Como si de una estrella de Hollywood en horas bajas se tratase, estoy dedicando estos días a seguir un tratamiento de desintoxicación en un lugar de retiro. Aunque mi caso no tiene nada de glamuroso. Lo que ocurre en realidad es que la casa del sur de Granada en la que estoy pasando mis vacaciones de verano no tiene cafetera. Y como yo soy de los que se ventilan tres o cuatro cafés cada día, la falta de cafeína me tiene convertido en una especie de zombi que ha pasado una mala noche.
Para poder superar el mono, o hasta que deje de creerme Drew Barrymore y me meta en el primer bar de este pueblo y me trinque un café como Dios manda, voy a dedicar mis ratos libres en los que no me encuentre corriendo entre invernaderos, a remojo o durmiendo como un ceporro a contaros cómo este muchachito de Valladolid acabó enganchado a la cafetera bebida. Pero antes, dos cositas: en primer lugar YA SÉ que el título de esta entrada promete que voy a hablar de mi actual batalla contra el idioma germano. Y lo haré justo al final, pues la anécdota que quiero contaros es muy corta y me toca rellenar (aunque a estas alturas ya deberíais estar acostumbrados a esta clase de jugada). Y en segundo lugar, estoy escribiendo estas líneas en mi móvil, lo cual es un coñazo, por lo que no garantizo tener paciencia suficiente para daros la turra que os merecéis.
Paradójicamente, mi primer encuentro con la negra bebida no tuvo nada de agradable. El mismo tuvo lugar una tarde de viernes de principios de los noventa, siendo yo un mocoso de cinco o seis años. Quienes me conocéis y/o seguís este blog sabréis que por aquel entonces servidor ya era raro de cojones, y para muestra un botón: en la tarde de autos, justo habiendo acabado de comer, me encontraba jugando felizmente con... una pajita. Sí, de ésas que ahora son de papel y antes eran de plástico. Mis padres, por su parte, recogían la mesa y se preparaban para nuestra expedición semanal a Continente con el fin de llenar el frigorífico. El café que mi padre pretendía ingerir de postre reposaba sobre la mesa, y en cierto momento en el que me quedé a solas en la cocina (que es donde comíamos y hacíamos la vida, aclaro), me percaté del vaso humeante, de la ausencia de adultos a mi alrededor y del objeto que me estaba entreteniendo y, tal y como estaréis imaginando, hice uso de la pajita para meterle un tiento importante al café. Café solo y sin azúcar, aclaro.
La cara de asco aún me duraba cuando volvimos de hacer la compra.
Años después, siendo ya un adolescente con la cara llena de granos, el café y yo tuvimos nuestro segundo encuentro. Esta vez, en un restaurante militar pijísimo en el que mi abuela celebraba su setenta y tantos cumpleaños rodeada de hijos, hijos políticos y nietos (lo de que mi abuela tuviese acceso a tal lugar para conmemorar su onomástica lo explicaré otro día en el que también os relataré cómo, sin despeinarse, humilló a cierto cargo del Partido Popular). Una vez acabado el ágape, el camarero recorrió la mesa en torno a la que nos encontrábamos todos los miembros de aquella gran familia preguntando a cada uno, e incluyéndome, si queríamos café. Antes de que yo pudiese responder nada, mi madre, desde el otro extremo de la enorme mesa, y con un gesto serio como pocas veces le he visto, me soltó un rotundo "tú, con leche", temerosa de que mi bautismo cafetero, de no venir acompañado de zumo de vaca que lo rebajase, me produjese una posesión demoníaca, cuando no directamente una combustión espontánea.
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fuente: Wikipedia *Sorbito* |
Aquel café de restaurante militar pijo, con leche y azúcar, me supo a gloria. Y fue el primero de miles.
Pasé así los siguientes años afianzando mi afición adicción. No voy a hablar mucho de esta época porque ya lo hice en su día y no me gusta repetirme.
El café con leche y azúcar se convirtió en mi bebida social, mientras que el café solo (en un vaso gigante de la peli Dinosaurio que, como el amor de Rocío Jurado, se acabó jodiendo de tanto usarlo) quedaba reservado para mis largas noches de estudio. Uno de mis planes favoritos consistía en pasar el rato en un bar en compañía de algún amigo o del periódico que hubiera disponible en el establecimiento al calor de un café con leche. En una época en la que lo habitual era pillarle el gusto a la cerveza, yo me negué a seguir esta norma no escrita y, a día de hoy, aún encuentro repugnante el simple hecho de pensar en el fermentado brebaje.
Este amor y odio por ambas bebidas me acompañó cuando visité Dublín por primera vez, siendo miembro de un grupo de treinta y tantos beneficiarios de una beca de Caja Madrid (el propio Rodrigo Rato nos hizo entrega del título a cada uno y aún me arrepiento de no haberme escupido en la mano antes de dársela). Nos tiramos mes y medio trabajando sin cobrar y teniendo que buscarnos el almuerzo, pero lo pasamos bien porque éramos jóvenes e ignorantes. Una de las primeras tardes de aquel verano de mentira, casi todos los becarios nos metimos en un pub para tomar algo y conocernos mejor. El camarero fue recogiendo órdenes, y la respuesta imperante fue a pint of Guiness. Yo, por mi parte, pedí a latte coffee, y a uno de mis compañeros (que no tenía muchas luces, he de decir) aquello le pareció aberrante. Me preguntó con una mezcla de incredulidad y desprecio: "¿cóóómo?" y yo me limité a mirarle en silencio con la cara seria que sólo alguien de Valladolid sabe poner. Mi contestación no verbal logró que el pavo dejase de hincharme los cojones, aunque lo intentó de nuevo con otra becaria disidente, quien solicitó al camarero que le sirviese a hot chocolate. El nuevo intento tocapelotas en forma de "¿cóóómo?" tuvo esta vez como respuesta por parte de la becaria un estruendoso eructo en su puta cara de ésos que te ahorran un viaje a la peluquería. Semejante rebuzno provocó que el pesado chaval, humillado que te cagas, no tuviese más remedio que buscarse otro sitio en el pub.
La becaria, triunfante, no se cambió de sitio. Y hoy, trece años después de aquello, sigue siendo mi novia. Pero no creáis que tan fabulosa cerdada fue lo único que me sedujo de ella. A lo dicho hay que añadir que, por ejemplo, más de una vez me suministrase de tapadillo algún que otro café obtenido en la máquina del museo en el que le tocó currar (sin cobrar, insisto. Y también insisto en lo importante que es que os afiliéis a un sindicato, niños).
Un año después de este evento, mi eructadora pareja y yo retornamos a la Isla Esmeralda para ver si esta vez podíamos trabajar cobrando, y aquello duró siete años. Durante este periodo pude afianzar mi hábito gracias a las cafeterías irlandesas y a mi segundo curro, donde tenía acceso a todo el café gratis que mis taquicardias pudiesen permitirse.
En Irlanda descubrí que, mira tú, un café con leche marida perfectamente con un desayuno de los que vienen con salchichas, judías, tocino y más ingredientes impensables para un europeo medio; y allí también fui abandonando los complementos y quedándome con lo esencial de la bebida: primero dije adiós al azúcar, y después a la leche. Por fortuna, el americano era fácil de obtener allá arriba, así que mi estancia allende el Cantábrico siempre fue placentera desde el punto de vista cafetero.
Y así llegué a Austria, gustando de beber café solo.
El problema es que los austriacos se las dan de italianos en este asunto, y aquí lo más parecido a un americano que se puede obtener es un Verlängerter (tela con el nombre, permitidme que os diga), que es más intenso y menos aguado, pero que se termina en un santimén y me hace sentir incómodo porque yo contaba con echar media tarde en el bar y el camarero aparece cada cinco minutos señalando mi taza vacía y preguntando que qué más quiero.
"Que te pires y que la próxima vez me pongas un café que dure más de dos minutos", pienso. Pero no lo digo porque no sé decir todo eso en alemán. No sé ni decir los colores en alemán. Veréis.
La mañana que mi novia y yo fuimos a tramitar nuestros respectivos Anmeldebescheinigungen (ahora no me apetece explicaros qué coño es eso. Llevo mucho rato escribiendo y os recuerdo que estoy haciendo esto desde el móvil), decidimos reponernos del esfuerzo burocrático tomando sendos cafés que pusieran en orden nuestras neuronas. Nos adentramos entonces en una cafetería de la Hauptplatz (la Plaza Mayor. Esto no me da pereza explicarlo) y mi novia se pidió un capuccino. Yo, como imaginaréis, un Verlängerter.
"Schwarz oder mit Milch?" me preguntó la camarera, pues aquí el café se pide negro o se pide con leche. Y mi idiota materia gris, que, para más inri, venía de hacer un papeleo que a pesar de llevar ya cinco años viviendo en Austria no sé ni cómo se escribe y he tenido que buscar, decidió usar la pregunta para montarse una improvisada clase de alemán en plan Barrio Sésamo (Sesamstraße, que dirían aquí) y darle vueltas al schwarz, al weiß, al grun, al rot, al gelb, etcétera (und so weiter, que dirían aquí). Este follón cromático mental provocó que mi cerebro decidiese combinar el negro (schwarz) y el blanco (weiß) en una palabra que se convirtió en la respuesta que di a la atónita camarera: Schweiß.
Schweiß, en alemán, significa "sudor".
Os podéis reír todo lo que os dé la gana, pero sabed que ahora mismo os mataría a todos por un café. Con leche o sin ella.
