo barrios residenciales, carreteras y uno de los primeros centros comerciales que vio la capital del Pisuerga: Vallsur (no, no se quedaron calvos pensando el nombre). Del centro en sí hablaré en otra ocasión (aunque ya conté algo al respecto en su día) porque tengo mucha jeta y, si puedo sacar dos entradas de una sola historia, mejor para mí.

Volviendo a las obras, el inicio de las mismas coincidió con mi último año de colegio. Meses más tarde, pasaría al instituto y no tendría que volver a pisar el centro educativo por las tardes, pero hasta entonces, tocaba chuparse dos horitas de clase entre las tres y media y las cinco y media después de haber comido en casa ante los dibujos animados que emitían en La 2. Y no eran pocas las veces que, aprovechando que mi colegio quedaba a pocos metros del centro comercial en construcción, varios compañeros engullíamos como pavos para poder plantarnos allí mucho antes del comienzo de las lecciones vespertinas y poder disfrutar del peligro que supone para unos críos el colarse en un recinto lleno de maquinaria de construcción, zanjas mal señalizadas y casas a medio derruir.

Una de nuestras atracciones predilectas eran las enormes montañas de tierra extraída para edificar el aparcamiento subterráneo del recinto, pues constituían lo más parecido a una ladera nevada por la que nos deslizábamos sobre cartones recogidos de contenedores próximos (hasta entonces, sólo había podido disfrutar de una situación semejante durante una excursión de padres e hijos al Alto Campoo que hice a los siete años. En aquella ocasión, no había nevado sobre el valle cántabro en semanas, y todos los excursionistas tuvimos que conformarnos con juguetear en un minúsculo nevero de la montaña). Sí, mi infancia ha llegado a parecerse a la de El Vaquilla, pero sin drogas ni delincuencia. De hecho, uno de los miembros de aquella pandilla de chavales para los que, a falta de nieve, buena era tierra, era un muchacho bastante conflictivo que había repetido segundo de primaria y al que mi padre otorgó el sobrenombre de "el buena pieza". Haceos una idea.

Pero fue con otro amigo con quien protagonicé la anécdota que quiero contaros hoy. Y ésta no tuvo lugar en los montones de tierra, sino en otro enclave de nuestro parque de atracciones particular: la Ronda Interior Sur, también conocida como Avenida de Zamora. Bajo el trazado de esta vía corre un tubarro que va a parar al río Pisuerga tras recoger no sé muy bien si agua de alcantarillas, mierda de desagües o qué. Y su interior puede alojar a un adulto de pie con facilidad, tal y como puede apreciarse en la foto que hizo mi padre semanas después de que ocurriese lo que llevo varios párrafos intentando contaros sin terminar de arrancar:

Cada vez que cambiaban una baldosa de sitio en la zona sur de Valladolid, allí estaba mi padre con su cámara para inmortalizar el acontecimiento. Y lo bien que me viene ahora, oye.

Mi cómplice y yo tuvimos la brillante idea de adentrarnos en la tubería para explorar su interior, sin ser conscientes de que el acceso a ésta suponía un desafío digno de un episodio de Al filo de lo imposible narrado por José María del Río. A la ya de por sí nada despreciable profundidad a la que se encontraba el acceso al colector, había que añadir la tierra acumulada a ambos lados de las laderas de descenso, la cual provocaba que las mismas incorporasen unos cuantos metros de altura a mayores. Por si fuera poco, la inclinación que llevaba hasta nuestro objetivo era casi vertical. Vamos, que aquello era prácticamente una trampa para cualquier gilipollas que intentase colarse.

Y aquella tarde de primavera, a veinte minutos del comienzo de las clases, y mientras todos los albañiles de las obras de la Avenida de Zamora y el centro comercial Vallsur sesteaban lejos de su entorno laboral, había dos niños gilipollas que, quizá por la perspectiva que el lugar les ofrecía a ras de suelo, no eran conscientes de que lo que se les estaba pasando por la cabeza NO era una buena idea.

El descenso a la entrada de la tubería fue rápido. Quizá mucho más rápido de lo que yo calculé al principio. Es más, dicho descenso podría calificarse como "caída casi vertical". No recuerdo quién de los dos bajó primero pero, fuese quien fuese, no tuvo las luces suficientes como para advertir al otro de que no repitiese el error y en su lugar fuese a buscar algo en los alrededores con lo que ayudarle a salir de aquel embudo. A los pocos instantes, los dos nos encontrábamos allá abajo contemplando la pared por la que tendríamos que ascender.

Es posible que, de habernos adentrado en el tubarro, hubiésemos acabado en Narnia, en la habitación que sale al final de 2001: Una odisea del espacio, en Belfast o vete tú a saber dónde. No puedo decir qué había al final del túnel, pues todo el rato que pasamos en la trampa lo dedicamos a intentar salir de forma desesperada. Lo de que uno le pusiese al otro las manos en forma de estribo no funcionó (ahora que lo pienso, a esa maniobra la llamábamos hacer espuelas y aquello de espuela no tenía nada), el lugar no contaba con ninguna escalera por la que poder ascender y no teníamos acceso a ninguna salida alternativa. Lo único que podíamos hacer era trepar por la ladera frenéticamente tratando de ser más rápidos que la gravedad, mientras la muy hijaputa nos arrastraba de vuelta al fondo, llevándose de paso cantidades de tierra nada despreciables que arrancábamos con nuestro pataleo y nuestros aspavientos.

Al final, tras unos veinte minutos de desesperación (pues las ideas de llegar tarde a clase y/o tener que ser rescatados por los albañiles una vez éstos volviesen al trabajo se nos antojaban catastróficas), los dos logramos trepar de vuelta a la superficie, sin poder dedicar ni un segundo a celebrar nuestro retorno al mundo de los vivos, ya que la sirena de entrada al colegio estaba a punto de sonar. Mientras corríamos en dirección al gimnasio (pues aquel día teníamos clase de Educación Física), descubrimos que la parte de delante de nuestros respectivos chándales estaba llena de tierra. Llenísima. De esa tierra húmeda que llega a tu ropa para quedarse, porque da igual la técnica de lavado que uses o la fuerza con la que la frotes, que no vas a sacar la mancha ni a tiros.

Aquello era lo que me faltaba. Entre el esfuerzo para salir del agujero, el resuello fruto de la carrera en dirección al pabellón deportivo del colegio y el miedo a que la profesora de Gimnasia nos prohibiese la entrada a su clase por guarros, me encontraba al borde de un ataque de nervios.

Miré a mi amigo, quien corría a mi lado y se encontraba en las mismas. Sin embargo, su rostro mostraba una serenidad incomprensible (y un poco de tierra en las mejillas también). Con toda la parsimonia que pudo permitirse en mitad de aquella loca carrera, contempló la pernera de su pantalón y la sacudió levemente, en un gesto tan inútil como noble. Entonces, miró de nuevo al frente y dijo con calma:

—Bueno, pues si nos preguntan algo, decimos que hemos tropezao.

Y no, no nos preguntaron nada. No nos echaron ninguna bronca y no nos prohibieron la entrada en ningún recinto escolar. Una vez más, me había dejado llevar por la histeria a lo tonto. Y lo peor de todo es que, a día de hoy, mantengo esa filosofía de aterrarme ante lo que no tiene por qué ocurrir.

Quizá debería plantearme ser como aquel chico calmado al que nada sacaba de sus casillas y enfrentarme a la vida de forma más sosegada. Y si, por el motivo que sea, se me viene encima un chaparrón, encogerme de hombros y alegar en mi defensa que "he tropezao" yo también.

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lunes, 20 de noviembre de 2017

Año Franquiano

Cuando el 25 de julio (festividad de Santiago Apóstol) cae en domingo, tiene lugar un Año Jacobeo, y esto implica que, quienes somos cristianos, podemos ir a la catedral compostelana a rezar y confesarnos a cambio de que se nos perdonen todos los pecados como si éstos fuesen un dibujo sobre un telesketch recién sacudido. O las bases ideológicas del PSOE.

Algo parecido ocurre este dos mil diecisiete. Y es que, si bien es cierto que el 25 de julio fue martes, resulta que el 20 de noviembre es lunes. Y como el lunes es el día que yo publico entrada y el 20 de noviembre es el día que muchos españoles muy españoles y mucho españoles conmemoran el Día Nacional de la Naftalina, tal coincidencia me viene tan de perlas como una visita de Carmen Polo a las joyerías de Asturias para sacar una entrada de ello.

El hecho de que lleve ya cinco años viviendo en Irlanda no me ha impedido estar al tanto del coñazo que estáis dando con el tema catalán. Y lo peor es que este tema ha sacado a relucir que el número de españoles que, con todo lo que llevamos ya de siglo veintiuno, sienten nostalgia por el franquismo o directamente piden a gritos que vuelva algo parecido al Generalisisísimo, es mucho mayor de lo deseable (el número deseable sería 0, por cierto).

No voy a dedicar este artículo a justificar desde un punto de vista político por qué es una insensatez desear vivir en una dictadura en pleno dos mil diecisiete (eso os lo dejo a vosotros para que lo discutáis con vuestros cuñados durante la cena de Nochebuena mientras yo me jalo una pizza y disfruto de la compañía de mi gata como he hecho durante las últimas cuatro navidades). Mi argumento en contra de un revival franquista es el siguiente: no me haría gracia.

Supongamos que vivimos en una realidad alternativa en la que, o bien Franco es un ser inmortal (por lo que no existiría el episodio de Cuéntame cómo pasó en el que Antonio Alcántara se queda hasta las tantas viendo la tele a la espera del documental sobre pingüinos), o bien lo dejó todo TAN atado y bien atado que el PP no necesita disimular de dónde viene y adónde va. Pues bien, en dicha realidad alternativa, para empezar, el gran Miguel Gila no habría podido frivolizar con, entre otras cosas, una guerra que vivió en primera persona (muy recomendable echar un ojo a su biografía para descubrir que sobrevivió a un pelotón de fusilamiento por estar los soldados borrachos como cubas o que evitó morir congelado gracias a haber pasado la noche metido en un nicho vacío, entre otras anécdotas sin desperdicio), regalándonos actuaciones épicas en las que negociaba las batallas con el enemigo por teléfono.

fuente: youtube
Este hombre se merece una plaza en cada ciudad y pueblo de España

Y de un gigante de la comedia a otro gigante, pues dudo mucho que Eugenio hubiese tenido permitido empezar sus chistes con su mítico El saben aquell que diu...? bajo un régimen que le tenía tanto "cariño" a las lenguas regionales; y dudo aún más que hubiese podido contar algunos tan magníficos como el del eclipse en el cuartel, o el del enano y el legionario (este último se lo conté en voz baja a mi compañero durante una clase de matemáticas de segundo de bachillerato y el profesor paró la lección para felicitarme por lo bien que lo había hecho).

Ya que estamos con los chistes, el título del programa No te rías, que es peor del que disfrutaba de niño mientras comía, memorizando chistes que luego reproducía en reuniones familiares (provocando que la duración de éstas se alargase varias horas), habría sido bastante literal, y los cuentachistes como Marianico el Corto o Paco Aguilar que en él participaban no lo habrían tenido tan fácil para hacer que me atragantase de la risa mientras daba cuenta del pollo con patatas fritas cocinado por mi abuela con todo su cariño, en tanto que el señor Barragán me daba ganas de echarlo por el retrete, demostrando que dando asco también es posible tener gracia.

En dicho programa también descubrí a Pepe Viyuela (un clásico indiscutible) y a Pedro Reyes. Éste último, por cierto, empezó sus actuaciones en televisión tras ser descubierto actuando en el Retiro con Pablo Carbonell. Si aún viviésemos en esa "utopía" franquista tan añorada por los cortos de mente, Pedro y Pablo habrían ido del Retiro a la celda más próxima por vagos y maleantes. Y en dicha celda, probablemente, habrían coincidido con Faemino y Cansando, quienes también empezaron en esto de hacer reír en el parque madrileño. Lo mínimo que puedo hacer por estos dos para reconocer su gran trabajo en el mundo de la comedia es ponerme en pie mientras escribo acerca de ellos. Cuando su libro Siempre perdiendo entró en mi casa, me dediqué a reproducir la cinta que lo acompañaba una y otra vez hasta prácticamente memorizarla. ¿Os imagináis a la censura franquista dando el visto bueno a su sketch del cocodrilo pornográfico? No, ¿verdad?

No existiría el stand up comedy tal y como lo conocemos hoy (un género que llegó tarde a nuestro país porque Franco vivía y coleaba mientras países como Estados Unidos y Reino Unido se enriquecían culturalmente con este género), y no habrían surgido monologuistas como Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla, Raúl Cimas y tantos otros. Si he mencionado a estos tres en particular es porque, gracias a ellos, tenemos La hora chanante, Muchachada Nui, Museo Coconut y Retorno a Lilifor. Resulta que Macarena Montesinos, diputada del PP, preguntó en el Congreso por la utilidad como servicio público de Muchachada Nui. Supongo que no le vería la gracia a joyas como La academia o las actuaciones tetrales de Phillip Max sobre el 23F y el belén viviente.

Siguiendo con la caja tonta, las noches de mi adolescencia habrían sido menos noches sin El informal, y los domingos habrían sido menos domingos sin Caiga quien caiga, pues ambos programas no se andaban con chiquitas a la hora de criticar todo lo que oliese mínimamente a política. Tampoco habría podido ver en la tele a Académica Palanca cantar la de Me llaman mala persona (canción que llegó a mis manos también en forma de casete y cuya letra copié a lápiz mientras sonaba en mi minicadena para asegurarme de memorizarla).

Y ya que he mencionado la música, son muchos los temas desternillantes que no habría podido oir en un país gobernado por el dictador bajito: Adivina, adivinanza, de La mandrágora; Mi agüita amarilla, de Los toreros muertos (esta última la he cantado varias veces porque está incluida en el SingStar La Edad de Oro del pop español, pero vosotros no tenéis por qué saberlo); o cualquier canción de Mamá Ladilla, quienes monopolizaron mi reproductor mp3 durante varios meses tras haberlos descubierto en bachillerato.

Hablando de lo que sonaba en mi mp3 de camino al instituto, otros afectados por esta censura que tanto echan algunos de menos habrían sido el dúo Gomaespuma, quienes, entre los incontables momentos que dejaron (como la primicia del calcetín), narraron la misma carta a Santa Claus que un compañero de clase me pasó a escondidas durante una clase de informática. Leer aquel documento me hizo tanta gracia que estuve a punto de mearme encima. Os lo juro.Por cierto, la mitad de Gomaespuma que no se fue a hacer las Américas presentó hasta hace pocos meses un programa matinal en M80 cuyo nombre tocó mucho los huevos a quienes dirijo hoy esta entrada. Se llamaba Arriba España.

Siguiendo con la radio, voy a saltar a un ejemplo reciente que lleva alegrándome las mañanas desde que lo descubrí hace poco más de un año: La vida moderna. Quienes aún no habéis escuchado este programa tenéis un montón de deberes, pues está lleno de momentos imperdibles como el haber recibido a la vicesecretaria de Estudios y Programas del Partido Popular Andrea Levy al grito de "fascismo del bueno" o mantener una muy tensa entrevista con el portavoz de la Fundación Nacional Francico Franco. Y saliendo de La vida moderna sin irme muy lejos, pues sigo con uno de sus creadores, no puedo imaginarme que un programa como Loco Mundo, presentado por David Broncano, pudiese existir bajo el franquismo (menos aún tras el vídeo en el que lo criticaban con gran acierto, superando un listón que habían dejado muy alto tras meterse con las religiones).

Y al igual que encuentro en internet fragmentos y episodios de los programas que acabo de mencionar, también puedo, gracias a que ya no vivimos bajo el mismo régimen de hace cuatro décadas, encontrar otros programas magníficos como No te metas en política (nombrado así en honor a una de las más célebres citas del caudillo) o Ilustres ignorantes.

Creo que más o menos se entiende lo que intento decir, ¿verdad? Llegados a este punto, no es necesario que siga dando ejemplos de todo aquello que me ha hecho reír gracias a que, más o menos, España ha sabido pasar página y dejar atrás una época tan oscura. Podría continuar o incluso crear una entrada el doble de larga, pero eso lo dejo para cuando el 20N vuelva a caer en lunes, porque sé que aún habrá gente cometiendo el error de celebrarlo con nostalgia. De todas formas, todos los enlaces que he puesto os van a dar para echar media mañana, así que de nada.

En definitiva, y esperando que quede claro, en esa realidad alternativa añorada por quienes gustan de pasear la bandera de España con pollo estampado en el centro de cuando en cuando nos reiríamos menos, nos reiríamos peor, o no nos querríamos reír en absoluto.

Una pena, oye.

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lunes, 13 de noviembre de 2017

Pesan

El colegio en el que cursé Educación Primaria contaba con un patio ENORME, lleno de pinos que nos permitían dedicar los recreos a lapidarnos con piñas los unos a los otros y con unas pistas polideportivas de una extensión tan grande, que podrían dar cabida a los huevazos que tuvo Fátima Báñez cuando llamó "movilidad exterior" a la fuga de jóvenes al extranjero por culpa de la crisis. Si bien contar con tanta superficie era una bendición cuando de salir al recreo se trataba, también es cierto que tanto patio tenía alguna desventaja. En concreto, para mi profesor de educación física, pues no le quedaba otra que desgañitarse cuando le tocaba impartir las clases al aire libre y debía dar órdenes a alumnos desperdigados por entre los pinos y las múltiples canchas de futbito. Este hábito más propio de un cabrero que de un docente fue haciendo mella en el pobre hombre, y llegó un punto en el que sólo se comunicaba con nosotros a base de gritos, con independencia de la distancia que nos separase de él.

Quizá fue por esta circunstancia por la que uno de sus consejos me influyó bastante durante mi niñez y adolescencia, pues solía decirnos vocearnos que "NO ES RECOMENDABLE HACER PESAS DURANTE EL CRECIMIENTO, QUE LOS MÚSCULOS SE ENDURECEN, NO DEJAN CRECER A LOS HUESOS Y OS QUEDÁIS ENANOS". Ignoro si tal afirmación contaba con una base científica, pero me bastó con el chorrazo de decibelios para decidir que no levantaría una mancuerna mientras tuviese que cambiar mis pesqueros pantalones por otros que me tapasen los calcetines de cuando en cuando. Así, a la edad de diecinueve años, mi cuerpo detuvo su crecimiento tras alcanzar el metro ochenta y nueve y yo decidí que ya no quería seguir siendo un jijas (eso en Valladolid significa estar muy delgado).

Fue entonces cuando me hice socio de la Fundación Municipal de Deportes, ya que una de sus instalaciones era el Polideportivo Pisuerga, el cual contaba con sala de musculación. Comencé a acudir a aquel recinto un par de veces por semana, y a los pocos días de empezar mi rutina me jodí la espalda para siempre por no hacer bien uno de los ejercicios. Desde entonces, cada vez que muevo los hombros, mi caja torácica suena como si estuviese preparando palomitas dentro de ella.

Sin embargo, este contratiempo no provocó que cancelase mis planes musculadores. Tras unas cuantas sesiones de fisioterapia de las de recibir corrientes e infrarrojos, me apunté a otro gimnasio vallisoletano que, cinco años después de haberme venido a Irlanda, aún echo de menos, pues estaba equipadísimo con toda clase de aparatos y tenía un spa del que salía décadas más joven cada vez que lo visitaba.

Una vez puse Mar Cantábrico de por medio y me establecí en Dublín, empecé a ir a un gimnasio próximo a mi casa situado en el primer piso de un centro comercial. Comparado con el maravilloso recinto que había dejado atrás, este nuevo lugar era cutre hasta decir "basta". Sin embargo, habida cuenta de que el objetivo original consistía en acabar la sesión con agujetas, el polvoriento lugar me hacía el apaño. No obstante, mi novia y yo tuvimos que mudarnos al sur de la capital irlandesa por cuestiones laborales, y esto me obligó a cambiar de gimnasio one more time.

Así, pasé un par de años yendo a un centro en el que podía volver a disfrutar de jacuzzi y sauna (muchas veces en compañía de la murciana) después de llevar a cabo mis sesiones de entrenamiento en una sala de cuyo techo colgaban varias televisiones que sintonizaban canales irlandeses. Allí aprendí que la televisión irlandesa es tan detestable como la española o incluso más.

Un nuevo cambio de trabajo volvió a traer consigo su correspondiente mudanza y la búsqueda de un nuevo gimnasio. El elegido en esta ocasión fue un cochambroso complejo por el que no había pasado una escoba en años. Tras un mes de prueba en el que mi descontento aumentaba conforme iba detectando las carencias del lugar, me di de baja para, poco después, unirme a una cadena de gimnasios que cuenta con varios emplazamientos en Dublín, tiene horarios muy cómodos y a veces recibe la visita de relaciones públicas que regalan red bull. Y así hasta hoy.

He de destacar un hecho curioso. Y es que, mientras que mis comienzos en esto de mover pesas tuvieron lugar en una época en la que ni siquiera existía Tuenti (vale que ahora tampoco existe, pero ya me entendéis), hoy en día es más que evidente que las redes sociales son el principal lugar de encuentro y reunión del común de los mortales. Y no menciono este detalle para quedar como un viejo cascarrabias, pero recuerdo que aquel idílico gimnasio vallisoletano estaba plagado de carteles que prohibían expresamente el uso de teléfonos móviles para evitar que gente con la mente sucia sacase fotos de los leggings y mallas a su alrededor, mientras que mi actual gimnasio redbullero no sólo permite el uso de estos aparatos, sino que además no para de dar la turra a sus miembros para que retraten sus ratos de entreno y luego lo compartan TODO en el mayor número de redes sociales posible. Por ello, raro es el día en el que no me encuentro a algún pavo sacando musculitos móvil en ristre ante uno de los espejos para luego descubrir su foto en la cuenta de Instagram del gimnasio con etiquetas en plan #NoPainNoGain #Effort #Crossfit #HereSuffering y expresiones de mierda por el estilo que el Primark pone por defecto en TODAS las prendas de ropa deportiva de mujer. Como si las tías no fuesen capaces de mover el culo sin que alguien tuviese que darles una palmadita en la espalda primero, no me jodas.

Bueno, pues yo no soy así. Con respecto a lo del móvil, quiero decir. Al igual que la inabarcable extensión del patio de mi colegio convirtió a don Pablo en un voceras, la prohibición de usar celular en mi primera etapa gimnasil aún me condiciona. Por ello, mi flamante BQ Aquaris E 4.5 (la E es de "ébola") siempre se queda en la taquilla cuando me ejercito. Así que he tenido que bajarme la siguiente foto de internet en lugar de sacarla yo mismo.

fuente: tradefitnesssolutions

¿Que por qué? Pues porque el otro día, mientras yo descansaba de pie entre serie y serie de press de banca junto al banco en el que las estaba realizando (pues hay varios rótulos en las paredes indicando que los aparatos se tienen que dejar libres para los demás mientras no se están usando), un muchachito situado a mi siniestra ejecutaba un ejercicio de encogimiento de hombros como el siguiente:

fuente: padotribo
Como el cruasán de la foto, pero con discos de veinte kilos en vez de mancuernas

Todo normal, ¿no? Al fin y al cabo, es lo que te esperas de alguien que está en un gimnasio, que levante las pesas que hay por allí y tal. Lo que NO es de esperarse es que esa misma persona, una vez acabe su serie, las deje caer al suelo con gran estrépito. Eso está feo y, a la larga, jode un equipamiento que tenemos que usar todos. Joder, si es que además hay cuarenta carteles repartidos por el lugar pidiéndote que no lo hagas, macho.

Y quizá fue porque al fin y al cabo sí que existe una justicia eterna y universal ante la que yo debería replantearme mi concepción del mundo que me rodea, pero resultó que una de las veces que el chaval soltó despreocupado los discos desde una altura de un metro aproximadamente, éstos cayeron de canto y volcaron hacia el mismo lado, arreando una hostia de cuarenta kilos, señoras y señores, al iPhone que instantes antes había utilizado para fotografiarse frente al espejo.

Os estaréis preguntando: "¿puede un teléfono de Apple, habida cuenta de la pasta que hay que pagar por él, sobrevivir a ligeros accidentes como el que he descrito en el anterior párrafo?" Bueno, pues creo que el pálido gesto de terror que invadió la cara del chaval cuando rescató su sepultado iPhone y el rato que yo estuve contemplando la escena mientras me aguantaba risas como el hijoputa que soy pueden responder a esa pregunta.

La cuestión es que el móvil, que no daba señales de vida a pesar de que su dueño trataba desesperadamente de reanimarlo pulsando una y otra vez sus botones, presentaba un aspecto que difería poco de esto:

fuente: the facts site
(dramatización)

A ver, que yo nunca he tenido un juguete de Apple, pero me da que semejante avería no tiene fácil arreglo. Y creo que el chaval pensó lo mismo, pues no había más que ver su cara mientras abandonaba el gimnasio cargando con su iPhone doblado.

Moraleja: haced siempre caso a lo que pone en los carteles del gimnasio, copón, que por algo están ahí.

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lunes, 6 de noviembre de 2017

Siete hombres sin piedad

La sala de reuniones se encuentra en la última planta de un edificio que, visto a nivel de calle, parece perderse en el cielo. A pesar de que los dos enormes ventanales situados en una de sus cuatro paredes otorgan a dicha sala de más que suficiente luz, todos los fluorescentes del techo se encuentran encendidos (bueno, todos menos los de una fila, porque hay uno que parpadea y da por culo desde hace meses sin que nadie haya pasado por allí para arreglarlo). Este gasto absurdo que incrementa considerablemente el importe de la factura eléctrica es sólo una pequeña muestra de los innumerables despropósitos que afectan a la empresa.

La reunión que está teniendo lugar en el interior es importante, pues el director general preside la descomunal mesa en torno a la que se sientan otros seis encorbatados mandamases que podrían pasar por miembros de un prestigioso club financiero si no fuese porque en el fondo son mindundis que se creen alguien por vivir en chalets a las afueras de Madrid. Instantes antes de que dé comienzo esta junta, todos los asistentes comparten los dos mismos pensamientos: el primero, preguntarse quién ha sido el gilipollas que ha tenido la idea de programar la reunión un viernes a las cuatro de la tarde; el segundo, cagarse en el aire acondicionado que derrama frío sobre sus cogotes y convierte el lugar en una pequeña Antártida.

El director general, queriendo dejar claro que es el líder de aquella manada de yupis, da por iniciada la sesión y cede la palabra a Ortega, el jefe de marketing. Ortega es un niño pijo que ha llegado hasta allí a base de echarle morro: tras comprar en una universidad privada una de esas carreras que se sacan con la chorra, ha ido añadiendo a su currículum toda clase de títulos y másters con nombres e iniciales que ni él sabe lo que significan. Su inutilidad, no obstante, no le impide caer bien dentro de la empresa, pues aquí se premia una actitud como la suya y, las cosas como son, no es la primera vez que alguna de sus ideas absurdas han salvado a la compañía del desastre.

De hecho, todo apunta a que hoy va a ser uno de esos días. Una vez más, la producción va por detrás de lo planificado y no hay ideas frescas. Se podría decir que hace falta poco menos que un milagro para evitar que todo se vaya a la mierda. Ortega conecta el cable del proyector a su portátil y la gran superficie blanca frente al director muestra el powerpoint en el que el de marketing lleva tres días trabajando (y que, las cosas como son, podría haber hecho un niño de siete años en 10 minutos). Entre clic de ratón y clic de ratón, Ortega describe su propuesta con el entusiasmo de quien trata de vender su producto a un duro comprador, aunque es un poco garrulo y eso se nota al oírle hablar:

—Señores, estamos en noviembre y se acaba el año dos mil diecisiete. En pocas semanas habremos perdido la oportunidad de aprovechar el veinte aniversario de este acontecimiento. Por ello, propongo que nuestro próximo lanzamiento gire en torno a este evento tan rompedor. Estoy convencido de que va a ser un éxito porque los noventa están de moda otra vez y la gente va a sentir nostalgia cuando vea esto.

Ortega continúa su discurso usando varias veces más la palabra "rompedor". Finalmente, el proyector muestra la última diapositiva, que sólo incluye la palabra "FIN" en tipografía Times New Roman de 72 puntos. El único en percatarse de tal despropósito es Romagosa, de Finanzas: un cuarentón de los que creen llevar la razón en todo y gusta de mandar callar a los demás cuando le contradicen. Romagosa, que hizo un cursillo de Microsoft Office de veinte horas hace quince años en una de esas academias de entreplanta que sobreviven gracias a Comisiones Obreras, no pondría "FIN" en la última diapositiva como si esto fuese un cuento escrito por un estudiante de colegio. Él pondría un muñequito de ésos que se preguntan algo, para dar a entender que los asistentes pueden plantear sus dudas.

fuente: microsoft
Romagosa, jefe de Finanzas y genio creativo desaprovechado

Pero, para variar, nadie le ha preguntado al pobre Romagosa acerca de algo que él sabe hacer mejor que el resto. Los demás, que acaban de presenciar la presentación de Ortega con ese entrecerrar los ojos de quien finge entender lo que le están diciendo (pues en esa mesa hay garrulismo para dar y tomar) asienten convencidos. Una vez más, las ocurrencias de última hora de Ortega les han salvado el culo. Parece que la admiración por el plan del de marketing es general en aquella fría sala, pero justo cuando el director general está a punto de darle el visto bueno, una vocecilla se alza sobre el murmullo de aprobación:

—No sé yo.

Todos se giran con odio hacia Velasco. El hijoputa de Velasco. Un hombre gris que nunca va a la cena de Navidad porque no hay dios que le soporte y que, por enésima vez, tiene que llevar la contraria al grupo. Montero, el jefe de producción, masculla un "ya está Velasco tocando los cojones otra vez", procurando que todos oigan su improperio. En parte, es lógico que Montero esté enfadado: éste es el fin de semana que él va a tener a los críos y ya estaba despegando el culo de la silla para salir corriendo y llevárselos a la Warner cuando Velasco ha tenido que joder la marrana. No obstante, el director general siente curiosidad ante esta opinión a contracorriente, por lo que ordena que se guarde silencio y da la palabra a Velasco, que explica su postura:

—Cómo se nota que vosotros no lleváis prensa. Si salimos al mercado con esto, teniendo en cuenta cómo están las cosas hoy en día, todos los colectivos se me van a comer vivo.

Márquez y Torres, jefes de recursos humanos y ventas respectivamente, intercambian una divertida mirada al escuchar esta última hipérbole de boca de Velasco, pues ellos también forman parte del numeroso grupo de aquéllos que no pueden verle ni en pintura y no les parecería mala idea que el presagio del de prensa se hiciese realidad.

El director general guarda silencio durante unos instantes, y todos saben que eso es mala señal. Una vez más, todo apunta a que Velasco, usando el comodín de la corrección política, va a dar al traste con una campaña sencilla que no les iba a suponer mucho trabajo. Y lo peor es que a Velasco la corrección política se la trae floja. Lo que pasa es que no quiere mancharse las manos, como de costumbre.

—Creo que Velasco tiene razón. Es demasiado arriesgado que salgamos con algo así y se nos puede venir el mundo encima. Habrá que dedicar los próximos días a pensar en otra cosa. El lunes les quiero aquí con algo fresco que nos sirva. Eso es todo por hoy.

El líder de la manada ha hablado, y aunque nadie se atreve a levantar la voz contra su decisión, todos los miembros de aquella junta vespertina rezuman odio y mala hostia en sus expresiones faciales (todos, menos Velasco, claro). Se avecina un fin de semana de horas extras, mucho trabajo y cancelaciones de planes (algo que fastidia especialmente a Márquez y Torres, pues el primero tiene entradas para el partido del Madrid de mañana y el segundo pensaba pasarse la noche del viernes metido en el Vive). La reunión termina en un clima tenso (Ortega, con los ojos inyectados en sangre, está a punto de lanzarse al cuello de Velasco), y mientras los encorbatados jefazos abandonan sus asientos con la idea de encerrarse en sus despachos y pasar el fin de semana entre órdenes, papeles y llamadas de teléfono, la cámara se aleja y abandona la sala por uno de los dos ventanales (lo de las cámaras atravesando ventanas siempre me deja con el culo torcido) y se descubre que la última planta no es sino una cabeza humana (la mía, concretamente) y que lo que he intentado hacer pasar por una reunión de ejecutivos sólo ha sido el rato que he estado en el baño pensando si debería o no hacer una entrada relativa a una burrada de la que me acordé el otro día.

Sí, acabo de plagiar la peli Del revés sin que se me caiga la cara de vergüenza. A pesar de ello, mantengo la decisión y no voy a contar en este blog el chiste de las dos muertes más notables del año 97.

Le podéis dar las gracias a Velasco.


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