viernes, 22 de diciembre de 2023

España tenía que ser I. Que la suerte te acompañe

Hace unas semanas pasé una fría tarde de noviembre en compañía de una austriaca (la del Dirndl, para más señas) y un amigo de ésta, de origen alemán. Entre otras cosas, durante aquella velada hablamos acerca de las tradiciones y características culturales propias de la patria de cada uno, y mientras comentábamos lo que se hacía fronteras adentro, me percaté de que, si bien la austriaca tenía un conocimiento nada despreciable en lo que a mi querida Españita, esta Españita mía, esta Españita nuestra se refiere, el alemán no. Y es que el muchacho aprovechó muchas de mis aportaciones para meter pullas y chistecitos acerca de corridas de toros, encierros, sanfermines y todo lo relacionado con maltratar bóvidos, dejando claro que su idea de España estaba más cerca de una emisión del NODO que de la realidad actual.

Tales meadas fuera del tiesto por parte del teutón estuvieron a punto de provocar que me asomase el Miguel de Unamuno que todos llevamos dentro y le dijese cuatro cositas bien dichas que intentasen explicar por enésima vez, a un europeo central, que España es mucho más que toreros, folclóricas y sangría. Sin embargo, tras unos segundos de reflexión en los que concluí que la mayoría de alemanes, de España sólo conocen Mallorca (la parte fea de Mallorca, aclaro) y que no me hallaba ante una excepción a esta norma, decidí que sería mucho más divertido ir a por el más difícil todavía y rellenar su ignorancia de datos que le hiciesen concluir que Spain no es que sea different, es que es de un different que te cagas, y que lo que mejor representa a España no es una foto de W. Eugene Smith, sino un grabado de Francisco de Goya.

Como sé que os gusta todo masticadito y que nunca os da por buscar información adicional acerca de mis referencias, os pongo una foto de W. Eugene Smith para que no os canséis:

fuente: LIFE magazine

Y un grabado de Goya:

fuente: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

¿Se entiende ahora lo que quiero decir?

Vale, no fue para tanto. Lo que pasa es que empecé a largar acerca de tradiciones raras, noticias escabrosas y anécdotas inverosímiles MUY NUESTRAS y al final el pobre ya no sabía qué pensar de mi país. Y ¿adónde nos lleva esto? Pues a que, como soy mucho me meterme en fregados, he decidido que voy a dedicar unas pocas entradas a largar por aquí las historias que le conté a él, ya que sé que cuento con uno o dos seguidores internacionales que tampoco las conocerán, y quiero que les cambie la cara también a ellos. No prometo nada, que ando con poco tiempo libre últimamente y encima Jaime Altozano ha sacado por fin el curso de piano avanzado, así que no sé hasta qué punto podré estirar este chicle. De momento, voy a aprovechar que estoy un poco hasta los huevos de mi proyecto actual de punto de cruz y voy a darle un rato a la tecla.

Me queda por hacer la parte blanca. Y las letras van a brillar en la oscuridad si todo sale según lo previsto

Para inaugurar esta saga, y aprovechando que es veintidós de diciembre, hablemos del Sorteo Extraordinario de Navidad, un evento que año tras año promete repartir pasta a diestro y siniestro provocando que a mucha gente se le vaya la olla en mayor o menor medida.

Esta movida comienza en pleno verano, cuando los billetes de lotería son puestos a la venta en todo el territorio nacional y aquéllos que se encuentran lejos de sus casas debido a las vacaciones estivales compran los primeros décimos creyendo que las probabilidades de hacerse con un premio serán mayores. Conforme avanzan los meses y se acerca el día del sorteo, el volumen de números adquirido aumenta, y aparecen las participaciones: divisiones de un décimo de lotería vendidas a menor precio por diversos motivos (menciono esto porque en septiembre le compré varias participaciones a una protectora de animales de Valladolid y no me arrepiento en absoluto). Es durante estas fechas también cuando se producen los intercambios de décimos entre amigos y familiares (y sé de familias que se desplazan cientos de kilómetros para reunirse poniendo la lotería como excusa).

Llegado cierto punto del otoño que me cuesta localizar con exactitud, pues es algo que se presenta sin avisar como si de mi dermatitis se tratase, comienza a emitirse en televisión el anuncio de la Lotería de Navidad. Hasta hace algunos años (no me atrevo a buscar cuántos, que con esto de ser emigrante puede que sean, no sé, diez o quince y entonces me dé el bajón por lo rápido que pasa el tiempo desde que me fui de España) era habitual que lo protagonizase un calvo vestido de negro que "repartía suerte" soplándole polvos imaginarios a la gente que pasaba a su lado (no enlazo el vídeo porque todos los que he encontrado en Youtube tienen una calidad de mierda y no os merecéis eso). Pues bien, yo una vez, emulando una parodia del anuncio que hicieron en el programa de televisión El Informal, le bufé un puñado de harina a la cara a mi hermano mientras decía entre risas "soy el calvo ése". No sé si a estas alturas me habrá perdonado o no.

Sigo. Lo habitual es que la compra de lotería se produzca en las diferentes administraciones repartidas por toda España, aunque destaca por encima de ellas una situada en el centro de la capital: Doña Manolita (el sitio aparece en la web de turismo de Madrid y todo, no os lo perdáis). Y es que una mezcla de tradición y superstición hace que miles de personas cada año formen una kilométrica cola ante este establecimiento para dejarse aquí los dineros, con el convencimiento de que los billetes del local contienen los números agraciados. Incluso yo una vez formé parte de dicha cola porque quería pillarle un décimo a mi madre hasta que me cansé de esperar tanto y se lo compré a un gitano que vendía los mismos números en la calle un pelín más caros.

Y así, con gran parte de la población habiéndose gastado más o menos pasta, llega el esperadísimo día del sorteo. El mismo tiene lugar en el Teatro Real de Madrid, pues es tanta la gente que quiere asistir que no cabrían en un recinto más pequeño. Y no es coña. Para la edición de este año hay peña que se ha tirado más de una semana haciendo cola para pillar sitio. El nivel de frikismo que poseen algunos de los espectadores es digno de estudio, constituyendo lo que parece una competición por ver quién porta el disfraz más estrafalario. Juzgad vosotros mismos:

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

fuente: combinacionganadora.com

Tela, nunca mejor dicho. Pero bueno, hay gente ahí fuera que lleva camisetas de equipos de fútbol y no les decís nada.

De entre todos estos personajes solía destacar Salvador Benítez, quien no faltaba a esta cita anual vistiendo un traje al que había cosido cientos de botones. Pues bien, hace poco me enteré de que el hombre luchó contra el bando fascista en la Guerra Civil, se unió a la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial y acabó internado en el campo de concentración de Mauthausen. Tras su liberación, se estableció en París, y una vez muerto Franco pudo volver a España y, entre otras cosas, presenciar en directo cada sorteo de Navidad, ganándose el apelativo de "El loco de Matarraña" debido a sus pintas. Mis respetos.

Teniendo en cuenta la expectación que genera el evento, quienes no lo conozcáis estaréis pensando que lo que ocurre durante el mismo debe ser más o menos la hostia, ¿no? Pues... Yo creo que no. Pero es que a mí, por culpa de una constante sobreestimulación por parte de las redes sociales, me cuesta encontrar cosas que me emocionen. Resumiendo mucho, lo que ocurre durante las varias horas de la mañana que dura el sorteo, es que dos chiquillos que se van turnando sacan sendas bolas de los bombos que tienen detrás y berrean el número agraciado y el premio en metálico que le corresponde. "Taaaal número". "Taaaantos euros". "Taaaal número". "Taaaantos euros"... Y así casi dos mil veces. Que podrían usar a cantantes o a actores de doblaje en vez de a críos (y crías desde 1984), con su irremediablemente estridente voz, pero es que es tradición que esta actividad sea llevada a cabo por alumnos del Colegio de San Ildefonso. ¿Por qué? Pues porque antiguamente el alumnado de dicho centro estaba compuesto por huérfanos, y se creía que, al no tener a nadie en este mundo cruel a quien poder beneficiar, no harían trampas durante el sorteo. Hala, otro dato curioso que os regalo.

La monótona letanía se interrumpe cuando el infante encargado de cantar los premios saca del bombo correspondiente uno de los de más categoría (el mayor de todos es conocido como "el gordo" y a éstas alturas de la redacción me da pereza buscar a cuánto asciende en la actualidad). Es en ese momento cuando ambos chiquillos vocean a pleno pulmón número y premio varias veces mientras los asistentes reaccionan como si estuviesen presenciando por primera vez el gol de Iniesta en la final del mundial de Sudáfrica, en un momento que será viralizado y repetido hasta la saciedad horas después en los informativos de turno. Y en eso consiste básicamente el sorteo. Decidme vosotros ahora si os chuparíais una semana de cola para verlo en directo.

Aunque lo arriba descrito ni me vaya ni me venga a estas alturas de la vida, tengo que reconocer que la cantinela de los chiquillos entonando números y premios constituye para mí un entrañable ejemplo de magdalena de Proust. Y es que, al ser habitual que sorteo y comienzo de vacaciones de Navidad coincidan en el calendario, solía pasar esa fecha en mi juventud esquivando el último día de clase del trimestre y comprando regalos para mis familiares en diferentes tiendas del centro de Valladolid. Durante dichas compras siempre caía algún café con leche que me ayudase a combatir el frío vallisoletano, y como hay una ley no escrita que obliga a todos los bares a sintonizar un canal de televisión o emisora de radio que retransmita el sorteo, ser espectador u oyente del mismo me pillaba en un buen momento a nivel de salud mental.

Moñerías aparte, queda hablar del último detalle cronológico importante relacionado con todo esto. El sorteo ha concluido, los ganadores de los premios mayores están al tanto de ello y no hay un puto telediario que no abra la emisión de la tarde sin recoger imágenes de los mismos ante la puerta de las administraciones que vendieron los números agraciados descorchando champán, mostrando fotocopias del décimo de marras, declarando gilipolleces y mostrando una alegría en absoluto compartida por aquellos de nosotros que, envidiosos, seguiremos siendo pobres un año más.

A ver, es muy habitual que alguno de los muchos números adquiridos haya sido agraciado con algo de pasta, pero otra ley no escrita dice que ese dinero debe ser reinvertido, y esta vez perdido para siempre, en el sorteo de Lotería del Niño, que tiene lugar a su vez cada seis de enero. Pero éste no tiene tanta chicha como el de Navidad, así que podemos acabar aquí la entrada.

Licencia Creative Commons

viernes, 1 de diciembre de 2023

Yo vs. el alemán. Undécimo asalto

Ciento treinta y seis es el número de entradas que hay de momento en este blog, y treinta y siete es la edad que yo tengo desde hace un par de semanas. Si traigo a colación estos números es por dos motivos: el primero es que es muy probable que la historia con la que voy a comenzar hoy ya haya sido mencionada aquí anteriormente; el segundo es que a mi edad, me la pela.

Obviamente no siempre he sido así. Cuando contaba dieciséis añitos y mi cerebro estaba sin acabar, solía tomar decisiones de dudosa lógica fruto de lo fácil que era convencerme de cualquier mierda (reconozcámoslo: todos los que hemos vivido la adolescencia hemos sido gilipollas en mayor o menor medida durante dicha época) si se me ofrecía el estímulo adecuado.

En concreto, el estímulo que recibí una mañana de dos mil tres, mientras daba cuenta del tazón de Golden Grahams del desayuno, fue este estupendo anuncio que se estaba emitiendo en la tele de la cocina.

Para aquellos perezosos de vosotros a los que os cueste demasiado hacer click en un puto enlace y cargar el vídeo de Youtube, os contaré que el spot de marras anunciaba los Levis Type 1, un (por entonces) nuevo modelo de pantalón vaquero. Y a mí nunca me había interesado mucho la moda, pues era feliz vistiendo la ropa que mis padres tenían a bien comprarme en el Eroski o Carrefour de turno, pero no sé si fue por la banda sonora de fondo (que mola un huevo, todo sea dicho), por la puesta en escena, porque las costuras de los vaqueros parecen brillar en la oscuridad, o porque vi el anuncio tras una noche que pasé en vela estudiando para un examen de Matemáticas o Biología que acabaría suspendiendo irremediablemente, pero las pocas neuronas que aún no habían tirado la toalla para entonces empezaron a conspirar con el fin de que yo buscase la forma de meter un par de esos vaqueros en mi armario.

El que este comercial siguiese emitiéndose con regularidad durante los días sucesivos no ayudó a que me quitase tal idea de la cabeza, aunque lo que terminó de convencerme de una vez por todas fue encontrarme en persona con el conjunto de pantalón y cazadora en el escaparate de Parachute, una tienda del centro comercial que había cerca de mi casa. Contemplar aquellas dos prendas tras el cristal provocó que me lanzase irrefrenablemente al interior del local como si fuese un padre divorciado pasando por delante de un Sportium. Una vez dentro, pregunté a la dependienta que cuánto costaba aquel monumento hecho en tela vaquera, y me respondió que catorce.

Os aclaro: "Catorce", en dos mil tres, quería decir "catorce mil pesetas", pues aunque la vieja moneda llevaba ya un año fuera de circulación, aún no nos habíamos acostumbrado al euro. Y catorce mil pesetas equivalen a ochenta y cuatro euros, que si son un pastizal ahora, imaginad hace veinte años.

Ignorante de mí, quise saber si catorce era el precio por ambas prendas, y la dependienta, apiadándose de mi inocencia adolescente, me dijo que no, que cada una. Tan desorbitado precio, además de provocarme un ligero mareo, tiraba por tierra mis planes en lo que a vestimenta se refería, por lo que me limité a darle las gracias por la información y me largué de allí sintiendo que el capitalismo me había hecho pupita una vez más.

¿Sirvió el conocer el precio para disuadirme de mi empeño? Por supuesto que no. Hice entonces lo que siempre hacía cuando se me antojaba algo que no podía pagar: pedírselo a mi abuela. La sufrida pensionista, Dios la tenga en Su Gloria, accedió a apoquinar por la mitad del conjunto, así que yo me pasé semanas ahorrando para poder gastármelo todo de golpe como el padre divorciado del Sportium que he mencionado hace un par de párrafos. Cargado por fin con los casi ciento setenta euros (recordemos: de la época), volví al Parachute y solicité probarme pantalón y cazadora de la talla XL.

Objetivamente ambas prendas me quedaban de puta pena. Y es que yo tenía la complexión de un bicho palo: el pantalón era muy largo y además me sobraba de cintura, y mi cuerpecito no llenaba la cazadora. Por otra parte, una talla L quedaba muy corta vistiendo mis brazos y piernas de Slenderman, por lo que lo más inteligente en ese caso habría sido salir de allí con las manos vacías y ciento sesenta y ocho euros en el bolsillo. Sin embargo, la dependienta no estaba dispuesta a perder la venta, por lo que me remangó mangas y perneras (justificando su acción con un "ahora se lleva así", la muy miserable) y me sugirió usar un cinturón que, para sorpresa de nadie, hacía que el pantalón me quedase como si me acabasen de rescatar de un campo de concentración. Pero como yo era bastante tonto por aquel entonces, seguí aquellos consejos de estilo y salí del comercio vestido como un payaso.

Sin embargo, la historia termina de forma feliz, pues años de gimnasio y desayunos irlandeses han añadido volumen y peso a según que partes de mi cuerpo y, si bien es cierto que ahora me cuesta entrar en aquellos carísimos pantalones (aunque los conservo, pues nunca se sabe cuándo lo van a mandar a uno a un campo de concentración y, de ser así, podrían volver a valerme), la cazadora me queda bastante bien a día de hoy, constituyendo una interesante prenda con cierto aire retro para la temporada de entretiempo.

Ahora os estaréis preguntando: ¿por qué coño habla de esto en una entrada que, según el título, tiene que ver con lo mal que lo pasa para aprender alemán? Pero todo tiene una explicación, joder. Resulta que el otro día, mientras me encontraba en una fiesta de Halloween a la que acudí disfrazado de Mestre Ensinador porque no tengo vergüenza, recordé todo lo que os acabo de contar, así como el hecho de que ocurriese hace la friolera de dos décadas, y entonces pregunté con curiosidad a las personas con las que me encontraba cuál era el artículo de ropa más antiguo que conservaban.

Una chica austríaca del grupo procedió a responder, y aunque la conversación estaba teniendo lugar en inglés, mantuvo el nombre alemán original de la prenda de la que habló: un Dirndl. Nos contó que el Dirndl había pertenecido a su abuela, que su madre heredó este Dirndl años atrás y que, siguiendo la tradición, ahora era ella la dueña del susodicho Dirndl.

¿Que qué es un Dirndl? Esto es un Dirndl:

fuente: trachten24.eu
O como yo lo llamo: "el traje de sevillanas austriaco"

Vale, yo hasta entonces había visto decenas de Dirndl por aquí: portados por mujeres de todas las edades, expuestos en escaparates o simplemente en fotos e ilustraciones. Lo que no supe hasta ese momento es que este tradicional vestido se llama Dirndl. Yo no sabía ni que existía la palabra Dirndl. Este detalle explica por qué, mientras los demás integrantes del grupo seguían con ternura la historia de cómo aquel Dirndl había pasado de generación en generación hasta llegar a manos de esta chica, yo reaccionaba con incredulidad y estupor al escuchar el mismo relato.

Y es que, en lugar de "Dirndl", entendí "dildo".

Licencia Creative Commons