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fuente: elnacional
TVE, la televisión de todos |
Podría inventarme que existe una relación entre ambos conceptos, colaros un cum hoc ergo propter hoc de manual y fardar de que mis mediocres artículos han servido para dar al traste con el show del almeriense. Pero esto es un blog, no una religión. El único motivo por el que he mencionado la cancelación de ¿Cómo lo ves? es porque me gusta contar que de ahora en adelante va a salir un cuñado menos en televisión.
Y por lo de la pérdida de calidad de mi blog, no os preocupéis, que tengo una solución infalible para levantar esto: contaros una anécdota traumática de mi infancia.
Una pena que Carlos Herrera no haya podido hacer lo mismo, ¿eh?
Mi historia tuvo lugar a finales del siglo pasado, en una época en la que la zona sur de Valladolid estaba sufriendo un cambio radical: donde antes hubo explanadas y huertas, cientos de albañiles estaban construyendo barrios residenciales, carreteras y uno de los primeros centros comerciales que vio la capital del Pisuerga: Vallsur (no, no se quedaron calvos pensando el nombre). Del centro en sí hablaré en otra ocasión (aunque ya conté algo al respecto en su día) porque tengo mucha jeta y, si puedo sacar dos entradas de una sola historia, mejor para mí.
Volviendo a las obras, el inicio de las mismas coincidió con mi último año de colegio. Meses más tarde, pasaría al instituto y no tendría que volver a pisar el centro educativo por las tardes, pero hasta entonces, tocaba chuparse dos horitas de clase entre las tres y media y las cinco y media después de haber comido en casa ante los dibujos animados que emitían en La 2. Y no eran pocas las veces que, aprovechando que mi colegio quedaba a pocos metros del centro comercial en construcción, varios compañeros engullíamos como pavos para poder plantarnos allí mucho antes del comienzo de las lecciones vespertinas y poder disfrutar del peligro que supone para unos críos el colarse en un recinto lleno de maquinaria de construcción, zanjas mal señalizadas y casas a medio derruir.
Una de nuestras atracciones predilectas eran las enormes montañas de tierra extraída para edificar el aparcamiento subterráneo del recinto, pues constituían lo más parecido a una ladera nevada por la que nos deslizábamos sobre cartones recogidos de contenedores próximos (hasta entonces, sólo había podido disfrutar de una situación semejante durante una excursión de padres e hijos al Alto Campoo que hice a los siete años. En aquella ocasión, no había nevado sobre el valle cántabro en semanas, y todos los excursionistas tuvimos que conformarnos con juguetear en un minúsculo nevero de la montaña). Sí, mi infancia ha llegado a parecerse a la de El Vaquilla, pero sin drogas ni delincuencia. De hecho, uno de los miembros de aquella pandilla de chavales para los que, a falta de nieve, buena era tierra, era un muchacho bastante conflictivo que había repetido segundo de primaria y al que mi padre otorgó el sobrenombre de "el buena pieza". Haceos una idea.
Pero fue con otro amigo con quien protagonicé la anécdota que quiero contaros hoy. Y ésta no tuvo lugar en los montones de tierra, sino en otro enclave de nuestro parque de atracciones particular: la Ronda Interior Sur, también conocida como Avenida de Zamora. Bajo el trazado de esta vía corre un tubarro que va a parar al río Pisuerga tras recoger no sé muy bien si agua de alcantarillas, mierda de desagües o qué. Y su interior puede alojar a un adulto de pie con facilidad, tal y como puede apreciarse en la foto que hizo mi padre semanas después de que ocurriese lo que llevo varios párrafos intentando contaros sin terminar de arrancar:
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Cada vez que cambiaban una baldosa de sitio en la zona sur de Valladolid, allí estaba mi padre con su cámara para inmortalizar el acontecimiento. Y lo bien que me viene ahora, oye. |
Mi cómplice y yo tuvimos la brillante idea de adentrarnos en la tubería para explorar su interior, sin ser conscientes de que el acceso a ésta suponía un desafío digno de un episodio de Al filo de lo imposible narrado por José María del Río. A la ya de por sí nada despreciable profundidad a la que se encontraba el acceso al colector, había que añadir la tierra acumulada a ambos lados de las laderas de descenso, la cual provocaba que las mismas incorporasen unos cuantos metros de altura a mayores. Por si fuera poco, la inclinación que llevaba hasta nuestro objetivo era casi vertical. Vamos, que aquello era prácticamente una trampa para cualquier gilipollas que intentase colarse.
Y aquella tarde de primavera, a veinte minutos del comienzo de las clases, y mientras todos los albañiles de las obras de la Avenida de Zamora y el centro comercial Vallsur sesteaban lejos de su entorno laboral, había dos niños gilipollas que, quizá por la perspectiva que el lugar les ofrecía a ras de suelo, no eran conscientes de que lo que se les estaba pasando por la cabeza NO era una buena idea.
El descenso a la entrada de la tubería fue rápido. Quizá mucho más rápido de lo que yo calculé al principio. Es más, dicho descenso podría calificarse como "caída casi vertical". No recuerdo quién de los dos bajó primero pero, fuese quien fuese, no tuvo las luces suficientes como para advertir al otro de que no repitiese el error y en su lugar fuese a buscar algo en los alrededores con lo que ayudarle a salir de aquel embudo. A los pocos instantes, los dos nos encontrábamos allá abajo contemplando la pared por la que tendríamos que ascender.
Es posible que, de habernos adentrado en el tubarro, hubiésemos acabado en Narnia, en la habitación que sale al final de 2001: Una odisea del espacio, en Belfast o vete tú a saber dónde. No puedo decir qué había al final del túnel, pues todo el rato que pasamos en la trampa lo dedicamos a intentar salir de forma desesperada. Lo de que uno le pusiese al otro las manos en forma de estribo no funcionó (ahora que lo pienso, a esa maniobra la llamábamos hacer espuelas y aquello de espuela no tenía nada), el lugar no contaba con ninguna escalera por la que poder ascender y no teníamos acceso a ninguna salida alternativa. Lo único que podíamos hacer era trepar por la ladera frenéticamente tratando de ser más rápidos que la gravedad, mientras la muy hijaputa nos arrastraba de vuelta al fondo, llevándose de paso cantidades de tierra nada despreciables que arrancábamos con nuestro pataleo y nuestros aspavientos.
Al final, tras unos veinte minutos de desesperación (pues las ideas de llegar tarde a clase y/o tener que ser rescatados por los albañiles una vez éstos volviesen al trabajo se nos antojaban catastróficas), los dos logramos trepar de vuelta a la superficie, sin poder dedicar ni un segundo a celebrar nuestro retorno al mundo de los vivos, ya que la sirena de entrada al colegio estaba a punto de sonar. Mientras corríamos en dirección al gimnasio (pues aquel día teníamos clase de Educación Física), descubrimos que la parte de delante de nuestros respectivos chándales estaba llena de tierra. Llenísima. De esa tierra húmeda que llega a tu ropa para quedarse, porque da igual la técnica de lavado que uses o la fuerza con la que la frotes, que no vas a sacar la mancha ni a tiros.
Aquello era lo que me faltaba. Entre el esfuerzo para salir del agujero, el resuello fruto de la carrera en dirección al pabellón deportivo del colegio y el miedo a que la profesora de Gimnasia nos prohibiese la entrada a su clase por guarros, me encontraba al borde de un ataque de nervios.
Miré a mi amigo, quien corría a mi lado y se encontraba en las mismas. Sin embargo, su rostro mostraba una serenidad incomprensible (y un poco de tierra en las mejillas también). Con toda la parsimonia que pudo permitirse en mitad de aquella loca carrera, contempló la pernera de su pantalón y la sacudió levemente, en un gesto tan inútil como noble. Entonces, miró de nuevo al frente y dijo con calma:
—Bueno, pues si nos preguntan algo, decimos que hemos tropezao.
Y no, no nos preguntaron nada. No nos echaron ninguna bronca y no nos prohibieron la entrada en ningún recinto escolar. Una vez más, me había dejado llevar por la histeria a lo tonto. Y lo peor de todo es que, a día de hoy, mantengo esa filosofía de aterrarme ante lo que no tiene por qué ocurrir.
Quizá debería plantearme ser como aquel chico calmado al que nada sacaba de sus casillas y enfrentarme a la vida de forma más sosegada. Y si, por el motivo que sea, se me viene encima un chaparrón, encogerme de hombros y alegar en mi defensa que "he tropezao" yo también.
