lunes, 25 de septiembre de 2017

Cincuenta sombras de RAE

Podría haberse llamado Sofía, o Eva; pero su nombre no importa. El nombre de él tampoco tiene ninguna trascendencia en esta historia que comienza en el área de llegadas del aeropuerto de Dublín.

Ella es muy amiga de la novia de él, y aunque este tercer personaje (quien, por cierto, será testigo de todo lo que ocurra a partir de ahora e incluso aprovechará para meter cizaña) es lo único que les une en un principio, pronto ambos descubren que tienen mucho más en común.

Los dos consideran que pocas cosas son más hilarantes que Rozalén hablando con acento murciano; y los dos coinciden en encontrar repugnante el sketch de la app gay de Intereconomía (tranquilos, que no pienso caer tan bajo como para enlazar semejante bazofia). Ella profesa una admiración desmedida por Eduardo Garzón que raya lo érotico, y él siente exactamente lo mismo por el humorista Facu Díaz.

fuente:youtube/gomaespuma
Un títere que se parece a Facu Díaz. Hay gente en la Audiencia Nacional tocándose con esto

Su forma de entender la política y la sociedad les une. Él analiza la situación desde el resentimiento de quien lleva años fuera de su país viendo cómo la ansiada fecha de vuelta a la tierra que le vio nacer se aleja cada vez más en un futuro que se adivina incierto. Ella, por su parte, aún posee la llama de la indignación ardiendo en su interior, pues sufre la crispación de quien vive a diario en un país económicamente patas arriba y siente que pronto tendrá que hacer las maletas y unirse al grupo de quienes, desperdigados por el mundo, vuelven a casa por Navidad. O lo intentan.

A pesar de que comparten esta ideología de playa bajo los adoquines, pronto advierten que hay detalles en sus argumentarios que ora rozan por no estar a la par, ora chocan de frente como dos trenes en un sector liberalizado que no han sido programados como es debido. Sus desavenencias, lejos de dar al traste con esta relación aún en fase de pruebas, derivan en interesantes debates de los de querer aprender del otro (no como la mierda ésa que véis los sábados por la noche en la Sexta).

Los dos quieren hablar de política y oír hablar de política. Su hambre de diálogo, unida a la climatología lluviosa que castiga al coche de alquiler invitando a encerrarse en el interior del mismo en lugar de aventurarse a sacar fotos de los castillos en ruinas que salpican el verde irlandés, provoca que su conversación fluya con increíble facilidad para dos seres que acaban de conocerse. Pronto, el arte de gobernar deja de ser el tema principal de su interminable diálogo y, al igual que la sinuosa carretera por la que viajan, su charla se encuentra con giros inesperados, curvas cerradas, encrucijadas y cambios de rasante que la hacen recorrer los más diversos temas. Música. Literatura. Historia. Matemáticas. Conocimiento del medio.

Y es este apacible y cercano clima el que les permite descubrir que los dos comparten una pasión desmedida, por no decir fetichista, por una actividad en concreto.

El buen uso del castellano.

La chispa que dará lugar a una vorágine de dominación correctora y submisivas súplicas de fe de erratas por ambas partes salta cuando él, describiendo la ridícula e inútil forma que tienen las cucharas en la Isla Esmeralda, utiliza la palabra "palomar" en lugar de "paladar". El ataque de carcajadas que ella no puede evitar le sienta como un latigazo al que sólo puede responder con un:

—Pues tú antes has dicho "redecillas" en vez de "rencillas".

Tan infantil contraataque en forma de tu quoque, por extraño que parezca, surte efecto, causando que las risas desaparezcan y un silencio doloroso y placentero a partes iguales se apodere de ambos contendientes, el cual aprovechan para retornar a sus respectivos rincones para hacerse cargo de sus heridas y preparar un más que eminente nuevo asalto.

El siguiente ataque no tarda en hacerse llegar.

—Dios, mirar qué lago tan precioso hay allí —dice ella.

Él, que ha escuchado la frase mientras se encuentra sentado al volante, le dedica una mirada cargada de malicia a través del retrovisor. El encuentro de sus ojos en el reflejo provoca que ella sea consciente de su error y no pueda reprimir un grito de frustración al que él responde con una sádica sonrisa.

El viaje de ida concluye en un bed and breakfast situado en medio de la nada al que llegan ya entrada la noche. Una vez en la habitación, y pocos minutos antes de abandonarse al sueño, él (que se lo tiene un poco creído, las cosas como son) le presenta su blog: una especie de diario que ya posee varias docenas de entradas semanales cargadas de nimiedades. Ella selecciona una de dichas entradas al azar, y no ha terminado de leer el segundo párrafo de la misma cuando descubre en él una errata gravísima (no vayáis a buscarla, cabrones, que ya la he corregido). Como es de esperarse en este vil juego que ninguno de ellos quiere abandonar, corre a restregarle su error y él (que, aunque no lo creáis, repasa cada entrada MUCHAS veces incluso cuando ya la ha publicado para asegurarse de que no hay nada que enmendar), recibe su correción con indefensión como quien tiene que soportar a una estricta profesora de lengua tachar un examen con rotulador rojo de los que saben a arañazo en medio del pecho.

A la mañana siguiente, y temerosos de que el otro pueda aprovechar el mínimo lapsus para iniciar una nueva sesión degradante, los dos ponen un empeño desorbitado en hablar con la mayor pureza posible, manteniendo su diálogo a un nivel del que Antonio de Nebrija estaría orgullosísimo. No obstante, como surgido de la nada, ella deja escapar un convezco que suena como un tenedor rayando uno de los platos sobre los que se encontraban los desayunos irlandeses de los que han dado buena cuenta minutos antes. Los dos son conscientes de este gazapo oral, aunque les cuesta creer que se haya producido. Sus miradas de incredulidad sirven para firmar una tregua no hablada, pues el juego se les está yendo de las manos, y la vuelta transcurre en un clima distendido y libre de azotes rectificadores.

De vuelta en el mismo lugar en el que comenzó esta historia y mientras se despiden, él se niega a aceptar un empate en este enfrentamiento, por lo que le pregunta que quién merece la victoria.

—Tú no, desde luego —responde ella con regocijo.

—¿Por qué?

—Porque has dicho viztoria.

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