lunes, 31 de julio de 2017

Miguel, el de las campanas

A principios de los noventa, aprovechando que trabajaba en un hospital y no era un seco sociópata como lo soy yo ahora en mi entorno laboral, mi padre se compinchó con varios especialistas del centro sanitario para organizar en nuestro barrio unas jornadas de medicina preventiva que, todo sea dicho, quedaron de puta madre y fueron del agrado del numeroso grupo de vecinas de avanzada edad sin nada mejor que hacer durante las tardes de miércoles que duró tan interesante evento que calentar las sillas de la sede de la asociación de vecinos con la esperanza de que el médico-conferenciante de turno "fuese tan majo como el de la semana pasada y él también repartiese Voltaren gratis".

fuente: shop-apotheke
Voltaren, protagonizando las conversaciones de las viejas desde que yo era pequeño por lo menos

En parte porque podría ser interesante que, a pesar de mi corta edad, adquiriese algunos conocimientos relativos a la salud, y en parte porque a mis padres no les hacía ninguna gracia que me quedase solo en casa, mi yo de siete años fue testigo de cómo toda clase de facultativos charlaban acerca de sus diferentes especialidades, así como de los males que aquejaban con mayor frecuencia a quienes visitaban sus salas de espera, acompañando sus exposiciones con diapositivas (¿qué coño powerpoint? De las de carrete, joder), transparencias y vídeos (como el de una colonoscopia que se trajo el de Digestivo, a quien por cierto cerré la puta boca durante el turno de preguntas, pues no tenía una respuesta para la cuestión "¿cómo se forman los cólicos intestinales?" que le formuló este aguerrido mocoso sentado en la primera fila de sillas plegables) que hacían quedar a la mierda de TED talks con las que me dais por saco en Facebook día sí, día también a la altura del betún.

Vale, me perdí una de las conferencias. Pero es que mis padres consideraron preferible el dejarme solo en casa a que fuese testigo de una charla en la que se iba a hablar de SECSO. Y tiene su lógica. En el barrio pequeño en el que yo crecí, lo último que les apetecía a mis padres era tener a todas las vecinas octogenarias dándose codazos y susurrando "pero, ¿cómo han dejado venir al niño a ver esto?". Además, por aquel entonces yo ya me había aprendido de memoria la enciclopedia del Doctor López Ibor que formaba parte de nuestra biblioteca familiar, así que no iba a ver nada nuevo, y la charla coincidió con el cinco a uno que le metió el Barcelona al Spartak de Moscú en la fase de grupos de champions de aquel año. Puesto que yo por entonces era culé (tranquilos, que la tontería se me pasó hace años y ahora el fúrgol me la refanfinfla), disfruté de lo lindo viendo a Koeman y Stoichkov meando a los rusos y me ahorré el soportar a señoras mayores sonrojándose al ver el esquema de una pilila proyectándose contra la pared de la asociación de vecinos.

"¿A qué viene toda esta mierda?" os estaréis preguntando, pues sois unos miserables sin ningún tipo de respeto por mi idílica infancia llena de recuerdos alegres y traumáticos a partes iguales. Si he empezado mencionando aquellas jornadas es debido a su banda sonora. Me explico: minutos antes de que comenzase cada charla, y mientras la gente ocupaba sus asientos, mi padre se encargaba de poner en marcha una minicadena por cuyos altavoces sonaba el Tubular Bells II (a él la SGAE, venga). También le preguntaba al encargado de grabar la conferencia (el único vecino del barrio que tenía cámara de vídeo en aquella época) si la música se iba a oír en la cinta, y el videoficionado le respondía con infinita paciencia, semana tras semana, que sí, que no se preocupase.

Pero el segundo tubular no es el único disco de Mike Oldfield que asocio a algún momento de mi vida en particular. Y hoy os voy a dar la turra al respecto.

Voy a empezar con el Crises, pues el otro día supuso un alivio considerable el recurrir a este trabajo del compositor británico que se dedica a vivir como Dios en Ibiza tras haberme metido por vía auditiva tres discos seguidos de La banda trapera del río mientras me dedicaba a mis quehaceres laborales. Os preguntaréis que a qué me dedico para poder hacer esta clase de cosas mientras trabajo, y no voy a responder a vuestra pregunta.

Al igual que me pasó con los cedés de los Beatles, muchos discos de Mike Olfield llegaron a mis manos de dos en dos. Recuerdo que Hergest Ridge y Heaven's Open cayeron durante una de las visitas que hacía con mis padres al Continente cada semana para comprar víveres, y ambos discos estuvieron sonando en mi cuarto durante muchas tardes mientras yo me jalaba una tableta de chocolate Nestlé tras otra (de una variedad ultradeliciosa con crema y galleta que no sé por qué no volvieron a fabricar) y perdía el tiempo conectándome a una protorred social alojada en la página de cocacola de la que no he podido encontrar información en los veinte segundos de investigación que he dedicado a tal fin.

Otros discos que vinieron en pareja fueron Guitars y The Millenium Bell. Como curiosidad, diré que fueron los primeros (de muchos) cedés pirata que tuve en mi vida (a mí la SGAE, venga). Me los pasó un amigo del instituto dos años más joven que yo, y me vino muy bien contar con ellos, pues su llegada coincidió con la desaparición del flamante transistor Philips regalo de mi abuela (creo que no es la primera vez que hablo del robo de tan valioso objeto, y aprovecho una vez más para cagarme en la madre que parió al correspondiente manguta. Si te pillo, te reviento) y que usaba para escuchar Gomaespuma al ir a clase y Plásticos y decibelios al volver, por lo que pude sustituir a M80 con la música de Oldfield ilegalmente adquirida. Vale, el walkman tenía radio, pero no era lo mismo. NO ERA LO MISMO, JODER. Dejadme en paz.

También me hice con el Amarok, un disco que no hay por dónde coger. Respecto a este álbum he de reconocer dos cosas: la primera es que no había conseguido escucharlo de principio a fin hasta la semana pasada, y la segunda es que, debido al pobre nivel de inglés que yo poseía cuando lo adquirí, pensaba que el mensaje "HEALTH WARNING – This record could be hazardous to the health of cloth-eared nincompoops. If you suffer from this condition, consult your Doctor immediately" en su contraportada avisaba de posibles ataques epilépticos o por el estilo a quienes andasen delicados de salud, cuando en realidad se trata de una irónica advertencia dirigida a "orejas de trapo mentecatos" (bien jugada, señor Oldfield. Bien jugada).

Tr3s Lunas me decepcionó un poco cuando supe que el saxofón que se oye en muchas de sus pistas es en realidad la guitarra de Oldfield convertida por magia del ordenador (con lo bien que suena el rang rang guitarrero del británico sin disfrazar). Pero bueno, al menos eché a perder horas y horas con la demo del juego que incluía sin tener muy claro qué había que hacer en aquella psicodélica realidad virtual mientras la música del disco hacía más llevaderas las noches del verano vallisoletano.

fuente: tubular.net
Vale. ¿Qué CARAJO se supone que tengo que hacer aquí?

Por contra, le tengo mucho cariño al Tubular Bells III porque recuerdo con nostalgia el haber grabado en cinta VHS su presentación en Londres emitida por la 2 de TVE y porque fue un disco que me hizo quedar de puta madre ante mi profesora de francés durante el primer intercambio de estudiantes en el que participé. Y es que, mientras volvíamos a Valladolid en el autobús (veinte horitas de viaje, todo sea dicho), muchos de mis compañeros suplicaban al conductor que reprodujese sus casetes para que el resto de pasajeros fuésemos testigos de sus gustos musicales de mierda. Al final, viendo que la torre de cintas que se apilaban junto al asiento del chófer alcanzaba el medio metro, una de las profesoras tuvo a bien determinar que sólo se reproduciría una canción por alumno.

Hasta que me tocó a mí.

Empezó a sonar mi Tubular Bells III por los altavoces del autobús, y la profe de francés (que era quien mandaba por encima de todo el mundo en aquel viaje) ordenó que nadie tocase aquella cinta si no era para cambiar de la cara A a la cara B y me felicitó por tener tan buen gusto musical. Cuando conté la anécdota una vez de vuelta en casa, mi padre me dijo que estaba tardando en darle una copia. Al día siguiente, dejé la cinta TDK regrabada con el tercer tubular en el departamento de francés (pues no logré dar con la profesora en toda la mañana) y esa misma tarde llamó a mi casa su hija (por quien yo bebía los vientos entonces, pero no hablemos de eso, por favor) para agradecerme personalmente el detalle. Y aquella noche, cuando me fui a la cama, me costó más de lo normal conciliar el sueño. Por lo que fuese.

Hasta aquí casi todos los discos de Mike Oldfield de los que puedo contar algo. Digo "casi" porque he querido dejar la joya de la corona para el final. Con todos vosotros, la humillante historia que asocio irremediablemente desde hace años al Tubular Bells:

Una noche de agosto de principios de milenio yo era el único que se encontraba despierto en casa de mis padres, pues me estaba dedicando a mirar estrellas fugaces tirado en el césped mientras el que es, ha sido y será el mejor disco de Mike Oldfield comenzaba a sonar a través de los auriculares de mi walkman. En ese momento, un SMS llegó a mi Nokia 3310 (no voy a transcribirlo literal, que la tontería de acortar palabras la dejamos atrás cuando llegó el Whatsapp, ¿vale?):

¿Qué haces?

Se trataba de una compañera del instituto con la que solía intercambiarme mensajes de texto hasta bien entrada la madrugada. Le respondí con otro SMS describiendo mi ociosa situación y recibí a los pocos segundos (en aquella época escribíamos a toda hostia) un nuevo texto elogiando mi plan y preguntándome si me parecía bien que se acercase a mi casa a contemplar bólidos en mi compañía. Y todo pasó muy rápido.

Desperté a mis padres para pedirles permiso. Mis padres, extrañados, me dijeron que no había problema. Le mandé un mensaje a mi compañera diciéndole que OK. Me contestó indicándome que su padre acababa de arrancar el coche y que llegaría enseguida. Salí de casa y me alejé medio kilómetro hasta la entrada del barrio para asegurarme de que no se perdía callejeando al llegar. Pero no llegó. Lo que hizo fue mandarme este SMS:

Jajaja. Era broma

Y yo le respondí con este otro:

Espera, que te llamo al fijo y me lo explicas

Antes de que pudiese contestar suplicando que no hiciese semejante imbecilidad (pues eran algo así como las tres de la madrugada), yo ya estaba marcando el número de telefóno de su casa y recibiendo respuesta a los tres o cuatro tonos. Era su padre:

—¿Quién es?

—Hola. ¿Está [nombre de mi bromista compañera]?

—¿PERDONA?

—¿No vive ahí [nombre Y APELLIDO de mi bromista compañera]?

—Pero... Vamos a ver, chaval. ¿A ti te parece normal llamar a casa de una niña a las tres de la mañana?

—Ah, disculpe. Es que habíamos quedado hace un rato, y estaba preocupado porque no se ha presentado. Perdone, ¿eh?

Al colgar la llamada, descubrí un nuevo SMS:

¿¿¿ERES GILIPOLLAS???

Caminé de vuelta a casa, desperté a mis padres una vez más para avisarles de la cancelación de los planes sin dar más explicaciones y volví al patio, donde me esperaba mi walkman. Me tumbé de nuevo sobre el césped, puse la cara B de la cinta y le di al play. La segunda parte del Tubular Bells empezó a sonar y yo dediqué la siguiente media hora a continuar contemplando la lluvia de estrellas. Esta vez, con el móvil apagado, por supuesto.

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lunes, 24 de julio de 2017

Arranca (y II)

Cuando escribí mi entrada relatando la historia del Peugeot que pudo ser y no fue, dejé un asunto pendiente del que voy a hablaros hoy: las sillas.

Muchos de los pocos que seguís este blog sabréis que mi novia y yo vivimos actualmente en una casita en el sur de Dublín, la cual posee un bucólico patio en su parte trasera. Y lo sabréis porque lo he mencionado en varias entradas, no porque os haya dejado venir a verlo en persona, pues soy un rancio carente de toda hospitalidad.

Cuando entramos a vivir en dicha casita, descubrimos que el anterior inquilino se había dejado en el patio una silla de plástico de IKEA modelo VÅGÖ, la cual dispone de un asiento enooorme y un respaldo ridículamente pequeño. De hecho, he calculado que la única forma de encontrarse cómodo sentado en una VÅGÖ es teniendo las piernas del gigante de Twin Peaks y el tronco del enano de Twin Peaks. Por cierto, nunca he sido capaz de ver todos los episodios de Twin Peaks.

fuente: carrusel de series
Me basta con imaginarme a estos dos jugando al juego de las sillas para tener hecha media tarde

Además de la silla torturavértebras, el patio contaba con una cantidad de malas hierbas que daría para cubrir dos veces el Nuevo Estadio José Zorrilla y que reaparecen con frecuencia por mucho que me afane en arrancarlas y en echar sal entre las baldosas. No es un detalle muy relevante, pero quería que supiéseis que no todo es placer en mi vida.

En estos momentos, mi patio mola: unos geranios por aquí, unas flores por allá, unas lechugas plantadas en botellas de agua enganchadas a la valla que da a la casa de mi vecino pelirrojo casado con una irlandesa que gusta de invitar a sus amigas algunos viernes y berrear canciones de Beyoncé en su salón hasta las dos de la mañana, unas tomateras junto al muro, hierbabuena y menta formando un coqueto paseo y varias cajas de plástico en las que están creciendo hortalizas que no soy capaz de identificar hacen que la habitación abierta de mi casa constituya un lugar en el que se está a gusto cuando no llueve. El problema es que las opciones en cuanto a asiento son escasas: o la anteriormente mencionada VÅGÖ o el bordillo de la puerta.

Vale, el año pasado por estas fechas compré un banco de hierro y madera a través de Groupon que el repartidor dejó en la puerta de mi casa sin avisar y mi padre y yo montamos con gran dificultad (pues las piezas no encajaban todo lo perfectamente que deberían) la última vez que mis progenitores vinieron de visita. Pero resulta que, temeroso de que las inclemencias temporales me jodiesen el banco en dos días, decidí cubrir el mismo con una lona a medida que encontré en Amazon. Y ahora me da pereza quitarla cada vez que planeo salir a sentarme al patio. ¿Vagancia? Una poca. ¿Gilipollez? Muchísima.

Si mi patio está tan florido y lleno de vida es por dos motivos. El primero es que, cual hormiga que se pasa el día cargando con comida que llevar al hormiguero, he aprovechado cada ocasión a mi alcance para, poco a poco, ir llenando mi patio con tiestos y jardineras (lo cual no es fácil, pues no es que los invernaderos y tiendas especializadas estén a la vuelta de la esquina precisamente). El segundo es la mierda de verano que tenemos aquí, durante el cual llueve casi a diario y apenas hace calor. Esto no impide que los habitantes de la isla, antes de terminar hasta los huevos de este otoño permanente y largarse dos semanas a Tenerife en busca de melanomas, se dediquen a organizar toda clase de festivales, barbacoas y demás eventos estivales que acaban siendo cancelados irremediablemente a la mínima que los nubarrones cubren el cielo. Y las tiendas sacan tajada de la situación. Por ejemplo, vendiendo ropita que no hay quien se atreva a ponerse cuando estamos a diez grados o mobiliario de jardín.

Y yo he picado.

Durante una de mis visitas al Tesco de después de almorzar descubrí que podría hacerme con un par de sillas para poder sentarme a mirar los geranios. Y lo mejor de todo es que, para variar, contaba con varios modelos a mi disposición:

La buena



Mi compañero de trabajo cordobés compró un par de sillas así y dice estar encantado. Claro que él las tiene a cubierto la mayor parte de el año y eso es hacer trampa. Además, sólo había una cuando me decidí a realizar la compra, por lo que la opción de adquirirla quedó descartada enseguida.

La fea



Dos colores a elegir: verde Ziritione o rosa fresa ácida. Al menos inspiraba confianza su aparente robustez y la promesa de alguna que otra siesta al sol en su respaldo alto y ligeramente inclinado.

La mala



Tras varios años viviendo en esta isla, he sufrido varias veces las consecuencias de lo que llamo el Principio del Todo a Cien para Pijos: ante varios productos similares con diferentes precios, no hay garantías de que el más caro vaya a tener una calidad a la altura, pero es seguro que el más barato va a ser una mierda. Y esta silla era la más barata de todas, además de tener un respaldo corto y muy recto.

Así que me decidí por la silla fea y acepté que un toque de color estridente tampoco le iba a sentar tan mal a mi patio. En lo que respecta a las alternativas de transporte del cachivache (he de aclarar que del supermercado a mi patio hay casi cuatro kilómetros de distancia, ojo), no me costó mucho ir descartando una detrás de otra, como quien se ventila una partida de quién es quién en dos minutos si sabe qué preguntas hacerle al adversario.

  • Coche. No, desde luego.
  • Bici. "Ciclista gilipollas sufre accidente en una carretera dublinesa al tratar de transportar dos sillas en su bicicleta y..." NO.
  • Taxi. Además de ser una opción demasiado cara (agravada por los bonitos atascos que se forman por las tardes en la zona), dudo que lograse encontrar a algún taxista dispuesto a hacer esta improvisada mudanza. Así que no.
  • Bus. Imposible, pues las únicas sillas que se pueden meter en estos vehículos son las que tienen ruedecitas en la parte de abajo y a un crío berreando sobre ellas.
  • Tranvía. Como el bus, pero aún más congestionado si cabe.
  • Compañero cordobés que tiene coche. A pesar de que el buen hombre se ofreció varias veces, decliné su ayuda todas ellas, pues me sentía mal tener que hacerle mover su vehículo por mí y llevarme hasta casa para no poder ofrecerle nada que tomar cuando llegásemos (ya os he dicho que mi hospitalidad brilla por su ausencia).

Parecía que todo eran trabas y dificultades si quería poblar mi patio de sillas. No obstante, y llevándole la contraria una vez más al sentido común que me pedía olvidarme de este nuevo capricho, me acerqué a la torre de sillas feas, mascullé un "DUBLÍN, AQUÍ ESTÁN MIS HUEVOS", agarré dos de ellas y me las llevé a la caja más cercana.

Mientras pagaba, la cajera me preguntó si tenía el coche aparcado en el parking para validarme el ticket. Y le dije que no. Me lo preguntó otra vez, pues le costaba creerse que fuese a irme de allí con dos sillas de cinco kilos cada una en brazos y le volví a decir que no. Fue entonces cuando su mirada me dijo: "tú estás flipao, chaval". Lo sé porque fue exactamente la misma mirada que me lanzó la taquillera de los cines de Zaratán hace años cuando me acerqué allí una semana antes de que estrenasen TRON Legacy a preguntar si se podrían reservar las entradas, convencido de que toda España se daría de hostias por poder disfrutar de semejante obra maestra cinematográfica.

Me alejé de las cajas sintiendo los ojos de la incrédula cajera clavándose en mi espalda ligeramente encorvada por el esfuerzo que comenzaba a llevar a cabo y salí a la calle. Una vez al aire libre, en parte por el desafío que tenía ante mí y en parte porque el viento y una oportunísima lluvia me estaban dando en los ojos, puse la misma cara que pone Lagertha antes de una batalla en la serie Vikings y eché a andar.

Apenas hube empezado mi camino me arrepentí de haber ido a comer a un buffet libre ese día, pues yo no me marcho de esos sitios hasta que la cantidad de comida que me he metido entre pecho y espalda supera en coste a lo que he pagado por entrar, y aquel día cumplí mi objetivo con creces. Especialmente en lo relativo a postres. A pesar de todo, y haciendo de Sísifo y Atlas a partes iguales, recorrí la distancia con gran dificultad y teniendo que aguantar a algún que otro gilipollas que me recomendaba aprovechar que estaba cargando sillas para descansar un rato y sentarme en ellas.

Pero, si tengo que ser sincero con vosotros (algo que no suelo hacer muy a menudo, por otra parte), reconozco que el esfuerzo valió la pena:

Qué puto horror bien quedan esas sillas en mi patio

Ahora necesito una mesita a juego. Me huelo otra odisea...

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lunes, 17 de julio de 2017

Arranca (I)

La novela de Edwin Abbott Abbott (no le he escrito mal. El tío se llamaba así) Planilandia presenta una realidad bidimensional en la que existen el ancho y el largo, pero no la altura. Pues Dublín es como la puta Planilandia, oye. Que sí, que es muy bucólico eso de que la capital de Irlanda esté llena de casitas y los pocos bloques de pisos que hay no superen las seis alturas, pero una vez estás a ras de suelo, tener que desplazarse kilómetros y kilómetros en sus lentos autobuses (porque es muy raro que el destino esté milagrosamente cerca de una parada de las dos líneas de tranvía con que cuenta Dublín en la actualidad) o tener que pedalear compartiendo calzada con más de un venao teniendo en cuenta que muchas calles conservan el trazado de una época en la que había carruajes, pues puede llegar a desesperar un poco, la verdad.

¿Compensa disponer aquí de vehículo privado? Veamos... Mantener un coche en Irlanda sale más caro que un niño tonto: el seguro (a terceros, ojo) puede llegar a costar más que el coche cuando el carnet de conducir del titular se ha obtenido en un país en el que se circula por el lado correcto, la motor tax no baja de los doscientos tazos en el mejor de los casos (si alguien quiere saltar ahora con un "pues los coches eléctricos no pagan ese impuesto mimimimimi" se lo puede ahorrar, gracias), la gasolina no es ningún regalo y cualquier paso por el taller suele conllevar el dejarse la mitad del sueldo del mes.

Claro que, por otro lado, disponer de un vehículo aparcado en la puerta de casa le permite a uno acercarse al Ikea sin que eso parezca una expedición al otro extremo del mundo o recorrerse las carreteras de Irlanda sin tener que ir primero al aeropuerto a alquilar un coche. Además (y aunque parezca una chorrada, esto es lo más importante ahora mismo para mí), he visto en el Tesco unas sillas de plástico para jardín que llevan semanas poniéndome ojitos y que deseo apasionadamente plantar en mi patio. Que aún quedan dos o tres sábados de sol antes de que acabe el "verano" y quiero aprovecharlos.

Pues bien, sopesando pros y contras, mi novia y yo llegamos a la conclusión de que no nos hace ninguna falta apoquinar por un automóvil en este momento de nuestra vida; peeero hay situaciones en las que "capricho" gana a "necesidad", por lo que decidimos pasar por alto el sentido común y proceder a analizar las muchísimas ofertas de coches de segunda mano disponibles en esta ciudad.

Al final nos decantamos por un Peugeot 308 que se encontraba a la venta en un concesionario algo apartado de nuestros trabajos. Bueno, en realidad nos pillaba directamente a tomar por culo (como casi todo aquí, que ya lo he dicho). Si a esto añadimos el hecho de que el sitio cerraba sus puertas a las 18:30 y yo termino mi jornada laboral a las 17:30, era bastante evidente que me vería obligado a pedalear a toda hostia si quería disponer de tiempo suficiente para poder comprobar que valía la pena pagar por el puto capricho. Por si acaso, escribí un correo al vendedor preguntando si le venía bien recibirme a esa hora. No me respondió. Procedí entonces a llamarle y me dijo con desgana que po bueno, que po vale, que fuese si quería.

Y fui, oye. ME SALTÉ EL DÍA DE PIERNA EN EL GIMNASIO y fui. Llegué a mi destino sudando como un cerdo a consecuencia de la indeseada carrera ciclista (y pocas cosas me joden más que sudar cuando llevo camisa) a eso de las 18:10 y me encontré con mi novia, que también se había acercado desde su trabajo. Tras atar las bicis en la puerta del concesionario, serpenteamos entre varios coches pertenecientes al mismo aparcados sin ningún tipo de orden ni respeto y accedimos a la oficina, donde dos empleados desganados se dedicaron a ignorarnos hasta que uno de ellos, usando un acento difícilmente descifrable, nos dijo que alguien vendría pronto a hacernos casito. "Pronto", mis cojones. Cuando otro chiquillo tuvo la decencia de aparecer por allí para llevarnos a ver el coche ya eran las 18:20 y varios operarios del lugar habían comenzado a echar rejas.

Tras otro rato de serpenteo intervehicular llegamos a la plaza en la que se encontraba aparcado el Peugeot. Por cierto, el cochecito leré tenía más mierda que el rabo de un oso.

fuente: agronotas
Esto es lo primero que aparece en Google al buscar "rabo de oso". No, no me lo estoy currando mucho, las cosas como son

Remarco este detalle porque a mi compañero de trabajo cordobés le costó creérselo cuando se lo conté a la mañana siguiente, pues él acaba de adquirir un coche en otro concesionario y, según sus palabras, "estaba tan limpio cuando me lo enseñaron que se podría comer sobre el motor". Volviendo al concesionario de los coches guarros, el muchacho que nos atendía, visiblemente impaciente por largarse de allí, nos dijo "no tendréis pensado probar el coche ahora, ¿verdad?". Mi respuesta mental fue "no, mira, contaba con pagarlo a ciegas y dejarme sorprender ante cualquier problema, no te jode...", pero me limité a decirle "si fuese posible... Más que nada por probar el motor, las marchas y tal". Ante su cortante "pues lo siento, pero ya estamos cerrando", sólo pude reaccionar dirigiéndome al vehículo, abriendo y cerrando un par de puertas y descubriendo que el interior competía con el exterior en cuanto a nivel de mierda. A todo esto, el empleado, mirando ora su reloj, ora a mi novia y a mí como queriendo decir "ahuecando, que quiero largarme de aquí" nos invitaba a decidirnos cuanto antes con respecto a la compra, pues no iba a ser posible reservar el coche para nosotros. Le hicimos ver que no teníamos nada fácil lo del horario si queríamos volver una segunda vez para hacer un testeo en condiciones, y la respuesta del vendedor fue un impotente encogimiento de hombros acompañado de un alzado de cejas y un nuevo vistazo a su reloj de pulsera.

Y ahí fue cuando mi novia y yo nos miramos y supimos que ambos estábamos pensando "a la mierda este pavo y a la mierda el coche".

De hecho, la vuelta a casa fue un Dragon Khan de emociones de casi una hora de duración (que no miento cuando os he dicho que el concesionario estaba a tomar por culo, hombre). Por un lado, lamentábamos el tener que prescindir de un medio de transporte privado que nos iba a ser de utilidad seis o siete veces al año, y por el otro, fantaseábamos con la idea de irnos de vacaciones a tal o cual país (o países) gracias al pastizal que acabábamos de ahorrarnos.

Días después de la experiencia negativa en el concesionario, y analizando la situación desde una distancia temporal, con frialdad y sin el estrés del momento, nos hemos dado cuenta de que hemos tomado la decisión correcta (algo que ha corroborado más de una persona con la que hemos hablado del tema desde entonces, pues mucha gente ha tenido coche en este país y ha terminado por revenderlo ante lo absurdamente caro que resulta su mantenimiento). Por otra parte, parece ser que las calles y carreteras de Dublín son el campo de batalla de una guerra no declarada entre ciclistas y conductores. Y lo del vendedor me ha terminado de convencer a la hora de elegir bando:

fuente: aliexpress
Esta cosa tan guapa me va a llegar en las próximas semanas y va a provocar que SE HAGA DE DÍA allá por donde pedalee

Queda pendiente el tema de las sillas para mi patio. Pero eso lo voy a dejar para otra entrada, que no tendré coche, pero jeta me sobra.

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lunes, 10 de julio de 2017

Feel the music como puedas

No falla. Vale, reconozco que parte de la culpa es mía. Me explico: si he de pasar la noche en un hotel, tiendo a retrasar la hora de salir de la cama a la mañana siguiente hasta tal punto que el personal ya ha empezado a recoger las mesas del restaurante cuando aparezco por allí para desayunar. Y si el buffet en general es escaso a esas horas, el panorama en lo que respecta a huevos fritos es desolador: o ya han desaparecido todos, o me encuentro con uno o dos a mi disposición en un estado lamentable, tras haber sido pisoteados por la espátula que decenas de huéspedes han manejado con torpeza para hacerse con otros óvulos de gallina de aspecto más lozano mientras yo roncaba como un ceporro entre sábanas con olor a lavandería. Pero bueno, al final tengo que resignarme y ser consciente de que un par de huevos son un par de huevos, y es preferible poder disponer de los dos últimos del lote por muy mala pinta que tengan a quedarme sin ellos.

Ahora cambiad "huevos" por "orejas" en el párrafo anterior y os podréis hacer una idea de por lo que tuvo que pasar Dios cuando le tocó colocarme las mías.

El principal problema que me causa tener unos apéndices auditivos que me hacen parecer un híbrido entre Piccolo y Marco Pantani se presenta cuando gusto de salir a correr, pues acaba siendo un coñazo el tirarse de media hora a una hora dando zancadas sin otra cosa que escuchar que la propia respiración. Y dar con unos cascos que estén en su sitio cuando la superficie a la que tienen que agarrarse es tan irregular es prácticamente imposible. La verdad, no pensaba daros la turra con la odisea que me supone encontrar auriculares deportivos en condiciones, pero el pasado sábado tuve una revelación. Era una de esas mañanas en las que mi madre se dedica a saturarme la memoria del teléfono enviándome por Whatsapp cientos de fotos de todo aquello que encuentra por casa. Y en esta ocasión fueron fotos de mi infancia:

Mi madre dice que estoy para comerme. Qué va a decir, la pobre

Y ahí estoy yo, con unos cascos antediluvianos e inmerso en la feliz ignorancia que suponía el no ser consciente de que, años más tarde, me veo obligado a pasarlas PUTAS si quiero correr y escuchar música al mismo tiempo sin tener que llevarme la mano a la oreja cada dos pasos con cara de cabreo para colocar los puñeteros auriculares, como si fuese un escolta de la Familia Real recibiendo la enésima orden absurda de la jornada y preguntándose: "¿qué coño le pica esta vez a doña Elena?".

Los primeros auriculares deportivos que cayeron en mis manos llegaron en una época en la que yo estaba haciendo la transición del walkman al mp3 (a uno de 56MB de capacidad, para que os hagáis una idea). Y eran la hostia. Se trataba de unos Philips de color negro de los que no he logrado encontrar imágenes en la Internet, así que os quedáis sin ver cómo eran. No obstante, os diré que debido a que se contaban con varios puntos de ajuste, podía adaptarlos perfectamente al irregular contorno de mis pabellones auditivos y cruzarme al trote el Pinar de Antequera sin que me diesen nada de guerra. Pero claro, el paso del tiempo y la obsolescencia programada hicieron su trabajo y una tarde descubrí horrorizado, tras darle al play de mi reproductor, que el esperado atronar de Rage Against the Machine se había convertido en un episodio de Mr. Bean sin risas enlatadas. Mis adorados Philips habían enmudecido para siempre.

Y empezó mi odisea.

La compañía holandesa (qué fuerte. Philips es holandesa, tía) había dejado de fabricar tan maravilloso producto, por lo que volví del Eroski ligeramente decepcionado y con unos Sony de color azul cuyos ganchos destinados a agarrarse a la oreja tenían una forma de lo más estrambótica. Cuando me los puse en casa y me miré al espejo me sentí como un saltimbanqui del Cirque du Soleil. No, tampoco tengo foto de éstos, y aunque juraría que siguen en casa de mis padres, no he conseguido dar con ellos la última vez que he pasado por allí. De todas formas, dichos auriculares no eran ninguna maravilla, por lo que no formaron parte del equipaje con el que me vine a Irlanda años después de adquirirlos.

Una vez establecido en la Isla Esmeralda y decidido a continuar con mi afición musicoatlética, me acerqué a una de las muchas tiendas de electrónica de una conocida marca de aquí cuyo nombre no considero adecuado nombrar para no liarla. En dicho establecimiento me compré estos otros Philips:

fuente: philips
Naranja, mi color favorito

Pensaréis que, habiendo sido fabricados por la misma marca que trajo al mundo años atrás la perfección hecha cascos, este nuevo modelo estaría a la altura, ¿verdad? PUES NO. El cable era demasiado corto, el volumen demasiado bajo y el ajuste a la oreja totalmente pésimo. Y encima pagué por ellos treinta tazos. Sintiéndome estafado, volví a guardarlos en su estuche original (cuyo precinto había despegado MUY cuidadosamente para no romperlo, pues con estas cosas nunca se sabe) y me dirigí a la tienda que los parió. Allí, un dependiente borde y con pinta de tener menos luces que el belén de la ONCE, aparte de negarse a mirarme a la cara durante nuestra conversación y de ROMPER el precinto del estuche cuando sacó los auriculares para probarlos, me dijo que no podía devolverme el dinero porque conectados a su iPhone se oían perfectamente. Fue entonces cuando le pregunté "¿Me das tu iPhone entonces para que yo pueda usarlos en condiciones?". Y como el muy imbécil seguía sin mirarme a la cara, agarré el paquete y me fui de allí de mala hostia.

Caminé entonces hasta otra de las muchas tiendas de la innombrable cadena, y le conté a la dependienta que me atendió en esta ocasión (y que al menos tuvo la decencia de mirarme a los ojos) que mis compañeros de trabajo me habían regalado esos cascos sin saber que yo ya tenía unos iguales en casa y que quería devolverlos y aprovechar el dinero de los mismos para invitarles a unas pizzas o algo, pues soy una persona muy bondadosa y angelical que vive pensando en cómo complacer a quienes me rodean y que nunca le mentiría a la dependienta una tienda de electrónica. Y coló. Con precinto roto y todo ("cuando desenvolví el regalo ya estaba así. Habrá sido alguno de mis compañeros, que habrá querido comprobar que funcionan antes de dármelos"). Habiendo recuperado mis treinta euros, me volví a casa sin cascos pero convencido de que no volvería a gastarme ni un duro en el puto Currys.

Semanas después encontré unos cascos de marca blanca en el TK Maxx que, si bien no eran exactamente iguales a mis añorados Philips, sí que tenían una forma parecida. Me dieron un buen servicio durante varios años, pero una mañana de ésas en las que llueve tanto que parece que es de noche no pude evitar que se mojasen como si me hubiese caído al río con ellos, y su calidad auditiva descendió drásticamente. Cómo explicarlo... Imaginad la canción Rock you like a Hurricane, de los Scorpions (la versión buena, la del disco Moment of Glory). ¿Estamos? Ahora imaginad que los de Hannover, sin filarmónica de Berlín ni pollas, la están tocando en el polideportivo de vuestro pueblo contando con un megáfono de sindicalista de UGT como único equipo de sonido. Bueno, pues así se oía la música a través de mis auriculares de marca blanca después de aquel día de lluvia.

Viéndome de nuevo sin nada que llevarme a los oídos, me hice con unos Skullcandy:

Osea, tía, qué monos

Que vosotros diréis: "Ah, con sus calaveritas y su diseño semipijo y tal. Bien, ¿no?". PUES NO. Esa mierda de ganchitos no se agarran a nada, y no es que me toque colocarlos cada cuatro pasos, es que toca directamente recogerlos, pues son muy de hacer puenting desde mi oreja hasta mi cintura. Sé que debería haberlos mandado a la mierda ya, pero poseo el absurdo principio de no deshacerme de algo por lo que he pagado. De hecho, es este mismo principio el que ha provocado que, junto con los Skullcandy, estén cogiendo polvo estos TDK:

El dolor

O, como yo los llamo, los "Antonio González Pacheco". Me los compré cuando visité Sofía con mi novia hace unas semanas, y tras esperar unos diez minutos a que algún dependiente de la tienda de electrónica se dignase a venir y quitarles el candado que los mantenía atados a la pared (porque la obsesión que tienen en las tiendas de Sofía con que todo el mundo va a robarles el género daría para otra entrada), pude llevármelos al hotel y, una vez allí, comprobar que quien los había diseñado es, por decirlo suavemente, un sádico hijo de puta. Eso, o que usó unas orejas no humanas para el molde. Y es que el espacio tan pequeño que hay entre auricular y gancho provoca que los cascos se claven en la carne con más fuerza que los colmillos de mi gata cuando se le cruzan los cables y me arrea un bocao en la mano. Es más, he llegado a romperlos (los cascos, no los colmillos de mi gata, animales) para poder ajustarlos en condiciones y no convertir mis entrenamientos en un viacrucis. De todas formas, no han sido más de tres las veces que he salido a correr con ellos, que mi sensibilidad y mi paciencia tienen un límite, hombre. Por lo menos mi novia puede aprovechar las almohadillas extra, mira tú.

Una vez más, me veía huérfano de cascos (pues, insisto, no pensaba volver a calzarme semejante corona de espinas auricular), pero la congoja me duró poco. Resulta que mi gimnasio posee una máquina expendedora con todo tipo de mejunjes, amén de toallas, candados y... Sí, auriculares deportivos:

Y por sólo cuatro euros, señora

Su forma es casi perfecta, muy similar a aquellos primeros Philips pobladores de una Arcadia auditiva que cada vez me resulta más lejana e irrecuperable, peeero... Cuando un producto de estas características ha costado cuatro euros, no es de extrañar que su calidad sea una basura y que su clavija, pobremente soldada, constituya un ecualizador aleatorio cada vez que me guardo el mp3 en el bolsillo y echo a correr. Vuelta a la casilla de salida, tú.

¿Cuándo termina esta historia? Pues no lo sé. De momento, el último capítulo se escribió precisamente cuando estuve en España hace unas semanas. Quienes me conocen saben que mis visitas a Valladolid suelen ser bastante completas.

En esta ocasión, entre el millar de cosas que hice, aproveché para desayunar con una amiga a la que suelo mandar postales desde todos los lugares que visito. Tras el desayuno, nos acercamos al Corte Inglés sin demasiadas esperanzas, y la de las postales me sugirió estos auriculares:

Philips one more time

Calificaré estos cascos como "decentes": el cable es largo, tienen buen sonido y aunque no se pueden ajustar perfectamente a mi surrealista fisionomía orejil, al menos se agarran como Mufasa.

Qué coño, son buenos. He de reconocer que la de las postales ha tenido buen ojo.

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lunes, 3 de julio de 2017

Agua viene

Es muy habitual que la gente que conoce Irlanda sólo de oídas me pregunte, al descubrir que vivo en Dublín, que qué tal me llevo con el hecho de que llueva mucho por aquí. Es entonces cuando yo aclaro amablemente que no es que llueva mucho. Es que llueve muchas veces. Y cuando menos te lo esperas.

Casi siempre que llueve es durante la noche, y en estos casos la lluvia no es más que un rumor repiqueteando tan débilmente contra el cristal-claraboya de mi cuarto de baño que no puede despertarme. Y uno sabe que ha llovido porque el suelo amanece mojado. A veces, ni eso.

Otras veces, la lluvia aparece mientras salgo a correr por la mañana, acompañándome hasta que vuelvo a casa y haciendo que aprecie el doble la ducha caliente, el desayuno pantagruélico y el episodio de Bola de Dragón que comparto con mi novia inmediatamente después.

También es posible que llueva mientras pedaleo en dirección a mi trabajo. Esto no me supone ningún problema, pues siempre tengo a mano un chubasquero y unos pantalones impermeables con los que me disfrazo de bolsa de basura y evito calarme. Además, mis jefes aún no se han quejado de que convierta mi lugar de trabajo en un improvisado tendedero durante la mitad de la jornada.

A mí la lluvia

De hecho, hay veces que soy más rápido que estas chaparradas, y cuando éstas hacen acto de presencia yo ya he llegado a la oficina. En dichas ocasiones celebro el trabajar en un sexto piso poseedor de grandes ventanales que permiten ver todo lo que se extiende hasta una distancia de veinte kilómetros, pues el contemplar el espectáculo que se presenta ante mis ojos mientras las nubes se deshacen sobre la ciudad del Liffey es la excusa perfecta para aparcar durante unos minutos mi productividad.

Y el café es gratis

Si llueve por la tarde, una vez que ya estoy de vuelta en casa, mi gata y yo solemos sentarnos frente a la puerta que da al patio, dejándola abierta para que el petricor y el olor a menta se adentren en el hogar mientras celebramos por adelantado que mis geranios darán flores el día menos pensado. Hay veces que mi gata, que no es que tenga muchas luces, sale al jardín y juega a corretear bajo las gotas, para luego dedicar las siguientes dos horas a secarse con la lengua tendida junto al sofá, demostrando una vez más que en esta vida quien se aburre es porque quiere.

También es probable que llueva los sábados o los domingos. Muy probable, de hecho. Cuando esto ocurre, cuando el agua llega sin avisar mientras mi novia y yo nos dirigimos al centro, lo único que podemos hacer es correr a refugiarnos en el pub más cecano y desayunar por segunda vez. No puedo decir que esta situación me desagrade, las cosas como son.

O, ¿por qué no? También nos ha pillado más de un aguacero en el camino de vuelta. Sin embargo, saber que a nuestro regreso van a caer sendos chocolates con bizcochos al calor de la chimenea del salón hace que reciba estas inesperadas lluvias incluso con alegría.

Muchas veces he visto llover con fuerza desde el interior de un coche de alquiler perdido en medio de una carreterucha irlandesa dejada de la mano de Dios. Y, la verdad, a cada barrido del limpiaparabrisas se descubre una preciosa postal en la que el brillante verde del suelo irlandes se funde con el gris del cielo que baña el campo sin descanso.

No obstante, hay veces que algún chubasco decide que es buena idea acompañarme en mi camino al autobús que lleva al aeropuerto. La distancia entre mi casa y la parada es de un kilómetro aproximadamente, por lo que da tiempo más que de sobra para que el enclenque paraguas falle estrepitosamente en la realización de la única tarea para la que ha sido diseñado y yo llegue empapado a la marquesina, justo a tiempo para ver cómo el bus pasa de largo y me toque esperar media hora hasta que llegue el siguiente, calado hasta los huesos y muerto de frío y sueño, consciente de que ni siquiera he llegado al aeropuerto, y de que cuando el avión al que voy a subir aterrice en otro país, mi ropa seguirá mojada.

Es entonces cuando me cago en la puta lluvia.

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