lunes, 2 de octubre de 2017

Viacrucis gafotil

Decía el grupo Poison en su pastelosa balada que "toda rosa tiene su espina", y me estoy acordando precisamente de esa frase justo ahora que son las dos de la madrugada y el bed and breakfast en el que estoy alojado, si bien cuenta con una habitación amplia y limpia, un prometedor desayuno irlandés por el que ya se me está haciendo la boca agua y hasta toallas en el baño, también tiene un aislamiento acústico de mierda, y se oye tó. En este momento, por ejemplo, puedo escuchar un ruido constante procedente de la habitación de al lado, y o bien el inquilino de la misma está arrastrando la cama por el suelo, o bien está roncando como un ceporro. Apuesto por la segunda opción, y en lo que al puto león marino le da por darse media vuelta y dejar de atronar, voy a contaros la ligeramente larga historia de mis gafas de sol.

Dichas gafas llegaron a mis manos una tarde de finales de enero de dos mil catorce. Mi novia y yo íbamos a viajar a Bruselas, y como yo soy un maniático que necesita cruzar el control de seguridad del aeropuerto al menos dos horas antes de que salga el avión so pena de sufrir un ataque de pánico, andábamos viendo tiendas a la espera de que tocase embarcar. Uno de aquellos comercios aeroportuarios era un Sunglass Hut en el que, como podréis imaginar, se encontraban a la venta diferentes modelos de gafas de sol a precios desorbitados.

Yo siempre había querido tener unas Ray-Ban, pero un motivo en particular me había impedido adquirirlas hasta aquel entonces: no tener ni un puto duro. Sin embargo, mi situación económica había mejorado notablemente desde mi llegada a Irlanda dos años atrás, y si bien no estaba (ni estoy) como para andar quemando billetes, al menos no me supondría un sacrificio desmesurado el hacerme con el par de gafas que me ponían ojitos desde la vitrina de la tienda. A esto habría que añadir que mi novia comenzó a interpretar un magnífico papel de Pepito Grillo detrás de mí, repitiendo una y otra vez que me merecía ese capricho y cosas por el estilo.

Indiqué entonces a la dependienta que estaba interesado en aquel par de Ray-Ban, y ella procedió a completar la transacción económica, durante la cual protagonizó varias escenas que me mosquearon un poco. A saber:

  • Darme las gafas de exposición que decenas de personas antes que yo se habían probado y habían devuelto a la vitrina sin convencimiento.
  • Meterlas en un estuche demasiado pequeño, el cual presionaba notablemente los cristales cuando se encontraba cerrado.
  • Guardar el estuche en una bolsa de papel, sin caja de cartón ni nada.
  • Cachondearse cuando le enseñé mi tarjeta de embarque al pagar porque mi segundo nombre es "Ángel".
Lo del segundo nombre me dio más o menos igual, pero todo lo anterior en la lista, no. Y es que mi sibaritismo aumenta en proporción a la pasta que me estoy dejando en un bien o servicio, y sin querer parecer presuntuoso, tengo que reconocer que me rasqué el bolsillo un rato largo para adquirir aquellas puñeteras Ray-Ban. Y lo peor de todo es que no pude estrenarlas hasta pasados dos meses de la fecha de compra, pues el tiempo durante nuestra estancia en Bruselas fue una mierda sólo superable por la mierda de tiempo que suele hacer en Irlanda.

Total, que cuando el sol se decidió a aparecer una mañana de marzo, yo saqué mis Ray-Ban de su apretado estuche y descubrí horrorizado una pequeña fisura en una de las patillas que había estado ahí todo este tiempo sin que yo hubiese podido percatarme. Aquello fue sólo el principio del calvario.
Llegados a este punto, me veo obligado a hacer una confesión. Yo pensaba ilustrar la progresiva degradación que sufrieron mis gafas con fotos de Jesucristo (al fin y al cabo, soy cristiano y eso me permite tomarme ciertas licencias). Sin embargo, no me ha quedado más remedio que recoger cable. Y no por miedo a que HazteOír pasee un autobús con mi nombre por ello o alguna mierda por el estilo, sino porque no he conseguido encontrar suficientes fotos libres de derechos y aún queda mucho para que pueda fotografiar pasos en Semana Santa o acercarme al Museo Nacional de Escultura a hacerme con material. Debido a este contratiempo, me he preguntado: "¿qué obtienes si a la segunda mitad del Nuevo Testamento le añades un final feliz (y un conflicto familiar que complique un pelín la trama)?", y yo mismo me he respondido: cualquier película de Bruce Willis.
El aspecto de mis Ray-Ban equivaldría más o menos a esto:

fuente: lionsgate
¿Que qué tiene de malo Bruce Willis en esta foto? Joder, ¿os parece poco que esté calvo?

Llegué al trabajo con una mezcla de decepción y odio hacia la dependienta del "Hahaha, your middle name is Énllel" que me entregó aquellas gafas defectuosas, y le relaté a mis compañeros lo que he contado en lo que va de entrada. Uno de ellos, puesto que tenía que coger un avión a los pocos días, aprovechó su paso por el aeropuerto para preguntar por mí si aquella situación tenía remedio, y a su retorno me hizo entrega de una buena noticia. Pues sí.

Me preguntó si aún tenía el ticket; y yo, que cuanto más pasta me gasto en algo, más cuidado pongo en atesorar su correspondiente prueba de compra, tenía la misma en mi casa en unas condiciones de conservación que ríase usted de la Mona Lisa (la cual, aprovecho para denunciar, está de un sobrevalorado que te cagas), respondí afirmativamente. Esto me permitía, siempre que no hubiese pasado más de un año desde la adquisición (joder, como que sólo habían pasado dos meses), acercarme a cualquier Sunglass Hut del país y exigir que me cambiasen las Ray-Ban.

Llegado el siguiente sábado, y aprovechando que mi novia y yo fuimos al centro de Dublín (porque por aquel entonces vivíamos en un pueblo de las afueras y al centro sólo íbamos los fines de semana), nos acercamos al centro comercial Stephen's Green, cuyo establecimiento gafotero estaba regentado por dos dependientas. Lo primero que hizo la primera de ellas, nada más escuchar la historia y recibir mis gafas, fue DOBLARLAS por el lugar en el que se encontraba la pequeña fisura.

fuente: fox
Primera hostia. Y no sería la última

Acto seguido, se encogió de hombros, me confesó que no sabía muy bien qué hacer porque llevaba pocos días en ese puesto y le pasó mis Ray Ban a su compañera, la cual se dedicó a DOBLARLAS y aumentar la rajita mientras yo sufría al contemplar su actuación.

fuente: fox
Y que haya insensibles afirmando que las gafas son un animal que ha nacido para morir en manos de una dependienta...

Esta segunda vendedora tampoco pudo resolver mi conflicto, pues no contaba con la autoridad suficiente para ello ("y hoy no está el manager", añadió), y me redirigió a un segundo Sunglass Hut que, tal y como me indicó, se encontraba en el Brown Thomas de Grafton Street, a escasos trescientos metros de allí.

Una vez llegamos al Tomás Marrón, tuvimos que dedicar un buen rato a localizar el área destinada a la venta de gafas, pues se encontraba oculta en el sótano del edificio. Este subterráneo lugar estaba regentado por una dependienta a la que relaté una vez más mi historia. "Déjame ver las gafas", dijo cuando terminé. Y en cuanto cayeron en sus manos y localizó la fractura, LAS DOBLÓ.

fuente: fox
Si existe un partido político contra el maltrato gafotil, que cuente con mi voto

Mientras yo comenzaba a sufrir por la tortura a la que el par de anteojos se estaba viendo sometido, la comerciante desapareció con ellos durante un cuarto de hora, más o menos, durante el cual ignoro a qué se dedicó. A su vuelta, lamentó comunicarme que no iba a poder hacer nada por ayudarme, pues aquello no era realmente un Sunglass Hut ("y hoy no está el manager", ojo). Haciéndome sentir atrapado en el tiempo como a Bill Murray, me dijo que en el centro comercial Jervis, situado al otro lado del río, podría solucionar mi problema, pues allí había un Sunglass Hut auténtico y genuino. Y allá que fuimos.

La cuarta persona que escuchó de mis labios el "Cómo conocí a estas putas Ray-Ban" era un dependiente que, tal y como estaréis imaginando (pues aún os queda un huevo de entrada por leer) no solucionó mi problema. Parece ser que aquel sábado era el Día Mundial sin Manager o algo, así que el pobre sólo pudo invitarme a probar suerte one more time a la semana siguiente, ya que para entonces habría allí alguien por encima de él en la cadena de mando capaz de llevar a cabo el cambio de gafas.

Se me olvidaba: por supuesto que LAS DOBLÓ.

fuente: gaumont
Estoy empezando a quedarme sin ideas para los pies de foto

Dejé que las gafas se repusieran de la paliza en su prieto estuche y volví al Jervis pasados siete días. Una vez allí, mientras confirmaba que el ente llamado manager al que tanto hacían referencia los dependientes rasos no era un ser mitológico (pues se encontraba frente a mí oyendo cómo le relataba mi compra con cierta desgana por haber tenido que repetirla tantas veces), ella, por su parte, analizaba la más que visible fractura en la patilla y, movida por un impulso miserable que debe afectar a todos los empleados de esta cadena, se dedicaba a DOBLARLAS.

fuente:gaumont
He visto El quinto elemento por lo menos seis veces

Cuando yo terminé mi relato y ella terminó de joderme las gafas un poquito más, admitió que no disponía de ese modelo en particular para llevar a cabo el trueque, y me ofreció cambiarlas por unas parecidas. "Parecidas, mis cojones", pensé al ver el nuevo modelo. Las que me ofrecía tenían las patillas rosas y los cristales cuadrados. Como no quería pasar de Tom Cruise en Top Gun a Paco Clavel en su día a día, decliné amablemente su proposición y le pregunté si no podríamos llegar a un acuerdo. Como no iba a ser posible recibir un reembolso, me aseguró que dedicaría los siguientes días a preguntar en otros sunglasshutes si les quedaba un modelo similar al mío. Y que le llamase el siguiente viernes para ver en qué quedaba la cosa.

Llegó el viernes, y llamé por teléfono. La manager me aseguró que había consultado en los Sunglass Hut de todos los condados del país (lo cual fue una fanfarronada de libro por su parte, pues sólo hay cinco Sunglass Hut en toda Irlanda, y ninguno fuera del condado dublinés) y que ninguno contaba con mi modelo, pero que podría acercarme a cualquiera de ellos y elegir un par similar al mío. Este dictamen me acojonó notablemente, habida cuenta de que para esta mujer, unas gafas clásicas de aviador eran iguales a las horrendas pacoclavel que había tenido en mis manos días antes. Sin embargo, como no me quedaba otra, acepté y le dije que al día siguiente volvería al aeropuerto, pues iba a volar no recuerdo a dónde. Ella me indicó que hablaría con el personal de la tienda aeroportuaria en el que comenzó esta loca historia y que allí tendría lugar, por fin, el deseado cambio.

Total, que el día después, una vez pasado el control de seguridad (dos horas antes del vuelo, of course), me acerqué al Sunglass Hut y el dependiente detrás del mostrador (quien no tenía pinta de hacer mofa de los segundos nombres de los pasajeros) supo quién era yo y a lo que iba en cuanto vio que me dirigí derecho hacia él (después deduje que su conclusión se basaba en que debí ser el único que no entró en la tienda aquella mañana a paso de zombi y dejando que mi mirada vagase por las vitrinas). Pidió que le dejase mis gafas, cuya (por aquel entonces ya) rota patilla apenas se mantenía recta. Él, por no saltarse la tradición, TAMBIÉN LAS DOBLÓ.

fuente: miramax
Stop tortura gafotil

Una vez completado este ritual, me dijo que aquello no tenía pinta de defecto de fábrica y me preguntó si había tenido cuidado con ellas. Yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por reprimir las ganas de saltar el mostrador y meterle dos hostias, le aseguré que apenas las había tocado (lo cual era cierto) y comencé a mostrar signos de desolación que el dependiente debió de interpretar con suma facilidad, pues me invitó a elegir un modelo de la zona Ray-Ban que se asemejase al que, ya cadáver, reposaba en sus manos.

Y aquí viene lo mejor. Mi novia, que se había dedicado a echar un ojo por la tienda mientras yo contenía mis impulsos homicidas frente al dependiente, me enseñó lo que acababa de descubrir: las mismas putas gafas (os lo juro), situadas exactamente en la misma vitrina en la que se encontraban las que adquirí dos meses atrás, me contemplaban con regocijo. "Éstas", grité hacia el mostrador, y el dependiente procedió entonces a abrir un cajón cerrado con llave bajo la vitrina. En este cajón, a su vez, pude descubrir alrededor de diez pares exactamente iguales, todos precintados, y al dependiente no le costó demasiado agarrar uno y proceder a embalarlo como Dios manda. Con funda de su tamaño, y caja de cartón y todo (la cual, por otra parte, aún conservo como oro en paño). Una vez terminó de empaquetar estas nuevas (y libres de cualquier posible fisura) Ray-Ban, me hizo entrega de las mismas y yo me fui del lugar como unas castañuelas, dispuesto a seguir haciendo tiempo hasta el momento del embarque.

Y así, queridos niños, es como me hice con unas gafas que siempre tengo guardadas en el cajón porque vivo en un país en el que el sol sólo aparece cada veinte años.

fuente: abc
Reconocedlo, oslofo

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